9

¿Era acaso el asombro la impresión dominante en Germaine? Mientras se sentaba al borde de una silla, miraba a Dupuche sin poder apartar la vista de él y su rostro cambiaba de expresión, perdía su aire decidido. En cuanto a él, estaba lavándose las manos como cada tarde al regresar, pero esta vez lo hacía con una lentitud ostentosa.

¡Callaba adrede! También adrede, iba y venía como cualquier hombre en su propia casa, bajaba las persianas por causa del sol y cambiaba un cachivache de sitio.

—He venido… —empezó por decir ella.

Y Dupuche repitió con frialdad:

—Sí, has venido.

Por último se sentó frente a ella y observó:

—No me engañaron: estás más guapa.

Era verdad. En la época en que estaba con él tenía un aspecto incompleto, mientras que ahora había alcanzado su plenitud. Más que nunca, ciertamente, daba una impresión de seguridad, de solidez, de equilibrio.

Y eso que estaba turbada. La entrevista no había comenzado como pensó y seguía estudiando a su marido con mirar dolorido.

—Has cambiado —suspiró por fin.

Dupuche se sonrió, con una sonrisa que sabía penosa de ver, pues, unos días antes, se había roto un diente.

—¡Cambiamos, sí!

—¿Por qué no has venido a verme nunca a Panamá?

—¡Cualquiera sabe!

Y sonreía de nuevo, observaba a su mujer de arriba abajo, comprobaba que todo cuanto llevaba era nuevo. Ella perdía el aplomo: abría y cerraba su bolso con un movimiento maquinal y él seguía callado.

Oía a los chiquillos jugar por la calle, alrededor del taxi. Notaba también un murmullo de voces, abajo, en la habitación de la casera, donde se había refugiado Véronique. La estancia aparecía como rayada, pues las lamas de las persianas recortaban en franjas el sol poniente.

Un rayo alcanzaba la máquina de coser, en la esquina. En el fogón borboteaba un hervidor azul y en la cama había tiradas unas medias.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Germaine, con expresión dura.

—¿Y tú?

Dijérase que, por miedo a una trampa, Germaine avanzaba con prudencia.

—¿Crees que podemos seguir viviendo así?

—¿No eres dichosa?

No sólo vestía prendas nuevas sino que llevaba un broche de oro cincelado que no era regalo suyo; de Christian seguramente.

Cobró un tono indiferente, se levantó, dio unos pasos.

—Es ridículo estar casados y vivir cada uno en una punta del canal. En Panamá todo el mundo está enterado de que vives con una negra.

—Y tú, todo el mundo sabe que andas liada con Christian.

Se volvió como un rayo.

—¡Mentira! —gritó—. ¡Te prohíbo que me injuries! ¿Oyes, Jo? ¡Deberías avergonzarte!

—¿No estás liada con Christian? —repitió Dupuche con calma.

—¡Nunca ha habido nada entre nosotros! Christian me respeta y tú debieras hacer otro tanto…

—Entonces, ¡es peor aún!

Por un instante, se preguntó Germaine si no estaría borracho por el modo tan raro en que decía esto.

—¿Qué es peor aún?

—¡Todo! Si os acostarais, sería natural. Tendríais la excusa de la pasión. Pero si no os acostáis, es ridículo y hasta odioso.

Germaine no lo entendía y, sin embargo, estaba inquieta, molesta, como si hubiera sentido que había algo de verdad en aquellas palabras. Se levantó también. Ambos andaban, daban vueltas a la mesa, se paraban.

—¡Algo así como novios de mentira! —precisó Dupuche—. ¿No lo entiendes todavía? Hasta la vieja Colombani que ya hace de suegra y Tsé-Tsé que viene de explorador a informarse…

Se expresaba mal. En su mente estaba más claro, pero se traducía más bien en imágenes: el hotel de fachada blanca, en la plaza sombreada; Germaine en la caja, una Germaine a la que cubrían de detalles; Madame Colombani acercándose de vez en cuando a saludarla… Luego Christian, con su traje almidonado, los cabellos perfumados, de codos junto a ella.

¡Y las comidas, en la mesa del fondo, a la derecha! Comidas en familia… Y los paseos en coche, todos juntos…

—¿Acaso te ocupaste de mí al principio? —replicó Germaine—. ¿Fue por gusto por lo que me puse a trabajar?

—¿Por qué no?

Lo pensaba en parte. Se sintió al punto como en su propia casa detrás de la caja y no protestó cuando le anunciaron que su marido no podría alojarse en el hotel.

—¿Te atreves a decir eso, Jo? Atrévete a decir entonces qué hubiera pasado de no encontrar yo un empleo.

—Tal vez nos hubiésemos muerto de hambre —saltó él.

—¿Lo ves?

—¿Y qué?

Seguía con ganas de sonreír. Sabía que Germaine no podía entenderlo y eso le divertía.

—¿Fui yo quien quiso marcharse de Amiens, donde estaba bien colocada?

—Reconozco que no.

—¿Fui yo quien quiso venir a estos países?

—Tampoco.

—¿Fui yo quien firmó un contrato con un canalla como Grenier?

—Fui yo.

—¿Fui yo quien cambió como de la noche al día desde el principio?

—¡Eso sí que no! Has seguido siendo exactamente igual.

—¡Ya lo ves!

—¡Si es lo que estoy diciendo! Tú sigues igual. ¡Mira!, me recuerdas el día en que fuimos los dos a ver al cura para la boda. Fuiste tú la que habló. Tú lo arreglaste todo, lo encargaste todo. Regateaste el coste de la misa…

—¿Es un reproche?

—¿Quién habla de reproche? ¡A mí todo esto me parece perfecto!

—Entonces, ¿qué tienes que decir de mí? ¿He sido yo la que se ha exhibido con un negro?

Dupuche apartó un poco el hervidor del fuego, porque silbaba.

—¡No! ¡No!

—¿Reconoces que toda la culpa es tuya?

—Si a eso se le puede llamar culpa. ¿Por qué no?

Germaine seguía dando tirones al bolso de lo nerviosa que estaba.

—¿Entonces qué?

—¡Entonces nada!

—¿Es cuanto se te ocurre decirme?

—Has venido tú.

—He venido para que decidamos algo.

—¿Para que decidamos qué?

—¿Piensas vivir de nuevo conmigo? ¿Tienes proyectos? ¿Prevés el modo de regresar a Francia?

—No —dijo él afable.

—¿Y pretendes que siga siendo tu esposa?

—No.

Por poco se echa a reír ante el desconcierto de Germaine. Esperaba cualquier cosa menos aquel breve no a secas. El resultado había sido adquirido con excesiva facilidad y eso la inquietaba.

—¿Aceptarías el divorcio, Jo?

—¡Cómo no!

¿Fue que los nervios le fallaron de pronto? Se le empañaron los ojos y rompió a llorar. En cuanto a Dupuche, giraba en torno a ella con aire embarazoso.

—¿Por qué lloras? Ya ves que acepto lo que me pides.

Germaine lo miró y se echó a llorar aún más, mientras que, esta vez, Dupuche desvió la vista. Había entendido su mirada. Sabía que estaba más delgado, que tenía los párpados cansados. Llevaba el pelo muy corto debido al polvo del puerto y el diente roto acababa de desfigurarlo.

Tal vez se acordaba de Lamy, que también aparentaba una gran tranquilidad.

—¿Por qué me abandonaste ya a partir de los primeros días? —preguntó Germaine, secándose los ojos con el pañuelo y resoplando.

Dupuche observó:

—¡Fuiste tú!

—¿Cómo que yo? ¿Te atreves a decir eso, Jo? Yo que trabajaba para…

—Precisamente. No puedes entenderlo. ¡Trabajabas tú! ¡Te ganabas la vida tú, para ambos! ¡Tú comías con los Colombani!

Se pasó la mano por la frente.

—¡Tú me dejabas vender salchichas!

Tuvo que parar de hablar y Germaine se volvió hacia él, conmovida, pronta a un arrebato sentimental. Jo…

Dupuche movió negativamente la cabeza y se paseó en torno a la mesa.

—Le escribías a tu padre —prosiguió con voz apagada—. Recibías cartas de él… Tú…

—¡Eres injusto, Jo! Eras tú el que, por la tarde, cuando ibas a buscarme y paseábamos, no me decía nada. Daba la impresión de que estuvieras esperando a que me fuera al hotel… Quieres a esa negrita, ¿no es así?

Dupuche hizo un ademán vago, que significaba que no lo sabía.

—Ha sido por ella por la que no has vuelto nunca a Panamá, por la que no has tratado de recobrarme.

—No creo.

—Y ahora vas a tener un hijo.

Levantó vivamente la cabeza.

—¿Qué estás diciendo?

—Que vas a tener un hijo.

—¿Te lo ha dicho ella?

—No. Pero no me mires así, fue Monti.

Dupuche se pasó la mano por la frente dos o tres veces seguidas. Se acordaba del ambiente de los últimos tiempos, de la gente que rondaba cerca de la casa y que sin duda interrogaba a los vecinos.

—Incluso añadió que la chica piensa desprenderse de él. ¿No lo sabías?

Dupuche se sentó.

—¿Tienes algo más que decirme? —le preguntó con la voz cambiada. Tenía prisa por acabar—. En definitiva, quieres divorciarte, ¿verdad? ¡Conforme!

—Pero…

—Y supongo que querrás que el divorcio se pronuncie en perjuicio mío. ¡Facilísimo!

La asustaba. No era ni mucho menos así como había imaginado la entrevista.

—Tsé-Tsé, que conoce a todo el mundo y que tiene influencia, hará lo necesario. Podréis casaros.

—¡Jo!

—¿Qué pasa?

—No sé… Me aterras.

—¿Porque digo que podrás casarte con Christian? Es un buen chico. Te llevará a Francia.

—¡Oye, Jo! No debes guardarme rencor. Sé que te enfadarás.

—Entonces, no digas nada.

—No puedo verte así… Prométeme aceptar lo que voy a proponerte.

—No.

—He ahorrado dinero. Si quieres volver a Francia o ir a donde sea…

—¿Te estorbo?

De nuevo estuvo a punto de llorar.

—¡Que no! ¡No seas malo, Jo! ¡No lo ves! ¡Me das miedo!

—Y eso que estoy muy tranquilo.

—Déjame darte dinero para hacer algo, lo que sea.

—¿Qué podría hacer, por ejemplo?

—¡Qué sé yo! Eres ingeniero. Eres inteligente. Si quisieras…

—¡Pero no quiero!

Se levantó, le puso la mano en el hombro y la empujó suavemente hacia la puerta.

—¡Anda! No tendrá más que venir Tsé-Tsé para los papeles. Firmaré todo cuanto quieran.

Germaine no se decidía a marchar y Dupuche se impacientaba.

—¡Vete, te digo! ¿No entiendes que estoy harto? ¿Qué he de hacer para que te vayas?

Germaine retrocedió, asustada.

—¡Vete! El taxi está abajo. Tsé-Tsé espera en el café de Jef.

Abrió la puerta, fue al descansillo.

Entonces, al ir a dejarlo, Germaine se precipitó sobre él y lo besó en ambas mejillas, llorando, tartamudeando:

—¡Pobre Jo!

Él se soltó, repitió:

—¡Anda!

—¡Jo! Jura que no harás ninguna tontería.

—¡Anda!

—¡Júramelo! No puedes entender. No ves…

—¡Anda! ¡Pero anda, te lo suplico!

—¡Sí!

Bajó las escaleras sin saber cómo, volviéndose, secándose los ojos.

Y él gritaba ya, asomado a la barandilla:

—¡Nique! ¡Nique! Ven…

¡Uf! Respiraba mal. Sentía una hinchazón en el pecho. Oyó que se abría una puerta y debieron de encontrarse las dos mujeres, abajo, en el pasillo.

—¡Venga! ¡Nique! ¡Sube!

Subió, con los ojos desorbitados. Subió lentamente, vacilante, con una solemnidad crispadora.

—Entra. ¿Qué estabas haciendo abajo?

—Esperaba.

—¿Por qué no me dijiste la verdad?

—¿Qué verdad, Puche?

Y miraba a su alrededor, como extrañada de que nada hubiese cambiado en la habitación. Arrancaba el coche. Dupuche ni tan sólo se acercó a las persianas.

Y se ponía el sol. Se apagaban las rayas brillantes, sin dejar entre las paredes más que un resplandor gris. Hasta que el coche estuvo lejos no abrió las persianas, y entonces se vivió el hormigueo de la calle.

—¿Desde cuándo estás embarazada?

—¿Te lo ha dicho tu mujer?

—Respóndeme —insistió Dupuche, nervioso.

—Desde hace dos meses. ¡No es por mi culpa, Puche! No te habrías enterado…

¡Era curioso verla allí, en el mismo lugar que Germaine! ¡Era tan menuda, tan delgada, tan poco consistente! Había sobre todo aquellos ojos oscuros de animal que suplicaban.

—Prepáranos de comer.

—Sí —dijo, contenta con aquel cambio.

Y abrió un armario; puso en la mesa queso, pan y mantequilla.

—No me ha dado tiempo de ir a la compra. ¿Tienes hambre, Puche?

No se atrevía a preguntarle. Iba al armario a buscar una botella de cerveza.

Y él sabía que había pasado la hora del tren, que Germaine no podría volver a Panamá, que seguramente dormiría en el hotel de Jef, donde estaban reunidos todos.

—¿No comes?

Comió mirando a Véronique, que no probaba ni el pan ni el queso.

—¿Por qué querías perderlo? —le preguntó de pronto con el entrecejo fruncido.

—Creía que te enfadarías.

—¡Imbécil!

—¿Es verdad, Puche? ¿No te molesta un crío conmigo?

¡Y hete aquí que lloraba ella también! Era la primera vez que lloraba y las lágrimas le corrían por las mejillas, idealmente transparentes sobre el color negro de la piel.

—¡Calla! —le ordenó levantándose. ¡Estaba harto! Le dolían los nervios—. ¡No llores así! ¿Qué te pasa?

—¡Puche! Todavía estoy a tiempo… Tenía que tomar la poción mañana.

No podían seguir allí.

—¡Ven! Vamos a pasear.

—Sí, Puche.

Se secaba los ojos. Lloriqueando aún tomó su sombrero rojo, el cual se colocaba ridículamente en la cabeza.

La gente de abajo los miró pasar, así como todos los que estaban sentados en los umbrales tomando el fresco. Véronique no se atrevía a agarrarle del brazo como de costumbre. Y él no se dirigía hacia la plaza, sino hacia la estación, cuyas vías cruzaron.

—¿Adónde vamos, Puche?

—¡A ningún sitio! Paseamos.

Ardía una fogata de leña al aire libre y una mujer freía pescado en una sartén que sostenía sobre las llamas. Estaba agachada de tal forma que Dupuche le veía los muslos hasta el vientre.

—Por aquí está muy sucio —aventuró Véronique.

—¿Te parece sucio?

Y pasaba adrede cerca de las chozas. A cien metros los bazares estaban alumbrados y seguían abiertos, pues se esperaba un barco a las nueve y se anunciaban cuatrocientos pasajeros.

—¿Me guardas rencor, Puche?

—¿Por qué?

—¡Tu mujer es más guapa que yo! Y es blanca…

—¡Eso es! —ironizó Dupuche—. Christian también es blanco. O sea que harán buena pareja…

—¿Estás triste?

—¿Yo? Me gustaría saber por qué iba a estar triste.

Sí, ¿por qué? Se sentó en la arena, a la orilla del mar, cuyo último ribete venía a lamerle los pies. La oscuridad no era aún completa pero los barcos atracados en la bahía ya tenían encendidas las luces.

Véronique permanecía quieta, sin atreverse a perturbar su silencio, no osando siquiera volverse hacia él para interrogar su semblante. Dos pescadores bogaban en una piragua y apenas agitaban el agua remando. Unos aviones que vigilaban la zona sobrevolaban la ciudad y el puerto y dirigían sus faros hacia la negrura del cielo.

—¡Puche!

No se movía. Pudiera creerse que estaba dormido.

—¿Sabes qué pienso? Que quizá conviniese más que fueras con tu mujer.

Dupuche seguía inmóvil y Véronique no veía más que el mar gris delante de sí con un solo planeta, que brillaba, arriba, como suspendido.

—Qué más quisiera ella que volver contigo…

Dupuche se tendió boca arriba, de cara al cielo. Y Véronique no sabía qué más decir. Tenía miedo, igual que Germaine.

—Puche…

—Échate —suspiró él.

Obedeció y permanecieron tendidos el uno junto al otro en la arena mezclada con tierra, que conservaba algo del calor del sol, mientras el ribete les alcanzaba los pies.

Nacían estrellas silenciosas, y una sirena, a lo lejos, llamaba al remolcador. La cuadrilla de Dupuche no estaba de servicio. El buque, que llegaba de Río de Janeiro, daba la vuelta a América del Sur llevando turistas. Dentro de una hora, el Atlantic y el Moulin-Rouge estarían a rebosar.

Todos los taxis y todos los coches de caballos esperaban alineados frente a la estación marítima, mientras la fogata delante de las chozas iba consumiéndose y exhalando un cálido olor a leña quemada.

—Se está bien aquí… —murmuró Dupuche, alargando una mano que topó con el cuerpo de Véronique.

Ésta no se atrevía a decir nada. Estaba triste. Tenía arena en los zapatos, lo cual le molestaba, pues no llevaba medias.

—Aún faltan siete meses —dijo Dupuche a los pocos minutos.

Los Christian estarán seguramente casados. ¡Pues ya los llamaba así! Se acordaba de que, al salir para América del Sur, le dijo su mujer:

«Sería mejor que no tuviéramos hijos enseguida, que aguardáramos a estar bien instalados…».

¿Instalados dónde? En realidad, ella sí que estaba instalada desde los primeros días en el hotel de los Colombani.

Aquello estaba bien. Era perfecto. Dupuche sentía el cuerpo de Véronique bajo su mano.

—¿No nos vamos? —preguntó ésta.

—Como quieras.

Nunca llevaba la contraria. Encima, tenía dolor de cabeza. Se levantó, sacudió la arena que se le había metido en la ropa mientras Nique se descalzaba para vaciar los zapatos. Cruzaron el solar vacío, pasaron cerca de las chozas invadidas por la oscuridad y el silencio y Dupuche por poco tropezó con una chiquita que dormía bajo un trapo viejo.

—Dame el brazo —le dijo a Véronique.

Caminaron más deprisa por delante de los bazares y no se sintieron tranquilos hasta que estuvieron en el barrio negro, que empezaba a dormirse. En algunos umbrales, sin embargo, brillaba la punta roja de un cigarrillo: alguien que no se decidía a acostarse y que tomaba el fresco, recostado en su silla.

—Sube ya…

Adivinó sus ojos llenos de inquietud y agregó:

—No temas. Ya vuelvo.

Véronique obedeció, y él, tan pronto dejó de verla, corrió más que anduvo hasta el tenducho de Marco. No había nadie. Marco iba a apagar la luz.

—Ponme un vaso.

Luego otro. Empezaban a temblarle las rodillas. Se sonreía.

—Pagaré mañana.

—Entendido, Monsieur Dupuche.

De nuevo andaba entre las casas de madera. Pensaba a su modo. Se reía con sarcasmo. Esbozaba muecas.

Hasta le entraron ganas de ir a dar las buenas noches a los huéspedes de Jef para demostrarles que le importaban un rábano.

Por la mañana había recibido una carta de su madre y estaba aún sin abrir. Como siempre, debía de hablarle de sus tías, de las vecinas, de una vieja que había muerto, de otra que estaba enferma o que se había quedado viuda. ¡Y su madre venga quejarse!

Para él todo estaba claro. Véronique tenía dieciséis años. Hizo el amor como un animalito pequeño y tendría un hijo.

¡Pues bien, aquí acabaría todo! Se volvería gorda como su madre.

¿Cuánto tiempo disfrutó de la vida? ¿Tres, cuatro años? ¡Ni eso!

Y no tenía sino que leer una carta de la anciana Dupuche para percatarse de que en todas partes era igual.

Monsieur Velden, un belga que vivía enfrente de él y que poseía un coche, padecía de un cáncer en el estómago. ¡Tenía dos críos, de uno y cuatro años!

¡Y los Janin! ¡Se lo embargaron todo! Eran los más ricos del barrio. Se construyeron una casa de quinientos mil francos, con una galería de sillares. ¡Ahora, Janin buscaba en París una colocación de lo que fuera!

Dupuche escuchaba sus pisadas. Sentía un peso en la cabeza. A veces pasaba cerca de una pareja que susurraba en una rinconada. Como él y Germaine en Amiens, cuando eran novios, y, para presumir, para hacerse ilusiones, le decía de antemano: «¡Esposa mía!».

Unos besos que olían a invierno y a saliva. Ella regresaba a su casa corriendo y se volvía al ir a abrir la puerta.

Era muy posible que no hubiese habido nada entre ella y Christian, pues su carácter era bastante peculiar. ¡Tan sólo miradas, promesas de felicidad!

¡Y los dos Tsé-Tsé envolviendo el idilio con su protección, pues al fin habían encontrado a una mujer capaz de llevar el negocio en su lugar!

¿Y si, una vez casada, no quisiera estar más detrás de la caja? ¿Si se le ocurriera aprovecharse de los millones para vivir en Europa? ¡Ja! ¡Ja!

Le dolía de veras la cabeza. ¡Mejor hubiera hecho en llorar antes, para sentirse aliviado!

Estuvo a punto de volver al cafetín de Marco, pero pensó que la puerta estaría cerrada y que tendría que armar ruido. Sin contar con que Véronique estaría enloquecida, atormentada por la inquietud. Era conmovedor, a su edad, tener un hijo; ¡un negrito minúsculo, sin duda alguna! ¡Con ojos grandes en una cara de color café con leche! ¡Que se revolcaría por el suelo como un cachorro!

—¡Puche!

Lo llamaban. Era la voz de Véronique. Estaba allí, en la oscuridad, en la esquina de la calle, con alguien vestido de blanco, un hombre al que no reconocía de lejos.

—Soy yo, Dupuche. —La voz de Monti, el mayor, que era el más simpático—. He venido a hablar contigo. Nique me ha dicho que ibas a volver. ¿Subes?

—Preferiría hablar andando.

—¿Tengo que irme a casa, Puche? —preguntó Véronique.

Lo sabía de antemano.

—Sí. Acuéstate ya.

Y, cuando desapareció, Monti el mayor le puso la mano en el hombro, con insistencia para manifestar su afecto.

—Tengo que hablarte seriamente. Antes, tu mujer ha vuelto descompuesta. ¿Qué le has dicho?

Maquinalmente, se dirigían hacia la playa bordeada de cocoteros mientras los taxis del puerto, atestados de turistas, empezaban a invadir la ciudad.