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Tan pronto como su hijo se fue a la estación, doña Camila se puso su velo y dijo a las criadas:

—Si el señor o el señorito vuelven antes que yo, les decís que me fui a la calle del Peñón, ellos ya sabrán adonde.

Porque la buena señora no las tenía todas consigo. Conocía a su marido y suponía que la noticia que iba a enjaretarle Agustín le desagradaría, y tenía por posible que su cónyuge se fuera en seguida a ver a la muchacha, para intentar deshacer el compromiso. Y ella estaba dispuesta a todo, menos a quedarse sin nieto. Un hijo le había sabido a poco y sus esperanzas posteriores resultaron fallidas, por mor de un aborto provocado por una caída en medio de un remolino de gente, en una procesión del Corpus, al año de vivir en Madrid, «con el calor y el sofoco», solía decir.

Así que cuando, no muy seguro de sí, José María seguido por Agustín entraba en casa de las planchadoras, lo primero que se echó en cara fue a su bendita esposa. Se quedó con la boca abierta, cosa que aprovechó doña Camila para decirle con la mejor de sus sonrisas:

—¿Ya te lo dijo el chico?

Petra, la amiga de Remedios, que planchaba mientras ésta le daba de mamar al crío, se quedó con el hierro caliente en alto. La joven madre guardó su pecho como defendiéndose, por natural pudor, mientras el responsable sólo atinaba a decir:

—Ya, ya…

—¿Estuvisteis en casa?

—No —dijo Agustín.

—¿Conque tenías prisa por ver a tu nieto? ¡Míralo, hombre, míralo! ¡Ya puedes estar orgulloso! Es tu vivo retrato.

Parecía una escena de zarzuela. Petra abandonó la plancha y salió al patio, pareciéndole que debía dejar solos a los protagonistas, pero ya entraba la señá Paca, por si las moscas. Doña Camila seguía:

—Ésta es Remedios.

Se miraron. José María tragaba quina. Arrojó al suelo el pitillo que acababa de encender parsimoniosamente, antes de entrar en la casa, escupió, dio media vuelta y se fue a la calle. Su mujer, desconcertada, se fue tras él, no sin decir antes:

—No le hagáis caso, es un pedazo de pan, ya cambiará, no os preocupéis…

Ya estaba Remedios hecha un mar de lágrimas y lamentándose:

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!

La Paca tomó al retoño en brazos y procuró dormirlo a fuerza de pronunciados balanceos, mientras Agustín no sabía qué hacer.

—No chilles tanto —dijo la Paca a Remedios— o haberlo pensado antes. ¿Y usted qué? —pregunto al joven—. Reúnase con ellos antes de que sea tarde.

—Mejor que se lo diga él.

—¡Qué le ha de decir!, hombre, ¡qué le ha de decir! Conozco yo mejor que nadie a ese mandria. Ése no es capaz de nada, como no sea de engañar a medio mundo con su parloteo. ¡Digo, si me la dio a mi con queso! ¡Y hay que ver si eso es difícil! Que si estaba tan solo… Que si su madre… ¡Y se hacía la víctima! ¡Pobrecito! ¡Tan mayor y con esa desgracia! …

—¿Qué desgracia? —preguntó, atontado Agustín.

—¿Usted no sabe lo que inventó para conseguir a esta infeliz sin pasar por el burladero? A nadie, a nadie se le ocurriría… ¡Qué su madre tenía lepra y que por eso no podía llevar a nadie a su casa…! No, si yo digo… ¡y que a él no podía pasarle nada porque estaba vacunao…! ¡Vacunao contra la vergüenza…!

Mientras tanto, por la calle de la Magdalena, hacia la de Atocha, doña Camila procuraba convencer a su marido, que no abría la boca, envuelto como lo estaba en sus negros pensamientos:

«¡No se callará, no, no se callará! ¿Y yo qué le digo? Por de pronto, en la calle, nada; entre otras cosas porque no tengo ganas de discutir esto a gritos. Pero ya nos vamos acercando a casa. ¿Qué historia le cuento? Las mujeres son la perdición de los hombres. Bueno, José María, ya está bien, guarda tus filípicas para otra ocasión. ¿Qué hago? ¡Trágame, tierra! ¿Y si la empujara bajo un tranvía? También podría echar a correr y no volver en jamás de los jamases… ¡Calma, hombre, calma! Te has visto en otras y siempre te saliste con la tuya. Y a ese imbécil de mi hijo, ¿qué barrabasada no se le ocurrirá?».

La buena de doña Camila seguía enjaretando razones plausibles para que su esposo perdonara a los jóvenes:

—Mira, José María, ésas son cosas que suceden todos los días. Yo ya tomé informes y parece que se trata de una buena chica. Tú no sabes lo que es la juventud de hoy, tienen más ocasiones que antes. Ahora hay una libertad que no había en nuestros tiempos…

La hubiese matado. Y mientras tanto, ¿qué pasaría en la calle del Peñón? A lo mejor —que no es más que una manera de hablar—, se plantan todos en casa.

—A mí me hubiera gustado más otra cosa. Pero ¿has visto al niño? ¡Es una gloria! Y le han puesto José María, ¡cómo tú!

No pudo más el hombre, se plantó frente a su mujer y le gritó:

—¡Cállate ya, imbécil!

Y se largó, calle abajo, a paso de carga. La buena señora se quedó de una pieza, sin poder mover un miembro, luego empezaron a correrle las lágrimas por las mejillas, dando rodeos alrededor de las verrugas. Después, lenta, triste, vencida, se fue hacia su casa. Allí, sin quitarse siquiera el velo, se dejó caer en una mecedora y siguió llorando. Así la encontró su hijo que, de buenas a primeras, la creyó sabedora de la verdad. Pronto se dio cuenta de que no era así.

A Agustín las lágrimas de su madre le traspasaban el pecho. Otras veces, en que la vio verter lágrimas, fue por razones que no podía remediar: como, por ejemplo, cuando murió César, atropellado. Aún vivían en Mesón de Paredes y la casera permitía tener perros. Otras, por los lutos o al asistir a velorios de amigas o parientes de las mismas. Sin contar la gran pena que pasó cuando se enteró de que habían metido en la cárcel a un hijo de una hermana suya que vivía en Valencia, durante la huelga de 1917. Entonces Agustín había encontrado natural el desahogo materno, pero ahora no, y hubiese dado cuanto tenía para que dejara de sorber con la nariz la humedad de sus carrillos.

—Ya ves, hijo; tu padre es así. Siempre tan recto, incapaz de aceptar nada que no esté de acuerdo con sus principios. Así era su familia: pobre pero honrada. A mí no se atrevió a tocarme una mano antes de casarnos (no era cierto, pero a la buena señora le pareció que era de decir en esta ocasión). No le vayas a juzgar mal, es el mejor de los hombres. ¡Dios mío, no sé cómo vamos a salir de ésta! ¿Qué te parece si le consultara a don Cándido?

Don Cándido, cura de la Almudena, es el confesor de doña Camila.

—No, madre; no vale la pena.

—¿Cómo que no vale la pena?

—No quise decir eso. No se preocupe; ya encontraremos una salida.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. Y cuanto más tarde se enteren los demás, mejor.

Agustín no tenía a quién confiarse. No que no tuviera amigos, pero ¿cómo contarles la ridícula historia, que no tenía nada de ridícula en sí, pero que referida por las buenas, no dejaría de tomar otro aspecto? Se levantó para irse.

—¿A dónde vas?

—Al café.

No contestó doña Camila, le hirió profundamente lo que tomó como despreocupación de su hijo, y él, acostumbrado a no mentir se fue al café. Se le había metido una idea absurda en la cabeza y quería acabar con ella. El pensamiento era éste: para salvaguardar la tranquilidad de su madre debía casarse con Remedios o, por lo menos, hacerle creer que se había casado con ella. También entraba en juego, sin que se diera cabal cuenta, la honra de la familia.