13

No vivía Agustín una vida doble, sí una vida desdoblada. No engañaba a nadie, ni a sí mismo. Dos vidas superpuestas y que no siempre se correspondían. Una vida astigmática; con focos distintos. Lo veo todo por partida doble —se decía con cierto ingenio que no solía ser suyo—. Pensaba en Remedios constantemente y la veía. Esa imagen de fondo quitaba realidad a muchos de sus actos y, desde luego, a todos sus pensamientos. Se distraía, atraído por dos puntos de referencia: el que le llamaba la atención por necesidad y el de su mayor gusto. Al fin —pensaba— así dicen que sienten todos los enamorados y por eso son distraídos, hacen una cosa por otra, les falta equilibrio, ven las cosas con gafas que no convienen a su vista, capaces de caer en un hoyo abierto espectacularmente a sus pies, fija la atención en otra parte.

Ese sentirse traspuesto a otro plano, sin perder la noción del común, le traía cierta felicidad, cuando no hacía un esfuerzo para comprender que su amor era imposible. Entonces se le fundían en uno sus dos maneras de vivir produciéndole un dolor vivísimo.

—Si por lo menos supiera lo que debo hacer —se decía—. Y la tenía a mano, con sólo alargarla sería suya. Pero, aun sin tener en cuenta lo que dirían los demás —y ella en primer lugar— estaba la desaprobación entera del Agustín de los números, del Agustín de doña Camila, de lo que él mismo reconocía en sí como «persona decente».

Un día, el 18 de octubre de 1926, fecha que tampoco olvidaría, al volver a su casa encontró a las criadas adormecidas en los sillones del recibidor.

—¿Qué hacéis aquí?

—Esperar al señorito.

—¿Qué pasa? ¿Está mala la señora?

—No, no está.

—¿Qué no está?

—Y nos dejó al cuidado del niño.

—¿Dónde sé fue?

—No lo sabemos. Se llevó una maleta y un maletín y dejó una carta, ahí sobre la mesa del comedor.

Agustín, me voy, no intentes buscarme, será inútil. Te dejo al niño, llévalo con tu madre. Sé que estará bien. Las cosas son así. Nunca podré agradecerte lo que has hecho por mí, tú, el hombre más bueno del mundo. Te saluda muy afectuosamente tu muy agradecida

Remedios,

que no te olvidará nunca.

Inventa lo que quieras, don Prudencio se creerá cualquier cosa. Dile que una hermana mía o tuya, lo que sea, se ha puesto mala, muy mala.

Las criadas ya habían subido a su cuarto. Agustín las llamó angustiadísimo.

—¿A qué hora se fue la señorita?

—Pues, a eso de las cinco.

—¿Hacia dónde fue?

—Llamó un taxi.

—¿Se iría a la estación?

—Pues, la verdad, nosotras no lo sabemos.

—¿No dejó nada dicho?

—Sí, que cuidáramos del nene, y que usted ya vendría y nos diría. —Está bien: quédense a dormir aquí abajo. Yo me voy. Cuando venga don Prudencio díganle que me fui a la estación, a ver si alcanzo el rápido. Se ha puesto muy mala una hermana de la señorita. Mañana les pondré un telegrama.

Buscó dinero, que tenía en un cajón de la cómoda, dejó doscientas pesetas a las criadas y salió disparado por la escalera, sin esperar que subiera el ascensor. En el portal se cruzó con el viejo almacenista, que entraba.

—¿Dónde va a estas horas?

—A Madrid. Las chicas ya le explicarán.

Y le dejó con la boca abierta.

Porque estaba seguro de que Remedios había tomado el tren mixto de las seis y que la encontraría en la calle del Peñón.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Petra tan pronto como le vio llegar, ansioso, la camisa y el traje arrugados, los ojos enrojecidos del desvelo y de la carbonilla.

—¿No ha llegado Remedios?

—¿Remedios?

—Sí. Salió ayer tarde de casa dejando una carta.

—¿Y decía que venía aquí?

—No.

—¿Quién es? —preguntó una voz de hombre desde la alcoba.

—Un amigo. Es mi marido —explicó desafiante—. Todos tenemos derecho, ¿no?

—No sabía que te hubieses casado. ¿Por qué, por lo menos, no nos lo escribiste?

—¿Para qué? Eso son cosas de cada uno.

—Remedios se hubiera alegrado mucho.

—Es posible. Pero ella tampoco escribía mucho que digamos.

—Tenía mucho que hacer, el niño…

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—El niño.

—En Zaragoza.

—¿Y ella?

—Es lo que no sé.

Hubo consejo, en casa de la Paca, ya reconciliada con el mandria de Rafael.

—¿Qué pasó?

—Nada, no ha pasado nada, os lo aseguro.

—Y así, sin más ni más, ¿se ha largao?

—Sí.

Intervino Petra:

—Será mejor que hable clarito. ¿A usted le gustaba Remedios? ¿No vivían juntos? En vez de preguntar es mejor que cuente.

—Entre Remedios y yo nunca hubo la menor cosa, lo juro.

—No jure, que es feo y no sirve.

—A lo mejor se las piró por eso mismo —dijo el Canillas, que se había colocado sin que nadie le notase.

—Ése es el Canillas, mi marido —dijo Petra—. Este señor es el señorito Agustín.

—No necesitas decirlo; ya me lo olí. En esta casa, y en la de un servidor, se habla y se ha hablao mucho de usted.

Muy chulo en el hablar y en la fachenda, no hacía sino corresponder a su barrio de origen, nacido nada menos que en las Cambroneras y amaestrador de perros, de oficio. Nunca le había hecho caso nadie, hasta que la Petra lo tomó bajo su protección, sin dárselo a entender. Era pequeñísimo, negro como un carbón y presumido como él solo. Ya dijimos que la Petra tampoco daba mucho de sí en cuanto a lo físico. Se entendían muy bien y el Canillas estaba orgullosísimo de su hembra; que nadie le tosiera cuando iba con ella del brazo.

—Y con su permiso —remató—, que me esperan la Madrid, la Chelito, Belmonte y don Jacinto. Espero tener el gusto de volver a verle por aquí.

Salió, jacarandoso.

—Son sus perros —explicó la Paca.

—¿Dónde creéis que se haya ido?

—Pero ¿de verdad, de verdad que no pasó nada?

—Nada. Bueno, aquí tengo la carta que dejó.

La enseñó, leyóla Petra en voz alta, que la Paca no había llegado a saber de letra.

—Mecachis en la mar, siempre dije…

—Sí, siempre dijo usted las cosas después de que han pasado de otra manera.

Petra cambió el tono para proseguir:

—Pues nosotras creíamos que vosotros, en fin, que Remedios y usted… Por eso no le escribí… No es que me pareciera mal, pero bien tampoco.

—¿Dónde habrá ido?

—Yo la conozco; y si se decidió, se decidió y no habrá quien la encuentre…

—A lo mejor llega ahora… —dijo, compadecedora, la Paca.

—¡Qué ha de llegar! Ésa tenía su idea bien metida en la cabeza y se habrá cuidao mucho de dejar rastro. Por mí, lo mejor que puede usted hacer es volverse a Zaragoza y traerse al niño.

—¿Y qué le digo a mi madre?

—Ése es otro cantar, usted sabrá.

—Bueno… Me voy a tomar un café…

—Que buena falta le hace.

—Luego volveré por aquí, por si acaso ha aparecido.

Cambió de cara, con una esperanza en el fondo de su ser:

—¿De verdad no está? ¿No me estáis engañando? ¿No estará ahí dentro? Mirad que esto no es un juego…

Le contestó Petra, siempre con escondido resquemor.

—¿Y si estuviese, qué? ¿Qué haría usted? ¿Trae alguna solución metida en la manga?

—¿Está?

—No, hombre, no está.

—¿Lo jura?

—Dale con los juramentos… Sobre la cabeza de lo que usted quiera. Y para que usted vea que yo tenía razón.

—¿Razón de qué?

—Al decirle que todo ese cambalache acabaría mal…

—Todavía no ha acabado.

—¿Qué no? Acabao y requeteacabao. Puede usted darla por muerta y enterrá.

Metióse Agustín en una tasca y pidió café.