El exprés no traía más que cinco minutos de retraso y Agustín esperó a su padre entre los mozos que pregonaban sus fondas —los de las más nombradas se contentaban con ostentar el dorado anagrama de sus hoteles en la cinta de sus gorras de plato—. En otras ocasiones a Agustín le gustaba el barullo de la estación de Atocha, allá en su hoyo; el pitido de los trenes, el olor del carbón de las locomotoras, el abolengo que adquieren las maleta por sus etiquetas multicolores. Había viajado un poco y esperaba viajar más. Un vagón de ferrocarril es una cosa muy seria a los veinte años. Entre la barahúnda hizo un doloroso esfuerzo de atención para que no se le fuera a escapar el pinta de su padre. Ya casi lo temía cuando le vio salir llevando galantemente la maleta de una vicetiple, por decirlo de otra manera, compañera ocasional de viaje.
—¿Qué haces tú por aquí? Éste es mi hijo.
—Tanto gusto.
—Mira, papá. Entrega la maleta a cualquier mozo.
—¿Y los muestrarios?
—Dale el talón, y que los lleve a casa. Nosotros tenemos que hablar.
—¿Pasa algo?
—Ya lo verás.
—¿Tu madre?
—Mamá está bien.
—¿Entonces?
—Espera un poco. Señorita, ¿quiere un taxi?
—Si es usted tan amable.
Embarcaron a la joven pintarrajeada, que comprendió que su acompañante no podía hacer buenas sus promesas, en un Renault y se fueron escaleras arriba.
—Oye tú, no me gusta nada esa manera de tratarme.
—Pues espérese que todavía le va a gustar menos…
—Mira, tú…
—¿Quiere esperar un momento? ¿Nos sentamos aquí a tomar un café?
Habían atravesado la amplia plaza y se acomodaron en la terraza del Hotel Nacional.
—A ver, desembucha.
—Pues si le digo a usted la verdad… no va a ser muy fácil.
A don José María le pasaron mil ideas por la cabeza, la mayoría relacionadas con el negocio, otras —pocas— con alguna posible calaverada de su hijo. Tenía fe en él, un poco de orgullo por su seriedad y cierta escondida lástima por saberle tan formal.
—¿No han pagado los Burillos?
—Sí.
—¿Entonces? ¿No te habrás metido en un lío de… faldas?
—Eso, usted.
—Te advierto que a ésa, total le llevaba la maleta, galante que se debe ser en la vida. ¿Cómo te atreves?
—Mire, papá, no vamos a hacer una escena. Ya es bastante difícil para mí, no lo complique.
—Habla de una vez.
—Pues, señor… ¿Usted conoce a una planchadora llamada Remedios y que, para más señas, vive en la calle del Peñón?
—¿Yo?
Vio el hombre por la luz de los ojos de su hijo que no le valdrían subterfugios y claudicó:
—Bueno, ¿y qué? ¿Vas a salirme con una lección de moral? Ni yo estoy en edad, ni vayas a olvidar que todavía eres mi hijo… ¿O es que…?
—Pero da la triste casualidad que esa joven se presentó en casa…
—¿En casa? ¿En nuestra casa?
El hombre se demudó.
—Sí, y aseguró que el crío era mío.
—¿A quién?
—A madre.
—Y tú, ¿qué dijiste?
—¿Yo? Nada.
—Las mujeres son lo peor del mundo, se meten donde no deben, hijas del demonio, yo no sé por qué les damos tanta importancia. Sí, hijo, sí: la culpa es nuestra. Somos un hatajo de imbéciles que les damos… lo que les damos… Si fuésemos como deberíamos ser, ¡aquí no mandaría nadie más que nosotros! ¡Pero no…! ¡Tienen que meter las narices dónde menos les importa! ¿Qué tenía que hacer esa en casa? ¡Anda, dímelo! ¿Entonces? ¿Voy a tener yo la culpa de que…? Pero ¿cómo se enteró la muy de dónde vivíamos? Y menos mal que tuve la precaución de dar tu nombre, que si llega preguntando por mí, ¡la que se arma! ¿Tú no le habrás dicho nada a tu madre?
—¿Yo? Nada.
—Menos mal. Gracias, hijo. Ya sabía que podía contar contigo.
—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?
—¿Cómo que qué hacemos? ¡Vamos! ¡Tú no me conoces a mí! Ahora mismo, pero lo que se dice ahora mismo, voy a casa de esa pedazo de alcornoque y le canto las cuarenta.
—¿Y se conformará?
—¡Estaría bueno! ¡No sabe ella con quién se juega el dinero!
—Pero tenga usted en cuenta que a madre le ha gustado la chica y que además anda loca con el chaval…
—Pues ya se le quitará.
El hombre se retorcía el bigote, seguro de su conocimiento del mundo.
—Es que olvida usted que cree que el padre de la criatura soy yo.
—¿Y qué?
—¿Cómo que, y qué?, que armará la de Dios es Cristo como no me case con ésa.
—Eso también se puede arreglar.
—¿Cómo?
—Oye, no pareces hijo mío.
Don José María no quería ponerse a pensar en serio acerca de la situación, daba por hecho que todo se resolvería con pagarle una pensión a la Remedios, mandar al niño a Canillejas, con un ama que, otra vez, le había resuelto un problema de la misma índole. Le sacaba de quicio que lo grave, ahora, no era la moza, y ni siquiera el crío, sino aquella maldita ocurrencia de haber dado el nombre de su hijo en vez de otro cualquiera.
—Mira: vete para casa, dile a tu madre que he tenido que ir directamente de la estación a ver a Francisco Lora, para quien traigo unos documentos muy importantes, lo que, por otra parte, es verdad.
—¿Qué va a hacer?
—Eso a ti no te importa.
—Pues yo diría que sí.
Don José María se quedó mirando a su hijo sin saber a qué carta quedarse, le fallaba el suelo que pisaba.
—Es mejor que vaya con usted. Madre querrá saber si le hablé.
—Pues ¿no habíamos quedado en que ella no sabía nada?
—Desde luego, pero le dije que le iba a buscar a usted a la estación para decirle que yo le había hecho un crío a la Remedios. A ver si consentía que regularizara la situación…
—¡Caray! ¿Quién me mete a mí en camisa de once varas?
—Me parece que tenía algunas menos…
El propio Agustín se sobresaltó de sus palabras. ¿Estaba hablando con su padre? ¿Cómo se atrevía? Hasta este preciso momento no sé daba cuenta de cómo habían variado sus sentimientos hacia él, de cómo le había perdido el respeto. Le dolió, bajó un tanto la cabeza y musitó:
—Perdone.
A don José María le hervía la sangre, ¡qué bofetón se le perdía!, le estaba rezumando en la palma de la mano izquierda, que era zurdo el buen hombre. Pero ¿con qué derecho le cruzaba la cara a su hijo?
—¿Así es que tu madre cree…? Oye, ¿no hubiese sido mejor decirle la verdad?
—¿A mamá?
—Sí.
—Se muere.
—No será para tanto.
—¿Tendría usted valor?
—¿Yo? No. Pero tú… yo en tu lugar, tal vez…
Iba a decir «no me hubiese aguantado» pero no se atrevió; le había salido un hijo «honrado a carta cabal».
—No lo dice en serio. Sería arruinar toda su vida; a ella tan orgullosa de…
—¿De qué?
—De usted. Siempre lo tiene en la boca, como ejemplo.
—¿Y no me lo merezco? ¿No soy un buen padre, un buen esposo? ¿Qué más quiere?
Agustín no contestó, echó agua a su azucarillo y lo removió en la copa.
—¿Tú no me perdonas, verdad? Mira, hijo, tienes que comprender, ésas son cosas de hombres.
—¿Usted cree?
Otra vez se reconvino Agustín, y como no dándole importancia a lo que acababa de decir, añadió en tono neutro:
—Bueno, ¿qué hacemos?
—Vamos a hablar con la Remedios.
—¿Ahora?
—Para luego es tarde.