Al fin y al cabo no tenía novia, ni por qué rendirle cuentas a nadie y lo primero era la felicidad de su madre, dejando aparte que, si se casaba con Remedios, sería una lección tan dura para su padre que, con seguridad, no volvería a las andadas (¿se puede llamar a esto «andadas»?, se preguntaba con amargura). Total, sería por algún tiempo y tenía toda la vida por delante. Ya se arreglarían; él viviría aparte, solo, así fuese, naturalmente, en casa de Remedios. Y la vieja estaría como los ángeles con la criatura.
Parado frente al escaparate de una camisería, miraba sin conciencia las camisas y los calzoncillos alineados, las corbatas colgadas, las camisetas artísticamente dispuestas y los gemelos y sujeta–corbatas haciendo de adorno entre los géneros, todo ello coronado por un rimero de cinturones de piel. Don Arturo, el dueño de La Flor de Atocha, le saludaba desde el quicio de la puerta.
—¿Qué tal, Agustín, no se decide por ninguna?
—Buenos días, don Arturo.
—¿No le gusta esta rayadita? Acabo de recibirlas, son de popelín.
—No, muchas gracias.
—Como quiera, aquí estamos siempre para servirle.
Agustín siguió despacio, hasta la calle del Amor de Dios y entró en el bar donde se solía reunir después de comer con sus amigos. El dueño era de Segovia, y amigo de la familia. Allí estaba su padre, tomando unos quinces.
—¿Me buscabas?
—No.
—Siéntate.
Don José María se retorcía los bigotes y luego alzando despaciosamente la mano se rascaba la cabeza, ya un tanto aliviada de cabello.
—¿Y qué?
—Pues no sé.
—Ya ves como todo se arregló.
—Lo ha arreglado, ¿cómo?
—¿No lo viste?
—Pues, la verdad, no
—Está más claro que el agua: me pongo serio y me niego en redondo al casorio. Y que no se hable más del asunto.
—¿Usted cree que madre se va a conformar?
—¡Qué remedio le quedará!
—¿Y Remedios?
—Ésa no es cuenta tuya, joven. Eso, me lo dejas a mí, que yo sé cómo componérmelas y dónde les aprieta el zapato a ciertas personas. Y ve tomando ejemplo que, en la vida, todo no es ser hijo de familia. ¿Qué tomas?
—¿Hace mucho tiempo que conocía usted a… ésa?
—Mira, niño: no te metas en donde no te llaman. ¿Qué tomas?
—Una cerveza.
—¿Viste a tu madre?
—Sí.
—¿Y qué?
—Llora que te llora.
—Ya se le pasará.
Pero no se le pasó, a la sorpresa del hombrón. No que llorara —que eso se acabó pronto—, no, sino que le salió una voluntad donde nunca la había tenido, y machacaba hasta hacer la vida imposible.
Por su parte, José María decidió —él era así— que Remedios se fuera de Madrid, o que, por lo menos, se cambiara de barrio, sin dejar señas conocidas. Pero también falló allí. Por las buenas le dijeron que no y le exigieron dinero para la manutención de la criatura. La noche de ese día halló a su mujer desconocida, sonriente, amable, alegre. La miró extrañado, no atreviéndose a hacerse ilusiones. No se pudo contener doña Camila sino hasta la noche; en la alcoba, en el buen lecho de nogal que los albergaba, soltó la razón de su regocijo:
—¿Con que tú también, eh? Y lo llevabas muy calladito.
—No sé a qué te refieres.
—Nada, hijo, nada. Que me parece muy bien.
—¿Quieres reventar de una vez?
—Te vi salir esta tarde de la casa de la calle del Peñón.
—¿Qué hacías por allí?
—Lo mismo que tú: ver al nieto. Mira lo que le estoy haciendo.
Y, con una ligereza digna del motivo que la movía, levantó sábanas y cobertor, fuese al armario de media luna, abrió presurosa un cajón y sacó camisas, camisetas, un gorro, peúcos, de lo más fino, que en sus horas de soledad se daba prisa en acabar.
—¿Qué te parecen?
—Mira, Camila, déjate de una vez por todas de andar moliendo con lo mismo. Agustín no se tiene que casar con esa chica por la sencilla razón de que es una perdida (a pesar de todo se le atragantó la palabra).
—No es verdad.
—A ti te pueden engañar, a mí no. Y si fui esta tarde allí no era, como tú piensas, para ver al mocoso, sino para ofrecerle algún dinero para que ahuequen el ala de una vez.
—No serás capaz.
—¿Cómo que no? Y, además, lo que te puedo asegurar es que ese niño no es de Agustín.
—Mira, marido, creo que hace cerca de treinta años que nos llevamos bastante bien. Te tengo por lo que eres: un hombre cabal, pero yo no sé qué mosca te ha picado en este asunto. Y ya me voy cansando.
—Cansando, ¿de qué?
—De tu actitud…
—De mi actitud, ¿qué?, anda, dilo.
—… de tu actitud majadera.
Era la primera vez que la buena señora se atrevía a tanto. Se aterró de lo dicho y corrigió:
—Perdona, no sé lo que me digo.
«Es igual que su hijo —pensó José María—, reacciona de la misma manera».
—Y has de saber —prosiguió la señora— que no te saldrás con la tuya, así te empeñes como un borrico. Remedios es una buena chica y mi nieto es eso: mi nieto y el tuyo y no habrá quien me lo quite. Ya puedes hacer lo que te dé la gana, hasta armar un escándalo, ya veremos quién se cansa antes. Tú no me conoces.
No, no la conocía. El suponerse abuela le daba una fuerza tremenda. «Si le digo ahora la verdad —pensó el vendedor de harinas— es capaz de creer que miento. En buen lío me he metido. No me cogerán en otra».