¿Qué había sido hasta entonces la vida de Remedios? La de la Inclusa, ni vida se podía llamar. El transcurrir de los días en la calle del Peñón, antes de conocer a José María, fue un sencillo contar el número de prendas y procurar no quemarlas, lo caliente de las planchas, la falta de almidón, el dinero para el tranvía o el metro o si la tabla estaba a punto de caer. José María destrozó aquello como si hubiera sido un aro recubierto de papel de china. Lo que seguía era el embarazo, sus problemas, la maternidad. En verdad fue Petra la que la empujó a subir las escaleras de la casa de los «señores de Alfaro», sin que la Paca dejara de meter su cuchara en tan cacareado asunto. Luego vino el amor de doña Camila para con el niño, querer que no dejaba de requemarle las entrañas. Y Agustín. Agustín, el hijo de José María. A la indiferencia primera sucedió su poco de desprecio por un hombre dispuesto a cargar con las culpas de otro. Luego, despacio, fue dándose cuenta de que cuanto hacía era con el noble propósito de hacer feliz a su madre, pero aún ahí no dejaba de entrar en su sentimiento hacia el joven tildado de panoli cierto tinte de superioridad. Acogió con indiferencia sus relaciones con Consuelo, la copiosa vecina; le parecieron naturales y le divirtió la actitud de la escogida. Luego todo se fue borrando y al no tener ocasión de confrontar su sentimiento acogió la presencia constante de Agustín como un hecho natural de su propia vida.
Él se tenía muchas veces por idiota. ¿A dónde le llevaba esa vida? No que tuviese otra aspiración que la de ganarse honradamente el pan y la tranquilidad. Pero, en fin, alguna vez se tendría que casar, tener novia —para empezar— y le era imposible figurárselo viviendo con Remedios. ¿Por qué? Tras un período de abstinencia empezó a ojear a su alrededor y no descubrió ninguna Consuelo propicia. Con un par de viajantes conocidos anduvo algunas noches de picos pardos. Tuvo siempre buen cuidado de avisar a Remedios por teléfono de que no le esperara a cenar, si las juerguecillas empezaban a esa hora, o, si la cita era para más tarde, con un:
—Me voy a dar una vuelta —todo quedaba en su lugar. Sin embargo, algo había en él que le quitaba la tranquilidad, un cierto remordimiento, como si le faltara a alguien.
Sin quererlo ninguno de los dos la vida se les hizo más difícil; a veces Agustín se quejaba del punto de la comida, del café, de una camisa mal planchada. Diferencias mínimas que antes hubiese sido incapaz de formular. Remedios le miraba a los ojos y él los huía. Una noche, Agustín volvió bastante borracho y puso las sábanas perdidas; a la mañana siguiente intentó lavarlas él mismo en el cuarto de baño, con resultado más bien mediocre.
—Perdona —es lo más que se atrevió a decir.
—¿Perdón, de qué? Estás en tu casa, ¿no?
Una semana más tarde volvía Agustín a subir las escaleras trastabillando y al querer introducir la llave en la cerradura se dio cuenta de que las había perdido. Dios sabía dónde —sabía perfectamente dónde—, pero no era cosa de volver a esas horas a casa de Trinidad, la Negra, para reclamar el llavero, entre otras cosas porque se moría de sueño. No tardó Remedios en franquearle la puerta.
—¿Te olvidaste las llaves?
—Sí.
—Buenas noches.
—Buenas noches, y perdona la molestia.
—¿Qué molestia?
Agustín olía a perfume barato. Remedios tuvo la debilidad de decírselo. El hombre la miró sin contestar y Remedios volvió rápidamente a su cuarto para echarse a llorar. Agustín, más allá del bien y del mal se durmió a medio desnudarse. La mujer no podía olvidar la mirada perdida del hombre: se equivocaba de medio a medio. Leyó un desamparo donde sólo el alcohol era responsable del vacío, pero fue suficiente para que se enfrentara consigo misma y se diera cuenta, con claridad prístina, de que estaba enamorada de Agustín. Enamorada totalmente, de arriba abajo. Su primera reacción fue de una felicidad sin más límites que los de su propio ser; acabó el llanto de repente. Pero, tan pronto como se formuló su sentimiento sin ambages, se le cayó el mundo encima.
Nada dijo ni dejó traslucir los días siguientes. Cerróse en su trabajo, acrecentándolo hacia donde fue posible. Disimuló insistiendo en que Agustín saliese más a menudo. El primer domingo fue un tormento inacabable. Por si fuera poco el recuerdo de Petra la perseguía, anunciadora agorera que fue de estos o parecidos males. Y su afán fue saber si él la quería también. Lo ansiaba y lo temía. Prefería ignorarlo y la duda la quemaba. Sí, sí, ¿qué hacer? Todo era barrancos sin fondo a su alrededor.
Un día Agustín vio su mirada, apartó los ojos pero no la pudo olvidar. Sin querer, sabía. Hacía meses que adoraba a la querida de su padre, a la madre de su medio hermano; que ya no llamaba a Remedios, para sí, sino con esos horrendos atributos; buscaba defenderse con palabras, se adargaba a ellas con desesperación, sin saber qué hacer. Se sentía perseguido. Tras cualquier partida en la contabilidad, entre cualquier montón de género se le aparecía no la figura imaginada de Remedios, sino el relente de su presencia quitándole la tranquilidad. Hubo días en que se olvidaba de todo, pensando sólo en ella: encargos, paquetes, tapones (dejando destapadas las botellas), números (no los hacía según se dice, sino que los dejaba de hacer), comida, historias, palabras. Vivía fuera del acontecer normal, llevado en andas de su propio gusto, como si tuviera quince años, feliz e idiotizado. Tenía que hacer un gran esfuerzo para retrotraerse al común denominador, que sentido no le faltaba.
Buscó diversiones donde no las había; hizo amistad, en el café donde dio en acompañar a don Prudencio con tal de volver con él a casa y no quedarse a solas con Remedios, con Alberto Chuliá, un inventor, valenciano, exuberante y anarquista, y con Antonio Mina, señorito madrileño. Alberto había fracasado en la vida por carta de más lo mismo que Mina por carta de menos. Era de una actividad desbordante; el otro, decidido partidario de no hacer nada. Más bien alto, la nariz flamígera llevada orgullosamente, tirada hacia atrás por un cuarto de cabellera que algo tenía, en su recuerdo, de melena, la camisa abierta dejando al aire un cuello vigoroso. Chuliá tenía aires de capitán de tercio de Flandes; todo lo encontraba magnífico con tal de que hubiese sido hecho por él o por algún amigo suyo, menos, naturalmente, si se trataba de mecánica, que en eso todos eran despreciables, menos Torres Quevedo, de quien aseguraba haber sido discípulo. Hombre abierto y sonriente, siempre dispuesto a aceptar lo que se presentara —comilona, excursión, conferencia, cualquier trabajo—; había venido a Zaragoza tras una falsa noticia (la de un nuevo canal del Ebro), creyente como lo era de cualquier noticia:
—¡Ché, si a mí me lo han dicho…!
Hacía de eso seis meses, y allí seguía sin acordarse de la razón de su venida. Masón, de la FAI, republicano, dio a Zaragoza con docenas de compañeros y amigos que le hacían la vida leve.
Chuliá tenía mucho talento, y es posible que cierto genio que había echado a perder con su exceso de imaginación. Vivía en un mundo figurado, dando por hecho las imágenes de su fantasía; para él no había nada imposible: bastábale un punto de apoyo —una frase, una conversación— para edificar, en un segundo, un proyecto grandioso que, al solo conjuro de sus propias palabras, daba ya por hecho. Tenía la memoria larga —¿a quién no conocía o había conocido?, ¿quién no le debía un favor o la vida?—, pero el despecho corto. Y si «aquello» no se llevaba a cabo inmediatamente surgía otra perspectiva tan o más brillante. Vivía delante de sí, dando por hecho lo por hacer, imagen viva del optimismo. Por aquellos días estaba dispuesto a convertir Zaragoza en emporio petrolero.
Antonio Mina es un hombre serio, moreno, de cara ovalada, siempre correctamente vestido de oscuro y cuyo único oficio era ir al café: peña a la una, antes de comer; tertulia de tres a cinco, otra de siete a nueve, y, para rematar, una última de diez a dos de la mañana, hora en que empezaban a acompañarse mutuamente Chuliá y él, por el Coso, de la pensión donde vivía uno a la del otro, de punta a punta de la larga y amplia calle, de la calle de San Agustín a la de Meca (con lo que el chiste se les hizo fácil: de la Ceca a la Meca), al mes ya les saludaban todos los serenos.
—Una vez, siendo niño —decía Mina—, le pregunté a mi padre (eso me lo han contao) que para qué andaba la gente (supongo que de aquí para allá); todavía no me ha contestao nadie y me moriré con la curiosidá.
Que él sí era de Madrid, a mucha honra, y lo recalcaba en lo marchoso del hablar.
Antonio Mina, tal vez por «curiosidá», había empezado a estudiar todas las carreras habidas y por haber, y todas las había dejado, indefectiblemente, al segundo año, descubriendo los alicientes de una diferente; así sabía algo de muchas cosas y nada a fondo, pero sí lo suficiente —que no lo era poco— para meter cuchara en cualquier discusión de las que se suscitaban en las sucesivas reuniones a las que asistía puntualmente y por encima de todo. Habíale llevado a la capital aragonesa cierto deseo de estudiar el peritaje agronómico, ayudado, como siempre, por un hermano mayor, ingeniero de buena posición, y por su madre, que le adoraba. La pensión que entre ambos le pasaban servía, a lo sumo, para pagar el estrecho cuarto donde dormía, el buen sastre que le vestía —el mejor de la ciudad donde morase—, la lavandera, la planchadora, el peluquero, el limpiabotas y los camareros, que no era parco en propinas. Meses hubo en que se sustentó exclusivamente de café, eso sí: a veces solo, otras con leche, con el aditamento del carajillo. Era republicano, porque en Madrid su centro era el Ateneo y la granja El Henar, pero más bien conservador. Sus conversaciones con Chuliá no tenían fin y recorrían toda la escala universal. A veces de acuerdo, otras no, sustentaban las horas con disensiones de cuanto se les paraba en las mientes, felices de intercambiar palabras, buscando en el reborde de las frases trampolines para seguir adelante, pasando de la química a la estética y de la política a los toros, que de todo entendía Mina y Chuliá era incapaz de callar, inventando de buena fe cuando no tenía en qué apoyarse; lo que, naturalmente, producía choques, que eran la sal de sus discusiones.
Cayó Agustín con ellos —y en ellos— y se dejó llevar por las sirenas; oía, al principio, un poco como quien oye llover, pero luego daba su opinión de hombre de bien y no hacía mal papel.
—A ver qué dice el sentido común —le preguntaban.
Discutiendo se le pasaban a Agustín las horas peligrosas sin acordarse demasiado de Remedios. Sólo de cuando en cuando, al socaire de cualquier frase, acudía el recuerdo de la mujer y le atravesaba.
Remedios iba ahora cada tarde a postrarse ante la Virgen del Pilar, pidiéndole que le abriera un camino. Los rezos múltiples, la cantidad incontable de cirios encendidos, la trapa, los murmullos, la devoción, el olor del incienso le servían de bálsamo. Volvía confortada por unas horas y se refugiaba, cerrada a canto y lodo, en el amor de su hijo. Sin embargo, el mismo chiquillo la llevaba muchas veces al recuerdo de su progenitor y le entraba una rabia feroz. Perdió el apetito y le salieron ojeras, que tampoco conciliaba ya el sueño largo y sin tropiezos de que había gozado siempre; se despertaba y pasaba miedos por cualquier ruido. Revolviéndose a brazo partido con su amor imposible, se erguía frenética contra su destino. A menos que soñara tener a Agustín entre sus brazos.
Salió una mañana dispuesta a confesarse, a pedir consejo al cura que le tocara en suerte. No desayunó, por no ver a Agustín, pretextando una indisposición; él le habló a través de la puerta para enterarse del estado de su salud.
—No es nada —le contestó.
No era nada, efectivamente. No era nada más que toda su vida puesta en el tablero.
—Porque yo le quiero, padre, con toda mi alma, con toda la fuerza de mi sangre, con todo mi pensamiento, porque es el hombre más bueno que ha pisado la tierra.
—¿Y él te quiere a ti?
—No lo sé, ni lo sabré nunca, aunque me figuro que sí y que él sufre tanto como yo, por eso he venido en busca de consejo, porque si fuese yo sola la que tuviera que sufrir ¡bendito sufrimiento! Pero yo sé que él me quiere a mí como yo le quiero a él y ése es el mal que no tiene remedio.
Al padre Andrés Carrascosa le dolía el estómago y le tenía sin cuidado esa historia extranjera que no sabía quién la contaba.
—Arrepiéntete, hija, arrepiéntete de tus pecados.
—¿De cuáles, padre? ¿Es pecado este amor limpio que siento y que me empuja toda hacia él, y no lo que me llevó a entregarme a su padre?
—También, hija, también.
—Me absolvieron entonces.
—Y yo a ti ahora. Reza tres padrenuestros y tres avemarías durante ocho días, por la mañana y por la tarde, y ve con Dios, hija.
—Pero ¿qué me aconseja?
—Eso dependería de muchas cosas. Si quieres, ven a verme mañana, después de misa de ocho, en la sacristía.
No fue porque aquella voz no le ofrecía cobijo. Tal vez debió aceptar la proposición de Eizaguirre, tal vez. Pero ya era tarde. Por lo menos así se lo decía para no caer en la tentación de esa posibilidad. Cosa nueva: se sentía culpable, culpable de haberse entregado a José María. Se le borraba, tras los años, la materialidad del padre de Agustín y sólo le quedaba la impresión de su yerro. Echábase todos los cargos, absolvía al conquistador, por su propia flaqueza. Era su manera de darse golpes de pecho, sabiendo que nunca estaría limpia, que su amor, que sentía correspondido por todo su cuerpo, no tenía solución valedera.