La vida se organizó mal que bien. Agustín se ahogaba en el cuartucho de Petra. Desayunaba y se iba a la calle, sin más palabras que las necesarias para enterarse de la salud de las dos mujeres. A pesar de que intentó comer en cualquier restaurante, para estar lo menos posible en casa, su madre se acostumbró a hacerlo en compañía de «su nieto» y no tuvo más remedio que apechugar con la reunión familiar. El que faltaba, casi siempre, era su padre. Achacábalo doña Camila a su repudio del matrimonio de Agustín; todo lo daba por bueno con tal de pasarse las horas cuidando del chiquillo. Sacábalo a paseo, orgullosísima.
—¿Qué dirás que me han dicho? ¡Si se volvían para verlo! Una señora, en la calle de Preciados, se paró a preguntarme qué edad tenía, no quería creer que tuviese ocho meses… ¡Mi rey! ¡Mi pedazo de cielo! ¡Mi príncipe, mi rey de España! ¡Porque él será por lo menos ingeniero o diputado!
—Tiene ojos de senador —aseguró con guasa José María, que había venido a recoger a su esposa.
—Tú lo dirás en broma, pero ya verás…
Por la noche cenaban los tres en silencio; luego Agustín se encerraba en su despacho. Hacía sus cuentas, pasaba en limpio sus pedidos, escribía algunas cartas y se ponía a leer algún libro, traído de casa de sus padres, que su madre había heredado unos cuantos, por todo, de un tío suyo, muerto en Palencia hacía diez años.
—¿Vas a salir? —le preguntaba Remedios, como incitándole a hacerlo.
—No, tengo que hacer —le contestaba invariablemente, levantándose de la mesa—. Buenas noches.
Una hora después, Remedios tocaba con los nudillos en la puerta del despacho.
—Pasa.
—¿Quieres algo?
—No.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Y cerraba despacio.
Así leyó Agustín los Episodios nacionales, unos tomos de Pi y Margall, otros de Costa, las novelas de Antonio de Trueba, la Historia de los girondinos y dos de la Revolución Francesa, la de Thiers y la de Louis Blanc, y la de España, del padre Mariana.
Salía lo menos posible por temor de encontrarse con sus amigos, que bastante tenía con los compañeros de negocios con quienes, sin remedio, tropezaba diariamente en los diversos almacenes o tiendas donde le llevaba la necesidad mercantil y a los que había llegado la noticia de la coyunda por indiscreción del jefe de la Sección de Muebles de los Almacenes Rodríguez. Se le crispaban los músculos al recibir las enhorabuenas y más los largos abrazos palmoteados.
No había vuelto a la tertulia de don Paco. Daba ahora un rodeo para no pasar delante de la tienda del buen aragonés, establecida en la calle del Príncipe, frente al teatro de la Comedia. Al principio se consolaba suponiendo que creerían que se había ido de viaje, a Béjar o a Alcoy —cosa que solía hacer cada medio año—, pero luego…
Revolviéndose en el catre que le había tocado en suerte, ahogándose en el sucucho, Agustín se preguntaba si su gesto había valido la pena. Lo peor era que no podía echarle a nadie la culpa; la iniciativa había sido suya. La verdad es que Remedios podía no haber aceptado. ¿Entonces, qué? ¿Hasta cuándo iba a durar esta manera de vivir? La mentira le escocía y también, ¿por qué no decirlo?, la falta de mujeres. Que, sin que pudiera remediarlo, desde que se «casara» le había sido fiel a Remedios. La verdad: no le gustaba ir solo a la calle de Jardines. Le molestaba, sin amigos, escoger una pareja fugaz y peor dejarse pescar por una ramera al socaire de un portal. Y buscar a Ramón, o a Jacinto, o a ambos, para «irse por ahí», se le hacía, a estas alturas, muy cuesta arriba, porque estaban enterados de su «matrimonio» y les iba a parecer raro que a los dos meses de vida conyugal fuese él mismo quien los arrastrara «a pasar el rato».
Así se lió con Consuelo, la del tercer piso. Era mujer de mucho aire, así fuera por el número de kilos que desplazaba, no sin garbo; jamona esposa de un cagatintas del Ministerio de Estado, acostumbrado a sobrellevar con paciencia los caprichos de su mujer, sin aliento para rebelarse contra lo que adoraba. Tratábale ella como a un criado.
Como es natural, Remedios y Petra no tardaron en enterarse de las relaciones, entre otras cosas porque la discreción no era prenda que le fuese a la escandalosa vecina, amiga de hacer pesar su superioridad sobre quien tuviera a su alcance.
—Cuando estuve en San Sebastián… Cuando estuve en Alicante… Cuando el marqués de Torrecilla me trajo… Cuando me compré el anillo de brillantes… Estos pantalones son iguales a los que: gasta la infanta…
«Si encuentro a Ramón o a Jacinto, ¿qué les digo? ¿Cómo no les invito a subir a casa? ¿Qué invento para no presentarles a mi mujer?». Llegó la preocupación a categoría de pesadilla y más de una noche, en su soledad, estuvo tentado de mandarlo todo a paseo. Construía una escena con su madre. Le explicaba que se había equivocado, que Remedios tenía un genio imposible, que no congeniaban. Pero a la mañana siguiente, al verla tan humilde, tan encogida, hablando con él como si estuviese de hinojos, le entraba una gran lástima; amén de lo imposible que se le representaba el quitarle a doña Camila el amor cada día acrecentado que sentía por su «nieto», y que le forzaba a llegar a casa de su hijo, cada mañana, un poco más temprano.
—No duermo —decía— pensando en el gusto que me da venir a verle.
Parecía más pequeña, reconcentrándose en la luz que le daba vida.
Un día, el retoño dijo: «Papá». Remedios pidió perdón a Agustín con una mirada en la que se mezclaba la angustia y la pena.
Fue José María el que resolvió la situación, cuando menos temporalmente. Una noche de noviembre de 1925, serían las diez de la noche, el vendedor de harinas se presentó en la calle de Echegaray, bien empapado en vino, que le brillaba por todos los poros y no digamos por los ojos. Abrióle Petra, entró el sargentón al comedor donde Remedios estaba remendando unos calcetines de «su marido».
—Hola, buena moza. Mucho tiempo sin vernos.
Fue a ella y le acarició la barbilla.
—¿Qué, ya no te acuerdas de mí? No creas que te he olvidado. Ni los buenos ratos que pasamos juntos. ¿Cómo está mi cría?
Remedios temblaba como una azogada.
La mujer quiso ponerse de pie y no pudo: falláronle las rodillas. Petra se había quedado cerca de la puerta; hacia ella volvió la cara José María.
—¿Qué haces aquí? En la calle falta gente.
—No te vayas —farfulló Remedios.
—¿Por qué? ¿O es que ahora vas a despreciar al padre de tu hijo?
Atraído por las voces, entró Agustín, que estaba haciendo números en el despacho.
—Hola, padre. Buenas noches.
—Hola, calzonazos.
Bastó un paso hacia adelante del mozo para que el bigotudo reaccionara:
—Está bien, está bien. Ya veo que salgo sobrando. Que os aproveche.
Y con paso demasiado seguro de borracho que se fija en su andar, se fue dando un portazo.
Agustín se sentó frente a Remedios; acodado en la mesa, no se atrevía a mirarla, puso su atención en una miga de pan escapada a la limpieza. Parecía una esponja pequeña; el fijarla sin pestañear la agrandó terriblemente, ya era una roca puesta en medio de una playa desierta. Una playa granate con flores amarillentas y piquillos verdes.
Remedios no salía de su doloroso asombro. Sentíase anudada por todas partes, y en todas con dolor. No podía echarse a llorar como la garganta se lo estaba pidiendo a borbotones, ahogándola. Agustín, perdido, sin saber qué hacer, empezó a tamborilear en el hule que cubría la mesa. Petra, que había salido tras el hombrón, dijo sencillamente, al volver:
—¿Por qué no os vais a dormir?
Agustín se levantó sin decir palabra, volvió al despacho. En su sillón pasó las horas queriendo pensar, sin lograr hacerlo; todo se le confundía. «Eso» no podía seguir así, había que hacer algo, pero ¿qué?