Agustín volvió a Zaragoza con Paca, que no se había extrañado mucho de su tardanza. Le chocó a Agustín que fuera así, había supuesto que su desaparición inquietaría a todos. Pero tanto Petra como Paca juzgaron normal la fenomenal pítima. Mientras su cónyuge liaba unos pocos bártulos para acompañar a Agustín, Rafael con referencia a Lope contó la historia de su hermano mayor, que trabajaba desde que el sol levantaba hasta mucho después de su ocaso.
—Tenía la idea de asegurarse una vejez tranquila. Esa idea le perseguía, no sé por qué; cada uno es como es. Y de raza no le podía venir porque no conocimos a nuestros padres, que nos dejaron en Almendralejo bajo palabra de que pagarían religiosamente a las buenas personas que nos iban a cuidar. Si te he visto no me acuerdo. Trabajó Manuel como una mula, dice que para no trabajar cuando se cansara. ¡Hay que ver cómo me trataba porque a mí me tiraban los toros! No carecía de razón: yo, como torero nunca he sío na. Pero se murió a los cuarenta años, en la flor de la vida, trabajando como un animal. Me tocaron ¡a mí, al vago!, unos miles de duros, pocos. Duraron lo que un sueño, no me fuera a acostumbrar a tener dinero y me pusiera a trabajar con tal de tenerlo…
Iba pensando Agustín mandar a la Paca de vuelta con el chiquillo a casa de sus padres, y que ella se encargara de contar lo que fuera; no quería, de ningún modo, enfrentarse con ellos. Así lo hizo. La gran discusión, en el tren, fue acerca de la mejor mentira. Paca era opinión de decirle a doña Camila que Remedios había muerto. Agustín no se atrevía; en el fondo le parecía de mal agüero.
—Entonces ¿qué quiere? ¿Qué digamos que se ha ido con otro? Para mí que es peor.
—O decir sólo que está enferma.
—¿Para qué? ¿Para qué a la buenaza de doña Camila se le meta en la cholla irle a pedir a la Pilarica que se mejore? No, don Agustín, no.
—O nada más que manda el niño a pasar una temporada con ella.
—Lo que pasa es que usté tié miedo.
—No, no es miedo.
—O lo que es pior, que espera que vuelva la Remedios. Ya le dijeron que eso se había arrematao. ¿Qué quería usted que hiciera el ángel de Dios?
—¿Entonces qué cree que es lo mejor?
—Ya se lo dije: que le dio un mal de repente.
—Preguntará por qué no la avisé.
—Entoavía está usted a tiempo de hacerlo en cuando lleguemos.
Le molestaba que la mujer tuviera contestación y remedio para todo. Tenía la callada ilusión de encontrar a Remedios, de vuelta, en el piso del paseo de la Independencia. No hubo nada de ello, sino una fuerte indigestión del crío provocada por el demasiado celo o la desidia de las criadas. Dióles la benigna enfermedad dos días de respiro y, al final, Agustín se decidió por seguir los consejos de Paca. Escribió dos líneas a sus padres diciéndoles que Remedios estaba muy grave, echó la carta al correo a las siete de la tarde. A las dos de la mañana puso un telegrama anunciando el fallecimiento y citando a su padre a conferencia a las diez. La que acudió fue su madre y el diálogo fue penosísimo. Él porfió, tartamudeando, que no sabía nada, que todo fue de repente, que estaba deshecho, que no podía dar detalles. Fue uno de los peores momentos de su vida. Doña Camila quería venir inmediatamente, quitóle esa idea Agustín diciéndole que el entierro tendría lugar a las tres de la tarde y que le faltaría tiempo para llegar. En cuanto al niño, aquí estaba la Paca, que había venido a pasar unos días con ellos, ella se lo llevaría y le contaría todo.
—¿No está ahí padre?
—No. Tenía una cita urgente.
Esa misma noche volvió Paca a Madrid, con el niño. En la estación —había hecho un día de calor feroz— corría un aire que daba gloria. Agustín se puso de acuerdo con la buena mujer acerca de los últimos detalles. Por otra parte, a pesar de la insistencia de doña Camila, Paca pensaba librarse rápidamente de inquisiciones, fiada por su instinto en que la señora había de reportar todo su interés en su «nieto». No se equivocó. El que se presentó a por más detalles, en el patio de la calle del Peñón, fue José María. Pero le enjaretaron tal sarta de insultos tanto Petra como Paca, acompañado a última hora de un escupitajo que dio en su luciente bota de caña, que batió en retirada sin sacar nada en limpio.