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Desde el segundo día de su matrimonio se convenció Agustín de que no quería, ni posiblemente querría nunca, a Angelita. Se daba perfecta cuenta de lo que le había empujado a casarse con ella, como lo hubiese hecho con cualquier otra que le fuera tan simpática como su mujer. El ambiente miserable y angustioso de la casa de los relojeros —que había aprendido a conocer en los seis meses que duraron sus relaciones— también había influido a empujarlo a la coyunda.

Toda la alegría era de ella y no poca. Gozaba viéndola feliz, descubriendo el mundo. Él se mostraba atento a cumplir cualquiera de sus deseos, ninguno disparatado. Angelita no podía creer en tanta belleza y, de cuando en cuando, pellizcaba a su marido para asegurarse de su existencia.

—Me parece que estoy soñando.

—¿Por qué, mujer?

—De que estemos en Córdoba, de que esté yo en Córdoba, con mi señor marido, de que me llamen señora, de que no me tenga que levantar al alba para preparar los desayunos, de que la gente, y yo, coma tanto y tan bueno, de que no tenga otra cosa que hacer más que quererte, a ti, que eres el hombre más bueno y más guapo que hay en la tierra.

No había hipérbole y Agustín lo notaba, y eso era la fuente de su propia tranquilidad. Sentía una gran ternura y un poco de conmiseración por su mujer.

No conocía Agustín Andalucía y tuvieron que valerse de planos y cicerones, que abundaban. Viéronlo casi todo. El paseo del Gran Capitán, la calle de Cristóbal Colón y la de la Victoria no les parecieron cosa del otro mundo, no así las callejuelas y los patios, aunque al hombre le recordaban algunos decorados de zarzuela. Angelita se extasiaba ante las flores, que adoraba. Le encantó dar vueltas por el campo de la Merced o el de la Madre de Dios. De la mezquita no les asombró más que el número de sus columnas. Vieron los conventos: el Carmen Calzado, San Lorenzo, San Andrés, San Juan, San Nicolás, San Hipólito, que tampoco les llamaron mayormente la atención y en cuanto a los cuadros: ¡cómo comparar con El Prado! El cual, dicho sea de paso, desconocían. (Agustín entró un domingo por la mañana en que no tenía que hacer, salió pronto, había demasiado que ver). Les gustó el puente. A Angelita todo le cogía de nuevo, a Agustín —«que había viajado mucho»— nada le sorprendía, lo que producía satisfacción a la recién maridada: sentíase protegida por los conocimientos de su esposo. Más que paseos y monumentos llamaban la atención de la recién casada las comodidades del hotel: los botones, el ascensor, el cuarto de baño, los camareros, la abundancia de la minuta, la constancia de los postres, el poder azucarar a su gusto el café, las alfombras, el papel membretado, los saludos obsequiosos de los servidores, el encontrarse la cama hecha y dispuestos sobre el embozo su camisón —más sencillo que aquél famoso, pero, de todas maneras, con sus puntillas y encajes— y el pijama de su marido, y las chinelas bien aparejadas en la alfombrilla.

Iban todos los días al cine o al teatro y al café. En cuanto a lo demás, su constitución anémica parecía haberla atrofiado y Angelita tomó como obligación, no muy molesta por otra parte, lo que a tan poco costo parecía dar satisfacción a Agustín.

De Sevilla lo que más le gustó fue el parque de María Luisa, a pesar de que las construcciones para la Exposición Iberoamericana impedían el paso por muchos lugares. Los jardines del Alcázar les gustaron menos. Decidieron no ver más iglesias (todas son iguales), pero sí fueron a San Juan de Aznalfarache. Fue una excursión encantadora que le recordó a Agustín La hermana San Sulpicio, de Palacio Valdés. El domingo fueron a los toros, que en la Maestranza había novillada. Salieron al iniciarse la lidia del tercer animal porque Angelita no pudo resistir tanta sangre. No faltó chunga entre quienes molestaron para irse a la calle.

Mejor recuerdo les dejó el pescado frito, la manzanilla, los desayunos en el pasaje de Oriente y los Murillos del Museo Provincial. Por la época, los naranjos fueron un ligero desencanto para Angelita, que empezaba a engordar a ojos vista.

De los cuatro días que pensaban estar en Granada decidieron pasar dos en Málaga, porque la joven no había visto nunca el mar, y el mozo del hotel les aseguró, al ponderar el pescado frito, que allí era como en parte alguna. Así lo admitieron, sin dificultad y rendidos ante los cucuruchos aceitosos y calientes. Mucho le gustó el Mediterráneo a la mujer, aunque:

—Creía que era otra cosa.

Agustín le habló del Cantábrico, del oleaje, de las mareas. No se atrevió Angelita a bañarse, entre otras cosas porque tuvo vergüenza de su delgadez. Les pareció bien la Catedral, subieron al Castillo de Gibralfaro con la pretensión de divisar la sierra Bullones, la neblina lo impidió.

—Allá está África.

—¡Qué cosas!

—Sí —respondió en broma Agustín—. ¡Qué cosas no se ven!

En el puerto vieron pescar a unos chiquillos, lo que llamó poderosamente la atención de Angelita. Le entró asco por un pececito, luciente de plata en el atardecer, y, esa noche, no quiso cenar el famoso pescado frito. Se enfrió, sentada en la terraza de un café de la calle de Larios, cerca de la plaza de la Constitución; tenía algo de fiebre al llegar a Granada, se lo achacaron al cambio de trenes en Bobadilla y a las corrientes de aire de la mala estación. No salieron del hotel hasta la tarde del día de su vuelta a Madrid en que dieron una vuelta, de prisa y corriendo, por la Alhambra. Les gustó mucho.