LA SÁDICA DE STUTTHOF
Qué quiere decir, ¿qué cometí un error?, no… no estoy segura
de lo que debería responder, ¿cometí un error? No. El error fue
el campo de concentración, pero yo tenía que hacerlo, de otra
forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi error.
Herta Bothe
Los rasgos marcados de su cara, su pesada mandíbula y su mirada desafiante caracterizaron a otra de las guardianas más aterradoras que ha dado la historia del Tercer Reich. Herta Bothe, exenfermera reconvertida en Aufseherin en Stutthof, Ravensbrück y Bergen Belsen, fue descrita como una «supervisora despiadada», ruidosa y arrogante que irrumpía repentinamente en el Judenältester (el campamento judío) emitiendo teatrales y calculados gritos a sus prisioneras cada vez que estas no realizaban correctamente sus tareas. Me refiero a lavar los platos o incluso a hacer la cama. Si tales quehaceres no se habían hecho con el suficiente cuidado, Bothe abofeteaba duramente y sin miramientos a las «responsables» de aquel desaguisado. Su único objetivo era intimidar, atormentar y humillar a una población recluida entre cuatro paredes.
Numerosos testigos aseguraron durante el juicio que La sádica de Stutthof —así denominada entre sus camaradas— maltrataba sin ninguna piedad a los reclusos hasta el punto de dispararles a bocajarro. Día tras día y sin motivo alguno Bothe castigaba impunemente a unos siete u ocho internos mediante la privación de comida. Les retiraba el pan, el agua o cualquier alimento que pudiesen ingerir. Sus visitas no tenían otro propósito que el de causar la consternación, la humillación y como no, la muerte.
Durante el juicio de Belsen celebrado en septiembre de 1945, Herta Bothe negó todos los cargos que se le imputaban y aunque los testimonios ratificaban que ella había sido responsable de numerosas muertes violentas, simplemente fue condenada a diez años de prisión por usar su pistola contra los confinados. Para remate y como un acto de indulgencia por parte del Gobierno Británico, Herta fue liberada el 22 de diciembre de 1951.
La ciudad alemana de Teterow, en el distrito de Mecklenburg al noroeste del país, vio nacer el 8 de enero de 1921 a Herta Bothe, una de las mujeres más relevantes de los Konzentrazionslager nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Si bien la mayoría de las guardianas de las Waffen-SS apenas sabían leer o escribir, Bothe se caracterizó no solo por trabajar desde una edad muy temprana, sino por su especial interés en ayudar al prójimo. Su incansable vehemencia hizo que en 1938 y a la edad de 17 años compaginase diferentes tareas. Por un lado, Herta se dedicaba a ayudar a su padre en la pequeña tienda de maderas que tenía en su pueblo natal, un negocio relevante en aquella época; y por otro, bregaba temporalmente en fábricas además de ejercer como enfermera en un hospital industrial. Su conducta para con los demás era prácticamente ejemplar. Desgraciadamente, este cambió poco tiempo después.
No se conocen quiénes fueron sus progenitores, ni sus nombres, ni tampoco si tuvo hermanos o familiares cercanos que pudiesen esclarecer más detalladamente quién fue Herta Bothe. Es como si esa parte de su vida, la infancia y la adolescencia, hubiera querido borrarlas de un soplo, enterrarlas.
Podemos decir que sus «mejores años» comenzaron tras su ingreso en la Bund Deutscher Mädel (La Liga de Mujeres Alemanas-BDM), que fundada en 1930 como rama femenina de las Juventudes Hitlerianas y establecida por el Partido Nazi (NSDAP), sirvió para captar nuevos miembros que estuvieran dispuestos a dar la vida por su patria. A cambio les esperaría el honor y la gloria.
Aunque el alistamiento no era de carácter obligatorio, Herta encontró en aquella organización unas tradiciones que la entusiasmaron. La doctrina nacionalsocialista flasheó sobremanera a una jovencita que necesitaba sentir que su nación contaba con ella. Al fin y al cabo, pertenecer a la BDM era un privilegio solo meritorio para ciudadanos alemanes, arios y sin enfermedades hereditarias.
En 1939 Bothe se unió a la organización donde inmediatamente destacó en el ámbito deportivo. La vitalidad que desplegaba en cada una de las disciplinas entusiasmaron tanto a sus superiores, que en septiembre de 1942 la reclutaron como guardia del campo de concentración de Ravensbrück. Durante cuatro semanas se llevó a cabo el proceso de entrenamiento y adiestramiento de Herta para formar parte de las SS y del personal de supervisión. Allí se topó con Irma Grese o Dorothea Binz con quienes casualmente compartiría sus inhumanas fechorías, sus sangrientos suplicios y sus atroces perversiones. Aun así, cuando durante el juicio le interrogaron sobre el motivo por el que trabajó en este campamento, Bothe simplemente dijo que en realidad se había negado a hacerlo pero que no le hicieron caso.
No sabemos si aquella instrucción le sirvió para despertar su espíritu criminal o para fomentar las múltiples degeneraciones, pero tras treinta días en el «Puente de los Cuervos», la joven alemana inició su terrorífica carrera.
Antes de acabar el año el 21 de noviembre de 1942 Herta Bothe fue enviada por fin a su primer destino: el campo de concentración de Stutthof, ubicado cerca de Danzig al este de Gdansk (Polonia). Allí desarrollaría tareas como Aufseherin.
Este campamento fue el primero en ser construido por el régimen nazi fuera de sus fronteras. Originalmente y desde noviembre de 1939 Stutthof fue un centro de internamiento civil administrado por la policía de Danzig. Ahora bien, en 1941 se convirtió en lo que llamaron un campo de «educación laboral» administrado por el Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad Alemana-SD), para acabar siendo finalmente en enero de 1942 un campo de concentración regular.
Emplazado en una zona aislada, húmeda y boscosa al oeste del pequeño poblado de Stutthof, su ubicación lo hacía ser aún más «especial». Allí perecieron más de 85 000 personas de las 110 000 deportadas pero no solo por las condiciones catastróficas del campamento, el hambre y las enfermedades, sino por las muertes y ejecuciones generales que el personal encargado efectuaba diariamente. No había escapatoria alguna. Stutthof, como el resto de campos de concentración levantados por los nazis, se encontraba amurallado y rodeado por alambradas, algunas de ellas electrificadas. A medida que la población del cuartel crecía iban construyendo más barracones. En los dos años previos a la liberación de los aliados en mayo de 1945, se edificaron treinta nuevas naves y se añadió un crematorio y una cámara de gas.
Fue en 1943 cuando Stutthof se incluyó en el programa de la tan temida Solución Final, convirtiéndose por tanto en un campo de exterminio de masas. Tal llegó a ser la sobresaturación de reclusos, que según llegaban a las instalaciones eran automáticamente eliminados en las cámaras de gas del centro. Como complemento a esta medida, algunos murieron después de pasar por unos vagones móviles con el mismo gas letal. Tenían capacidad para 150 personas por ejecución.
El óbito se cernía en aquel recinto donde los presos estaban expuestos a la esclavitud laboral en empresas propiedad de las SS. La malnutrición, las pésimas estipulaciones sanitarias, enfermedades y epidemias acabaron con muchos de ellos, sin contar con las torturas físicas y psicológicas procedentes de ciertas guardianas —como Herta Bothe—, fusilamientos, ahorcamientos, inyecciones letales y un largo etcétera. Las condiciones de vida no solo eran infrahumanas, sino sobre todo brutales.
Herta Bothe fue una de las 130 mujeres que sirvieron en el complejo de los campos de Stutthof durante el periodo más cruel y trágico. Treinta y cuatro de aquellas guardias femeninas incluyendo ella, fueron acusadas de crímenes contra la humanidad al final de la guerra. Si alguna vez se habló de horror fuera de Alemania este fue en Stutthof.
Su liberación se produjo el 9 de mayo de 1945 gracias a las tropas del Ejército soviético, pero poco pudieron hacer ya para salvar la vida de los reos asesinados, ciudadanos de más de 25 países diferentes (polacos, rusos, judíos, italianos, españoles, gitanos, etc.) entre hombres, mujeres y niños.
De los testimonios recopilados para documentar fielmente este capítulo, me he encontrado con el de la rumana Teréz Mózes, quien en su libro Staying Human Through the Holocaust explica cómo vivió la guerra y su paso por los diferentes campos de concentración, Stutthof y Auschwitz incluidos. Respecto al primero, a Teréz le impresionó que las mujeres que esperaban a la entrada del campamento debían desnudarse, mientras otras de uniforme las hablaban y gritaban. Era prácticamente imposible conocer a nadie en aquel tumulto. Cada arribada a un nuevo centro nazi traía consigo acontecimientos aún más inesperados.
«En Stutthof, no nos llevaron a los baños. No nos dieron ropa. No nos quitaron nada. En los barracones a los cuales estábamos asignadas, nuestras supervisoras eran una mujer de pasado dudoso llamada Ilse y su amiga Max. Según las normas, la revista tenía que hacerse tres veces al día, pero en realidad era cuando les apetecía, a veces muchas veces al día.
Ilse y Max, una con un palo y la otra con un látigo, nos pegaban con todas sus fuerzas mientras pasábamos a través de la puerta. Teníamos tanto miedo de las palizas que preferíamos saltar desde la ventana, y no éramos las únicas. Cuando daban la señal, huíamos. Sin embargo, después de unos días, nuestros brazos y espaldas estaban cubiertos de heridas y las piernas y brazos estaban magullados por saltar desde la ventana»[22].
Aquellos primeros días eran demasiado similares al del resto de cautivas de otros Konzentrazionslager. Unas pocas órdenes, inquebrantables y mezquinas, hicieron que cientos de guardianas obedecieran sin rechistar a sus superiores alegando que podía tocarles a ellas. Habría que imaginar el rostro de los supervivientes mientras buscaban a sus familiares entre el montón de cadáveres apilados esperando ser sepultados. Cuando creían haberlos encontrado, estaban tan demacrados y destrozados que no podían ni contener el llanto. La máquina de exterminio seguía jugando con ellos.
«Aunque Stutthof fue solo una décima parte del tamaño de algunos campos más conocidos como Auschwitz y Dachau, en gran medida seguía siendo la misma fábrica despiadada de muerte. Con sus chimeneas elevándose sobre el campo escupiendo humo humano lo suficientemente denso como para oscurecer el cielo a su alrededor, causando una nube brumosa casi permanente en el sitio, era tan severo y tan mortal como los campamentos en el sur y el este»[23].
El testimonio de Alexander Lebenstein, único superviviente entre los miembros de 19 familias judías que habían estado viviendo en Haltern am See, nos da una idea de la catástrofe que supuso para él el Holocausto Nazi de la Segunda Guerra Mundial.
El joven Alex que cuando fue detenido tenía tan solo once años, perdió su casa, sus posesiones, su vida pero sobre todo su familia. Tras el conflicto decidió regresar a su ciudad natal pero allí se topó con amigos de la infancia, muchos de los cuales eran nazis, que le dejaron bien claro que aún querían un pueblo Jude frei (libre de judíos). Él juró que jamás volvería a Alemania. La guerra había acabado, pero todavía no se había terminado con los prejuicios ni con las demenciales ideas que la había originado años atrás. «Una era construye ciudades. Una era las destruye», sentenció en más de una ocasión el ilustre Séneca.
Entre los recuerdos que decidió plasmar sobre el papel se encuentra aquel donde rememora cómo guardianas como Herta Bothe, disparaban a los prisioneros con cualquier pretexto. Se trataba de un acto cotidiano que con el tiempo consiguió hacerle inmune a la monstruosidad.
«Recuerdo estar de pie durante horas y horas en los pases de revista dos o tres veces al día, de cara a las chimeneas del crematorio escupiendo nubes negras noche y día, llenando el cielo de un olor horrible a carne quemada. Si llovía, el humo no subiría al cielo y tendríamos polvo y ceniza en nuestra piel y ropa. Lo peor era el olor de los crematorios que lo impregnaba todo en el campo».
La muerte estaba en todas partes, lo inundaba todo, pero hubo quienes consiguieron librarse de ella, simplemente viviendo sin pensamientos de un mañana. El futuro no existía, todo era presente y sobrevivir la única cuestión importante. Para Alexander Lebenstein las puertas del infierno se encontraban en Stutthof y Herta Bothe se había reencarnado en el Innombrable. Si había un ser perverso en aquel tétrico recinto, esa era la Sádica de Stutthof que aprovechó su corta estancia para practicar numerosas aberraciones y para sembrar el pavor entre los internos. Su fama incendió de tal forma los barracones que la Aufseherin logró colarse y entrometerse en todos y cada uno de los centros adonde fue trasladada tiempo después.
Su siguiente destino fue uno de los subcampos de Sutthof designado para mujeres conocido como Bromberg Ost. En julio de 1944 y tras la orden de traslado de su superiora Gerda Steinhoff, la joven se unió al equipo de inspección del campamento junto con otras seis camaradas. En esta ocasión su cargo fue de Oberaufseherin.
El 21 de enero de 1945 y tras el apoyo «logístico» en el subcampo de Bromberg Ost, Herta Bothe, que contaba ya con 24 años de edad, fue una de las guardianas responsables de acompañar a las denominadas «marchas de la muerte» que consistieron en la migración de reclusas desde la Polonia central hacia el campo de concentración de Bergen-Belsen en el estado de Baja Sajonia (Alemania).
Para que nos hagamos una idea, la distancia entre un campo y otro era de unos 700 kilómetros y las internas estaban obligadas a hacerlo a pie. Durante el largo recorrido las más débiles terminaron muriendo por agotamiento, inanición y por el trato vejatorio de sus «niñeras». Si a esto le sumamos que en la ruta hacia Bergen-Belsen se desviaron otros 600 kilómetros más para acampar en el KL Auschwitz-Birkenau, la sensación de extenuación iba in crecendo. Durante los pocos días que permanecieron en este campamento, las confinadas que aún seguían vivas tuvieron que aguantar la actitud descortés, por no decir denigrante, de sus anfitrionas. Tras el parón la marcha se reanudó para llegar a Belsen entre el 20 y el 26 de febrero de 1945, unos 30 días después de su partida de Bromberg Ost.
En el tiempo que Herta Bothe formó parte del personal del campo de concentración de Bergen-Belsen —unos dos meses aproximadamente— la guardiana aria desempeñó diversas tareas al igual que el resto de compañeras. Según su propio testimonio, nada más llegar tuvo que encargarse de la supervisión de los baños públicos; en días posteriores, trabajó en la cocina con sus camaradas masculinos para llevar comida a los cerdos; y sobre mediados de marzo, se dedicó a supervisar a la Brigada de Mujeres para la Búsqueda de Madera que estaba compuesto por 60-65 convictas. Pero nada más lejos de la realidad. En el juicio de Belsen celebrado el 17 de septiembre de 1945 las declaraciones juradas de los testigos de aquella masacre indicaban todo lo contrario. A pesar de que la Aufseherin pretendía pasar desapercibida en comparación con sus homólogas Irma Grese o María Mandel, finalmente sus actos salieron a la luz. El escándalo de aquel litigio se tornaba a ser aún más sobrecogedor cuando las protagonistas en cuestión fueron las guardias femeninas del campo.
Uno de los primeros en subir al estrado fue un superviviente checo de 17 años llamado Wilhelm Grunwald, quien tras ver diversas fotografías aportadas como prueba, reconoció en la número 25 a una de las mujeres de las SS. Era Herta Bothe.
«Entre el 1 y el 15 de abril de 1945 vi llevar a varias reclusas muy débiles un recipiente de comida desde la cocina hasta el bloque. Como estaba lleno y pesaba mucho, las mujeres no podían aguantar el peso y lo ponían en el suelo para descansar. En ese momento vi a Bothe disparar a las dos presas con su pistola. Ellas se desplomaron, pero no puedo decir si estaban muertas o heridas, pero como estaban muy débiles, delgadas y desnutridas, no me cabe la menor duda que murieron»[24].
A Katherine Neiger, checa de 23 años, las guardianas de Belsen la habían puesto a registrar el número de mujeres (internas) que fallecían a diario en el campo. Durante los primeros días, las cifras eran bajas, pero a medida que fueron llegando las prisioneras, las muertes aumentaron. La joven rea aseguró ante el Tribunal que durante el mes de enero de 1945 morían diariamente entre 15 y 20 personas y que hasta el último día de marzo contabilizó un total de 349. Esta cifra no era exacta ya que no se reportaban todas las defunciones y la mayoría de los cadáveres acababan siendo apilados a la intemperie.
Unas 900 mujeres de su grupo murieron en aquel periodo a causa de la desnutrición, las enfermedades y por supuesto, por los malos tratos perpetrados por el personal femenino de las Waffen-SS.
Gracias a las pruebas testificales fotográficas expuestas en su interrogatorio, Katherine logró reconocer a prácticamente todas las acusadas que se sentaron en el banquillo. Entre ellas, Elisabeth Volkenrath, Herta Ehlert, Gertrud Sauer y por supuesto, Herta Bothe. A esta última también la señaló en la impronta número 25, diciendo que solía verla golpeando a las niñas enfermas con un palo de madera.
Aquella fotografía número 25 estaba sirviendo para que los múltiples supervivientes recordasen algunos de los sucesos más trágicos vividos durante su encierro. Casi se podía respirar su angustia y su dolor.
Otra de las declarantes fue la polaca de 18 años Sala Schifferman que trabajaba en la cocina número 4 del campamento de las mujeres y que aseguró que un día en concreto —no recuerda si en el mes de enero o febrero de 1945—, algo trágico le ocurrió a una amiga suya por culpa de la demente Aufseherin.
«… una húngara a quien yo conocía por el nombre de Eva, de 18 de edad, se acercó a la cocina para comer algunas cáscaras de nabo que se encontraban en un montón fuera de la cocina. Esta niña vivía en el mismo bloque que yo, que era el bloque 203. Como ella estaba cogiendo las cortezas, Bothe vino de un lugar de trabajo cercano. Ella ordenó a una de las chicas de la cocina que trajera un gran trozo de madera y entonces comenzó a golpear a Eva con él. Después de los primeros golpes la chica se cayó. Yo y otras chicas de la cocina gritamos a Bothe que Eva era demasiado débil para soportar la paliza. Bothe replicó: “La golpearé hasta la muerte”. A continuación Bothe le pegó a la chica en la cabeza y por todo el cuerpo. Después de unos diez minutos paró y Eva se quedó muy quieta, sangrando profusamente de la cabeza. Luego Bothe me ordenó a mí y a otras chicas que llevásemos el cuerpo a una habitación en el bloque al lado del hospital donde ponían todos los cadáveres. Definitivamente la chica fue asesinada por la paliza. Una interna que yo creo que era médico examinó el cuerpo y dijo que la chica estaba muerta. No sé el nombre de la doctora. No la he visto desde la llegada de los británicos».
Luba Triszinska, una judía rusa detenida y llevada a Belsen, describió a la Corte que los maltratos impartidos a las reclusas estaban a la orden del día. Ella había sido testigo de algunas de esas palizas que en ocasiones causaban la muerte de las víctimas. Entre las responsables que mencionó se encontraba Bothe, que por entonces se ocupaba de un Kommando de vegetales. «Las palizas a las que me refiero se las dieron con un palo pesado», recalcó Luba.
Hildegarde Lohbauer fue otra de las supervivientes de este campo de concentración que delató las artimañas de Bothe durante el juicio. De nacionalidad alemana, Lohbauer fue recluida en un centro de internamiento al negarse a trabajar en una fábrica de municiones. Estuvo en Auschwitz, Ravensbrück y finalmente en Bergen-Belsen hasta su liberación.
«Al principio yo fui una presa común, pero en los últimos dos años mi trabajo ha sido como Arbeitsdienstführerin (ayudante en jefe de la mano de obra), cuyo deber es reportar el número de personas especificadas por las autoridades del campo para los grupos de trabajo».
Este nuevo cargo le permitió relacionarse más directamente con sus supervisoras de las SS y conocerlas un poquito mejor. En innumerables ocasiones fue testigo del trato vejatorio a sus compañeras, de actuaciones severas carentes de razones ante las que Lohbauer no podía hacer nada. Si movía un dedo ella sería la siguiente víctima. No quería revivir lo que le sucedió en Auschwitz en 1943 cuando recibió 15 latigazos en la espalda por fumar. «El castigo fue llevado a cabo por dos compañeras de prisión, una de ellas me retuvo sobre un taburete de castigo, mientras que la otra me pegaba con una palo de madera maciza». Curiosamente, ella misma dilucidó que a veces y debido a su cargo como Arbeitsdienst también había pegado a las internas, pero solo con la mano y para mantener el orden. ¿Hasta qué punto se contagiaba este salvajismo?
La exrea afirmó además que pese a que el personal de las SS no podía llevar pistolas, en verdad sí lo hacían. «Los SS iban armados y creo que los disparos se llevaron a cabo en el exterior de las zonas de trabajo de Belsen y Auschwitz, aunque yo nunca fui testigo». Finalmente, Lohbauer señaló a Herta Bothe como una de las mujeres de las Waffen-SS que debía ser castigada por haber pegado y maltratado a los confinados. Lo había visto con sus propios ojos.
«Me preguntaron si había visto que estaban golpeando a los presos y dije “si”, y me preguntaron cómo deberían ser castigados y mi respuesta fue “yo, como prisionera, realmente no puedo decir qué tipo de castigo deberían de haber infligido”».
Cada uno de estos testimonios y los que veremos más adelante de forma más extensa en relación con el proceso judicial de Belsen, nos dan una ligera idea de lo que en realidad Herta Bothe fue capaz de hacer durante su estancia en este campo de concentración. Podía negar lo que hizo —y así fue— pero las pruebas hablaban por sí solas. Su carrera como personal de estos campamentos de exterminio no fue otro que la de ayudar a aniquilar a los miles de confinados que se amotinaban en los barracones. ¿Para qué les interesaría a las SS la figura de Bothe si no era para esta faena? El Kommando de madera al que inicialmente ella hacía referencia no conllevaba en absoluto la crueldad que desplegó durante sus escasos 60 días en Belsen, sin mencionar el resto de homicidas actuaciones consumadas en sus destinos previos. Si durante sus paseos matutinos llevaba o no un arma de fuego podía ser hasta irrelevante. El cúmulo de víctimas y las declaraciones de los supervivientes serían lo que haría justicia posteriormente.
El 15 de abril de 1945 el personal del campo de concentración de Bergen-Belsen con el comandante Kramer a la cabeza se rindió y el ejército británico procedió a la liberación. A su llegada se dieron de bruces con la tragedia personalizada. En montones, como si se tratasen de sacos de patatas, había 10 000 cuerpos sin enterrar y unos 40 000 prisioneros enfermos y moribundos. Unos días después 28 000 internos murieron. Ni los aliados pudieron hacer nada para salvarlos.
Una vez que el ejército inglés arrestó a todo el personal nazi, separando a las guardianas del resto, pudieron mirar de frente a las responsables de aquella barbarie. Herta Bothe, descrita por muchos como la mujer más grande que nadie había arrestado hasta el momento, permanecía con una media sonrisa en espera de conocer su futuro inmediato. Aquella mujer no solo sobresalía por su altura, sino porque era una de las pocas que usaba zapatos civiles normales y corrientes en comparación con el resto de Aufseherinnen —como Irma Grese— que vestían botas altas de cuero negro.
En las siguientes horas los británicos obligaron a los detenidos a arrojar los cadáveres de los cautivos muertos en fosas comunes al lado del campo principal. En cambio, Herta Bothe fue una de las pocas guardianas que se ofrecieron voluntariamente a ayudar, imagino que pensando que con ello purgaría sus pecados. Lejos de ello, fue llevada a juicio como criminal de guerra.
En alguna de las instantáneas incluidas en este volumen puede verse a la Aufseherin demacrada y con ojeras después de enterrar cerca de 30 000 cadáveres. Por entonces la Sádica de Stutthof recuerda que durante los días de la liberación, se sentía aterrorizada porque los aliados no les permitían usar guantes para enterrar a los difuntos. De hecho, temía contraer el tifus por la descomposición que presentaban los cuerpos.
Bothe explicaba que cuando trataba de levantar los cadáveres, estaban tan podridos, que los brazos y las piernas acababan por separarse del tronco. También recordaba cómo aquella extracción de cuerpos esqueléticos le causó dolor de espalda. Eran lo bastante pesados como para que tuviera que pararse a descansar cada cierto tiempo, algo que ella jamás permitió a quienes ahora estaba sepultando.
Pese a que las tropas británicas trajeron excavadoras para cooperar en el transporte de los cadáveres a las fosas comunes, la mayor parte del trabajo lo hicieron los exguardias del campo de forma manual. Aquel pudo ser el primer justo correctivo por las horribles condiciones en las que habían dejado el campamento.
Una vez que completaron los entierros masivos, Herta y el resto del personal fueron detenidos y llevados a la prisión de Celle. A partir de aquí arrancó la odisea judicial de los 45 responsables de Belsen con el comandante Josef Kramer a la cabeza. El 17 de septiembre de 1945 fue la fecha elegida para juzgar a estos criminales de guerra en la Corte de Lüneburg (Baja Sajonia).
La Aufseherin también sufrió lo que denominamos como traición entre los suyos. Es decir, sus propias camaradas, compañeras en el campo de concentración, detallaron sin ningún escrúpulo las andanzas de su supervisora. Ejemplo de ello fue el caso de Herta Ehlert, una vendedora alemana que decidió alistarse en las SS y que durante tres años recibió instrucción en Ravensbrück. Terminó en Belsen a principios de febrero de 1945.
Las condiciones con las que se encontró eran las peores que había visto nunca. Fue en aquel tiempo cuando conoció a Herta Bothe. De ella afirmó sin ningún miramiento que fue responsable de golpear a reclusos indefensos, además de mentir respecto a sus ocupaciones reales en el campamento. Una vez concluido el interrogatorio por parte del capitán Phillips, Ehlert ni siquiera quiso cruzar mirada alguna con la que había sido su superior, la número 37.
Dos hermanas, Ilse e Ida Forster, que se alistaron en las SS sobre el año 1944 y que trabajaron en las cocinas del campo de Belsen, narraron al Tribunal que normalmente tenían que abofetear a los prisioneros para evitar que robasen comida o que cogieran más de la que les correspondía. Para ellas era normal esta clase de maltrato a los internos, pero en ningún caso sentían ninguna emoción cuando lo llevaban a cabo. De este modo habló de Ehlert, Volkenrath o Bothe, como algunas de las guardianas que ejecutaban estas acciones junto a ellas. Durante el interrogatorio efectuado por los diferentes abogados, tanto Ilse como Ida dudaron acerca del trabajo que tenía la Aufseherin Bothe. Mientras una decía que era la encargada del Kommando de los vegetales, la otra aseguraba que supervisaba el de madera.
Otra de las acusadas que se sentó en el banquillo junto a Herta Bothe fue Charlotte Klein, una asistente de laboratorio que el 1 de agosto de 1944 fue reclutada por las Waffen-SS para su formación en el campo de Ravensbrück. Tras cuatro días de instrucción fue enviada a Stutthof donde permaneció hasta mediados de septiembre de ese mismo año. Poco tiempo después, entre el 20 y el 26 de febrero, llegaron a Belsen en compañía de Bothe con un convoy de mujeres. Eran las famosas Marchas de la Muerte. Acababan de evacuar Bromberg Ost.
Ya la primera noche en Belsen Klein tuvo que encargarse de los baños para después hacer lo mismo con el Kommando de madera y en la tienda del pan. No obstante, poco después enfermó de tifus y permaneció en cama hasta el día de la liberación. La actitud de la acusada era distante mientras era cuestionada por el fiscal y los abogados. Como se suele decir, no soltaba prenda. De hecho, cuando el capitán Phillips le preguntó sobre Bothe, ella se limitó a decir que tan solo compartió habitación con ella en Belsen y que jamás la había visto llevar pistola. Este primer acto de camaradería llenaba con un pequeño halo de luz el sombrío destino que se iba tejiendo en torno a la Sádica de Stutthof. Por suerte para ella no fue el último.
Una enaltecida Gertrud Rheinholdt, reclutada por las Waffen-SS en julio de 1944, quiso dejar claro que sí había conocido a Herta Bothe. Lo hizo en el campo de concentración de Bromberg Ost y llegó con ella a Belsen entre el 20 y el 25 de febrero de 1945. Casualmente, también fueron compañeras de cuarto y tampoco —como ratificó Klein— la había visto portar armas o por lo menos no sabía si tenía una. Aquellas tres guardianas se habían convertido en buenas y viejas amigas, algo contra lo que el Tribunal no podía competir.
Llegó el turno de la protagonista. Herta Bothe debía declarar.
El lunes 29 de octubre de 1945 y tras varios días escuchando los testimonios que avalaban su culpabilidad, Herta Bothe se subió al estrado y después de jurar toda la verdad y nada más que la verdad, comenzó una retahíla de insólitas «certezas». Era el momento de escuchar su defensa.
Durante varios minutos la guardiana aclaró cuáles fueron las tareas que cumplió en los diversos campos donde permaneció y las fechas en las que estuvo. Ahora bien, no mencionó fechoría alguna hasta que el capitán Phillips inició su turno de preguntas.
Negó que llevase pistola y por supuesto que disparase a dos jóvenes reclusas que porteaban comida. Según Bothe, el testigo que afirmó tal dato, Wilhelm Grunwald, mentía. También impugnó la declaración de Schifferman que la acusaba de haber matado con un palo a una niña llamada Eva, aunque reconoció haber pegado en alguna ocasión a algún confinado:
«Sí, con mis manos, porque robaban madera y otras cosas. Nunca he golpeado a nadie con un palo, un trozo de madera o una porra de goma.
(…) Nunca he pegado a prisioneros. Yo no tenía nada que ver con los internos».
Durante el turno de preguntas del coronel Backhouse, este cuestionó a la inculpada su instrucción en el campo de Ravensbrück en octubre de 1942. Incluso le preguntó qué es lo que había aprendido y si entre las tareas que la enseñaron se encontraba la de golpear a los presos de manera regular. La guardiana respondió con un tajante «No». De hecho cada vez que el letrado le cuestionaba su declaración en relación con los maltratos a reos, Herta continuaba rechazando cualquier implicación al respecto. Su severo talante no dejaba entrever ni una pizca de verdad en todo aquello, o por lo menos, la realidad que se había contado allí hasta el momento. No evidenció ni el más mínimo arrepentimiento o remordimiento cuando salió a la palestra el tema de la escasa alimentación que recibían los reclusos. Bothe se limitó a responder con un «yo no podía decir que era demasiado para ellos» a lo que el abogado siguió preguntándole…
«P: Yo sugiero que en uno de los días en los que usted pasaba por la cocina, vio a una chica coger algunas cáscaras de nabo, y que usted ordenó a las chicas de la cocina traer un palo o un trozo de madera y comenzó a pegarle con él. ¿No es así? R: No.
P: ¿No le gritaron las chicas en la cocina, diciéndole que parara, y usted dijo que la golpearía hasta la muerte, y entonces continuó pegándole hasta que finalmente murió?
R: No, eso no es cierto.
P: ¿No le ordenó a algunas de las mujeres, incluyendo Schifferman, llevarse el cuerpo?
R: No».
El testimonio de la Sádica de Stutthof estuvo llena de contradicciones. Una de ellas aludía nuevamente a los agravios a los prisioneros en el campo de Bergen-Belsen. Si anteriormente negaba haber perpetrado actos de esta clase, ahora afirmaba haberlo hecho pero a modo de reprimenda.
«P: Cuando los presos eran sorprendidos robando, ellos generalmente recibían una paliza bastante severa, ¿no es así?
R: Cuando los prisioneros trabajaban en mi Kommando y eran pillados robando, entonces los abofeteaba en la cara.
P: ¿No les golpeó de forma severa con un palo?
R: Era muy raro que pillase a alguien. Los abofeteaba en sus caras. Generalmente uno hacía guardia y el otro robaba, y siempre que llegaba ellos ya se habían escapado».
A medida que Herta Bothe iba respondiendo a las preguntas del Tribunal, más se iban destapando algunas mentiras y se iban descubriendo muchas verdades. ¿Cómo era posible que esta mujer no hubiese visto los cuerpos depauperados de los internos al lado de las fosas? Según la vigilante nazi, nunca vio nada parecido. Todo lo contrario que el Ejército británico, que a su llegada a Belsen se topó con 10 000 cadáveres inertes apilados unos encima de los otros. Las alegaciones finales por parte de su abogado, el capitán Phillips, tenían que ser concluyentes si quería que su cliente se librase de una muerte segura. Aquel discurso logró convencer a la Corte.
Dicen que el mejor ataque siempre es una buena defensa y en el caso de Herta Bothe así fue. El alegato final que su abogado expuso ante el Tribunal de Belsen corroboró lo que todos temían desde hacía días, que el Capitán Phillips conseguiría que la Aufseherin no muriese en la horca.
En un intento por disculparla de las supuestas acciones perpetradas durante sus años en los diferentes campos de concentración, el letrado quiso exculparla de toda responsabilidad argumentado lo siguiente:
«La pregunta, sin embargo, se rige por el principio fundamental de que los miembros de las fuerzas armadas están obligados a obedecer las órdenes legítimas y que por tanto, no pueden eludir su responsabilidad si, en obediencia a un mandato, ellos cometen actos en el que ambos violan las reglas impugnadas tanto de la guerra como de la indignación de la opinión general de la humanidad».
Pero ¿por qué otros camaradas de Bothe sí eligieron contravenir las órdenes de sus superiores en pos del bien común? A este punto el capitán Phillips prefirió eludir tal grado de responsabilidad y echar esa carga a los altos cargos de la jerarquía nazi que dirigían los centros de internamiento donde la acusada estuvo destinada. Al fin y al cabo, cuando parece que no hay elección siempre hay una salida o un camino correcto. La historiadora Kathrin Kompisch así lo asegura: «Siempre ha habido opciones, incluso dentro del Tercer Reich, y las mujeres tomaban a menudo sus propias decisiones tanto como los hombres». Después de todo y como estamos viendo a lo largo de este libro, no solo el hombre tuvo una parte importante y destacada dentro del Nazismo, la mujer también participó de los delitos más infames y brutales de todas las esferas del gobierno alemán. El destacamento femenino supuso el brazo ejecutor e indispensable para que el mecanismo nazi siguiera adelante.
Después de aquella breve introducción y tras mencionar la defensa de otras compañeras de Bothe, llegó el turno de la Sádica de Stutthof. De ella dijo que lo único que probaba su culpabilidad eran las declaraciones juradas ante la Audiencia. Ciertamente, no se había encontrado evidencia alguna que la implicase en tales delitos. A partir de ahí el abogado afrontó un discurso implacable donde empezó por desmontar una a una las confesiones de los testigos. Mencionó primeramente a Wilhelm Grunwald, ya que cuando le tomaron declaración tan solo tenía 17 años, algo pertinente para tenerlo en cuenta en la evaluación. Respecto a la posesión de un arma, Phillips se apoyó en los testimonios de sus «buenas amigas» Charlotte Klein y Gertrud Rheinholdt, que ratificaron que nunca poseyó una pistola y que jamás se encontró prueba que lo demostrase.
Cuando mencionó el crimen de la joven húngara llamada Eva, el capitán se excusó en que ni las fechas ni el lugar donde se produjo coincidían con las presentadas por su defendida. Por tanto, aquel asesinato no pudo haberse cometido tal y como reveló la testigo. Esta acusación debió de hacerse por algún tipo de rencilla personal contra su carcelera. Por otro lado, Phillips incidió en la falsedad de los testimonios escuchados durante el proceso judicial, argumentando que si bien Bothe había reconocido haber abofeteado a algunas de sus internas por robar, la verdad era que jamás les provocó daños severos o la muerte. Aquí se amparó en la poca certeza que demostraron los atestiguantes cuando les pidieron que señalasen a la inculpada. Parece ser que nadie lograba identificar su cara. Finalmente, el alegato del abogado defensor concluyó diciendo:
«Ningún testigo de la acusación que había llegado a la Corte, tenía nada que decir en contra de Bothe; y sin embargo, sus tareas habían sido de carácter público. Sin duda, la deducción debe ser clara, ella no había hecho nada muy malo, ¿no?».
Ahora tocaba al Tribunal de Justicia determinar la culpabilidad o inocencia de la procesada, de quien no solo debía considerar la participación en la responsabilidad de sus acciones —tal y como acotaba el capitán Phillips—, sino también las condiciones generales por las que lo hizo. En conclusión, el abogado sugirió que lo importante era averiguar el grado de control que los encausados podían ejercer en aquellas condiciones, y no podían olvidar que Herta Bothe solamente estuvo a cargo del Kommando de madera. Por tanto, ¿qué dominio podía tener ella sobre esas circunstancias cuando llegó al campamento? «Todas ellas eran gente de pueblo, y era deber de la Corte limitar el castigo a los delincuentes reales», instó el letrado. Su defendida tenía derecho a ser absuelta.
El capitán Phillips ya se lo había pedido al Tribunal durante su discurso de clausura, que la sanción a la acusada fuese proporcional a su participación en la responsabilidad de los hechos. Si no ocupaba un cargo importante, no debía de ser sentenciada como tal.
Llegado el momento, el General de División Berney-Ficklin que presidía la Corte aquel 17 de noviembre de 1945, procedió a leer la sentencia.
La número 37, Herta Bothe, fue encontrada culpable del primer cargo. Es decir, de cometer crimen de guerra en Bergen-Belsen (Alemania) entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945, cuando violó las leyes y costumbres de la guerra al maltratar a algunos de los reos que tenía a su cargo causándoles incluso la muerte. Por ello, la Aufseherin fue condenada a pasar 10 años en prisión, una sentencia digamos menor, en comparación con las de sus homólogas que supuestamente habían cometido los mismos delitos que Bothe.
Seis años tardó Herta Bothe en salir de la cárcel de Celle donde fue internada nada más terminar la vista judicial. Aún no había cumplido la pena completa, cuando el 22 de diciembre de 1951, y como acto de clemencia del Gobierno Británico fue puesta en libertad. Su buen comportamiento, además del buen hacer de los ingleses, le había servido para olvidarse de su pesadilla y germinar una nueva etapa al margen de los nazis.
Algunos datos apuntan a que la Sádica de Stutthof logró casarse y cambiar su apellido por el de Lange. Aquella fue una buena forma de poner tierra de por medio y desechar quien había sido hasta ese momento. De este modo nadie la reconocería, nadie sabría quién había sido, qué había hecho durante la guerra y por qué había salido de la cárcel. Podemos decir que consiguió su propósito, disminuir su responsabilidad diciendo que en verdad eran los hombres los únicos engranajes posibles del Führer. Los únicos que daban las órdenes.
Un conocido director de cine documental alemán llamado Maurice Philip Remy, aseguró en el 2009 que fue la última persona en entrevistar a Herta Bothe. Lo hizo para un reportaje llamado Holokaust en el año 2000. En declaraciones hechas al periódico The Sun, Remy espetó por ejemplo:
«Ella tenía recuerdos horribles de los campos de concentración pero no tenía capacidad de dar sentido a su papel en ellos. (…) Ella no tenía ningún remordimiento. Ella no podía entender que había hecho algo mal. Sentía que era una víctima».
A sus 79 años y desde su residencia en una comunidad modesta al noroeste de Alemania, Herta Bothe accedió a hablar para el equipo de Remy y el documental que estaban preparando sobre el Holocausto. Durante la entrevista hubo momentos donde la Exaufseherin se puso a la defensiva en lo que respecta a la cuestión de si debió entrar o no como guardiana en los campos de concentración. A pesar de los años transcurridos, aún se la veía nerviosa pero capaz de responder cosas tan espeluznantes como esta:
«Qué quiere decir, ¿qué cometí un error?, no. No estoy segura de lo que debería responder, ¿cometí un error? No. El error fue el campo de concentración, pero yo tenía que hacerlo, de otra forma yo habría sido puesta ahí. Ese sí fue mi error».
En la actualidad nadie sabe de su paradero. Si aún sigue viva con más de 90 años, o si finalmente murió el 16 de marzo del 2000. Los expertos no logran ponerse de acuerdo.
De lo que sí podemos estar seguros es de que vivió apartada del mundo, en silencio, sin querer llamar la atención, ni para recordar. Y cuando lo hizo, con aquellas nefastas afirmaciones, la herida del Holocausto volvió a abrirse. Toda aquella pantomima sobreactuada durante el juicio le había servido para ser libre, pero no para arrepentirse.