Agustín Alfaro era lo que se dice un buen chico, hijo único por añadidura y mayores méritos. Había salido así, por las buenas. Nunca dio un quehacer de más a sus padres, ni faltó a clase sin decirlo: no era una lumbrera, ni nadie se lo pedía. La familia era de Segovia, pero todos los recuerdos del mozo eran de Madrid, a donde fue a vivir con los suyos, apenas con uso de razón. El padre, don José María, era representante de comercio. Antes fue panadero pero las cosas no sucedieron como debían; fracasó, entre otras cosas, porque lo que más le gustaba era hablar y beber algunas copas de vino con los amigos y algún que otro día no estuvo la masa a punto en su hora, hubo otros en que la hornada salió quemadilla, sin olvidar un domingo en que se durmió en la artesa de la que tuvieron que sacarle ya casi sin huelgo. Era hombre de buen ver, con fuerte musculatura de la que sacaba no poco orgullo, gran bigote, mucho pelo y muy repartido, alegre y a lo que él mismo decía más bueno que el pan. Todos lo creían y él mismo desde luego. Un harinero amigo suyo, de Albacete, le propuso que le representara en Madrid, seguro de que su buen humor, su simpatía un poco escandalosa, y su labia habían de hacer de él un buen vendedor. No se quedó atrás José María en la creencia y así fueron a vivir a la capital, en un modesto piso de la calle de Mesón de Paredes. El hombre se desenvolvió sin grandes dificultades y, a los dos años, era más madrileño que el primero que se le enfrentara, así hubiera nacido en el mismo barrio de Embajadores. La señora Camila era otra cosa, para ella no había como Segovia, ni ciudad de más mérito, lo que era difícil de rebatirle cuando sacaba a relucir —quizá más veces de las que era conveniente— el alcázar, la catedral y el acueducto y a don Juan Bravo, el de Villalar. No tenía más defectos que ser un poco dura de oído y dos verrugas en la mejilla izquierda que fueron alargándose entre algunos recios pelos, con el correr natural de los años.
Agustín adoraba a sus progenitores; estudió el bachillerato, aprobó la reválida y puesto ante la disyuntiva del futuro, decidió ayudar a su padre en lo de las representaciones. Como para la harina y otros productos molineros se bastaba el cabeza de familia, buscaron fuentes de ingresos en otros ramos y Agustín se dio a vender, con mediana maña, juguetes de Ibi y paños salmantinos. No le faltaron sus pesetas sábado y domingo y desde los dieciocho años tuvo su llave particular.
Tras no pocos cabildeos cambiáronse a la calle de Atocha y doblaron el número de criados; dos tenían ahora para mayor importancia de doña Camila, razón de la diferencia del tratamiento, no de su trabajo, que nunca quiso dejar de hacer nada de cuanto estaba acostumbrada a llevar a cabo, sino más bien al contrario: ahora tenía que abrir cien ojos para vigilar el comportamiento de sus domésticas.
El 8 de abril de 1924 —fecha que no se le olvidará a Agustín— se presentó en el piso de los señores de Alfaro, una joven con un niño de pecho. Podía pasar desapercibida la cara, sin afeites, pero añadíasele un cuerpo digno de todo encomio. Pidió hablar con la señora y sin grandes rodeos vino a contar que Agustín —el señorito Agustín— la había perdido y era padre de la preciosa criatura que traía en brazos. Lo de preciosa no era ficción. Cayósele el alma a los pies a doña Camila. Estaba por aquel entonces su marido en Albacete y la pobre abuela no supo qué hacer. Eran las tres de la tarde y su hijo no volvería sino ya cenado, que era día de tertulia en casa de don Paco, aunque desde ese momento empezó a dudar de la realidad de los lugares en donde su hijo, según aseguraba así fuese a voces, pasaba sus ratos libres.
La conversación con Remedios, que así se llamaba la joven, tuvo sus dificultades acústicas, aunque la moza parecía ya sabedora de la deficiencia de la señora de la casa pero, seguramente con la emoción, de cuando en cuando, se le olvidaba la sordera de su interlocutora y ésta abría desmesuradamente sus ojos, señal inequívoca, para quien la conociera, del silencio que la hería. Tomolo a mal la joven, que tenía su genio, y aseguró sin remilgos que para conseguir sus gozosos fines, no había reparado Agustín en prometerle legítimo matrimonio. Doña Camila, que era el auténtico pedazo de pan de la familia y que nunca fue mayor por sus luces, se enterneció, aunque procuró disimularlo por las conveniencias. Por otra parte, siempre había soñado —sin que nada llegara a tomar forma por mor del tiempo que a su ver todavía había de transcurrir— que su hijo formara familia con una señorita de la buena sociedad: es decir, con la heredera de cualquiera de sus clientes importantes. Y la visitante era, a ojos vistas, una hija del pueblo de Madrid. Conformóse a poco la buena señora; encandilada con el resultado de la desvergüenza de su hijo —no sin que sintiera un pellizco en el corazón al ver fallido su deseo, todavía informe, de altar, velo blanco, banquete y discursos—. Remedios parecía buena chica, así no fuera más que planchadora y no tuviera padres conocidos. Quedaron en que doña Camila hablaría con Agustín por la tarde y que, ya fuera la misma noche o a la mañana siguiente iría él mismo, tal vez acompañado por ella, a darle cuenta de su resolución, que no podía ser otra que la de regularizar lo hecho que, por otra parte, ya pedía el pecho, con lo que la buena segoviana vino a descubrir la raíz del refrán. Despidióse Remedios muy consolada, mientras las fámulas, al corriente por las altas voces, mostraban menos asombro del que hubiese correspondido por la hazaña del joven, debido a que éste las solía ludir a solas, o a la par, a la menor ocasión. Esperaron ansiosas la vuelta del señorito, prometiéndoselas felices con la escena; salieron chasqueadas porque doña Camila se encerró con su retoño en la alcoba matrimonial y no era cosa de atisbar desde el comedor.
El respingo que dio Agustín al enterarse de la visita de Remedios es para contado: él no conocía a la joven ni por los forros. La madre se puso furiosa y le acusó de ingrato, de charrán, de poco hombre, llevada por los derroteros, desconocidos por ella, del mal hablar, en defensa del sexo: No podía negar su apellido a una criatura que era su propio retrato, y a quien no le faltaba ni su lunar en la axila derecha. Quedóse absorto nuestro joven, caído del cielo. No que no hubiese tenido sus aventuras, mas ninguna con virgen planchadora. Reiteró su inocencia y su madre, disgustada por tanta desfachatez le echó del dormitorio prometiéndose ir a la mañana siguiente al domicilio de la que ya tenía por su nuera:
—¿O es que también me vas a negar que no sabes que vive en el 16 de la calle del Peñón?
Salió Agustín más que preocupado de la habitación de su madre, y como no eran sino las ocho y media, y aquello no quedaba muy lejos, decidió coger el toro por los cuernos.
Vivía Remedios donde queda dicho. No hubo de buscar mucho, ya que, en la portería misma de la ancha y chata casa, que debió de ser mesón —paredes desconchadas, rejas herrumbrosas, patio mal empedrado con cantos desiguales— estaba la moza rodeada por amigas y comadres contando por tercera vez la entrevista con su futura suegra. Paróse un momento Agustín a escucharla y montando en cólera exclamó:
—¿Y ese crío, joven, es hijo de Agustín Alfaro?
Agustín es hombre menudo, no mal hecho en su pequeñez, vestido siempre de negro, por gusto; no le cae mal la ropa. Rompe la norma de su figura una frente un poco más alta de la que le corresponde, resultado, tal vez, del fórceps que le trajo al mundo. Lo demás, ojos, nariz, boca, barbilla, está proporcionado y subráyalo con un bigotín bien cuidado. Es un muchacho insignificante, bien educado, con un concepto muy claro de la decencia y de la honradez; ahora está fuera de quicio, ante todo porque le fueron con el cuento a su madre: lo que más quiere en este mundo y en el otro, que no le preocupa. Por primera vez en su vida le cegaba el coraje y hacía de gallito. Vuélvense todas a la airada pregunta y contesta una, del toma al daca:
—Sí. ¿Y qué?
—Pues que yo soy Agustín Alfaro.
La seña Paca, que ha visto muchas cosas y no le tiene miedo al mismo demonio que se le apareciera y que tampoco carece de lógico caletre, contesta:
—Que yo sepa no le está prohibido apellidarse como se le dé la real gana.
—Es que esta joven estuvo esta tarde en casa de un servidor a decir que yo era el padre de esta criatura.
—¿Yo?
—Sí, usted, si como supongo por lo oído, se llama Remedios.
—Usted no es Agustín Alfaro.
—¿Quiere que le enseñe la cédula?
Tan pronto como Agustín había empezado a protestar su inocencia, fuese corriendo una mocosa, entró en un cuarto bajo donde una joven estaba planchando con desgana, y salió rápida y triunfante con una fotografía, elegantemente encuadrada en un marco constelado de caracolitos blancos, rosados y azules.
—¡Aquí está Agustín Alfaro!
Echó él mismo una ojeada distraída y quedó sin resuello. Allí, montados en un mismo burro, aparecían sonrientes la joven Remedios y su progenitor, don José María Alfaro. Tal era el asombro que nacía a borbotones de la cara de Agustín que las mujeres que lo estaban mirando le acercaron una silla por si la necesitaba. Así fue. No le volvía el habla y únicamente señalaba con un dedo extendido la fotografía —hecha sin duda en una verbena primaveral o veraniega— y el hombre con su sombrero de paja terciado.
—¿Le conoce?
Agustín no supo qué contestar, veníasele todo su mundo abajo. ¡Su padre! ¡Hacerle eso, a él! ¿Conque engañaba a su madre? ¡Bueno! ¡Bueno, ni tanto; pero que, además, procreara en su nombre le parecía el colmo!
—¿Le conoce?
—¿Que si lo conozco? ¡Es mi padre!
No quería haberlo dicho, pero se le salió por derecho. Se armó: exclamaciones, chillidos, confusión, comentarios, idas, venidas, rebumbio. Al tumulto se asomaron diez, y aun de la calle se añadieron curiosos. La señora Paca, que nunca perdía la chaveta, se llevó a los protagonistas a su casa, que era la más cercana y dejó a los curiosos meter voces o tomar a chacota el suceso.
Discutióse el caso entre las mujeres, que el mozo no estaba todavía en sus cabales. Dio la Paca el honor por perdido sin remedio, no así los cuartos, que bien se los iban a sacar al pícaro, bribón, sinvergüenza, padre del muy simpático joven, allí presente. Remedios lloraba su desastrado futuro, lamentándose de la condición humana.
—¿Y tú —pregunta la Paca, que tutea al lucero del alba, dirigiéndose a Agustín—, qué vas a hacer? No estés así, pareces mochales.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Pues…
—Bebe una copita de anís.
Dos tragos al hilo. El gusto dulzón, que aborrecía, le volvió un tanto la lucidez.
—Decírselo a mi madre es matarla.
—¿Entonces?
Remedios hipaba en un rincón.
—Y tú, cállate, que se te va a agriar la leche y el ángel de Dios no tiene ninguna culpa de lo canalla que son algunos hombres.
—Señora Paca, que es mi padre.
—Sí, y el de esta criatura que ahora no lo tiene. ¿Qué le vas a decir a tu madre?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—No lo sé,
—Pues sí que es solución. ¿Y tu padre?
—En Albacete.
—Así se le claven todas las navajas de esa honrada ciudad en el gaznate.
—Usted, ¿qué haría, señora Paca?
—¿Yo?
—Sí, usted.
—No lo sé.
—Ya ve.
Lloraba el crío y hacían falta pañales. Se asomó la buena vecina y los pidió a grito pelado. Trajéronlos rápidamente y la madre cambió a la criatura, mezclando lágrimas y mocos.
—Bueno, ¿y qué hacemos?
Agustín se levantó, pidió a las dos mujeres que esperaran y tuviesen fe en él: hablaría con su padre y no quedaría Remedios desamparada. En este preciso momento dióle a ésta un ataque de nervios, el mismo que aprovechó nuestro hombre para irse a la calle, a reconcomerse.
El cielo le había caído sobre los hombros y no sabía cómo salir entre tanto cascote. Y ante todo, ¿qué le decía a su madre? Porque, ahora, todo su amor se reconcentraba entrañablemente en la figura menuda y sorda de doña Camila. Lo primero que debía procurar, aquella noche, era llegar lo más tarde posible, a ver si la cogía dormida. A la mañana siguiente, Dios diría.
No dijo nada nuestro hombre —que ahora de repente, lo era—, se defendió como pudo: con evasivas, palabras dichas en tono menor, para que no alcanzase la vieja su falta de sentido. De pronto, dio con la tabla salvadora:
—Vamos a esperar al sábado, cuando vuelva padre.
Rezongando se conformó la abuela, que ya rabiaba por volver a coger en brazos al mamón. Pero, por las conveniencias, no le pareció mal y se ofreció para paliar el arrebato que esperaba del genio de su marido:
—Yo se lo diré.
—No, madre. Ésas son cosas de hombres. Iré a esperarle a la estación. Viniendo para acá le hablaré.
—Como tú quieras, hijo. No voy a vivir esperándoos.
—No se preocupe, él comprenderá…
—No te fíes, es muy respetuoso con todo, y lo que tú has hecho con esta pobre chica no tiene nombre.
A Agustín se le agriaba cualquier bocado.