Solo, Agustín decidió dejar la casa de don Prudencio y se fue a vivir a una pensión muy burguesa, en la calle de Alfonso I. El viejo almacenista hizo honor a su nombre y no pidió explicaciones. Tampoco las tuvo que dar ni a Mina, ni a Chuliá; al fin y al cabo todos tenían a Remedios por su hermana. Intentó interesarse más a fondo con el trabajo que tenía entre manos y el negocio prosperó como nadie se hubiera atrevido a suponer. Cuando salía del almacén se iba por la calle de San Pablo a San Juan y por el paseo del Ebro a apoyarse en el pretil del Puente de Piedra a ver discurrir las aguas sucias del ancho río y pensar, desesperadamente, en Remedios.