Remedios se estaba quitando la mantilla cuando entró Agustín.
—¿Saliste?
—Un momento a comprar lo que hacía falta. ¿Alguna novedad?
—No.
—¿Recogiste el pedido de los Álvarez?
—No pasé por allí.
Que desde hacía algún tiempo, y por hacer algo, según asegura, Remedios ayuda a Agustín, clasificando las cartas. Aprende a escribir a máquina, extrañándose de lo fácil que es.
—¿Comemos?
Entraron juntos al comedor donde doña Camila acaba de darle el biberón al crío. El correo de la tarde trajo una novedad: Agustín tendió una carta a Remedios. Era de su representado de Ibi, que le pedía —si le era posible— que fuese un par de días a Zaragoza para ver de ponerse de acuerdo con un almacenista que había suspendido pagos y era deudor de más de cincuenta mil pesetas, suma muy considerable para el hojalatero. Como es natural, pagaría los gastos y una comisión.
—¿Piensas ir?
—Pues sí.
Ganaba tiempo y cambiando de ambiente tal vez se le ocurriese alguna salida.
Llegó a Zaragoza, después de comer en el tren, dejó su poco equipaje en un hotel de la calle de Jaime I y se fue a la de la Torre Nueva, donde estaba el almacén de don Prudencio Palomeque. La cosa estaba más enredada de lo que todos suponían. Todos, porque allí estaban los representantes de diez o doce acreedores, asistidos por un par de abogados. La buena fe del comerciante no estaba en duda, pero como dijo un viajante catalán: «Con aquello no se remediaba nada». Don Prudencio era un hombre de algo más que una mediana edad, con un guardapolvo gris y su desesperación a cuestas. La culpa la tenía la competencia de su ex amigo Oliverio Fita. Callaba lo principal, la tragedia de su hija, mejor dicho de su yerno, metido en negocios de construcción y que le había comido cuanto tenía. Ninguno de los acreedores quería acular al viejo a la quiebra, no por blandura de corazón, sino por no convenir a sus intereses. La casa, acreditada, tenía buena clientela, de años; y una administración severa podía en muchos meses, eso sí, sacarla adelante. El problema era a quién poner al frente del negocio. El representado por Agustín era el mayor acreedor. No lo pensó mucho nuestro hombre y dejó entrever que tal vez le interesara el puesto. A todos les pareció de perlas y diéronlo por hecho. No así Agustín, que pidió un plazo para contestar. Otorgáronselo inmediatamente.
Cuanto más lo pensaba —andando por el Coso o tomando una cerveza en un café de la plaza de la Independencia— mejor solución le parecía. Traería a Remedios y al crío. Convencería a su madre fácilmente —o no, pero eso no importaba— haciéndole ver que, económicamente, era muy ventajoso para él. Acabaríase la ficción del matrimonio diciendo a quién le importara —y no dejaría de haber quién— que era su hermana o su prima. No paró mientes, ni un minuto siquiera, en que Remedios estuviera o no conforme: estaba seguro de su consentimiento. Así fue.
José María se portó: convenció a la buena de doña Camila. (Labia no le faltaba y ganas de perder de vista a su hijo tampoco). Hubo que prometerle cuantos viajes quisiera y traer al niño para las Navidades, sin olvidar que la separación sería, a lo más, de un año. Y hacer una fotografía; de la que Remedios y Agustín habían huido, con diversos pretextos, desde el día de su «matrimonio». Fueron a la calle de Carretas y se sonrieron un minuto para poder quedarse así, para siempre, sobre la consola de doña Camila, en medio de un precioso passepartout color crema, flanqueados por dos floreros de Manises, estilo Talavera.
La liebre saltó, como siempre, por donde menos se esperaba: fue Petra la nota discordante.
—Si estás empeñada —le dijo a Remedios— a seguir viviendo de prestado, allá tú. Yo, no. Y conste que os tengo ley, a ti y a tu hijo. Pero te estás metiendo en un berenjenal que para qué te cuento. Saldrás con las manos en la cabeza, si no peor. Hasta aquí he llegado, pero no paso.
Remedios y Petra eran amigas casi desde que tenían uso de razón. De cómo se las arregló el padrastro de la segunda para meterla en la Inclusa es cosa que nunca se supo, pero lo logró. Petra, un poco mayor que Remedios, dispuesta para todo, la tomó bajo su protección e hizo de hermana mayor; esa responsabilidad, que se arrogó por las buenas, compensó un poco el odio contra todo lo existente que la poseía; Remedios fue feliz obedeciendo: era alguien, ya que otra persona se fijaba en ella. Los años pasaron sin más hierro que el frío que las marcaba en el invierno; la monotonía del internado municipal les impidió toda curiosidad. La religión era un corselete y los paseos por los descampados, de dos en dos, en fila bien ordenada, no estaban hechos para despertar apetitos de libertad. El respeto y el agradecimiento a las autoridades desmochaba toda imaginación. Eran pobres y debían ser y estar agradecidas de no haber perecido en la calle. El chismorreo, los dimes y diretes no pasaban del refectorio o de la preferencia por la hermana Marcela o la hermana Perpetua. La pubertad fue una exigencia y un vínculo más. Petra estaba al cabo de la calle de muchas cosas y su desconfianza evitó en ambas muchos desengaños, al tiempo que su actividad les hizo merecedoras de la indiferencia de las más. La educación era corta y los oficios bajos. Hiciéronse planchadoras por gusto innato de las dos por la limpieza. Ninguna de ellas mostró vocación monjil y las hermanas no insistieron en llevarlas por ese camino. Cuando Petra estuvo en edad, la escogió la dueña de un taller de planchado como oficiala —que se daba mucha maña en almidonar, asentar y encañonar los más estrechos pliegues—. Negóse a menos de que admitieran también a Remedios, así fuese de aprendiza. Aceptaron la exigencia y salieron una mañana de mayo de la benemérita institución. En el taller de doña Prudencia regía una disciplina militar que ambas muchachas resistieron, acostumbradas como lo estaban a cierta libertad de movimientos conseguida a través de la confianza que despiertan los años de convivencia así sea en la cárcel más dura. Conocieron, al azar de los encargos, a la Paca, que llevaba al taller camisas de torero que su Rafael le entregaba para su conservación y limpieza. Habla que te habla, entraron en confianza y sin más, una buena tarde, Petra y Remedios fueron a vivir a la calle del Peñón y empezaron a trabajar por su cuenta.
Fue Petra la que introdujo a José María en el patio de la casona; tropezó con él —en el sentido estricto de la palabra— en un tranvía, a favor de un enorme bulto con el que casi no podía. La ayudó requebrándola y a su labia y buena facha de hombre de bien se debió el que la planchadora aceptara su cooperación, aunque el peso de la ropa también tuviese algo que ver con su desacostumbrada amabilidad, que en eso Petra seguía siendo la misma: desconfiada y pesimista. Conoció el bigotudo a Remedios y las entrañas se le voltearon. Vino, fue, volvió, apreció, obsequió, regaló; untuoso, amable, agradecido, se hizo pequeño y necesario. Las llevó, siempre respetuoso, a cuantas verbenas salieron al paso del tiempo. Se gastaba el dinero con tino, contaba chistes, las acompañaba a casa. Hizo saber, discretamente, de sus desgracias familiares y de por qué no se había casado ni se podía casar por el momento. Fue tema constante de conversación entre las dos amigas. Declaró a Petra su amor por Remedios, agradeció la fea su deferencia y José María se comportó como novio rendido durante dos meses, hablaban horas, a la caída de la tarde, sentados en sillas de enea, en el patio. Remedios no se daba cuenta de lo que le estaba sucediendo. Su novio le imponía, se extrañaba de tener relaciones con un hombre tan mayor y con tales bigotes, pero, al mismo tiempo y por primera vez, se sentía segura. Las llevó al cine, donde Petra procuraba desentenderse de la pareja. La primera vez que José María abrazó a Remedios, aprovechando la oscuridad del local, ella se trastornó, desmayada por dentro, perdidos los sentidos. Con el tiempo y la confianza que engendra, Petra dejó que los novios salieran solos. Para José María fue cosa de coser y cantar. Remedios no objetó nada. Cuando se evidenció que estaba embarazada tampoco hubo tragedia. Habló José María con Petra y Paca, inventó cuanto era necesario, protestó su buena fe, su deseo de legalizar la situación en cuanto pudiera y así pasó el tiempo. El niño vino al mundo con toda naturalidad y no era el patio de la calle del Peñón ambiente para que nadie se llamara a engaño o pusiera el grito en el cielo. Todo empezó a torcerse algunos meses más tarde. José María había prometido reconocer al niño, como suyo legítimo, pero empezó a dar largas y aun a faltar días y días. Sabía Remedios la dirección de su amante, así fue a dar con doña Camila, creyéndola la madre de «Agustín», tal como se hacía llamar el segoviano.