—Me está usted mirando porque estoy borracho a estas horas. Pero ¿usted es de los que creen que hay horas para emborracharse y otras no? Si es así permítame que le diga que es un infeliz. Todas las horas son buenas para hacer lo que le venga a uno en gana.
Le hablaba un hombre con barba y ojos de Cristo, unos ojos melados, claros y con un extraño fulgor, seguramente producido por el alcohol. Iba vestido con harapos y tocado con un sombrero deshecho, lleno de mugre. El dueño del bar, gordo y en manga de camisa, el pelo cortado al rape, le habló desde el mostrador.
—Lope, no molestes.
Agustín se extrañó de que aquel hombre no echara al vagabundo.
—No molesto: hablo. Dígame, señor, ¿le molesto? ¿O es usted también de los que no se atreven a contestar? Bonifacio no me echa, y no me puede echar porque el dueño de este establecimiento, que Dios tenga en su Santa Gloria, dejó establecido en su testamento, bendita sea su mano, que a mí, y solamente a mí, se me diera de beber de gratis en este bar —vulgo tasca—, hasta que me muera, y quiera Dios que sea lo más tarde posible. No crea, ya ha intentado Bonifacio echarme de cien mil maneras, pero el testamento es antes que todo y todos los jueces han reconocido mi derecho. Aquí me desayuno, aquí como, aquí ceno y aquí duermo. Y no crea que por eso dejan de venir los parroquianos. Se han acostumbrao. ¿Es verdad o no, Bonifacio? Porque el infeliz decía que yo le arruinaba el negocio, que ha heredado por chiripa, dicho sea con perdón. Antes yo era enemigo personal de las herencias, pero desde que Roberto Salcedo se portó como se portó, las herencias me parecen bien. ¿Usted quiere saber por qué dejó escrito esto de su puño y letra Roberto en su testamento? Pues lo siento mucho, caballero, pero no lo sabrá. Es una cuestión de honor y el honor es lo primero, porque sin honor no habría borrachos y sin borrachos no habría honor. ¿Con quién tengo el honor de cruzar la palabra? No se vaya, caballero, que luego Bonifacio me acusa de ahuyentar a la clientela y mi deseo es todo lo contrario. Mire usted caballero, el estar borracho es el estado perfecto del hombre y únicamente así es como se explica la creación. La del mundo y la de la Quinta Sinfonía. Porque usted tiene cara de intelectual y debe haber oído la Quinta Sinfonía. Eso le demostrará a usted de que yo soy de muy buena familia. Beba usted, caballero, y no sólo café. ¡Bonifacio, una copa de Fundador para el caballero! No es que yo invite, pero una copa de coñac no le hace nunca daño a nadie. ¿No me oyes, triste vendedor de embriagantes? Una copa de coñac para el caballero.
—¿La quiere usted?
—Tráigala.
—¡He aquí la fuerza del convencimiento!
A Agustín no le gusta el coñac, pero ahora le parece bien tomar una copa de coñac, o dos. ¿Por qué está en Madrid? ¿Por qué estaba seguro de que Remedios volvería a la calle del Peñón? Nada se lo decía, a menos de que, en su fuero interno, estuviese convencido de… ¿de qué? Sí, claro. Remedios es una mujer decente. Y me quiere, y la quiero, y me cago en la mar…
—Ve usted, caballero, yo ya no tengo problemas: tengo una hija tuberculosa, un hijo idiota (todos los hijos son idiotas), una o dos mujeres piojosas, ¿y usted cree, caballero, que me preocupa lo más mínimo? No, señor, no. Podía venir ahora Primo de Rivera y decirme: te voy a hacer ministro de Hacienda. ¿Sabe lo que le contestaría? ¿Lo sabe? Pues, mejor si no se lo digo. Tómese otra copa de coñac. Es lo mejor para el hígado. A mí me desahuciaron los médicos, caballero, por un cáncer en el hígado, hace diez años, caballero. Me lo he conservado en alcohol y ya no me molesta. ¿Le molesto yo?
—No.
—Enhorabuena, usted es de los míos. ¡Bonifacio, ahora convido yo!
—Perdóneme, me tengo que marchar.
—¿Se le hace tarde? ¡Mejor! Así vivirá más años. Cada hombre tiene algo que hacer en esta vida y no se muere antes de haberlo hecho, así que cuanto más tarde lo haga, eso lleva ganado. Tengo la seguridad de que en alguna parte anda apuntando el número de litros de coñac que he de beber todavía, antes de estirar la pata, y antes de injurjitarlos no he de…
—Me están esperando.
—Déjeles que le esperen. Total ¿qué? ¿Va usted a arreglar el mundo?
Agustín se levantó, dejando el dinero de sus consumiciones en la mesa —que cada plato llevaba inscrito el monto del gasto.
—Como quiera, caballero. Ha tomado posesión de su casa. Agustín Lopetegui, a sus órdenes.
¡Vaya tocayo! —pensó Agustín—. Volvió al patio de la calle del Peñón, Remedios no había aparecido. Pidió a Petra que le acompañara de vuelta a Zaragoza para hacerse cargo del niño y traerlo a Madrid. No aceptó la planchadora, pero se ofreció la Paca, con consentimiento de Rafael, que estaba hecho una seda. Hasta la hora de salida del tren Agustín no supo qué hacer. No quería ver a sus padres, ni encontrar a nadie conocido. Volvió a la tasca; allí, apoyado en una mesa, la más retirada, dormía Lope; se sentó en otra vecina y le pidió a Bonifacio algo de comer —que no había querido aceptar el convite de sus amigas.
—Si se conforma con lo que haya…
Fuese el patrón para los adentros y se le oyó discutir con una mujer de voz gruesa. Salió a poco con un par de platos y cubiertos.
—Usted se dará cuenta, aquí no servimos de comer. Pero como ha vuelto…
—No se preocupe, cualquier cosa…
Al olor del tinto revivió Lope.
—¡Hombre!, caballero. Me alegro de verle. ¿Va usted a comer? ¿Para qué? El vino sustenta y sirve de todo. Lo único que importa es no trabajar. Hace años que me declaré en huelga contra Dios; nuestro Señor dijo: ganarás el pan con el sudor de tu frente; a mí, el pan no me interesa, sino el vino y, siendo vino, tampoco su color o su procedencia. ¡Vaya, hombre, sopa de lentejas! Le advierto que la compañera de Bonifacio es una especialista en eso de las lentejas. ¿Me deja que las pruebe?
Agustín empujó el plato hacia el borracho, que había venido a sentarse a su mesa.
—¿O es que no le gustan las lentejas?
—Cómaselas. No tengo ganas.
Bonifacio volvía con un guisado de conejo. A Agustín no le gustaba el conejo. Zampóselo Lope sin dejar rastro.
—Deme unos huevos fritos.
—Aquí le sacaba un filete con patatas fritas.
—Está bien. Y traiga otra botellita de vino.
—Si no se vive como le da a uno la gana, no vale la pena de andar arrastrando el cochino cuerpo «entre los de los demás»…
Agustín pensaba que tal vez el borracho tenía razón y que lo que debía haber hecho era acular a Remedios contra una pared, cogerla entre sus brazos y besarla y haberla hecho suya. Pero siempre pensaba las cosas después, y no las hacía.
—Lo único que vale la pena es olvidarse de sus semejantes, entonces todo va como una seda. Salud, maestro.
—Discípulo, Lope, discípulo y gracias.
Y se zampó un vaso entero.
Dos días estuvo Agustín sin salir de la taberna y sin querer saber de nadie más que de Lope.