Había un modo muy sencillo de advertir que había transcurrido un año: era la tercera vez que el barco que había traído a los Dupuche, el Ville de Verdun, pasaba por Cristóbal. Ahora bien, sus viajes tenían lugar cada cuatro meses.
La primera vez, Dupuche tomó un sustituto y miró de lejos el buque; después, por las calles, se cruzó con gente que hablaba en francés.
Ya la segunda vez ocupó su puesto como hacía en los otros barcos, con sus gafas oscuras y su ancho sombrero de rafia. Siempre era lo mismo: siempre las mismas figuras, los mismos empujones mientras se empezaban a retirar las sacas del correo.
Desde su sitio, Dupuche lo veía todo: los pasajeros que desembarcaban, el agente de la compañía que, con la cartera debajo del brazo, entraba en el despacho del comandante —puros y aperitivos—, el gordo Kayser, un holandés, que bajaba a las cocinas en busca del chef y del maître para tomar nota de los encargos.
Después del correo, se desembarcaban los baúles de uno o dos pasajeros que bajaban y que se impacientaban en el muelle, subían diez veces a bordo para cerciorarse de que no se olvidaban de ellos, por último sacaban las cajas, vino, champán, aperitivos si era un barco francés; automóviles en los buques de Nueva York o de San Francisco; cajas de todas las formas, pero que se conocían de antemano porque siempre era el mismo tráfico.
Le llegaba el turno al gordo Kayser, que llevaba su vagón al muelle, y allí embarcaban el hielo, cuartos de buey y de cordero, las hortalizas y la fruta para la travesía.
Mientras tanto, los pasajeros, en fila india, desfilaban a lo largo de los comercios, al sol, con miedo a perder el barco.
No hubo aquella vez un solo oficial de a bordo que reconociera a Dupuche, a pesar de que había vivido tres semanas con ellos. El comandante había cambiado, pero los demás eran los mismos, y el maître d’hótel frunció simplemente el entrecejo al distinguir al hombre del cabrestante.
—¿Eres francés? —le preguntó un marinero.
—Sí.
—¡Ah!
¡Nada más!
La cuarta vez acudió Jef a bordo para sabe Dios qué recado y beber con los oficiales. Desde el puente del comandante señaló a Dupuche, al que miraron los demás con curiosidad, y el cual no se movió.
¡Qué más le daba a él! ¡Podían mirarlo! Podían murmurar: «Es un ingeniero francés que…».
Por lo demás, no oía nada en medio del estrépito que provocaba. Y ahora, hasta fuera del trabajo, se volvía algo duro de oído.
A menudo, Véronique, que no tenía nada que hacer, paseaba por el muelle, entre los vagones y las carretillas eléctricas, pero no le permitían subir a bordo. Siempre comía algo: un plátano o cacahuetes; birlaba frutas del vagón de Kayser, que la abroncaba sin convicción y la trataba de mona asquerosa.
De igual modo pudiera haberse señalado aquel año mediante otras etapas. Por ejemplo —fue más o menos a los cuatro meses de su llegada a Cristóbal—, la tarde en que Dupuche llegó a su casa y se encontró con una máquina de coser.
Nique lo miraba creyendo que iba a manifestar su alegría, pero él masculló:
—¿Qué es eso?
—¡Una máquina de coser!
¡Eso ya lo veía! Presidía a todas luces, como un objeto ornamental.
—Ha pasado un viajante. Sólo nos costará diez dólares al mes.
Dupuche ganaba cinco dólares diarios y, después de la máquina de coser, la serie siguió: una jaula con un pato; un cubrecama de seda de color rosa; una mesa redonda de caoba, comprada de segunda mano…
—¿No estás contento, Puche?
Prefería no responder, e incluso no hacerse preguntas al respecto.
Hubo también, al sexto mes, la historia del negro.
Detrás de la habitación había un cuchitril con una ventana al patio. Dupuche regresó temprano pues no encontró a nadie.
—¡Nique! —llamó, inquieto ya.
Y la descubrió por fin en una especie de armario empotrado, haciendo el amor con un chiquillo de catorce años, el hijo de la gente de abajo.
—¡No te enfades, Puche! No es nada…
¡Ya se lo avisó Jef! A menudo, cuando pasaba Dupuche, lo llamaba desde el umbral.
—¿Aún no te asquea el oficio? ¿Ni la chiquilla? Oye, amigo, harías bien en vigilarla. Ya sólo los coches no le han pasado por encima.
Dupuche le preguntaba de vez en cuando:
—¿Verdad que me engañas?
—¡Oh, Puche!
Se escupía en la mano, hacía saltar la saliva con el dedo índice y juraba que nunca lo había engañado.
Y habían pasado los días de todos modos, se habían transformado en meses que se habían sumado uno a otro para formar un año.
Querido Joseph:
Tu última carta no me tranquiliza en absoluto. Para empezar no me hablas de tu salud. En fin, tu suegro anda siempre diciendo cosas que me asustan. Al parecer, quien ha de trabajar es tu mujer porque tú estás sin trabajo.
[…] Si supiera que hace falta, vendería la casa…
¡La diminuta casita de la que ella ocupaba el primer piso mientras el alquiler de la planta baja le permitía ir tirando! ¡Aquello era tan lejano!
Germaine debía de escribir con más frecuencia que él a su padre, y éste, qué duda cabe, no tendría nada más urgente que correr a casa de Madame Dupuche.
A veces, al regresar, Dupuche se encontraba a Eugéne Monti sentado en la mecedora —pues compraron una mecedora— y, esos días, Véronique ponía su carita estirada por la inquietud.
—¿Todo sigue bien?
—Normal…
Monti aparentaba una gravedad de embajador. Se advertía que no estaba allí por cuenta propia, lo cual le hacía sentirse incómodo.
—¿El oficio no es demasiado pesado? ¿No echas de menos Panamá y las salchichas?
Tardaba en llegar al asunto, pero poco a poco se acercaba a él, mientras Nique, con la mirada, le preguntaba a Dupuche si tenía que quedarse o salir a la calle.
—Por cierto, ¿aún no has decidido nada?
Era la perífrasis clásica, y quería decirlo todo.
¿Tenía Dupuche intención de ir a ver a su mujer a Panamá? ¿Seguía pensando en volver a Francia y había conseguido dinero? O también…
¡Sí! ¡Evidentemente! Había otra cosa que fingía no entender.
—Le han dicho que vives con la chiquilla…
Monti, que estaba acostumbrado al país y a sus gentes, se extrañaba, con todo, de encontrar a Dupuche más adormecido, entre visita y visita. Pues no era sólo indiferencia. Había como un vacío en su mirar. Ya no fumaba. Estaba muy delgado y a veces se agachaba un poco como un viejo para oír mejor.
—¿Christian sigue allí?
—Sigue.
—Yo creía que iba a pasar seis meses a Europa.
—Ha aplazado el viaje.
Veía la gran casona como si estuviera en ella, a Tsé-Tsé, al callado Monsieur Philippe en el que ya sólo pensaba ahora con una sonrisa contenida. ¡Pues lo había entendido!
Y a Madame Colombani, con sus aires de suegra…
—¿No tienes ningún recado que darles?
¡No! No tenía ningún recado para ellos. Iría un día, no había más remedio. Las cosas no podían seguir eternamente así. Pero no corría prisa.
Una vez que Eugéne fue también a visitarlo, Dupuche lo vio algo después en el café de Jef acompañado de Tsé-Tsé. Otra vez, le dijo Véronique:
—Tsé-Tsé y su mujer han pasado dos veces esta tarde por delante de casa…
—¡Peor para ellos! ¡Se llevarían un buen chasco!
También se lo llevó él la noche en que, al salir de la taberna de Marco, se encontró cara a cara con Lili que lo miró de un modo raro. Al día siguiente, iba él por la acera, cuando Jef le cortó el paso.
—Tengo que hablar contigo. Ya adivinas por qué, ¿eh?
Parecía más pesado, más fuerte que nunca, con cara de muy pocos amigos. Con un movimiento denso, le tocó los párpados a Dupuche, siempre un poco enrojecidos.
—¿No entiendes? ¿A qué vas cada noche al tabernucho de Marco? ¡No te atreves a contestar!… Pero yo voy a decirte lo siguiente: hasta ahora, podía pasar. No hablemos de tu bicho de negra, que te toma el pelo con todos los mocosos del barrio. ¡Allá tú también con tu oficio que no querría hacer ningún blanco en todo el país! Pero que empieces a beber chicha…
Dupuche desvió la mirada. ¡Era verdad! Había descubierto casualmente el local de Marco, el mestizo que vendía fraudulentamente chicha de muco, alcohol de maíz mascado por las indias.
Tenía un sabor repugnante. Era espeso y turbio, casi viscoso. Pero a los dos vasos, Dupuche podía pasear con paso regular revolviendo en su cabeza pensamientos agradables.
Era el secreto de Monsieur Philippe, estaba seguro de ello, pues ahora era capaz de reconocer por la calle a un hombre que bebiese chicha.
Véronique no lo había advertido. Sólo pasaba un minuto en casa de Marco, lo suficiente para tragarse sus dos vasos.
—Tú me importas un bledo, ¿comprendes? —le decía Jef con su vozarrón—. ¡Pero es por todos nosotros! ¡Es a todos los franceses a quienes perjudican estas cosas!
—Esto es asunto mío.
—¿Qué? ¡Repítelo!
—Digo que esto es asunto mío.
Entonces, en plena calle, Jef le arreó un tortazo en la cara y se metió en su casa.
Era la primera vez que le pegaban. Se quedó un instante atontado, aterrado, luego miró el hotel de Jef, se palpó la mejilla y echó a andar mascullando.
Cien metros más lejos ya estaba sereno, consolado. Pensaba: «¡No pueden entender!».
¡Porque nadie podía penetrar en su cabeza y ver cuanto pasaba en ella! Ni él mismo había logrado ordenarla aún. Aunque había puntos muy claros, reconfortantes como los sueños del alba, había luego zonas turbias aún.
Por ejemplo, de la cuadrilla de doce hombres con los que había empezado a trabajar hacía un año, ya no quedaban más que tres.
Pues bien, durante horas, mientras manejaba sus palancas, su mente le daba vueltas a eso. Un negro murió de un navajazo en una partida de dados. Otro murió de insolación en la cubierta de un buque noruego que estaban descargando. Un tercero se gangrenó…
¡Y no paraban de desfilar! Iban y venían. Se enrolaban en el barco que fuera, con destino a donde fuera. Se ponían enfermos y no se cuidaban.
¡Era magnífico, en los momentos de descanso, verlos dormir sobre un saco o una caja al fondo de la bodega!
Uno estaba preso por haber descalabrado al capataz que se le quedaba medio dólar.
Y otro, siempre que lo miraba una pasajera, se subía con ademanes de mono la especie de taparrabos de tela roja que le servía de pantalón.
Los Cosmos, los padres de Véronique, tuvieron siete hijos de los que sólo quedaban dos: Nique y un hermano mayor que debía de andar por alguna parte de Nueva Orleans, pues se marchó en un barco que iba hacia allí, y nunca más supieron de él.
Nique le engañaba, ahora lo sabía. Ella siempre juraba que no.
¡Y acabó arreglando la habitación como una habitación cualquiera, con tapetillos, un fonógrafo y floreros!
¿Quién hubiera podido entender como él estas cosas? No se enfadaba nunca. No le guardaba rencor a nadie, ni cuando pensaba en la soleada calle de Amiens donde trazaba con tiza círculos en la pared de la escuela para disparar con una escopeta de aire comprimido.
Monsieur Philippe tampoco decía nunca nada. ¡Tenía los mismos ojos, que parecían vacíos porque miraban hacia dentro!
Cuando Dupuche se había bebido sus dos vasos de chicha, cruzaba la vía del ferrocarril, al lado de la estación. Quedaba una franja de arena entre el terraplén y el mar, a cien metros apenas de la calle alquitranada y los grandes bazares.
Y allí había chozas, exactamente cuatro, unas chozas iguales a las del centro de África.
Aquello ya no era Panamá, ni América Central. Aquello ya no era ningún sitio: al aire libre, entre la hierba y la arena gris, las cajas viejas se transformaban en mesas y niños en cueros se arrastraban por el suelo.
Cuatro familias de pescadores, negros, llevaban años acampando allí y habían fundado una localidad aparte que las leyes no debían de alcanzar.
Poseían piraguas, barcas viejas, redes y cañas de fondo. Poseían hasta un perro sin un pelo en el cuerpo, un perro rosado y negro, desnudo, como los cerdos del lugar.
Dormían, miraban el mar. De vez en cuando empujaban una piragua al océano y se les veía flotar en el esplendor de la bahía.
Dupuche, en sus paseos, observaba todos esos detalles, echaba un vistazo al interior de las chozas, ámbito de lo maravilloso.
Pero eso a nadie le importaba, ni siquiera a Véronique, que no lo hubiera entendido. Se iba con su andar calmoso, algo irregular como el de Monsieur Philippe. Los fenicios que paraban a los viandantes le asqueaban. No ponía los pies en el hotel de Jef, que, sin embargo, daba la impresión de no acordarse ya de la bofetada.
Tampoco iba nunca a esos bares en que los marineros están acodados en la barra con mujeres como Lili, que los incitan a beber.
Lo que prefería, una vez en casa, era sentarse en la galería, de codos en la barandilla, y mirar la calle. Podía pasarse horas así mientras Véronique, echada en la cama, con las medias retorcidas, el vestido arrugado, ponía diez veces el mismo fragmento en el fonógrafo.
A veces preguntaba:
—¿Estás contento, Puche?
—¡Claro que sí! —respondía con impaciencia.
No porque no fuera dichoso, sino porque no sabía, porque estas preguntas no se hacen. El estrépito del cabrestante le retumbaba sin cesar en la cabeza, pero ya estaba acostumbrado.
—¿Y si fuéramos al cine?
Iba por complacerla. Odiaba las películas en que se ven salones, coches, yates, cincuenta o cien girls en una boite de las dimensiones de una catedral.
Le costaba despertarse por la mañana y durante una hora al menos estaba embotado, se dirigía al puerto medio dormido, buscaba el barco que tenía destinado.
Lo más trivial, lo más tonto de todo: las sacas del correo, los equipajes, las mercancías… Los pasajeros con sus cámaras fotográficas… Y los conciliábulos entre el maître d’hótel y Kayser, los cuartos de carne, las hortalizas, las frutas.
Uno de los chulos volvió a Francia con su mujer, la bajita flaca que tenía la pinta de una modista pobre, e invitaron a tomar el aperitivo a todos sus amigos a bordo. Debían de ejercer algún tipo de contrabando, ya que Jef, que había ido también, se sacó un paquete del pantalón y el chulo fue a llevárselo al jefe de máquinas, en un rincón del castillo.
Hubo de pasar el Año Nuevo. Dupuche escribió a su madre y hasta a su mujer.
Querida Germaine:
Felicidades para el año que empieza, espero que sea más propicio que el que acaba. Un beso.
Tu marido, Jo.
Véronique deseaba ir con sus padres a Panamá y pidió permiso como una criada. Salió con un montón de paquetitos que contenían golosinas.
En cuanto a él, sabía qué decían en casa de Jef, lo mismo que en el hotel de Tsé-Tsé: «Es un hombre hundido…».
¡Un fracasado, vamos! ¡Una palabra que tanto miedo le daba cuando era estudiante y preparaba un examen! ¡Así como su madre tuvo siempre miedo a quedarse un día sin dinero! Un miedo congénito…
—Si le pasara algo a tu padre…
Durante quince años estuvo escatimando el mínimo gasto, día tras día, para pagar su casita y, en cuanto la tuvo, sólo soñó con añadir un piso, pues eso haría posible un inquilino más.
—¿Dupuche? ¡Acabado! Fracasado…
Se acordaba de Lamy, que tal vez estaba curado de su chifladura. Pues en Francia se cura uno de eso. De vez en cuando sobreviene otro ataque y luego se recobra la vida normal. Lamy diría también:
—Aquél que fue a sucederme se ha hundido en menos de nada…
El día de Año Nuevo, como estaba solo y no trabajaba, se bebió cuatro vasos de chicha y sus caseros lo vieron regresar alucinado.
¿Por qué pensó en aquel bonito traje nacional, la bolliera, que Germaine alquiló o compró para su primer baile en Panamá? El tul llevaba bordadas grandes flores rosa.
Al día siguiente, Véronique, que le trajo un pastel, le dijo:
—Vi a tu mujer… —Y añadió a su pesar—: ¡Es guapa! Iba en el coche del ministro plenipotenciario con Christian y otra señora. Daban la impresión de ir a una ceremonia.
¿Tal vez al palacio del presidente de la República? ¿Por qué no? ¡Pero debía de estar fastidiada! Debía de preguntarse qué hacía él exactamente, qué esperaba, cómo pensaba arreglar el futuro.
Ahora bien, no tenía ni idea. Había días en que la compadecía, otros en que se alegraba pensando que rabiaba.
¿Quién empezó? ¡Ninguno de los dos! Por otra parte, ¡qué más daba!
Ocurrió otro accidente en la cuadrilla: un hombre se aplastó un brazo entre el tabique de la bodega y un coche que oscilaba. Era un mestizo. Dupuche nunca había oído gritar tan fuerte, y trataban de acallar al herido, debido a los pasajeros.
Una hora después se supo que le cortaron el brazo en el hospital.
¿Qué más pasó? ¡Ah, sí! Lili también estaba en el hospital con cólicos.
Y los negros a la orilla del agua, los de las chozas, capturaron un tiburón de ocho metros que vendieron para el cine. Pues se rodaba una película en las calles y el puerto, donde uno podía toparse con gente vestida de corsario.
Una tarde, al pasar por delante del café de Jef, Dupuche vio a los dos hermanos Monti de conversación con el dueño, pero esta vez no se acercaron a visitarlo.
—¿Tampoco han hablado contigo? —le preguntó a Véronique.
—Han pasado dos veces. Creía que iban a subir…
Véronique llevaba una vida extraña. Por la mañana se levantaba la primera para hacerle el café, pero incluso antes de que se fuera él, volvía a acostarse entre las sábanas húmedas, desnuda del todo, con la planta de los pies más sonrosada y los pezones de color de higo.
Después, Dupuche sabía que bajaba en chancletas, con un vestido viejo sobre la piel, y que rondaba por el barrio, con la lechera y la bolsa de la compra en la mano.
No se arreglaba hasta las dos o las tres de la tarde y muy a menudo se daba una vuelta por el puerto. De lejos lo saludaba con la mano, se sentaba en un bolardo, conversaba con un aduanero o con un policía.
Otros días, cuando no la veía, estaba seguro de que se encontraría a la vuelta a cinco o seis vecinas reunidas en su habitación tomando té, té auténtico, como las señoras norteamericanas. Se levantaban de golpe y huían al llegar él.
¿Acaso la quería menos? ¿Había, por ventura, algo que quisiera?
Escribió a su mujer: «¿Quieres tener la bondad de enviarme los dos trajes de lana que quedaron en el equipaje?…».
Pues pensó que podría venderlos. Muy al principio, calculó vagamente: ahorrando veinte dólares semanales…
Pero ¿cuántos meses harían falta para pagar el viaje? Y luego, en Francia, ¿qué haría?
No ahorró nada. Debía pequeñas cantidades más o menos por todas partes. Se les estropeó el fonógrafo sin acabar de pagarlo.
Lo que le preocupaba era que oía cada vez menos. Siempre fue algo duro de oído, pero ahora era más grave y Véronique lo sabía tan bien que no hablaba, sino que gritaba.
Un día, a bordo del buque norteamericano, vio subir a un antiguo compañero de la asignatura de geología, que no lo reconoció. El barco iba a Guayaquil. Dupuche pudo haberse informado. Tal vez la S.A.M.E. estuviera de nuevo a flote. O acaso la mina hubiera pasado a manos de otra sociedad financiera dispuesta a explotarla…
Siguió en el cabrestante y, por espacio de una hora, tuvo ante sí al compañero, un normando de rostro sanguíneo, que, en la cubierta de los pasajeros, le hacía la corte a una joven estadounidense con la que acababa de jugar al ping-pong.
Por último, una noche, de regreso a casa, se encontró cara a cara con Eugéne Monti y el viejo Tsé-Tsé, que evitó darle la mano. Véronique, acurrucada en un rincón del cuarto, no sabía qué hacer y quiso salir.
—Quédate —le dijo Dupuche.
Tsé-Tsé se levantó y declaró:
—¡En este caso me voy yo!
—¡Como quiera!
Pero intervino Eugéne.
—¡Vamos! No empecemos a discutir. Oye, Dupuche… Tenemos que hablarte seriamente. Es mejor que estemos solos.
Dupuche se emperró, sin motivo, porque tenía ganas de emperrarse y acababa de beberse sus tres vasos de chicha. Pues, desde Año Nuevo, había fijado la dosis en tres vasos.
—Hubiera preferido que estuviésemos solos —masculló Tsé-Tsé, sentándose de nuevo.
Y todo, en su actitud, proclamaba su asco, su desprecio. ¿Se acordaba de que llegó a Panamá sin nada de dinero y de que trabajó de camarero con Jef, por aquel entonces recién huido del penal?
—No sé si se da cuenta.
—¿De qué?
—De que esta situación no puede seguir. Tiene usted una mujer. Es desgraciada…
—¿Cree usted?
Era frío, lúcido, pese a la chicha, quizá debido a la chicha. Adivinaba todas las muecas del viejo, que no tenía el menor asomo de diplomático y que, de todos, era el que se hallaba más incómodo. Véronique lloraba y Dupuche, por hacerlos rabiar, por nada más, fue a rodearle los hombros con su brazo.
—¿Decía usted?
—Está indignado hasta el ministro plenipotenciario y, si quisiera, podría conseguir una orden de expulsión.
¡La amenaza! ¡Se lo traían bien combinado!
—¿Con qué motivo? —preguntó sin turbarse.
Sólo temía una cosa: ¡que le propusieran reanudar su vida con Germaine! Pero ¿y Christian? ¡No! No era posible. ¡Llevaban otra intención!
—Es el único francés, aquí, que se exhibe con una negra…
Y Tsé-Tsé agregó sin ambages:
—¡Es usted un miserable crápula! A decirle esto es a lo que he venido. Yo me he cuidado de su mujer. La he salvado de verse arrastrada al barro con usted y por usted. Tengo derecho…
—Ven, Véronique.
No se atrevía a seguirlo. Tuvo que empujarla. Se dirigió a la puerta con ella, salió a la escalera.
—¡Dupuche! —gritó Eugéne Monti, que ya no sabía qué hacer.
—¡Déjenme en paz!
Véronique seguía llorando, balbucía:
—¡Puche! ¡Puche! No hay que…
—¿No hay que qué?
—¡Qué sé yo! Te meterán en la cárcel. También está tu mujer…
—¡Imbécil!
Anduvieron por la playa bajo los cocoteros rumorosos, frente a las villas de los norteamericanos, y Véronique resoplaba, acababa secándose las lágrimas.
—Lo que Tsé-Tsé se propone… Es él quien paga las elecciones.
Le daba igual, sin saber por qué. Se sentía ligero. No le daba miedo nada, ni siquiera los golpes, pues, desde el bofetón de Jef, sabía que no era sino un mal rato.
—¡Calla!
—¡Volverán! —afirmaba Véronique.
—Peor para ellos…
De haber podido, hubiera ido a beber un cuarto vaso de chicha, y se hizo el propósito de obtener de Marco una botella entera. Era desagradable ir todos los días a su asqueroso local donde todo el mundo le veía entrar. Aquella noche, sin embargo, pasó por delante del café de Jef y tuvo la certeza de que Tsé-Tsé y Eugéne no habían regresado a Panamá. Estaban allí rodeados de todo el grupito cuyo gran jefe era, en cierto modo, Tsé-Tsé.
—¿Lo ves, Nique?
—Ya no hay más trenes. Tengo miedo.
¡Tanto miedo que antes de acostarse empujó la mesa contra la puerta! Cuando se despertó tras dormitar una hora, la vio aún en vela, sentada en la cama, en una postura que le hizo pensar que tal vez estaba rezando.
—¡Ten cuidado, Puche! —le recomendó a la mañana siguiente.
¿Con qué? ¿Con que no le hicieran caer un coche en la cabeza? Llamó a la puerta del local de Marco, el mestizo de las grandes bolsas debajo de los ojos, a quien tuvo que regañar para que le sirviera chicha a aquellas horas.
—Hará que me detengan… —gemía.
Y funcionó el cabrestante, funcionó como antes, tan rápido que no les daba abasto a los hombres de abajo, y que los paquetes topaban con las planchas en cada subida.
Dupuche buscó en vano a Véronique por el muelle. No acudió. Hacía un tiempo tormentoso. Quiso volver a casa enseguida, pero se detuvo, con todo, en la tasca de Marco.
Éste lo miraba de un modo raro. Algo debía de pesarle en la conciencia.
—¿Han venido a interrogarte? —le preguntó Dupuche.
—¿Quién quiere que venga?
—Yo qué sé… ¡Vale!
Tsé-Tsé estaba todavía en el café de Jef, jugando al chaquete con él en la sombra de la sala desierta. Pero no estaba Eugéne.
Dupuche apretó el paso, evitó la tentación de las chozas de la orilla, torció a la derecha y descubrió un taxi frente a su puerta. Cuatro o cinco negritos brincaban en torno al vehículo. Era un acontecimiento para el barrio.
Alzó la cabeza y no vio a nadie en la galería. De buena gana hubiera tomado algo. Cuando llegaba arriba, se abrió la puerta, se asomó Véronique, lo miró con ojos espantados, gritó:
—¡Puche! ¡Está ella!
Y Véronique lo rozó al pasar, corriendo, llorando, se encerró abajo, en el cuarto de la casera.
Dupuche subió los cinco últimos peldaños lenta, grave, sosegadamente, como en un sueño, giró a la izquierda, descubrió su cuarto, la máquina de coser, las cortinas amarillas, la tetera encima de la mesa, con dos tazas.
—¿Dónde estás? —preguntó.
Pues sabía que iba a encontrar a su mujer, y la halló de pie adosada a un pilar de la galería, con ambas manos en el cierre de su bolso, llevaba un vestido que nunca le había visto.
Sin darse prisa, cerró la puerta. Sin temblar, dijo:
—Siéntate…