La cosa no fue tan fácil como Agustín lo había imaginado, primero porque cuando Paca se enteró del proyecto se opuso violentamente:
—Mira, hija, te quieren hacer una charranada. Te van a sacar de aquí y luego: si te he visto no me acuerdo. Te quitarán ese pedazo de cielo y por ahí te pudras. Además, ¿cómo vas a irte a vivir con un hombre joven? No, hija, no. Tú créeme a mí, que sé lo que es el mundo. A mí no me engañan tan fácilmente.
Claro que Remedios podía haberle contestado que eso no era cierto, que era del dominio público que el señor Rafael el Gorra le ponía los cuernos con la Serafina, pero ¿de qué hubiera servido? Paca no veía más que por los ojos de ese pequeñarro, novillero que fue hace muchos años y que seguía viviendo de eso, al arrimo de toreros más o menos célebres a los que servía en mil cosas, a veces como mozo de estoques. Al fin y al cabo, la Paca ganaba bastante dinero con sus flores artificiales para que nada le faltara al peripuesto de su marido.
Pero, pensándolo bien y despacio —que no era más que un volver sobre lo mismo: el estrecho camino que se le ofrecía de inmediato—, Remedios se convenció de que lo que proponía Agustín era una solución. Claro está que el ofrecimiento la había sorprendido, pero no tuvo nunca la menor duda acerca de la buena fe del joven, que era la murga de Petra, su compañera:
—Lo que pasa es que le gustas al chico.
—Tú estás loca.
Como dormían juntas, cada día era el mismo cantar, al dormirse y al levantarse:
—Ése te hará otra —u otro— por el estilo que su padre. Del mismo palo, mujer. No digas después que no te avisé.
Petra era una mujercilla renegrida y mal pensada, más viva que nadie, trabajadora infatigable y con un odio hacia los hombres que sólo una historia oscura justificaba: tuvo padrastro, que la recluyó en la institución donde conoció a Remedios. Desde el primer día hicieron buenas migas; no se le ocultaba que en sus reparos y en su aversión por el proyecto entraba no poco de temor a tener que separarse de la que consideraba como su hermana.
Pero cuando supo que ella entraba en el cambalache varió no poco su pensar y dio su brazo a torcer. Como no era cuestión de llevar el simulacro hasta el altar, decidieron que se presentarían una buena mañana Remedios y Agustín en la casa de la calle de Atocha con la estupenda nueva de su reciente matrimonio. José María representaría su última escena en esta historia mostrándose molesto, pero acabaría por otorgar su magnánimo perdón. Luego vendría lo más difícil al tener que negarse a vivir con los abuelos; ahí entraba Petra —que Remedios no podía abandonar—. Quedaron de acuerdo en irse a alojar en otro barrio; no fuese que algún vecino —o vecina— soltase la lengua frente a doña Camila.
Así se llevó a cabo, sin más sorpresa que la que se llevaron supuestos cónyuges, seguidos de Petra, que llevaba en brazos al retoño, al entrar en casa de los señores de Alfaro, y divisar a don José María, tercerola al hombro, sostenida por una lucientísima bandolera con los colores nacionales: acababa de pasar revista de somatén. Con la noticia le dio un patatús a doña Camila, lo que hizo innecesaria la famosa escena de su esposo, que era a lo que más miedo le tenía su hijo.
Pasó el soponcio y todo fueron sonrisas, reconcentradas, como era de suponer, en el nieto. No poco rezongó doña Camila por lo escondido del matrimonio, que tantas alegrías le restaba, pero todo lo dio por bueno con el consentimiento de José María. Como esperaban, lo que más deseaba era que Remedios se quedara a vivir en su casa. Haciéndole ver, José María el primero, que la nueva pareja preferiría estar a solas; no se avino la buena señora sino a fuerza de razones y cuando así se lo aseguraron —a gritos— los nuevos cónyuges. Lo único que consiguió es que no se mudaran a Cuatro Caminos, como era su propósito, sino que tuvieron que prometerle que desde el día siguiente ella y Remedios buscarían un piso cercano. Petra dejaría de trabajar y ayudaría a Remedios en los trabajos de la casa. Hasta ese preciso momento ninguno de los presentes había pensado que las planchadoras dejaran su oficio; actuaron empujados por los sentimientos de doña Camila; Agustín, preocupado porque su madre viviera tranquila, había supuesto que se iría a vivir a casa de «la planchadora»; a José María fue problema que ni siquiera le rozó la imaginación; en cuanto a Remedios, estaba tan estupefacta con el giro de los acontecimientos que no pensaba en el futuro; el ir, con su suegra, viendo pisos por alquilar era una constante intranquilidad: el retintín de las suposiciones de Petra no la dejaban en paz. ¿Y si, efectivamente, le gustaba a Agustín? Nada se lo hacía suponer, pero atisbaba en sus recuerdos en busca de un indicio. No había mucho donde escoger, el joven se había mantenido distante y como distraído.
De la calle de Fúcar a la de Carretas; de la del Hospital hasta la plaza de Santa Cruz metiéronse las dos mujeres fisgando en todas las bocacalles de la de Atocha, sin mayor resultado. Volvían cansadas, quitándose las mantillas en la escalera y los zapatos en el umbral de la casa.