5

Desde el día de la vuelta de su padre, Agustín no paraba casi en su casa. A doña Camila le parecía normal que no quisiera enfrentarse con su padre. Ella no dejaba de ir a verle por la mañana muy temprano, en su cuarto, y le prodigaba toda clase de consuelos. Contábale todas las gracias del chiquillo cuatro o cinco veces, sin dejar de extrañarse de que no fuera por la casa de Remedios.

—No le hagas caso a tu padre, y que Dios me perdone. Ya le hablé a don Cándido, y aunque tu padre es un hereje, él lo cogerá por su cuenta.

«Eso más», pensó Agustín. Esperó a don José María dos portales más abajo y se emparejó con él, camino a su trabajo.

—¿Qué hacemos?

—Acabar con todas las mujeres.

—Pero mientras eso sucede y usted tome la iniciativa, yo creo…

—¿Qué crees?

José María, como siempre, estaba por no hacer nada y esperar que el cadáver se pudriese.

—Pero madre es capaz de meterla un día en casa.

—Eso sí que no, córcholis. Soy capaz de irme yo.

—No sea usted así: sabe que no lo haría.

—¡Cómo que no!

—Como que no. Tengo otra solución.

—¿Cuál?

—Pues… hacerle creer a madre que me he casado con la Remedios.

El ex panadero miró a su hijo con ojos inquisitivos, cerrando un tanto los párpados.

—¿Hablas en serio?

—Y tanto.

—¿Te das cuenta?

—¿De qué? Así todo se arreglaría.

—¿Te atreverías?

—Por ver satisfecha a mi madre, cualquier cosa.

—¿Y crees que la chica estaría de acuerdo?

—¿Por qué no?

«Este chico mío es tonto —pensaba José María—, pero ya que le da gusto, ¿por qué no?

A mí me importa un bledo y de una vez por todas me dejarían en paz».

—¿Y a dónde os iríais a vivir?

—No sé. A cualquier parte, con tal de que no sea en casa.

—¿Te das cuenta…?

Se le quedó la frase en la boca y pensó que debía mostrarse agradecido, hizo lo posible por enternecer los ojos y le dio un abrazo a su hijo.

Agustín se fue a ver a Remedios. El niño estaba dormido. Petra no podía dejar la faena y salieron al patio. Remedios era una mujercita de regular estatura, ojos negros, pequeños y vivos, pelo abundante y con mucho brillo en el que la bandolina tenía poca parte. Su cutis oscuro también brillaba, tal vez por efecto del continuo calor de las planchas; era esbelta y la maternidad la había puesto en flor. La nariz graciosa, más bien chata, y la boca, aun dando en grande, así parezca mentira, no dejaba de favorecerla, porque en todo había proporción y juventud.

—Mire, usted sabe lo que el niño representa para mi madre…

—No lo dejaré por nada del mundo. Y no quiero marcharme de Madrid porque aquí tengo trabajo honrado y sin querer abusar de… su padre, tengo la seguridad de que no le faltará nada a mi hijo.

Recalcó los dos «tengo» para dejar sentada de una vez su decisión.

—Yo pude tener un momento de debilidad o como lo quiera llamar, pero mi hijo es mi hijo y pasa antes que todo.

—No se trata de eso.

—¿No viene a hablarme del chico?

—Sí y no.

—Pues ya sabe.

—Mire, Remedios, así como estamos no podemos seguir. En casa no hay quien aguante.

—¿Tengo yo la culpa?

—No, mujer, no. Y déjeme hablar.

Paca, desde la puerta de su cuarto, fisgaba.

—¿No quiere que salgamos a dar una vuelta?

—Ahora no puedo.

—Es que lo que tengo que proponer es cosa seria, y me molesta que nos estén escuchando.

—¿Es para muy largo?

—No lo creo.

—Pues andando.

Se fueron para la calle.

—Yo no sé cómo lo vaya a tomar.

—Déjese de pamemas y al grano.

—Pues yo le propongo que le hagamos creer a mi madre que usted y yo nos hemos casao.

Se detuvo Remedios en medio de la acera y miró fijo a Agustín.

—Para guasa, ya está bien.

—No, Remedios, no es broma, le estoy hablando en serio.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Usted no se da cuenta; todos los que viven en la casa lo saben. ¡Menuda se iba a armar! Además…, ¡vamos!, ¡usted está mochales! ¿Qué usted y yo…? ¡Vamos, hombre!

—Proponga otra solución, teniendo en cuenta que mi madre ha de seguir creyendo que el chico es… nuestro.

—Pero… ¿y nosotros? Es decir, usted.

—Yo ya me las arreglaré.

Entraron en un café de mala muerte y se sentaron, frente a frente, con una mesilla de mármol de por medio.

—¿Tanto quiere usted a su madre?

Agustín estuvo a punto de retrucarle con la misma pregunta pero se contuvo, recordando que ella no la había conocido.

—Es lo único que tengo en la vida.

—Y ¿ha pensado cómo hacerlo?

—No. Quería hablar con usted primero. ¿Está de acuerdo?

Remedios bajó la cabeza y murmuró:

—¿Lo sabe su padre?

—Sí.

Ella tomó con delicadeza la taza de café con sus dedos rudos y bebió un sorbo. Quedó ensimismada y Agustín sólo pudo sacarle monosílabos mientras volvían; sin duda pensaba en otra cosa. Al entrar en su cuarto, Remedios se echó en su cama y lloró.