Mucho se ha hablado de la espiritualidad de los nazis, de cómo algunos de ellos se sintieron cercanos a la religión. Aunque es bien cierto que esto sería un sinsentido, porque los preceptos del nazismo no incluían la adoración a ningún dios, sino solamente al Führer. Sin embargo, individuos como Ewa Paradies tenían fe y antes de ser reclutados por las Waffen-SS cumplían los mandamientos de la religión cristiana protestante.
Esta mujer, que como veremos se convirtió en guardiana de uno de los campos de concentración, creció en una familia creyente alemana que se había instaurado en la ciudad polaca de Lauenburg —la actual Lebork—. Dicho municipio la vio nacer el 17 de diciembre de 1920. Allí pasó su infancia y parte de su juventud. Estudió en un colegio público de la zona hasta que en 1935 decidió dejarlo e iniciar su carrera laboral. Con todo y con eso son pocos los detalles que se recogen sobre las tareas en las que estuvo empleada. Lo único que podemos destacar es que trabajó en ciudades como Wuppertal, Erfurt y por supuesto Lauenburg. Se podría decir que llevaba una vida de lo más normal, si bien no se la conocen relaciones amorosas, hijos o familia cercana.
Como muchas mujeres criadas bajo el ala protectora del nacionalsocialismo, su mundo anterior carecía de total importancia por lo que normalmente borraban todas las «huellas» que habían dejado antes de enrolarse.
Con la llegada de Adolf Hitler al poder y la instauración del Tercer Reich en Alemania sembrando de terror y horror no solo el país germano, sino ante todo sus adyacentes, Ewa Paradies determinó que era necesario dejar atrás su rutinario devenir y ayudar al nuevo gobierno. Fue en agosto de 1944 cuando la muchacha se inscribió en uno de los grupos femeninos de las SS que precisamente estaba captando partidarios para trabajar en alguno de sus centros de internamiento. Próximo destino: Stutthof SK-III, ubicado en el antiguo territorio de la ciudad libre de Danzig y a unos 34 kilómetros al este de Gdansk (Polonia).
Durante dos meses Paradies recibió la formación pertinente y la instrucción necesaria para poder controlar, vigilar y supervisar un campamento de presos. Fueron largas horas de entrenamiento, de disciplina, pero sobre todo de explícitas informaciones referentes a cómo debía «sujetar» a sus reclusos para que la respetasen. Golpear, dar patadas, azotar o realizar cualquier tipo de maltrato físico o verbal acabó siendo el modus operandi de todas las féminas que conformaron el personal del centro de Stutthof.
Tras sesenta días de fuerte adiestramiento Paradies fue nombrada Aufseherin y reasignada en octubre de 1944 a uno de los campos satélites que tenía Stutthof: Bromberg-Ost. Aquel Konzentrationslager tenía poco tiempo de vida —tan solo un mes— y albergaba estrictamente a mujeres. Desde la fecha de su inauguración, el 12 de septiembre de 1944, millares de internas eran trasladadas diariamente hasta su nuevo hogar. Las 30 primeras mujeres que pisaron el campamento se toparon con siete guardianas pertenecientes a la Schutzstaffel, vestidas de uniforme y con un ademán de lo más insolente y altivo. Entre ellas, despuntaba la Oberaufseherin Johanna Wisotzki y subordinadas de la talla de Ewa Paradies. Esta, junto con Herta Bothe o Gerda Steinhoff, se ocuparon de hacer de aquella cárcel un verdadero calvario de sangre y muerte.
En cuanto amanecía arribaban más prisioneras a Bromberg-Ost, momento que Paradies aprovechaba para seleccionar las que no le eran del todo útiles para trabajar. Aquellas selecciones no tenían ninguna lógica, pero el disfrute que obtenía viendo cómo acababan en la cámara de gas, le aportaba una sensación única.
Durante los pases de revista a primerísima hora de la mañana la vigilante se dedicaba a golpear en la cara y el cuerpo de las reas. En los días de nieve le fascinaba echar agua fría sobre los desnudos cuerpos de unas mujeres que intentaban sobrellevar como podían aquel tiempo invernal. Si finalmente alguna de las confinadas caía sobre el terreno debido al frío, Paradies le azotaba con un látigo hasta dejarla sin conocimiento. Nadie movía un músculo. Si alguien se atrevía a hacer la menor réplica, habría sido castigada de la misma forma. La criminal nazi no sabía lo que era la piedad ni la había conocido. De ahí, que poco a poco fuese creciendo su mala fama por ser una de las guardianas más crueles de todo Bromberg-Ost.
Ewa Paradies se había transformado en una especie de eslabón indispensable para sus superiores, así que después de permanecer tres meses en el mencionado subcampo, decidieron traerla de vuelta al campo principal de Stutthof. Desde comienzos de 1945 y hasta su huida en abril de ese mismo año la Aufseherin se dedicó —bajo mandato de sus jefes— a seleccionar a los llamados prisioneros «no útiles» y que tenían que morir en las cámaras de gas. Complementó dicha tarea con una no tan distinta y que consistía en vejar, sacrificar y maltratar a los presos que se habían atrevido a desafiarla. Pero Paradies no estaba dispuesta a ver cómo el campamento de exterminio era liberado por los aliados y, por tanto, apresada por el enemigo. Así que, aprovechando que tenía que acompañar un convoy de reclusas de Stutthof al subcampo de Lauenburg, decidió escapar.
Un mes después y coincidiendo prácticamente con la llegada del ejército ruso al recinto de Stutthof, Ewa fue arrestada por oficiales polacos en Lebork —su ciudad natal—. Fue trasladada de inmediato a la prisión de Danzig junto al resto de sus camaradas. Un año después se procedió a la celebración del juicio.
El 25 de abril de 1945 se inaugura el «Juicio de Stutthof» en la ciudad de Danzig, donde Ewa Paradies y otros doce acusados serían juzgados ante un tribunal penal especial del conjunto soviético/polaco.
Durante la vista numerosos testigos señalaron a la guardiana como la responsable de multitud de abusos físicos cometidos contra los prisioneros. Uno de los supervivientes aseguró ante la Corte:
«Ella obligó a desnudarse a un grupo de reclusas en pleno invierno. Después, ella vertió agua helada sobre ellas. Si se movían, entonces ella [Paradies] las golpeaba».
A pesar de estas y otras tantas declaraciones, los inculpados hacían caso omiso de lo que ocurría en la sala. Pasaban el tiempo mofándose del talante de todo aquel que se subía al estrado. Mostraban una auténtica desvergüenza ante el sufrimiento que habían causado a sus internos.
Cuando el 31 de mayo de 1946 el Ministerio Público condena con la pena de muerte a Paradies por los crímenes de guerra perpetrados, ella se derrumba y comienza a llorar. Suplica entre sollozos que le perdonen la vida. Implora clemencia, algo que jamás tuvo para con sus inferiores.
Las apelaciones fueron rechazadas por el presidente polaco. Una vez dictada sentencia, se procedió a completar el ajusticiamiento.
A las cinco de la tarde del 4 de julio Ewa Paradies y diez de sus compañeros del campo de concentración de Stutthof llegan a Biskupia Górka cerca de Gdansk. Allí se celebraría su ahorcamiento ante miles de personas —seis hombres y cuatro mujeres—.
A la hora indicada el verdugo le colocó la soga alrededor del cuello mientras conversaba con un sacerdote. Se subió a una silla y poco después se escuchó el sonido de la horca con su cuerpo suspendido en el aire. Fue una caída corta.
Los allí presentes pudieron ver con claridad la muerte en el rostro de la guardiana. No llevaba capucha.