IRMA GRESE

EL ÁNGEL DE AUSCHWITZ

Los prisioneros tenían que formar de a cinco.

Era mi deber que lo hicieran así. Entonces,

venía el doctor Mengele y hacía la selección.

Irma Grese

«Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen, continuó con el mismo comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra seres humanos indefensos». Estas graves acusaciones recogidas en las actas del juicio de Bergen-Belsen en 1945, corresponden a Irma Grese, supervisora de los campos de concentración nazis en Auschwitz, Bergen y Ravensbrück, que martirizó a cientos de sus reclusas hasta causarles la muerte. Irónicamente la apodaron El ángel de Auschwitz, apelativo que a ella particularmente le enorgullecía.

Durante la celebración del litigio Grese mantuvo una actitud que oscilaba entre la indiferencia y el desprecio. Las decenas de testimonios confirmando su perversión y sadismo provocaban en ella una apatía aún más profunda. A pesar de su corta edad, tan solo tenía 22 años, el 13 de diciembre de 1945 fue condenada y ejecutada en la horca por los aliados.

Irma Ilse Ida Grese nació en Wrechen el 7 de octubre de 1923 en el seno de una familia desestructurada. Su padre, Alfred Grese, un lechero disidente del Partido Nazi se había quedado viudo después de que su mujer se suicidase en 1936. Dos años más tarde de la muerte de su madre, Irma decidió dejar los estudios. Nada le motivaba. Tenía quince años y el único interés que mostraba era su especial fanatismo por la Bund Deutscher Mädel (Liga de la Juventud Femenina Alemana), que su padre no aprobaba. Aun así, antes de iniciar su carrera en las Waffen-SS, la joven estuvo empleada durante seis meses como jornalera en una granja y otros seis como dependienta en una tienda de Luchen. Después consiguió un puesto de limpiadora en un hospital en Hohenlychen, donde permaneció dos años y al intentar graduarse como enfermera, la Oficina de Trabajo no se lo permitió alegando que no era apta para el puesto. Pese a ello, el director del centro, el doctor Karl Gebhardt —acusado de realizar experimentos quirúrgicos a prisioneros de los campos de concentración de Ravensbrück y Auschwitz y juzgado en el Doctor’s Trial de Nuremberg— la animó a que no decayera. Al fin y al cabo, se había autoproclamado su tutor durante su estancia en el hospital y esta impresionada quinceañera había sucumbido a las fauces de su reputación e influencia.

Durante los dos años que Grese se rindió al encanto y poder de Gebhardt muy poco se sabe sobre las tareas encomendadas en el sanatorio. De hecho, fue el propio médico quien al ver, como decía, el afán de Grese por su trabajo, le insistió para que contactase con uno de sus amigos de Ravensbrück. No quería que desperdiciara su talento y quizá allí lo verían tanto como él.

En marzo de 1941 Irma arribó al campamento para reunirse con el colega de Gebhardt. Sin embargo, le emplazaron a que regresase seis meses después, una vez cumplida la mayoría de edad. Pero no lo hizo hasta un año y medio más tarde. Durante ese tiempo Grese trabajó en una lechería en Fürstenberg.

Si hay un rasgo que caracteriza a Irma Grese y que supo aprovechar muy bien es el de la belleza física. La suya era excepcional. Rubia de ojos claros y de dulzura aparente, su rostro escondía una personalidad sombría y tétrica que hacía estremecer a todo aquel que se acercase a ella. Muchos la admiraban como si de una actriz de cine se tratase. Se pasaba horas y horas delante del espejo y se mofaba de estrenar constantemente ropa nueva que mandaba tejer y coser a su modista. Llegó a tener los armarios atiborrados de vestidos procedentes de las casas más importantes de París, Viena, Praga, Ámsterdam y Bucarest. Tal era la atención que generaba a su alrededor e incluso entre los propios presos que un superviviente de Kalocsa llegó a afirmar:

«Hubo una mujer bellísima llamada Grese que iba en bici. Miles y miles de personas permanecieron allí arrodilladas en un calor sofocante, y ella se deleitaba mirándonos».

Nada debía interponerse entre Grese y su futuro en las dependencias de las SS, ni siquiera ser madre y formar una familia. La propia Olga Lengyel, deportada judía que logró salvarse de las garras de la muerte, ratificaba en su libro Los hornos de Hitler que cuando Irma se quedó embarazada ordenó a otra confinada, una antigua doctora húngara llamada Gisella Perl, que le practicase un aborto. Esta temía tanto a Grese que la ayudó y aunque le prometió pagarle un abrigo a cambio de su silencio, la prenda jamás llegó a sus manos.

Quizá esa frialdad fue el motivo por el que en marzo de 1942 y a la edad de 18 años, finalmente Irma Grese lograse entrar como voluntaria en el campo de Ravensbrück, tras un intento previo fallido. Allí empezaría su entrenamiento.

Hasta entonces el gobierno del Führer no le había permitido acercarse lo suficiente. De hecho, su nueva tarea como administrativa en la Oficina de Trabajo del Tercer Reich no hizo las delicias de su familia; más bien, al contrario. Su padre estaba tan furioso con ella que la echó de casa tras aparecer vestida con el uniforme de las SS durante un permiso. La muchacha había experimentado una transformación significativa, la adhesión a la causa nazi merecía más respeto que su propia familia.

Ravensbrück, con capacidad para 20 000 prisioneras, se había convertido en su nuevo hogar y sus camaradas en su verdadero linaje. Fue allí donde además de ocuparse de la «administración» del centro se familiarizó con las arduas labores que se practicaban en el recinto. En aquel lugar formaban a todo el personal femenino de las SS, cerca de 3500 mujeres, que después pasaban a supervisar otros campos. De aquí salieron guardianas tan sádicas como Ilse Koch, Hidelgard Neumann, Dorothea Binz o María Mandel.

Tras este periodo de aprendizaje, en marzo de 1943 Irma Grese fue trasladada a Auschwitz y asignada al Konzentrationslager (KL) de Birkenau, donde en un primer momento realizó labores de control de provisiones, manejo de correo y de la Strassenbaukommando, el comando de la unidad de carreteras. Aún no había cumplido los veinte años y su carrera seguía en ascenso. En otoño de ese mismo año Grese fue nombrada SS Oberaufseherin (supervisora) con un sueldo de 54 marcos al mes, unos 28 euros.

LA BESTIA BELLA

Irma Grese era la segunda mujer de más alto rango en el campamento después de María Mandel, lo que suponía que estaba a cargo de unas 30 000 reclusas de origen judío, en su mayoría polacas y húngaras.

Las nuevas responsabilidades de la joven nazi incluían el control directo de las presas, así como la selección de las condenadas a la cámara de gas. Bien es cierto que durante su juicio y haciendo gala de un cinismo auténticamente brillante Irma siempre negó este hecho señalando que solo tuvo noticias de dichas ejecuciones en masa por boca de las propias reas.

«Los prisioneros tenían que formar de a cinco. Era mi deber que lo hicieran así. Entonces, venía el Dr. Mengele y hacía la selección»[7].

Pese a que inculpase a Mengele con el que supuestamente mantenía una estrecha relación sentimental, la realidad no era tal y como la pintaba. Durante el proceso de selección Irma Grese, el «Dr. Muerte» y la vigilante Margot Drechsler decidían quién vivía y quién no.

«Estas mujeres fueron incluso más crueles que Mengele… Las selecciones se hicieron de la siguiente manera: primero, las mujeres desnudas se refregaban delante de Mengele con los brazos en alto; y después delante de Greze y Drechsler. Mengele hizo las primeras selecciones, mientras las mujeres pudieron seleccionar también a la gente que Mengele dejó de seleccionar.

El Dr. Mengele nos seleccionaba a menudo, y como yo estaba bastante en forma me eligió entre las fuertes, pero Grese dijo que no le gustaba la manera cómo andaba, así que el Dr. Mengele me llamó de nuevo y me envió al búnker y cuando volví a pasar, una vez más me dio un bofetón»[8].

Los múltiples testimonios de las supervivientes se acumulaban para describir con todo lujo de detalles las barbaridades realizadas por la que decidieron llamar el Ángel de Auschwitz, la Bestia Bella o la perra de Belsen. Estos calificativos tan solo hacían acrecentar su mala fama en todo el campo. Su excesiva impiedad llevó a Irma Grese a ser acusada de asesinatos y torturas.

Por lo que aseguran los testigos, este ser «caído» del cielo se paseaba por los pabellones con su uniforme impecable, su pelo rubio milimétricamente colocado, unas pesadas y relucientes botas altas, un látigo y una pistola. Durante su recorrido la acompañaban sus perros, siempre hambrientos y furiosos, que Irma utilizaba a su gusto. Una de sus diversiones era lanzar a estas fieras contra las reclusas para que fueran devoradas. Otro de sus modus operandi consistía en asesinar a las internas pegándoles un tiro a sangre fría. Los abusos sexuales y las vejaciones a niños constituían prácticas habituales.

Irma no conocía ni tenía límites. Su extremada inmoralidad la llevó a dar feroces palizas con un látigo trenzado hasta provocar la muerte de las víctimas. En este sentido, la joven guardia de Auschwitz solía buscar mujeres judías de buena figura con la intención de destrozarles los pechos. Después, eran llevadas a una reclusa doctora para ser objeto de una dolorosa operación. Dicho episodio era contemplado por Irma Grese bajo una gran excitación. Una interna anónima declaró:

«Ella la golpeó en la cara con los puños y, cuando la mujer cayó al suelo, se sentó sobre ella. Su cara se volvió azul…».

Cualquier pretexto era suficiente para desencadenar el castigo y en la mayoría de las veces la muerte. Las cautivas eran tratadas como meros conejillos de indias, cualquier ensayo médico valía si con ello se conseguía impartir un sufrimiento extremo. Todo era lícito, sobre todo si era para uso y disfrute de la furibunda nazi. «Llegó a sacar los ojos a una niña al pillarle hablando con un conocido a través de la alambrada», aseguraba un superviviente de Técsö.

Actualmente se sigue sin saber con exactitud el número concreto de asesinatos que la Bestia podría haber infligido en el galpón C del campo de Birkenau de Auschwitz, se dice que el promedio diario era de treinta crímenes y la capacidad de su pabellón era de 30 000 reclusas.

Pese a la crueldad de estos hechos la administración de Auschwitz jamás interfirió en las actividades de Grese y dicha pasividad estuvo a la orden del día en las SS respecto a acciones similares. Uno de sus lemas decía: «Tolerancia significa debilidad» y nadie se podía permitir el lujo de que los prisioneros les vieran ningún punto de flaqueza. Bien es cierto que excepcionalmente y a modo de reprimenda, algunos de estos guardianes sufrieron el traslado a otros campamentos por sus malas acciones, pero también que dichas decisiones se basaban más en un utilitarismo económico que en criterios de humanidad.

Auschwitz-Birkenau no fue el único campo de concentración que padeció el encarnizamiento de Irma Grese. Durante un breve lapso de tiempo —de enero a marzo de 1945—, la joven regresó nuevamente al campamento de Ravensbrück para después ser enviada a Bergen-Belsen, cerca de Hannover, Alemania.

LOS TESTIMONIOS

Podríamos describir a Irma Grese como una auténtica depravada sexual, sanguinaria, fría, atroz y sin escrúpulo alguno, carente de empatía y de bondad. Estos rasgos unidos al poder que se le otorgó fueron un cóctel explosivo que se materializó en cientos de muertes semanales en los centros de concentración que supervisaba.

«La hermosa Irma Grese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres, mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegantemente ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.

El terror mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con mano segura escogía a sus víctimas, no solo de entre las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la atención de Irma Grese.

Durante las selecciones, el “ángel rubio de Belsen”, como más adelante pasó a llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo. Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que derramábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes parecían perlas!

Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315 mujeres seleccionadas. Ya las pobres desventuradas habían sido molidas a puntapiés y latigazos en el gran vestíbulo. Luego Irma Grese mandó a los guardianes de las S. S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo.

Antes de ser enviadas a la cámara de gas debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que vivir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?»[9].

Esta no fue la única historia vivida por una de sus reas. La rea rusa Luba Triszinska, por ejemplo, declaró que «cuando las mujeres caían, rendidas por el trabajo, Grese solía lanzarles los perros. Muchas no sobrevivían a estos ataques».

Gisella Pearl, médico de los prisioneros, observó lo siguiente:

«Grese gustaba de azotar con su fusta en los senos a jóvenes bien dotadas, con el objeto de que las heridas se infectaran. Cuando esto ocurría, yo tenía que ordenar la amputación del pecho, que se realizaba sin anestesia. Entonces ella se excitaba sexualmente con el sufrimiento de la mujer».

Isabella Leittner y Olga Lengyel informaron de que «Irma Grese tenía aventuras bisexuales y que en los últimos tiempos había mantenido romances homosexuales con algunas internadas, a las que después mandaba al crematorio».

Helene Klein explicó que «Grese “hacía deporte” con los internos, obligándolos a hacer flexiones durante horas. Si alguien paraba, Grese le golpeaba con una fusta de equitación que siempre llevaba consigo».

Gitla Dunkleman y Dora Szafran testimoniaron «haber visto a Grese pegando a los internos». Szafran además ratificó que Ilse «era una de las pocas mujeres de las SS a las que se le permitía llevar un arma de fuego. En el Barracón 9 del Campo A, dos chicas fueron seleccionadas para la cámara de gas; ellas saltaron a través de la ventana y cuando yacían en el suelo Grese las disparó dos veces».

Klara Lebowitz declaró que «Grese obligaba a los internos a permanecer en formación, durante horas, sosteniendo grandes piedras sobre sus cabezas»; y Gertrude Diament sostuvo que «Grese era también responsable de la selección para las cámaras de gas en Auschwitz». Ilona Stein corroboró que en otra ocasión una madre estaba hablando con su hija en otro barracón cuando Irma lo vio.

«Ella entró en cólera y antes de que la madre pudiera escapar fue golpeada y pateada duramente por ella».

Y añade:

«En la selección de una mujer húngara intentó escapar para reunirse con su hija. Grese se dio cuenta y ordenó a uno de los guardias de las SS que la disparasen. No escuché la orden, pero vi a Grese hablar con el guardia y él disparó enseguida».

Helene Kopper contó que, durante su estancia en el comando de castigo, «Grese había sido responsable de, al menos, 30 muertes diarias».

Edith Trieger, una judía eslovaca espetó que «en Agosto de 1944 vio a Grese disparar al pecho izquierdo de una judía húngara de treinta años» y «golpear y dar patadas a los presos que estaban tratando de escapar de la cámara de gas».

Otro de los aterradores testimonios sobre la sádica conducta de la Aufseherin Irma Grese nos lo proporciona de nuevo Olga Lengyel, quien presenció cómo la supervisora de Auschwitz le propinaba una paliza a una joven prisionera en sus aposentos:

«Grese se acercó al sofá, arrastrando a una mujer desnuda por el pelo. Cuando llegó al diván, se sentó, pero no soltó la cabellera de la mujer, sino que fue tirando cada vez más de la mata espesa de pelo, mientras descargaba una y otra vez, la fusta sobre las caderas de la mujer. La víctima se veía obligada a acercarse más y más. Finalmente se quedó de rodillas ante su verdugo.

—Komm hier —gritó Irma, dirigiéndose a un rincón de la habitación que caía fuera de mi visión. De nuevo repitió:

—Ven acá. ¿Vienes o no?

Y blandió el látigo una vez más, obligando brutalmente a ponerse de pie a la mujer».

Ya lo dijo en una ocasión, el eminente periodista y escritor austríaco Karl Kraus: «ya no estamos en el país de los poetas y de los pensado res, sino en el país de los jueces y de los verdugos». Irma Grese había pasado de ser una joven aparentemente dulce y afable, a comportarse y sentir —que es aún peor— como una martirizadora. No había nada más terrible que ver procesiones de pellejos andantes caminando hacia la muerte, como muñecos sin vida. La esclavitud y total sumisión a la que sometieron la guardiana y sus ayudantes a una población asustada por los acontecimientos convirtieron a Irma Grese en una de las figuras más perversas del Grossdeutsches Reich, del Gran Reich Alemán.

Aquellos habitáculos denominados centros de reeducación política acabaron siendo campos de exterminio y destrucción, donde la violencia física y psíquica eran sus principales armas.

LAS FIERAS DE BELSEN

Durante la madrugada de la rendición, del 14 al 15 de abril de 1945, el comandante Josef Kramer negocia la rendición con los británicos. Mientras tanto y con el recinto de Bergen-Belsen aún en manos alemanas, el personal de vigilancia dispara contra varios prisioneros que intentaban escapar. A primer hora de la mañana llegan los aliados y se encuentran con un personal teutón en hilera, pulcramente uniformado, impecable e implacable y entre ellos a una glacial Irma Grese de mirada arrogante.

Tras los portones del campo de concentración les esperaba el tifus, la disentería, la lepra, el hambre, la miseria, la locura y sobre todo muertos, miles de muertos. La desgracia humana campaba a sus anchas en aquel recinto.

Los barracones repletos de cadáveres sembraban el horror de un ejército británico que no podía hacer otra cosa que amontonar los cuerpos en unas gigantescas fosas construidas al efecto. Aunque la mayor parte del personal del campamento se había escapado el día anterior, 80 de los miembros del personal se mantuvieron en sus puestos con el fin de ayudar a los británicos. Los alemanes acataron sus órdenes sin pestañear.

Entre toda esa ola de espanto y consternación Irma Grese seguía impertérrita. Los ingleses impresionados por su porte decidieron trasladarla a un calabozo donde fue interrogada durante dos días. Su talante daba a entender que tenía un cargo importante.

El 17 de abril por la mañana fue fotografiada aún en las instalaciones de Belsen junto a Kramer vistiendo sus pesadas botas altas. Su aspecto, aunque bastante desmejorado, aún irradiaba cierta altivez. Dichas improntas, que cruzaron el mundo a través de la prensa internacional, ocuparon las primeras páginas de todos los periódicos, siempre con el mismo titular: Las Fieras de Belsen.

De acuerdo a lo expuesto por Eberhard Kolb, el presidente del Consejo Académico Asesor para la Ampliación y Reconstrucción de la Memoria de Bergen-Belsen, de los 80 miembros de las SS que quedaron en el campo de concentración, veinte de ellos murieron después de que los ingleses tomaran el control. Kolb aseguró que la mayoría de ellos murieron de tifus, pero que otros lo hicieron por envenenamiento al comer alimentos en malas condiciones proporcionados por los británicos. Estos negaron tales acusaciones.

Con la caída del gobierno alemán, Irma Grese fue arrestada por los ingleses y juzgada en septiembre de 1945, junto con el comandante de Bergen-Belsen, Josef Kramer y otros cuarenta oficiales. Estaban acusados de cometer crímenes de guerra y tenían varios cargos de asesinato y malos tratos a los prisioneros de los campos de concentración de Bergen-Belsen y Auschwitz. Casi todos eran hombres e Irma fue una de las pocas mujeres enjuiciadas y condenadas por actos contra la humanidad.

JUICIO POLÉMICO

El 17 de septiembre de 1945 comienza en Lüneburg (Alemania) el juicio contra Grese y los otros 44 acusados. El proceso se caracterizó por imputar a los condenados por dos importantes cargos. El primero, donde todos —incluida Irma Grese— y excepto Starotska, fueron acusados de cometer un crimen de guerra. Así lo hace saber la corte presidida por el general de División Berney-Ficklin, alegando que según la Regla 4 del «Reglamento para el enjuiciamiento de criminales de guerra»:

«En Bergen-Belsen, Alemania, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945, a pesar de ser el personal del campo de concentración de Bergen Belsen responsable del bienestar de las personas recluidas allí, en violación de la ley y de los acuerdos de guerra, cooperaron en el maltrato de dichas personas, causando la muerte de Keith Meyer (británico), Anna Kis, Sara Kohn (ambos de nacionalidad húngara), Heimech Glinovjechy y María Konatkevic (ambos de nacionalidad polaca) y Marcel Freson de Mon-tigny (de nacionalidad francesa), Maurice Van Eijnsbergen (de nacionalidad alemana), Maurice Van Mevlenaar (de nacionalidad belga), Jan Markowski and Georgej Ferenz (ambos de nacionalidad polaca), Salvatore Verdura (de nacionalidad italiana), y Therese Klee (una ciudadana británica de Honduras), nacionales de los Países Aliados, y otros nacionales de los Países Aliados cuyos nombres son desconocidos, y causando sufrimiento físico a otras personas presas allí, nacionales de los Países Aliados y en particular a Harold Osmund le Druillenec (de nacionalidad británica), Benec Zuchermann, una interna llamada Korperova, una interna llamada Hoffmann, Luba Rormann, Isa Frydmann (todas de nacionalidad polaca) y Alexandra Siwidowa, de nacionalidad rusa y de otros Países Aliados cuyos nombres son desconocidos».

Y el segundo, donde los detenidos —Kramer, Grese, Bormann, Lothe y otros ocho más— eran acusados de cometer crimen de guerra en:

«Auschwitz, Polonia, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945, a pesar de ser el personal del campo de concentración de Auschwitz responsable del bienestar de las personas recluidas allí, en violación de la ley y de los acuerdos de guerra, cooperaron en el maltrato de dichas personas, causando la muerte de Rachella Silberstein (de nacionalidad polaca), nacionales de los Países Aliados, y otros nacionales de los Países Aliados, cuyos nombres son desconocidos, y causando sufrimiento físico a otras personas presas allí, nacionales de los Países Aliados y en particular a Ewa Gryka and Hanka Rosenwayg (ambas de nacionalidad polaca) y de otros Países Aliados cuyos nombres son desconocidos».

Desde un primer momento la Aufseherin se convierte en la estrella indiscutible del proceso judicial. Cada día los niños corean su nombre al llegar al litigio, mientras ella sonríe de forma coqueta. La prensa sigue con entusiasmo la vista y centra toda su atención en la más joven de los acusados.

Pero una vez que la guardiana entra en la sala, su proceder cambia por completo. Esta oscila entre la indiferencia y el desprecio. Se muestra ausente y distraída a lo largo de todo el proceso, como si supiera exactamente a donde iba a conducir todo aquello. Garabatea dibujos en una libreta, se desentiende de los testimonios en su contra y sus declaraciones —que veremos con más amplitud un poco más adelante— son de una sobriedad extrema plagadas de «No», «No sé» y «Nunca vi nada de eso». Su carácter se seguía mostrando impasible. Aquella «Bestia Bella» se había convertido en una criminal despiadada, cuyos finos rasgos de sus inicios se habían desvirtuado debido al salvajismo de sus acciones. Es curioso comparar algunas de sus más famosas improntas.

Asimismo, el Tribunal hace especial atención a los cargos que se le imputan:

«La acusada n.º 9, Irma Ilse Ida Grese fue Aufseherin en diferentes comandos de trabajo y, temporalmente, Aufseherin de un comando femenino de castigo en Auschwitz. Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen continuó con el mismo comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra seres humanos indefensos».

Extracto del juicio de Belsen.

The Belsen Trial, Volumen II.

Si bien la mayoría de los supervivientes de Belsen testificaron contra ella, la rea siempre se declaró inocente de los cargos específicos presentados. Si recopilamos los testimonios más impactantes, nos encontramos con testigos que hablaron de los golpes y los disparos arbitrarios hacia los presos, del ataque feroz de sus perros bien entrenados y hambrientos contra los detenidos, también de la selección de reclusos para las cámaras de gas y del placer sexual que sentía durante estos actos de inhumanidad. Su sadismo era exagerado. Los testigos además la acusaron de haber utilizado métodos físicos y emocionales para torturar a internos del campo y de disfrutar matando a sangre fría con un tiro en la cabeza.

En este sentido hay que mencionar también que tras la detención de la supervisora nazi se procedió al registro de su vivienda. Allí se topó con el horror a modo de trofeos. Las pantallas de varias lámparas estaban hechas de piel humana. Ella misma se había encargado de despellejar y eliminar con sus propias manos a tres presos judíos.

Algunos de los mantras nacionalsocialistas escritos por sus superiores calaron hondo en un personal ávido de sangre y honor. Uno de ellos lo resumió en su diario el ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels, cuando escuchó un discurso del Führer sobre la cuestión judía:

«No sentimos compasión por los judíos, la única compasión es hacia el pueblo alemán. Si el pueblo alemán ha vuelto a sacrificar dieciséis mil muertos en la campaña del este, los instigadores de este sangriento conflicto tendrán que pagar con su vida»[10].

Entretanto los medios de comunicación habían hallado en Irma Grese una mina de oro. La palabra sexo vendía y cada uno de sus movimientos eran revisados diariamente con lupa. Revistas como Life o Time publicaban el juicio y fotografiaban cada uno de los movimientos de la acusada número 9. Parecía que Grese finalmente sería una especie de icono, pero no del cine precisamente.

La hermana de El Ángel de Auschwitz declara durante el juicio

Entre la multitud de testigos que pasaron por el Tribunal Militar británico para certificar que los acusados practicaban tareas delictivas y criminales, se personó una de las hermanas de Irma Grese, Helena, quien aseguró:

«Desde el momento en que entró en el campo de concentración la vi dos veces. En 1943 llegó a casa de permiso, y lo único que nos dijo acerca de su trabajo fue que su tarea consistía en supervisar los presos para que no se escaparan».

Y añadió:

«La vi cuando salió de Auschwitz en 1945, y ella me dijo que había estado trabajando durante un tiempo considerable en una especie de oficina de correos, recepción y distribución de correo, y que algunas veces había ejercido funciones de guardiana. Le preguntamos: ¿Qué hacen los prisioneros para conseguir comida y por qué han sido enviados a un campo de concentración? Y ella respondió que no le permitían hablar con los prisioneros y que no sabía qué clase de comida ellos obtenían».

Irma Grese y su réplica

A pesar de la insensibilidad y el desdén mostrado, la SS Oberaufseherin rompía su desgana con chispazos ocasionales de afilada soberbia diciendo cosas como: «Yo soy incapaz de hacer planes. Nunca hice ningún plan para matar prisioneros»; «Yo debería saber mejor que usted si tenía o no tenía un perro. ¿No le parece?»; «Jamás disparé a ningún prisionero» o «Me gustaría que dejara usted de repetir la palabra “regularmente”».

Su palpable sequedad era doliente a oídos ajenos que escuchaban cómo la acusada n.º 9 se defendía de sus cargos afirmando: «Himmler es responsable de todo lo que ha ocurrido, pero supongo que tengo la culpa tanto como los demás por encima de mí».

Era imposible que durante la vista nadie se llevara las manos a la cabeza con tales aseveraciones, sobre todo cuando intentaba tergiversar una realidad palpable y testimoniada detalladamente: «Las revistas extraordinarias y el ejercicio físico son formas de castigo habituales en el ejército alemán», respondía Grese al ser preguntada por el trato que recibían los presos en los campos de concentración donde ella era la segunda de abordo.

Tampoco tuvo desperdicio alguno el interrogatorio que su abogado defensor, el Mayor Cranfield, hizo a la guardiana de Auschwitz durante el juicio de Bergen-Belsen:

P: ¿Llevó usted un bastón en Auschwitz?

R: Sí, un bastón normal y corriente.

P: ¿Llevó usted un látigo en Auschwitz?

R: Sí, hecho de celofán en la fábrica de tejas del campo. Era muy ligero, pero si golpeé a alguien con él, le dolería. Después de ocho días el Comandante Kramer prohibió los látigos, sin embargo seguimos usándolos. Yo nunca llevé una porra de goma.

P: ¿De dónde vino la orden de lo que llamamos «las marchas de selección»?

R: Eso vino por teléfono de la Rapport-Führerin o de la Oberaufseherin Dreschel.

P: Cuando llegó la orden, ¿le explicaron para qué eran las «marchas de selección»?

R: No.

P: ¿Qué tenían que hacer los prisioneros cuando sonaba el silbato?

R: Formar grupos de cinco, y mi tarea era verificar que lo hacían. Después llegaba el doctor Mengele para hacer la selección. Como era responsable del campo, mis responsabilidades eran saber cuánta gente iban a marcharse y tenía que contarlas, y apuntarlo en un libro de «fortaleza».

Después de la selección eran enviados al campo «B». Dreschel me llamó y me contó que había ido a otro campo en Alemania por motivos de trabajo o para un tratamiento especial, lo que yo pensaba que era la cámara de gas.

Después anoté en mi libro de «fortaleza» tantos para enviar a otros campos en alemania, o tantos para S. B. (Sonderbehandlung). Era muy conocido en todo el campo que S. B. significaba la cámara de gas.

P: ¿Sus oficiales superiores le contaron algo sobre la cámara de gas?

R: No, me lo contaron los presos.

P: La han acusado de escoger presos en estas marchas de selección y enviarlos a la cámara de gas. ¿Usted ha hecho tal cosa?

R: No, yo sabía que los prisioneros eran gaseados.

P: ¿No era muy simple saber que esta selección era para la cámara de gas, porque solo los judíos fueron seleccionados?

R: Personalmente yo solo tenía judíos en el Campo C.

P: ¿Entonces todos tendrían que presentarse a la selección para la cámara de gas, no?

R: Sí.

P: Como se le dijo que tenía que esperar a los médicos, entonces, ¿usted sabía perfectamente lo que era?

R: No.

P: Cuando esta gente estaba desfilando frente a usted, ¿no es el caso que muchas veces estaban desnudos y les inspeccionaban como ganado para adivinar si servían para trabajar o para morir? ¿Es eso cierto?

R: No como ganado.

P: Usted estaba ahí para mantener el orden, ¿no? Entonces si alguien intentaba escapar, ¿usted le traía de vuelta y le daba una paliza?

R: Sí.

Las respuestas del Ángel Rubio cargadas de total ambigüedad exasperaron a la sala y más aún al Tribunal. Fue entonces cuando tocó el turno de preguntas del Coronel Backhouse, representante de la Fiscalía. Sus cuestiones trataron de dilucidar ante todo los acontecimientos acaecidos tras los muros de los campos de concentración supervisados por Grese. Sin embargo, sus contestaciones eran monosilábicas y petulantes. Negó que le gustase llevar siempre consigo una pistola y un látigo, pero dio detalles acerca de este último: «era transparente como vidrio blanco». «¿El tipo de látigo que se usaría para un caballo?», preguntó Backhouse. «Sí», respondió tajante la guardiana nazi.

Siguiendo con el cuestionario, habría que resaltar que Irma Grese no titubeó ni un ápice cuando afirmó que a pesar de no tener órdenes directas de sus superiores para golpear a los prisioneros, ella lo hizo contraviniendo los reglamentos.

Conclusiones de su abogado el mayor Cranfield

En su último alegato el letrado Cranfield quiso dar la vuelta a la tortilla basándose en determinadas incoherencias que cometían los supervivientes ante el Tribunal y su torturadora al recordar las más terribles de sus vivencias. Apoyándose en el miedo de las víctimas dijo lo siguiente:

«La evidencia de Diament contra Grese en relación con las responsabilidades de esta última para seleccionar víctimas para la cámara de gas, fue imprecisa. Con respecto a la alegación de Lobowitz contra Grese, el Tribunal preguntó si, a pesar de que la acusada era consciente, ¿no fue un absoluto sin sentido sugerir que las revistas duraban de seis a ocho horas cada día? Él también puso en duda la credibilidad del testimonio de Neiger.

Aparte de la cuestión de la validez de las pruebas de Trieger, la Corte mostró que la víctima del supuesto disparo de Grese era de nacionalidad húngara y no de los Países Aliados.

En contra de la alegación de Triszinska sobre el perro de Grese, el Tribunal escuchó a la acusada negar que ella hubiera tenido un perro, y que eso podía verificarse por los demás acusados y por otros testigos de Auschwitz.

En referencia a la historia de Kopper sobre el Kommando de castigo, el letrado se refiere a la evidencia de que Grese solo estuvo a cargo del Kommando de castigo durante dos días, y en el cargo de Strassenbaukommando, que fue un tipo de Kommando de castigo, durante dos semanas. La alegación de Kopper en su declaración jurada fue que ella estuvo a cargo del Kommando de castigo en Auschwitz desde 1942 a 1944, pero en el estrado dijo que la acusada estuvo a cargo de la compañía de castigo trabajando fuera del campo unos siete meses. En el estrado ella no pudo conciliar estas dos declaraciones. ¿Era probable que Grese estuviese a cargo, la única supervisora, de un Kommando de 800 personas, con un hombre de las SS, Herschel, para ayudarla? Si treinta prisioneros fueron asesinados cada día, ¿no tendría que haber alguna corroboración de esta historia?

Once testigos habían reconocido a Grese en la Corte. De estos once, cinco no hicieron ninguna alegación de ninguna clase contra ella. Ese hecho puso en duda la evidencia de estos testigos que dijeron que era una infame y feroz salvaje, la peor mujer de las SS».

A pesar de que el Mayor Cranfield hizo un «buen trabajo» a la hora de defender a Grese poniendo en tela de juicio todos los testimonios, hechos y testigos, y captando multitud de contradicciones durante el mismo, eso no libró a la Aufseherin de ser condenada a la horca.

No obstante, hay que añadir que durante el proceso el abogado quiso recordar a la Corte que la madre de Grese había muerto cuando ella tenía 14 años, que con 16 se marchó de casa y que a la edad de 18, fue reclutada para servir en un campo de concentración. Según Cranfield, Irma era tan solo «una niña maleducada con diecinueve años cuando llegó a la terrible atmósfera de Auschwitz».

SENTENCIA Y MUERTE

En el 54.º día del juicio Irma Grese fue declarada culpable de los siguientes cargos: haber cometido por un lado, crimen de guerra en el campo de concentración de Bergen-Belsen, Alemania, entre el 1 de octubre de 1942 y 30 de abril de 1945; y por otro, el mismo delito en el de Auschwitz, Polonia, entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. Según el Tribunal, aun siendo responsable del bienestar de los prisioneros allí, en ambos lugares violó las leyes y costumbres en tiempos de guerra y formó parte de maltratos de algunas personas causándoles incluso la muerte.

Tras el juicio, ocho hombres y tres mujeres fueron condenados a muerte y 19 a diversas penas de prisión. El presidente de la Corte pronunció su dictamen sobre la acusada de la siguiente manera:

«N.º 6 Bormann, 7 Volkenrath, 9 Grese… La sentencia de este tribunal es que sufran la muerte por la horca».

Si la guardiana no había mostrado ningún tipo de emoción o interés durante el juicio salvo para exhibir su prepotencia ante los presentes, tampoco lo iba a hacer tras escuchar el veredicto. Y así fue. Cuando le comunicaron su condena y se lo tradujeron al alemán, «Tode durch den Strang», literalmente, «la muerte por la cuerda», ella mostró una total indiferencia. El Ángel de Auschwitz había destapado a la temida bella «bestia» convirtiéndose a su vez en la alemana más popular de los Estados Unidos.

Tras el proceso los prisioneros fueron llevados a la prisión de Lüneburg donde pasarían sus últimos días antes de su ajusticiamiento. En cambio, Grese y ocho de los otros condenados hicieron un llamamiento al mariscal de campo Montgomery para pedir clemencia. Justo lo que jamás tuvieron con sus víctimas: indulgencia alguna. Mas no tuvieron éxito alguno, ya que todas las súplicas se habían rechazado con anterioridad. El tribunal se había curado en salud para evitar la polémica entre la opinión pública. Lícitamente lo anunció el sábado 8 de diciembre, cuando ordenó que trasladasen a los once condenados de la prisión de Lüneburg a la de Hamelín (Westfalia) para su posterior condena a muerte.

Precisamente para esta circunstancia los ingenieros reales del Ejército Británico construyeron una cámara de ejecución en uno de los extremos del corredor de la cárcel, donde a su vez, permanecían los condenados en una fila de pequeñas celdas. Según aparece en la biografía de Albert Pierrepoint —el verdugo de la Aufseherin y de otros muchos procesados—, se decidió que fuese Irma Grese, la más joven de todos, la primera en ser ejecutada debido a que los presos podían escuchar el sonido de la trampilla cuando un reo moría en la horca. Si la ajusticiaban primero, la librarían de cualquier clase de trauma. Luego le siguieron Elisabeth Volkenrath y por último Juana Bormann. Los ocho hombres fueron colgados en parejas para ahorrar tiempo.

Una de las paradojas de dichas ejecuciones es que en el comunicado de prensa enviado a posteriori se dijo que en realidad la exfuncionaria fue la segunda en morir después de Volkenrath. La prensa nunca entendió el por qué de esta contradicción. Al fin y al cabo, se sabía de antemano que algunos funcionarios de prisiones podrían ser entrevistados y, como veremos, Pierrepoint tenía detalles escabrosos que comentar.

El verdugo de Grese

Albert Pierrepoint, el que fuera ejecutor de la célebre Perra de Belsen y de tantos otros, era un verdugo profesional con gran experiencia que fue trasladado en avión desde Gran Bretaña a Alemania, para dar muerte a los once convictos.

La faena del verdugo consistió en lo siguiente: el 12 de diciembre de 1945 se procedió a pesar y medir a los reos. Gracias a este sistema se podía calcular el ajuste exacto que tenía que tener la horca para cada uno de ellos y de este modo soslayar fallos durante el ajusticiamiento.

A la mañana siguiente, Pierrepoint subió las escaleras hacia el corredor donde residían los condenados. Su primera ejecución: Irma Grese.

Un oficial alemán escoltaba la puerta de la celda. El Brigada Paton-Walsh miraba su reloj de pulsera para contabilizar el tiempo. El verdugo, que caminaba impacientemente a través del pasillo, dijo al llegar:

«“Irma Grese…”. (…) Una puerta se abrió, pero la entrada era demasiado baja para mí. “Sígame”, dije en inglés, y O’Neil repitió la orden en alemán. Ella salió de su celda y se dirigió hacia nosotros sonriendo. Era una chica guapa, alguien con quien a uno le gustaría quedar para dar un paseo. Respondió a todas las preguntas de O’Neil, pero, cuando le preguntó su edad, ella hizo una pausa y sonrió. De repente, nos encontramos sonriendo con ella, mientras caíamos en la cuenta de lo inconveniente que resultaba siempre preguntar a una mujer joven acerca de su edad. Inmediatamente dijo: “Veintiuno”, dato que sabíamos no era correcto (acababa de cumplir 22)»[11].

A las 9:34 de la mañana Irma Grese se dirigió a la sala de ejecuciones en compañía de su verdugo. Al entrar, contempló durante unos instantes a los funcionarios que allí se encontraban y después subió los escalones hasta la trampilla tan rápido como pudo.

«Se situó justo en el centro de la plataforma, sobre la marca de tiza. Se quedó allí, muy firme. Cuando iba a colocarle el capuchón blanco, repitió, con voz lánguida: Schnell!! (rápido)»[12].

Veinte minutos más tarde su cuerpo fue descolgado, puesto en una caja y conducido al cementerio de la prisión de Hamelín. El cálculo previo que hizo Pierrepoint para ajustar la horca de Grese fue de siete pies y cuatro pulgadas. Un golpe certero. A ella le siguieron la plana mayor del juicio de Belsen: Volkenrath, Bormann, el doctor Klein y el comandante Kramer. Era el 13 de diciembre de 1945.

Ahora bien, estudios recientes han revelado que algunos de estos prisioneros recibieron previamente inyecciones de pericárdico de cloroformo para detener su corazón. De esta forma obviaban la necesidad de mantenerlos colgados durante una hora para cerciorar su muerte, práctica muy habitual en Inglaterra por aquel entonces. A día de hoy sigue sin saberse a ciencia cierta si a Grese se le administró tal medicación. A juzgar por el procedimiento posterior a su muerte existen bastantes posibilidades. Algo que resulta llamativo es que unas pocas horas antes de que Irma Grese muriese en la horca, esta no quiso renegar de la ideología ultraderechista. Aunque intuía que estaba cerca del final, jamás repudió sus convicciones favorables al nacionalsocialismo, pero tampoco llegó a entonar los cantos marciales de las SS en la víspera de su ejecución. Nunca reconoció su culpa por los delitos que se le imputaban y, como hemos visto, se declaró inocente una y otra vez. Tampoco se pudo determinar la incumbencia de Grese en un número concreto de homicidios.

Para evitar que los alemanes la convirtieran en mártir, el Presidente del Tribunal que la condenó, ordenó que fuera enterrada no en el cementerio de la prisión de Hamelín, sino en el patio. Finalmente, fue en el año 1954 cuando sus restos fueron trasladados y se le dio sepultura en el cementerio de Am Wehl. Otra versión al respecto sitúa dicho acontecimiento en un río. Es decir, al parecer después de su ejecución, su cuerpo fue mutilado e incinerado para después arrojar las cenizas a un afluente de desagüe.