10

Con mucha calma, frase tras frase, con pausas, caminando a paso lento, iba diciendo Eugéne Monti:

—Piénsalo bien. A tu mujer acabo de verla. Soy amigo de Christian, pero mi deber es decirte que si quisieras…

Avanzaban por una catedral de oscuridad y silencio donde las columnas eran cocoteros. Sus pasos no hacían el menor ruido en la hierba y a veces rozaban, sin verlas, a formas humanas inmóviles, adivinaban un soplo de vida como se adivina la sombra de una vieja junto a un confesonario.

—No quiero decir que siga amándote, pero se quedaría contigo antes que…

¡Antes que ver matarse a Dupuche, por ejemplo! ¡Y hasta por menos, era cierto! Le bastaría con exigir, con recordarle que era su marido.

—Creo que en este caso, para evitarse complicaciones, Tsé-Tsé os ayudaría a ambos a regresar a Europa.

Se hallaban tan sólo a unos metros del mar y ni siquiera lo oían.

—¿Qué decides?

—Que se case con Christian —articuló Dupuche.

Empezaba a entrever la verdad, o lo que creía la verdad. Les daba miedo. Temían un escándalo. Le enviaban a Monti para tantearlo. Los demás esperaban en el hotel de Jef para saber qué haría.

—Y tú, ¿vas a seguir?

—¿Voy a seguir con qué?

—¡Con la chicha! Hombre, voy a contarte una historia que tal vez te impida ir demasiado lejos y que te mostrará que los Colombani no son lo que piensas… Ya has visto a Monsieur Philippe. Cuando aún tenía una posición y fortuna, fue a Europa como hacía todos los años y conoció a una mujer joven con la que se casó. La trajo aquí. Se construyó la villa más suntuosa del barrio de la Exposición. —Dupuche escuchaba, receloso—. Su mujer murió de tifus a los seis meses y, desde aquel día, Monsieur Philippe quedó perdido, pues se consideró el causante de la muerte de su esposa. En vano le dijeron que en Europa hubiera podido coger el tifus igualmente. Se entregó a la chicha. Abandonó su plaza en la French Line e invirtió su dinero con tan poco juicio, que al cabo de tres años no le quedó nada. ¡Pues bien! Tsé-Tsé lo recogió únicamente porque en otro tiempo le hizo un pequeño favor. Le dio el título de gerente del hotel, para no herir su susceptibilidad. Hasta finge no ver que Monsieur Philippe bebe chicha.

No podía saber que Dupuche ostentaba una sonrisa tenue. Pues, ahora, sentía afinidades con aquel Monsieur Philippe, a quien primero había detestado. Lo entendía. Sabía por qué tenía siempre aquel aire lejano, por qué, con el pretexto de la siesta, pasaba la mayor parte del día en su habitación.

Y, más que nada, porque era indiferente a todo. ¡Vivía en sí mismo! No necesitaba a nadie y, cuando tendía una mano tan floja, era porque desdeñaba penetrar en la vida de todo el mundo.

¡Acaso despreciaba a Tsé-Tsé! No era imposible. Lo mismo que, al instante, Dupuche hubiera sido capaz de dejar a Eugéne sin decirle siquiera adiós.

¿Qué les pasaba a todos ellos con tanto querer de mostrar su compasión a toda costa? ¿Había vuelto Germaine descompuesta, como decía Monti? ¡La verdad es que no había motivo!

—Si estás empeñado en vivir con Véronique, acepta al menos el traslado a otro lugar: Argentina, por ejemplo, o Brasil, o México.

—Y Tsé-Tsé pagará —añadió Dupuche con una voz tan neutra que Monti se sonrojó.

¿Cuántos cooperaban en la felicidad de Christian? ¡Cinco! ¡Diez! ¡Toda la tribu! Toda una tribu alarmada, cuando Dupuche no se metía con la tranquilidad de nadie.

—Me voy a dormir —anunció.

Y se alejó sin estrecharle la mano a Eugéne, cuyo traje blanco siguió viendo en la oscuridad de los cocoteros.

¿Por qué no se daban más prisa? Al cabo de tres meses aún no le habían hecho firmar ninguno de los papeles necesarios para el divorcio. Cada tarde, al volver, le preguntaba a Véronique:

—¿Ha venido alguien?

Alguien era toda la banda, todo lo que gravitaba en torno a la futura pareja. ¡No iban! No se acercaban siquiera por Colón, donde Dupuche veía alguna que otra vez a Jef, el cual adquiría un aire despreciativo, o a alguno de los chulos que ya no le daban los buenos días. Sólo Lilian, de lejos, le dirigía un breve saludo con la cabeza.

Bruscamente, un día en que trabajaba en la descarga de un barco de la Grace Line, se sintió tan débil que apenas le dio tiempo a llamar a un compañero, y hubo que llevarlo a la sombra, donde le entraron vómitos y cólicos.

De la enfermería lo trasladaron al puesto de socorro del puerto y al día siguiente lo llevaron al gran hospital de Panamá.

Había doctores y enfermeras a su alrededor. Estaba semiconsciente y diez veces preguntó si habían avisado a Véronique, sin pensar en dar sus señas.

Su caso debía de ser muy grave, pues todos eran muy amables con él y ya andaban de puntillas.

¿El tifus, como la mujer de Monsieur Philippe? Más bien un accidente del hígado, cólicos hepáticos quizá, pues le administraban dosis masivas de adrenalina.

Dormía casi todo el tiempo. Sentía un gran cansancio. Cuando estaba despierto, miraba las finas líneas de luz que recortaban las persianas y acababan por formar en su retina unos dibujos divertidos, parecidos a personajes.

Un día vio a su cabecera a los dos hermanos Monti. Trajeron una cesta de frutos europeos, pero le estaba prohibido comerlos.

—¿Qué hay, pobre amigo?

Se encontraba tan turbado, tan inseguro, que confundía a Eugéne con Fernand.

Al día siguiente, a quien vio, junto a Eugéne, fue a Germaine con su pañuelo hecho un ovillo en la mano. Estuvo mucho rato sentada junto a la cama y mirándolo.

—¿Sufres mucho, Jo?

Negó con la cabeza y era verdad. Apenas sufría, quizá porque le ponían dos inyecciones diarias. Tenía siempre el mismo cansancio, y aquellas ganas de dormir y aquellos sueños informes.

Quizá se equivocaba, pero creyó reconocer una vez a Christian con Germaine y cada mañana había flores frescas en la mesilla de noche. En realidad no tuvo verdadera conciencia de todas aquellas cosas hasta mucho más adelante, cuando una mañana lo ayudaron a incorporarse y le tendieron un espejo en el que se vio esquelético, con las mejillas pobladas por una barba pelirroja.

—¿He estado muy enfermo?

La enfermera era una norteamericana de origen noruego, de cabello rubio plateado.

—Creíamos que no íbamos a salvarle —confesó.

Entonces vio las flores, los frutos.

—¿Ha sido mi mujer quien ha traído todo eso?

—Han sido sus amigos, sí, y esa señora joven que es tan bonita y tan distinguida. Durante veinticuatro horas estuvo usted en la sala general. Fue esa señora quien hizo lo necesario para que le diesen una habitación individual…

—¡Ah! ¿Sí?

Tenía la boca pegajosa y hubiera querido pedir un vaso de chicha. Ya se le endurecía la mirada.

—¿No ha venido nadie más a verme?

La enfermera hablaba mientras ordenaba frascos y paños.

—Una negrita pequeña se pasa los días fuera, en la verja, pero está prohibido dejar entrar a gente de color. Tienen su sección aparte. ¿Qué está haciendo?

Y él, muy serio, con esfuerzos desesperados para levantarse:

—¡Me quiero ir!

Cayó al suelo y la enfermera llamó a una compañera para que la ayudara a subirlo a la cama.

—¿Se portará bien ahora?

¡Ni soñarlo! ¡Se había acabado! La miraba ya como a una enemiga; la espiaba como para aprovechar el menor descuido.

—Quiero que quiten las flores. —Obedeció—. Quiero volver a la sala general. ¿Oye?

¡Ya no hubiera hecho falta divorcio, sencillamente!

¡Le ahogaba la emoción! Vio que se acercaba la enfermera y debió de desmayarse.

—¿Has traído los papeles?

Estaba lúcido, incorporado en su cama y habían consentido en afeitarle la barba.

—¿Qué papeles? —balbució Germaine, que tomaba a Monti por testigo de su inocencia.

—Para el divorcio… Como no palmaré esta vez…

—¡No hables así, Jo!

—¿Y si yo quiero firmar los papeles?

—Todavía tienes fiebre. Descansa.

—También quiero que dejen pasar a Véronique.

—Yo fui la primera en pedirlo, pero por lo visto no es posible. Ni Tsé-Tsé mismo ha podido lograrlo.

¡Vaya! ¡Vaya! Así que la banda entera se había ocupado de él, había rivalizado en caridad y, naturalmente, les debía gratitud eterna.

—Voy a dormir.

Así, se veían obligados a dejarlo tranquilo. Sólo quedaba la noruega, haciendo como que trabajaba, pero en realidad estaba allí para vigilarlo, pues lo consideraban desquiciado.

—¿Se lo ha dicho?

—Sí.

Se trataba de comunicar a Véronique que estaba mejor y que dentro de dos días saldría del hospital.

—¿Ha precisado bien dos días?

—Pues claro.

Adivinaba que mentía, pues querían tenerlo más tiempo. Hasta le trajeron un nuevo médico que le hizo todo tipo de preguntas y estuvo examinándolo una hora.

—¿Qué más me ha encontrado éste?

—Nada. Está usted mejor.

—¿Y saldré dentro de dos días?

Entonces su mente se puso a funcionar y creyó entender por qué eran tan amables con él. ¿No se imaginarían que estaba loco?

—Su esposa está en el pasillo. Prométame que la recibirá bien.

—No tengo nada que decirle.

—La hará llorar otra vez.

—¿Por qué? ¿Ha llorado ya?

—Casi en cada visita. ¿Quiere que le diga una cosa? Es usted un hombre malo.

—Hágala pasar.

Y cuando estuvo allí:

—Oye, Germaine, estoy de acuerdo en que vengas otra vez, pero con los papeles.

¡Estaba harto! ¡Al final tenía la sensación de estar preso! Tsé-Tsé pagaba, estaba claro, pues era él quien debía de pagar su habitación. Pero era un truco para que no tuviera nada que decir.

—¡Oye, Jo! Si quieres, dentro de tres semanas, regresaremos a Francia los dos… El cambio de clima te sentará bien.

—¡No!

—Me ha escrito tu madre. Está preocupada por no recibir noticias tuyas…

Se volvió del otro lado, de modo que Germaine no tuvo más remedio que irse.

—¡Escuche, Mademoiselle Elsa, si no me deja salir dentro de dos días, lo destrozaré todo!

Fueron precisos ocho. El propio director fue a verle y se encogió de hombros. Le entregaron su ropa de trabajo, su gran sombrero de paja y sus gafas de cristales ahumados.

Cuando traspuso la verja, vio el coche de los Monti aparcado un poco más lejos, con Eugéne al volante, pero al mismo tiempo recibía a Véronique en sus brazos, y detrás de ella estaban la gorda mamá Cosmos y hasta papá Cosmos, que lloraba.

Los besó adrede, pues sabía que estaban observándolo por las ventanas del hospital.

Pasó la noche en casa de los Cosmos, junto a Véronique, que ya estaba muy gruesa. Luego salió por la mañana con ella y tomó el tren para Colón, después de escribirle a Germaine que deseaba que las formalidades del divorcio se hicieran cuanto antes posible.

A los tres días, recibió la visita de un hombre de leyes que trajo una cartera amarilla atiborrada de papeles.

Estaba tan flojo que llegó al puerto con mucha dificultad y no insistió cuando le manifestaron:

—No puede trabajar en el estado en que se halla. Descanse primero.

Fue a visitarlo un judío bajito y le aconsejó que se lanzara a los seguros, pues le repitió el mal en pleno trabajo. Durante quince días corrió por todas partes, siguiendo al judío: esperó en la antesala, fue recibido con frialdad, a veces con un desprecio ostensible, y no obtuvo más que una limosna de cincuenta dólares que hubo de compartir con el hombre de negocios.

Marco fue detenido por despachar chicha y ahora había que ir a beberla al corazón del barrio negro, en un sótano donde reinaba un olor a cloaca.

Dupuche recibió más papeles relativos al divorcio y un mes más tarde supo que éste había sido pronunciado en contra de él.

Le quedaban dos dólares. Véronique paseaba cómicamente una barriguita hinchada que parecía proyectar delante de su cuerpo de chiquilla. Ya no se cuidaba de la habitación y siempre había platos sucios y vasos pegajosos encima de la mesa.

En cuanto a él, como tenía los zapatos rotos, empezó a llevar alpargatas, se las había comprado en Francia para la travesía, pensando que se llevaban a bordo.

Una tarde en que pasaba junto al hotel de Jef, éste corrió tras Dupuche y lo asustó por un momento: se preguntaba qué quería de él el coloso.

—¡Párate, joder!

Se le plantó delante, despreciativo, señaló la camisa sin cuello postizo.

—Estás en las últimas, ¿eh?

Dupuche no contestó.

—Lo que voy a hacer no es por ti, sino por todos nosotros, los franceses… Hay una plaza vacante en el Ayuntamiento. ¿La quieres?

—¿Una plaza de qué?

—¡De lo que sea! La aceptarás de todos modos, ¿entiendes? Tú te lo has buscado. Al principio te ayudábamos todos… Entra conmigo.

Lo empujó a su café, donde había tres clientes en una mesa.

—Te voy a dar una nota para el alcalde. Anda en busca de un guardián para vigilar a los presos que limpian los jardines públicos. ¡Toma!, bebe un vaso de cerveza.

¡Pues bien, Dupuche no se sentía humillado! El otro era el más fuerte. Era un bruto. ¿Y qué? Ello no quitaba que anduviese dando vueltas todo el día por su café como un oso enjaulado y que se aburriese. Mientras que él nunca se aburría.

Vivía para adentro, como Monsieur Philippe, a quien le hubiera gustado volver a ver, aunque sólo fuera para adquirir la certeza de que eran iguales. Se bastaba a sí mismo. Iba por la calle, pero al mismo tiempo estaba en otra parte, pensaba, ordenaba la mar de ideas en su cabeza.

—Ten, ahí tienes la carta. Mañana a las nueve. Preséntate aseado.

—Gracias.

—No hay de qué darlas.

Y fue una tarde en que volvía del jardín público cuando tuvo lugar el acontecimiento. No lo avisaron. Salió por la mañana como de costumbre, llevándose la comida envuelta en un trozo de hule.

Su sector era precisamente la catedral de silencio que recorrió con Monti, quien decía: «Está dispuesta a regresar a Francia contigo…».

El mar iba a morir o a romperse en la arena, según el viento. Había paseos con bancos, parterres de flores rojas o amarillas. Una parte del jardín, reservada para los colegiales, para los pequeños negritos, estaba llena de columpios y toboganes.

Más lejos, se alzaba el Washington Hotel, con su parque, sus clientes y clientes de blanco.

Dupuche iba a buscar a seis, a diez, a doce presos según los días. Iban vestidos como todo el mundo. Eran negros o mestizos que caminaban delante de él con escobas y palas.

Pasando de la sombra al sol, recogían los papeles, las pieles de los plátanos, los cocos caídos, o rastrillaban sin convicción.

A la izquierda, invisibles, se apiñaban detrás de la estación las tres o cuatro chozas de pescadores y, a veces, Dupuche iba hasta allí, pues sabía que sus presos no tenían ganas de escaparse. Además, ¿qué pudiera haber hecho él? Ni siquiera iba armado.

Se sentaba en un banco; miraba jugar a los niños.

Su madre le escribió una carta terrible, porque iba a morirse sin volver a verlo, y sus tías, que estaban a su lado, añadieron todas una frasecita dura para el hijo indigno.

Aquella tarde adivinó que algo pasaba al oír los ruidos de la casa. Subió la escalera corriendo y encontró la habitación llena de matronas a las que no conocía. Mamá Cosmos estaba allí también y fue ella quien se dirigió hacia él sosteniendo a una criaturita de piernas blandas, un cuerpecito pardo que Dupuche tomó en sus brazos.

En la mesa, había pasteles junto a servilletas y paños. Había incluso una botella de vino tinto y unos vasitos.

En cuanto a Véronique, acostada de lado, miraba con un ojo, ansiosa de saber lo que Dupuche iba a decir.

¿Qué pudiera haber dicho? Estaba contento, eso era todo. Era un crío bonito, de piel tersa como su madre. Las matronas lo observaban, respetuosas y enternecidas, y él no sabía dónde poner al niño, que acabó por dejar en la cama junto a Nique.

—¿Eres dichoso, Puche?

—¡Claro! ¡Claro! —Tras reflexionar un instante, añadió—: La semana que viene nos casaremos.

Hubiera sido ridículo mientras Véronique estaba embarazada. Pero pensaba en ello desde que estuvo en el hospital, donde nunca la admitieron. Era mejor regularizar las cosas.

Las negras lo contemplaban embelesadas. Mamá Cosmos le tendió un vaso de vino.

Y a punto estuvo de llorar bebiéndoselo. Tenía un nudo en la garganta. Pensaba en demasiadas cosas a la vez: en su madre que iba a morir, que tal vez había muerto ya en su habitación, rodeada por las tías que se parecían a las matronas; en el entierro que seguiría el mismo camino que el de su padre, cuando él tenía quince años y quería echar todas las flores en la fosa; en un día en que era pequeño y veía por la ventana a unos albañiles sobre la tapia de una casa en construccion; en…

No en Germaine. ¡No! No pensaba en ella. Ni siquiera leía los periódicos para saber cuándo se casaría con Christian y cuándo saldrían para su luna de miel en Europa.

¡Lloraba, ya estaba! Por más que se contenía, dos lágrimas cruzaron las verjas de sus pestañas y no sabía dónde mirar.

—¡Puche! —llamó Véronique desde el fondo de la cama.

Él le sonrió de lejos. No era eso. No podía entenderlo. Lloraba por cosas suyas. Era dichoso por cosas suyas que no hubiera podido confiar a nadie, como no fuera, quizás, a Monsieur Philippe…

—¡Puche! Mamá quiere ponerle Napoleón…

Y mamá estaba la mar de orgullosa de aquel acierto.

—¿Por qué no? —murmuró Dupuche, sirviéndose un segundo vaso de vino tinto.

¡Vaya! ¡Estaba muy bien! Ya era hora de ir a dar una vuelta por el sótano donde, sentado en una caja de botellas de whisky, se bebería sus tres, sus cuatro, puede que sus cinco vasos de chicha, pues era un día excepcional, era un día magnífico y había que disfrutarlo plenamente, en la soledad de su mente, en la bienaventurada lasitud de su cuerpo.

Dupuche murió diez años más tarde, de una hematuria aguda, después de haber realizado su ambición: vivir en una choza a la orilla del agua, detrás de la vía férrea, entre las hierbas salvajes y los residuos. Tenía entonces seis hijos: tres de piel negra, dos mestizos y uno, el menor, casi blanco, con apenas sombras violeta en las uñas.

Véronique Dupuche dirigía el duelo, vestida de negro, flanqueada por su mama, pues papá Cosmos también había muerto.

Germaine y Christian fueron ex profeso de Panamá y seguían el cortejo en un taxi.

Fue Monti, el mayor, quien entregó a Véronique un sobre con cincuenta dólares dentro.

Durante el oficio, Jef y los chulos fueron a jugar una partida de belote y Lili se levantó justo a tiempo para tomar parte en el último responso.

Aquella misma tarde, el judío bajito que se ocupó ya antes de Dupuche, le comunicó a Véronique que era heredera de una casa de un piso, con balcón y basamento de piedra de sillería, en un arrabal de Amiens, en Francia.