Era muy tarde cuando Lili volvió con un hombre, y Dupuche apenas tuvo tiempo de conciliar de nuevo el sueño, pues enseguida le despertó un rayo de sol que tocaba justo su almohada y al lado seguían murmurando, mientras rompía a tocar un despertador en el piso de encima.
Eran las seis y Dupuche, con los ojos medio entornados, pensó que había un primer tren a las siete y diez. Pero ¿podría cogerlo Véronique? ¿Le había dado Monti ya el recado? ¿Había tenido tiempo de recoger sus pertenencias?
Se levantó igualmente, se afeitó y se vistió sin notar el cansancio de aquella noche casi en vela. De fondo se oía un concierto de ruidos nuevos, pero las sirenas de los buques y el chirrido de las grúas eran aún mayores que en Panamá. En cambio, no había ni el tranvía ni los cochecitos de caballos que convergían hacia el mercado.
El suelo temblaba bajo sus pies descalzos, y cuando Dupuche llegó abajo, Bob, el mulato, acababa de encender la vieja máquina de café. Tuvieron que abrir los postigos expresamente para él. La calle estaba vacía y, hasta la estación, Dupuche no se encontró más que a dos policías norteamericanos.
El reloj señalaba las siete menos diez. Llegaba con anticipación. Estuvo paseando por el andén, mirando de vez en cuando el final de la vía.
¡Véronique venía en el tren, lo hubiera jurado! Pero tuvo, de todos modos, un arranque de alegría cuando la vio pasar en el primer coche, un coche de tercera clase, abierto por los dos lados, en el que iba muy seria con paquetes en las rodillas.
—¡Puche! —gritó levantando la mano.
Tuvo que contenerse para no besarla allí, en el andén, en pleno tropel de funcionarios norteamericanos que empujaban a la negra. Estaba contento. Ella reía, iba pasándole los paquetes, la mar de orgullosa de que fueran muchos, de que hubiera todavía más.
—¿Cómo te las has arreglado para llevar todo eso a la estación?
—Papá y mamá me han acompañado…
Debieron de salir de casa del sastre los tres a las cinco de la mañana, cargados con los paquetes y las maletas, y Dupuche se figuraba la cara que pondría Bonaventure al verlos pasar una y otra vez por su tienda.
—¡Espera! Vamos a dejar el equipaje en la consigna. Más tarde le preguntaré a Jef qué hay que hacer.
Observó entonces que Véronique llevaba un sombrero nuevo, rojo como una fresa. Conservaba en la mano un paquete envuelto en papel de estraza y, cuando él quiso que lo dejase, protestó:
—¡No! Son mis cosas.
Sus pasos resonaron por las calles. Nique preguntó:
—¿Ya has encontrado una habitación?
—Un poco más lejos.
Pues Dupuche distinguía el hotel y hasta a Jef en mangas de camisa que salía a tomar el fresco en el umbral. Jef también los vio, y no se movía, en tanto que Dupuche, sin saber por qué, intuía sinsabores. Iban acercándose. Jef se ponía un diminuto cato sobre su lengua espesa y metía la caja amarilla en el bolsillo del pantalón.
—¡Hola! —saludó Dupuche al llegar junto a él.
Jef se apartó para dejar paso, sin decir palabra, luego entró y le cerró la puerta en las narices a Véronique. Dupuche no se fijó. Al volverse, balbució:
—¿Dónde está?
Y el otro, al lado mismo, monumental, duro como una estatua, lo miraba con ojos enormes, atornillando su dedo índice en la frente.
—¿Qué pasa?
—¿No has perdido la chaveta?
—¿Porque he traído a Véronique?
—No sé si se llama Véronique. Lo que sí sé es que es una negra y que no quiero gentuza de ésa en mi casa. ¡Te tenía por bobo, pero no hasta este extremo! ¿Cuándo has visto a uno de nosotros con una mona así? ¿Has visto exhibirse a algún blanco con una barra de regaliz? ¿Y aún crees que después de esto te van a dirigir la palabra?
Dupuche agarró el sombrero de paja, que había dejado en una mesa, y murmuró simplemente:
—Vale…
—¿Adónde vas?
—No lo sé…
Ya había abierto la puerta, cuando Jef volvió a llamarlo:
—¡Oye! Eso no significa que no puedas volver por aquí, ¿entiendes? Pero solo.
Véronique se sentó en el umbral, algo más lejos, con su paquete en las rodillas. Se levantó al ver a Dupuche, fue tras él como una pequeña marioneta y suspiró al fin:
—Ha salido mal. ¡A que sí!
—Es mejor que vaya yo sola —le dijo—. A ti te pedirían más.
Se llevó el paquete que debería de contener su vestido verde y algo de ropa interior. Dupuche se instaló en una cafetería donde vendían helados, en la esquina del bulevar, y llevaba esperando ya cerca de una hora.
Se hallaba en la frontera del barrio negro, pero éste era menos oscuro que en Panamá, seguramente porque la ciudad era nueva, las calles muy anchas y la calzada de asfalto. La blanquísima cafetería olía a vainilla.
Más lejos, en un solar vacío, estaban tendidos cientos de sábanas, camisas, calzoncillos de todos los modelos, y Dupuche averiguó que en tres o cuatro horas se lavaba así la ropa de los buques.
Unos negritos, varias chiquillas negras, negras unas, de color café con leche otras, y casi blancas otras, iban a la escuela y miraban cómo Dupuche se tomaba un helado de limón.
En cuanto a Véronique, ya debía de estar lejos. La vio entrar en una casa, luego en otra, en una tercera, y desde hacía buen rato había dado la vuelta al bloque.
Cuando regresó, lo hizo corriendo y se dejó caer en una silla de la cafetería. Jadeó sin recobrar el aliento:
—¡La he encontrado, Puche!
Iba sin el paquete.
—En casa de unos martiniqueses, a lo mejor primos de mi padre, porque también se llaman Cosmos…
Aceptó un helado, que fue lamiendo con lengua ágil.
—Ya verás, Puche… Es mucho más bonito que en casa de Bonaventure.
La casa era nueva, pintada de un verde claro, y el negro de la planta baja reparaba bicicletas. Las paredes de su habitación, en el primer piso, estaban cubiertas con un papel en el que unos pavos reales hacían la rueda, y había una pequeña cama de hierro, un tocador, una mesa, un perchero y un espejo.
—¿Estás contento, Puche? Son sólo diez dólares. He pagado un mes por adelantado. ¿Quieres hacer el amor, Puche?
Ya estaba sentada al borde de la cama y se quitaba el vestido, debajo del cual no llevaba más que una braguita de algodón blanco.
Al día siguiente pasó ante Jef, a quien distinguió en su café con dos hombres, y no sintió el menor pesar sino todo lo contrario. ¡Y eso que los asientos eran cómodos y se comía bien! ¡Y que encima no le habría pasado la factura mientras no tuviese dinero!
Pese a todo, experimentaba la misma sensación que cuando salió de Panamá; ¡una sensación de libertad! Al dejar Panamá se liberaba de los Colombani, de la plaza a la sombra, desde la que veía a Germaine en la caja, y hasta de los Monti, que eran muy amables también, pero cuya simple presencia le quitaba todos sus recursos.
Ya desde el primer día aquella gente lo había encuadrado y desde entonces había sido como su prisionero. Sin quererlo, echaba cuentas de lo que hacía. ¡Y ellos juzgaban! ¡Y criticaban! ¡Y suspiraban de forma harto elocuente!
Era muy sencillo: no tenían la menor confianza en él, ni siquiera Eugéne, con ser más cordial que los otros. Le echaban una mano por pura costumbre, quizá debido a Germaine.
En el fondo esperaban la catástrofe. ¿En qué forma? Dupuche lo ignoraba. ¿Creían que se suicidaría una noche de desaliento? ¿O que se colaría en un barco como un polizón? ¿O que de tanto torturarse iría a parar al hospital?
«¡Basta!»[3], como decía Véronique.
Y esto significaba muchas cosas. Significaba: «¡Vale! ¡Ya está bien! ¡Deja eso tranquilo!…».
Pues bien, sí, ¡basta! Estaba mejor en Colón y con los demás al otro extremo del canal. Era mejor también que no siguiese bajo la tutela de Jef. Le hicieron vender salchichas y obedeció. Ahora, aún, por si acaso, seguía los consejos de Jef, pero sin entusiasmo, sin creer en ellos. Iba camino del puerto. En el muelle, un policía le señaló su cigarillo, que aplastó con el tacón. Un buque de la Grace Line, que venía de Nueva York y bajaba hasta Santiago, acababa de atracar y las grúas levantaban ya sus brazos al cielo.
Por encima de la borda se veía una hilera de cabezas de hombres y mujeres: los pasajeros que se iban a precipitar a tierra, a recorrer los bazares y los bares para volver a marchar por la tarde.
La pasarela apenas tocaba el muelle cuando Dupuche fue arrastrado por la riada de negros y de mulatos que subían al asalto. Había de todo, vendedores de souvenirs y descargadores que iban a apoderarse de los tornos, a bajar a las bodegas para descargar el flete y cargar otro.
Cuando se detuvo, se hallaba cerca de los pasajeros, la mayor parte de los cuales estaba sacando fotos.
No le preguntaron a qué iba a bordo. Como su traje blanco era correcto, llevaba cuello postizo y corbata negra, debieron de confundirlo con un pasajero más, quizá con un agente de la compañía.
Flotaba en el aire la levedad de las vacaciones. Una muchacha entre otras, seguramente una sudamericana, no podía estarse quieta y arrastró a dos amigas hacia el muelle, paró alegremente un taxi largo y descubierto.
Dupuche meneó la cabeza. No andaba descaminado al juzgar que aquello no funcionaría. Buscaba en vano una víctima, dudaba si dirigir la palabra a un anciano bajito de cabello cano que parecía tener menos prisa que los otros.
—¿No baja a la ciudad?
Y el otro, que tenía los ojos transparentes, lo miró sin tomarse la molestia de contestar. ¡Un inglés, por descontado! Un personaje importante, pues, a los pocos minutos, lo fotografiaron y unos reporteros le hicieron una entrevista.
Empezó la descarga. Dupuche discurría por la cubierta buscando aún, sin convicción, pero acabó acodándose en la borda de proa, desde donde su mirada se hundía en la bodega abierta.
En el fondo se afanaban cinco negros en torno a un coche que ataban con cables de acero. En el castillo, frente a Dupuche, estaba sentado un español bajo en una silla de tijera delante de los tambores del cabrestante, con los pies apoyados en unos pedales, las manos en unas palancas, como un conductor de automóvil.
Se asomaba a la bodega para ver. El capataz que se hallaba en ella gritó una orden y el cabrestante empezó a chirriar, el cable se enrolló al tambor, el coche dejó su apoyo y osciló girando en el vacío.
Repitieron la operación tres veces, y el coche, tras describir una curva en el aire, fue a posarse en el muelle donde un chófer de librea lo puso en marcha, el viejo inglés, acompañado de otra persona, fue a tomar asiento.
Había más coches en las entrañas del buque, coches nuevos en cajas monstruosas, y, como la cubierta de pasajeros estaba vacía, Dupuche siguió en ella para contemplar la maniobra.
Una caja quedó atascada en el instante en que emergía del cuartel de escotilla. El hombre que manejaba el cabrestante se inclinó más, vociferó órdenes, ejecutó dos o tres maniobras y, de pronto, lanzó un grito agónico.
Nadie comprendió nada, ni siquiera Dupuche, que lo estaba mirando, y resultaba extraño ver cómo se agitaba, cómo se retorcía, cómo se lanzaba en todos los sentidos manteniendo un brazo en el cabrestante como retenido en una trampa.
En realidad era eso. Acudió un oficial dando órdenes. La gente del muelle oía los gritos sin ver nada y permanecía inmóvil mirando hacia arriba. Dupuche no podía intervenir, pues no había modo de pasar de la cubierta de los pasajeros al castillo.
—¡Cuidado!
La caja del coche volvió a bajar unos centímetros, mientras estallaba el estrépito del cabrestante. El oficial manejaba los mandos cuando, de súbito, rodó el español por el suelo, inerte, salpicado de sangre.
El resto fue rápido y confuso. Se había formado un grupo. El médico de a bordo debía de estar allí, y del hangar ya salía una ambulancia.
Ni un grito más. Pisadas, órdenes dadas en voz sorda, luego la camilla que bajaba del navío y que introducían en la ambulancia.
Un marinero dirigía un chorro de agua sobre los charcos rojos, y los negros, en la bodega, seguían aguardando bajo la caja suspendida.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Dupuche a un oficial que se paró junto a él.
—La mano ha quedado aplastada bajo el cable. Hay trozos de dedos pegados al tambor.
Seguía el silencio, al sol. Los descargadores iban a sentarse a la sombra. Acudía corriendo un empleado, saltando de un grupo a otro, y Dupuche se decidió al fin, bajó al muelle, buscó al atareado empleado.
—¿Necesita a alguien?
—Han ido a buscar a un sustituto a la ciudad. Pero, mientras tanto…
—Yo puedo encargarme del asunto.
No precisó que era ingeniero.
—¡Venga! El Santa lleva ya una hora de retraso. Le pagarán las horas dobles.
Entró en el bar de Jef con paso indolente, a la hora del aperitivo de la tarde, cuando estaban todos los asiduos.
—¡Eres tú! —gruñó el dueño volviéndose—. ¿Has encontrado clientes?
—He encontrado un empleo —replicó Dupuche—. ¿Cuánto te debo por lo de ayer?
Y enseñaba un fajo de dólares, siete u ocho, pues la Sociéte des Docks cumplió la palabra y le pagó las horas dobles.
—¿Un empleo de qué?
—De capataz en el puerto. Aún no es oficial. Estoy haciendo una sustitución a consecuencia de un accidente que ha habido esta mañana. Pero creo que me tomarán, ya que me han pedido que me apunte en el sindicato.
—¡Ay, la puta madre! —gritó una voz de mujer.
Era Lili, que almorzaba en ese momento, pues acababa de levantarse. Alguien se echó a reír. Jef por poco hace otro tanto.
—¡Tú sí que puedes ufanarte de haber sacado el gordo!
Dupuche no entendió en el acto. Creía dejarlos boquiabiertos y sólo conseguía desatar la hilaridad.
—¿No caes? ¿Cuándo has visto hacer fortuna a un capataz? ¿Qué trabajo es el tuyo?
—Llevo el torno.
—¡Pues lo llevarás toda la vida! Porque hazte cargo de que si sale una oportunidad, no irá allí a buscarte. Se pueden vender salchichas, números de la lotería, recoger colillas por la calle o abrir la puerta de los coches. No te metes en camisa de once varas, como se dice, y puedes hacer fortuna. Pero tan pronto seas un obrero sindicado…
Los chulos, en su rincón, escuchaban sonriendo.
—¿Cuánto te debo? —repitió Dupuche, sonrojado.
—¿Te enfadas?
—¡Qué va!
—¡Bebe algo y ve a reunirte con tu negra, anda! Aún tendrás ocasión de venir a pedirme una cama.
Y Jef se levantó pesadamente, sacó los naipes de un cajón y se acercó a sus amigos…
—Y a todo esto, ¿qué pasa con nuestra partida?
—Tiene razón —murmuró Lili dirigiéndose únicamente a Dupuche—. Una vez en el engranaje…
¡Como la mano! Hasta el atardecer, quedó sangre en el borde de una rueda dentada.
Dupuche se bebió a pesar de todo una caña, para no dar la impresión de rajarse, luego se fue deprisa a su casa, que le costó algo encontrar. Véronique estaba asomada a la ventana, entre dos macetas.
—Me preguntaba dónde estabas…
Había ido por las maletas a la estación y lo había arreglado todo a su gusto.
—Tengo hambre, ¿sabes, Puche?
Eran las siete de la tarde, cenaron en un restaurante pequeño de tablas, que sólo frecuentaban negros y panameños.
—¡Hay sancoce, Puche! —exclamó Véronique olisqueando el plato de su vecino.
Y Puche comió también el sancoce, el antiguo potaje de los esclavos, hecho con todo, batatas, yuca, ñame y bocados de cordero o de cabra.
—Me ha salido una colocación —anunció por fin—. De aquí en adelante tendremos dinero.
Por un instante creyó que iba a contestarle como los clientes de Jef, pues fruncía el entrecejo.
—¿Una colocación de qué?
—De capataz. ¡Y quizá ni eso! Es más bien un trabajo de obrero.
Véronique pareció tranquilizada y se puso a comer de nuevo. Terminada la cena, Dupuche no sabía qué hacer. Primero siguieron una calle, luego otra, divisaron el mar bordeado de cocoteros y un poco de césped.
Estaban llegando al barrio norteamericano, constituido por unas villas rodeadas de jardines. Algunas tenían pista de tenis con suelo de tierra roja, y era la hora en que, con prendas blancas, se jugaba.
Véronique trotaba junto a su acompañante, muy tiesa, con la cabeza bien alta.
—¿Sabes nadar, Puche?
—Claro.
—Yo también. ¿Vendremos a nadar?
Pero Puche leyó un letrero: PLAYA RESERVADA PARA LOS HABITANTES DE LA ZONA DEL CANAL.
¡O sea, para los norteamericanos!
Había alguno en el agua. Un fueraborda describía amplios círculos en la bahía. La brisa, procedente de alta mar, hacía susurrar las palmas de los cocoteros.
—¿En qué estás pensando, Puche?
—En nada.
Era demasiado vago para expresarlo. Se le rieron porque encontró un empleo de capataz y lo miraban con desprecio cuando no encontraba nada.
¡En el fondo su sitio no estaba en el local de Jef! Menos aún en el de los Monti. ¡Y menos que en cualquier otra parte en el hotel de los Colombani!
¡Tres ambientes distintos, sin embargo!
Pero ¿estaba en su sitio en la Universidad de Nancy? Ahora se acordaba de que nunca se encontró a gusto. La mayoría de sus compañeros eran más ricos o más ruidosos que él.
¡Más adelante, cuando iba a ver a su novia, se peleaba con su padre!
Véronique callaba. ¿Acaso pensaba también ella a su manera? Pero ¿en qué?
Y, en definitiva, ¿cómo había ocurrido todo? Pues paseaba con ella tras la cena y tendrían el aspecto de un matrimonio. Le hacía feliz que estuviera allí. Dentro de un rato, naturalmente, volverían a su habitación, se desnudarían y se acostarían en la misma cama.
Ahora bien, ¡era una negra! ¡No había cumplido dieciséis años! ¡Y él tenía una mujer propia, una mujer de su país, de su ciudad, casi de su calle, y de su educación por añadidura!
¡Fue su mujer la que se quedó al otro extremo del canal y Véronique la que vino a buscarle!
—Tal vez preferirías vivir en otro barrio —dijo de repente Véronique.
—¿Qué barrio?
—Cualquiera menos el negro.
—¿Por qué dices eso?
—No sé, podrías venir a verme.
—¡No!
Los transeúntes los miraban. Sólo los norteamericanos, escandalizados, preferían no verlos.
Había dicho no, simplemente, sin necesidad de reflexionar. ¡Tanto peor! Estaba harto de todos aquellos blancos que le daban consejos y que pretendían enseñarle a vivir. ¡A Véronique no le hacía falta entender!
E incluso fue él quien la tomó del brazo para seguir caminando. Torcieron a la derecha. Siguieron un bulevar donde resonaba el timbre de un cine.
—¿Te apetecería ir, Nique?
—¿Y a ti?
No era ni mucho menos como en Panamá. En veinticuatro horas habían cambiado sus relaciones.
Y, hasta en la oscuridad, le complacía sentir a la chiquilla junto a él. Dentro de poco, al acostarse, se darían las buenas noches.
¡Nunca había dormido realmente con ella!
—¿Lo pasas bien, Nique?
Buscaba su mano y se la estrechaba furtivamente con la yema de los dedos.
La película se terminó unos segundos más tarde. La pantalla se volvió de un blanco amarillento y Dupuche creyó ver una lágrima en los ojos de Véronique. Cierto que se apresuró a decir:
—¡Es una película triste!