A la mañana siguiente, fue Remedios la que lo propuso:
—Tengo que marcharme.
—¿A dónde?
Hizo un gesto vago.
—Donde sea.
—¿Con el chico?
—Claro.
—¿Y mi madre?
—Ya hiciste bastante.
Así lo creía Agustín. Pero ¿qué haría?, ¿volver a su casa?
—Tú verás. A nosotros no nos ha de faltar trabajo.
—Ésa no es una solución.
—Sí lo es. Así no podemos seguir.
Agustín estaba de acuerdo, pero no quiso decirlo; no sabía con precisión por qué, así era.
—Déjame que lo piense.
Para ver si el aire le inspiraba fue a pasear por el Retiro. Hacía años que no iba; las alamedas y los árboles le sabían a nuevos. ¿Qué hacer? Se extrañó de la existencia de los árboles. Había árboles en Madrid. ¿Qué hacer?
—¡Alfaro!
Se volvió a la voz, era un cura joven. La cara le era conocida, pero el apellido se le escapaba.
—¡Zarnazo, hombre!
Se abrazaron. Gonzalo Zarnazo había sido compañero suyo de escuela. Después lo llevaron a Deusto, cuando se murió su madre y lo tomó por su cuenta un tío suyo, de Bilbao, un hombre raro, rico y dado a las cosas de la iglesia, de la que —decían— administraba algunos bienes; por lo visto Gonzalo se había ordenado. Era un hombre guapo, de ojos verdes.
—Te conocí en seguida.
—Pues… si no me llamas…
El curita tenía excelente memoria, la que le permitió una carrera brillante en el seminario.
—Estás igual.
—Eso crees tú.
Caminaron despacio.
—Para mí, como si hubieses caído del cielo.
—¿Por qué?
—Ahora te cuento.
Y, sin más, llevado por su preocupación y confiado en la ropa que vestía su antiguo compañero, Agustín no tuvo empacho en endilgarle su odisea. No lo hubiera hecho con nadie más conocido. Zarnazo era otro mundo.
El curita le oyó con atención, sin interrumpirle. Luego le preguntó:
—¿Eres practicante?
—No.
—¿Perdiste la fe?
—Sin darme cuenta. Pero ¿qué me aconsejas?
—¿No quieres que le hable a tu madre?
—De ninguna manera.
—Sería lo mejor, lo más noble.
—Y destrozarle la vida.
—Vivís todos en pecado mortal.
—Como comprenderás, no es esto lo que me preocupa.
Gonzalo le miró con atención:
—Comprendo. Lo mejor sería que esta mujer desapareciera de vuestra vida: de la tuya, de la de tu padre, de la de tu madre.
—¿Pero no te das cuenta de que mi madre vive pendiente del niño?
—Sí, pero también puede enterarse cualquier día de la verdad y sería peor.
—Tal vez tengas razón.
—Tu madre hallaría consuelo.
—¿En la religión?
—Desde luego. Porque supongo que ella…
—Sí.
—Y tú, ¿no sientes una necesidad de orar, de descargarte de tus preocupaciones? Porque, quieras o no, lo que has hecho conmigo es confesarte. Todo esto, y otras cosas peores, suceden por la pérdida del sentido moral, que sólo la Iglesia ofrece. Si tu padre fuese buen católico…
—Conozco otros peores.
—No lo niego: el pecado está en todas partes y el diablo acecha a los mejores, pero si no se le persigue, acaba por señorear en el mundo. Dale gracias al cielo por este encuentro, que se puede denominar providencial. —Lo creía así y se las prometía felices—. Hay que sajar, Agustín; hay que sajar sin miedo, así duela a primera vista. Pero verás qué consuelo. El dolor nos lleva a Dios, y ahí está el remedio. Tu madre se resignará, comprenderá y perdonará. Por otra parte, tú no has pecado más que por exceso de amor y no tienes por qué preocuparte. En cuanto a esa joven y a tu padre, hallarán su bien en el arrepentimiento. No hay que arredrarse nunca, sino ir siempre hacia adelante, con la verdad divina en una mano y el santo respeto de las costumbres españolas en la otra, sin miedo.
—Sólo buscaba un consejo.
—No hay otro camino que el que te señalo. Tal vez pueda encontrar a alguien que se interese en colocar a esa joven.
—Ya hablaremos.
—Mañana mismo pasaré a verte. ¿A qué horas estás en casa?
—Vente a comer o a cenar cuando quieras.
—¿Dónde vives?
Agustín hizo un esfuerzo tremendo: no quería dejar en manos ajenas lo que él solo debía resolver; dio al curita una dirección falsa, por Cuatro Caminos.
—A la una estoy allí. Ahora tengo que ir a visitar unas personas en la calle de Alfonso XII. Se ha hecho tarde, pero no lo siento. Queda con Dios, Él nunca abandona a los suyos.
Diez pasos más adelante se volvió para saludarle con la mano, sonriente. Daba gracias al Señor: ¡qué fácil hacer el bien cuando se ve todo claro! Y la comida en casa de los Suárez Anda sería, de seguro, excelente.
Remedios fue a ver a Paca. Su regreso a la calle del Peñón fue un pequeño acontecimiento. Todos la felicitaron de su buen aspecto.
Sin embargo, aquella mañana lucía ojeras, que, naturalmente, no eran óbice para los tres kilos que había ganado.
—Seña Paca, ¿qué hago?
—¿Es que el joven se ha propasado?
—¡Vamos! Usted no le conoce. Es más bueno que el pan. No, sino el sinvergüenza de su padre que pretendió volver a las andadas.
—Mira tú, en eso no había pensado.
—¿Qué me aconseja?
—Mándalo todo a paseo y vuélvete aquí. Todavía está tu cuarto sin alquilar.
—Es que me da pena doña Camila.
—Bueno, entonces, hija, tú sabrás…
Paca miró fijamente a Remedios.
—¿Hasta ahora cómo has vivido?
—Tan ricamente.
—¿Si no fuese por el guarro del viejo, no tendrías inconveniente en seguir como hasta ahora?
—Pues la verdad, no.
—¿Y te sabe mal dejar aquello?
—Sí, señora.
—¿No estarás enamorada del pedazo de pan?
—¿Yo? ¡Vamos, ande!
—Cosas más raras he visto por ahí. Pero si quieres hacerme caso, manda todos los hombres al basurero, ninguno vale la carne que pesa.
—A usted le ha pasado algo.
—¿A mí? A mí, no. A otras tal vez, y a cierto gandul del que me cansé de aguantar marranadas… Tú ya tienes lo tuyo, así que echa el cierre y vente a planchar enaguas, y vivirás como una reina, sin preocuparte de pantalones, que no valen la pena que dan.
No tardó dos minutos Paca en referirle la verdad, con pelos y señales —que de todo eso hubo, y más—, y en explicarle cómo dio con el viento de lo de la Serafina y de su Rafael, y de cómo, estoque en mano, y de plano, le dio a la mujer una somanta de primera, rematada con un estirar de cabellera que fue el regocijo y el comentario de todos los vecinos durante una semana. Puso de patitas en la calle al ex novillero, que desde entonces se moría de hambre y se pasaba el día mandando recados a su ex, que no quería saber nada de él.
—Me la jugó de a puño, pero no sabía con quien se gastaba los cuartos. Bueno, es un decir, que la pagana era yo. Pero hemos tarifao… por ésas, así me tenga que repudrir. Todos son unos ingratos, incapaces de darse cuenta de que una lo da tó, y ellos lo que les conviene, o lo que no les conviene pero les gusta más. Los hombres no piensan en el mañana: eso me gusta, pues venga y luego: si te he visto no me acuerdo. ¿Quién iba a pensar eso de Rafael? Tú le conocías. Tan enamorao, tan fino, tan atento. Un poco marchosillo, pero lo pedía el oficio. ¡Golfo! ¡Y me lo tenía que haber sospechao! Quien anda entre cuernos… Por ahí se está pudriendo haciendo pucheros; no creas que no sé por qué: por los ídem, que es como le dicen los gallegos al coci.
Que para Paca todos los que no son de Madrid son gallegos.
—A mí nadie me toma de pito. Y tú, no te preocupes, te vuelves para acá, y vives tan ricamente. A los hombres que les parta un rayo. ¿Tienes un hijo? ¿Qué más quieres? Es para lo único que sirven, y tú ya estás servida. Con que requiescat in pace. ¿Le digo algo a la casera?
—Déjelo, señá Paca; ya habrá tiempo.
—No lo olvides: atufan. Y no hay excepciones, tós confirman la regla (o la quitan). Primero la coba, después la cama y se acabó.
—Pero usted…
—¿Yo? Tú no me conoces a mí. O mejor dicho, sí que me conoces: cuando digo «basta» ya pueden santiguarse todos los santos, que de allí no paso. Dicen que mi padre era aragonés…
Si no lo era, merecía serlo.
No hubo manera de hablar de otra cosa y Remedios volvió a la calle de Echegaray sin haber resuelto nada.