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No faltó Agustín a la tertulia el día siguiente y don Marcelino se lo llevó aparte, en el rincón de los automóviles y bicicletas de juguete:

—Mira, Agustín, la chica no tiene secretos para nosotros y nos contó tus pretensiones… A nosotros siempre que sea por derecho… No, no digas nada, perdona… Bueno, como te decía, a nosotros, nos parece muy bien.

—Pero a ella, no.

—Bueno, hombre, bueno… Tú ya sabes lo que son las mujeres.

—¿Entonces?

—Lo único que quiero decirte es que no te desanimes. No sabes lo que son las chicas de hoy, y más siendo hija única, mimada, demasiado mimada. Nunca le hemos negado un capricho (era cierto, no los tuvo). Y su madre, que es una santa. Lo único que quería que supieras es que, por nosotros, no hay ningún inconveniente: puedes entrar en casa cuando te dé la gana.

—Muchas gracias, don Marcelino.

—Bueno, hombre, bueno… —le dijo dándole palmadas en la espalda— no es porque sea hija mía, pero hubieses podido escoger peor —se reía— y mujercita de su casa, económica, sabes, económica. Hoy, sin economía no se puede ir a ninguna parte.

* * *

—Pero ¿de verdad te quieres casar conmigo?

—Sí.

—Pero si soy tan poca cosa…

—Ni que yo fuese un Apolo…

—Hay tantas por ahí que valen más.

—Pues, ya ves: eres tú la que yo quiero.

—¿Me quieres?

—Sí, te quiero.

—Pues aquí me tienes, para todo lo que quieras querer.

No había más que pureza en el acento de Angelita. Por primera vez se cogieron las manos. Agustín estaba decidido a quererla y se hacía ilusiones.

—Querréis llevaros al niño, claro está —dijo doña Camila la mañana que Agustín le anunció que el noviazgo sería corto.

—¿Cómo se lo vamos a quitar?

—¿De veras? —y el mundo se volvió a abrir y a brillar para la buena señora—. ¡Qué bueno eres, Agustín! ¡Qué bueno! —Y dio por excelente el «segundo» matrimonio de su hijo.

A José María le tuvo sin cuidado: siempre había creído que su hijo era un botarate, que salió a la madre. ¡Con la de mujeres que hay en Madrid, ir a escoger esa espingarda! ¡Allá se las compusiera como le diese la gana!

Él, por su parte, iba viento en popa. Ingresó en el Círculo de Bellas Artes e instaló en un pisito de Bárbara de Braganza a Ninón, que así se llamaba la fulana, «con carnes que ya hubiese querido la pava ésa con quien (diz que) iba a casarse su hijo».

Una tarde, al salir del cine, Agustín y Angelita fueron a merendar a Molinero y él le contó la historia de Remedios, la de su padre y la suya.

A medida que Agustín iba narrando lo sucedido crecía en ella la admiración y el amor por su novio. Su comportamiento le pareció heroico y así se lo dio a conocer con dulces apretones de mano. Lo que no comprendía muy bien, entre otras cosas porque Agustín no acabó de pintarlo muy claro, era el porqué de la desaparición de Remedios. Algo se olía sin embargo porque en seguida, con tal de ensalzar el amor filial de Agustín, dejó escapar alguna frase despectiva por la que había sido capaz de concebir sin honra y de abandonar luego el fruto de sus amores ilegales: que el universo de Angelita estaba poblado de lugares comunes y su conocimiento de la literatura no iba más allá, ni empezaba más acá de María, la hija de un jornalero, que un cliente dejó en prenda de una leontina; mal negocio que nunca pudo olvidar don Marcelino.

Mal le sentaron a Agustín las consideraciones de Angelita, y dióselo claramente a entender, ensalzando hasta donde podía los méritos de la expósita. Iba a entrar la muchacha en franca discusión cuando algo de adentro le aconsejó callar. Así lo hizo, pero no olvidó nunca la ardiente defensa de la desaparecida. Hablaron del niño, y de común acuerdo, quedaron en dejarlo al cuidado de doña Camila.

Por el luto, la pobreza de la familia de la novia, el poco gusto del padre del marido, la ceremonia fue modesta. Los novios tomaron el exprés de Andalucía y bajaron en Córdoba. El inevitable itinerario les llevaría a Sevilla y Granada. Corría el mes de octubre y el tiempo maravillaba.

Nada dijo Agustín de su boda a sus amigas de la calle del Peñón. Lo supieron meses más tarde, cuando Petra volvió, un día, a visitar a doña Camila. La noticia le pareció de perlas. Creyó, de buena fe, que el silencio de Agustín era por no haberle participado la suya en tiempo oportuno.