6

¡Cabía preguntarse, a veces, si los Colombani no lo hacían adrede! Dupuche pasaba cuando quería por la plaza: estaba seguro de distinguir a Christian acodado en la caja, al mismo Christian que confesaba que nunca se había ocupado del hotel. Todas las mañanas lucía un traje limpio —¡más de una vez se lo cambiaba durante el día!— y su cabello olía con más frecuencia a peluquería. Se pasaba horas sonriéndole a Germaine, contándole historias que la hacían reír.

Si Dupuche entraba, se limitaba a tocarle la yema de los dedos murmurando:

—¿Cómo vamos?

En cuanto a Germaine, no sólo gozaba de perfecta salud, sino que embellecía. Era como para creer que había nacido para vivir detrás de la caja de un gran hotel. Se la sentía firme, segura de sí misma, tranquila también, y poco faltaba para que levantase la cabeza hacia su marido como si de un cliente se tratase.

—¿Tienes algo que decirme?

¡Sí! ¡No! Si empezara, habría para rato. Sin olvidar que después sus relaciones se harían más desagradables.

—Pasaba por aquí… —se disculpaba.

Y tras él, la vida recobraba su curso: Christian y Germaine se reían de futilidades, como pueden reírse los enamorados, y los Colombani viejos asentían.

Pues asentían, eso no había quien lo dudara. Todo el mundo sabía que Christian andaba colado. Ahora bien, Tsé-Tsé y su mujer estaban en la gloria, envolvían a la pareja con sonrisas complacientes, les facilitaban momentos de soledad como a los novios.

¿Y Dupuche, entonces? ¡Pues estaba casado! ¿Qué pintaba allí? ¿Tomaban las palabras de Jef al pie de la letra y esperaban que no aguantase ni un año y que dejara el terreno libre?

Prefirió irse. ¡No definitivamente! ¡No! Marchó sin marcharse. No dejó escapar la ocasión cuando Eugéne le dijo:

—¿Quieres ir a llevar este paquete a Jef entre tren y tren?

Un paquetito atado y lacrado que el oso había de entregar personalmente a alguien que embarcaba para Francia.

El tren rodaba. Dupuche miraba desfilar la selva por la que no hubiera podido deslizarse un hombre. Estaba sentado en el lado de la sombra. Fumaba un cigarrillo y se encontraba muy bien. No propiamente dichoso, pero ligero.

No había decidido nada. No quería saber si se quedaría en Colón. Se preguntaba incluso si no lo enviaban allí para que Christian y Germaine estuviesen más tranquilos.

No estaba celoso. Cuando veía a su mujer, era sin emoción, más bien con una especie de rencor.

Él no tenía la culpa y quizás ella tampoco. Puede que hubieran ignorado siempre el vacío que existía entre ellos si, de pronto, no se hubieran hallado sin blanca en un país extranjero, lejos de toda ayuda posible.

¿Quién sabe si, de no ser por ello, no hubieran pasado toda la vida creyendo amarse?

Estalló la catástrofe sin provocar una efusión, un arrebato de ternura del uno por el otro. ¡Al contrario!

Dupuche bajaba a beber y, al regresar borracho a su habitación, Germaine lo ponía de vuelta y media con malos modos.

Tsé-Tsé le ofreció un puesto de cajera y ella aceptó sin consultarle, aunque ello acarrease su separación.

Tenían la excusa de sentirse atropellados, trasplantados, extraviados en un mundo nuevo, pero, en lo sucesivo, el vacío fue ahondándose más aún y, por ejemplo, Germaine ya ni siquiera enseñaba a su marido las cartas que recibía de su padre, mientras él, por su lado, se limitaba a anunciar:

—Mamá me ha escrito.

¡Y eso que era un sentimental! ¡Pensaba a menudo que no soló eran dos en la vida, que lo tenían todo para amarse, que era su única tabla de salvación, y se le anudaba la garganta ante la idea de que no era posible y de que ni tan sólo sabía por qué!

Se prometía estrechar a Germaine entre sus brazos cuando fuera a verlo a su casa, decirle… ¿Qué?

¡Nada! No tenía nada que decirle. Tenía demasiada seguridad en sí misma, con sus cabellos bien cepillados, su semblante sereno, su vestido sin una arruga.

«Puche…»

Le parecía oír la voz de Véronique y se sonreía solo en el tren. Intentaba oír también la voz de su mujer murmurarle: «Jo …».

¡No! Cuando Véronique decía Puche, era suficiente y no significaba que fuera a añadir algo más. Decía Puche sin motivo, con los ojos llenos de alegría y de gozo. Cuando Germaine decía Jo, significaba que proseguiría con otras palabras.

«¡Jo! Me ha explicado Madame Colombani…»

Divisó el mar más allá de los grandes edificios blancos de las compañías navieras. Pasaron cerca de las chimeneas de barcos y el tren paró enfrente de unos bazares llenos de sedas japonesas, de marfiles, de frascos de perfumes y de souvenirs.

Había siempre hombres y mujeres de blanco, con salacot, que iban de escaparate en escaparate, extrañándose de todo, cambiando dinero y enviando postales, y los obesos fenicios les hablaban como si cada vez fuesen los mismos.

Dupuche recorrió la calle cuyas casas eran todas cabarés nocturnos con barras americanas delante en las que podían acodarse treinta personas. A aquella hora, la calle estaba tranquila y sólo se veía en los bares a algunos marinos de gorro blanco que bebían cerveza.

Le indicaron el hotel de Jef, se trataba de un hotel de tercera categoría, pero, con todo, bastante cómodo, flanqueado por un café con divanes de molesquina. Allí estaba Jef, solo, desplomado en una silla, con gafas y leyendo un periódico estadounidense. Alzó la vista hacia Dupuche.

—¡Hombre! ¿Estás aquí ahora?

No se habían visto más que una vez, pero Dupuche se acostumbró también a tratar de tú a la gente.

—Eugéne me ha pedido que te traiga un paquetito…

—¡Ah, ya!…

—¿Qué bebes?

—Cerveza.

No le desagradaba aquella sala vacía, donde se estaba fresco. Resultaba mucho más europea que el café de los Monti, con los servilleteros de metal y espejos biselados en las paredes.

—¡A tu salud! ¿Regresas esta tarde?

Jef tenía un cuerpo enorme. A pesar de su grasa, se le sentía duro y potente. Miraba siempre hacia abajo, mientras su boca daba la impresión de estar masticando algo.

—Todavía no lo sé. ¿No sabes de algo para mí?

Jef trataba de ver en su interlocutor los resultados de tres meses de vida panameña.

—¿Sigues sudando tanto?

—¡Igual!

—Es más bien sano, pero poco presentable. ¿Más cerveza? ¿Por qué quieres quedarte en Colón?

—No sé.

—Te llevas mal con tu mujer, ¿no? Lo preví enseguida y se lo dije a Tsé-Tsé. Las mujeres son unas pillas, hasta las más tontas. Se ha dado cuenta de que flaqueas y no le servirás para nada.

Tomó un cato de una cajita amarilla y se lo puso en su gruesa lengua. Se produjo un silencio. Con Jef era habitual. Callaba un buen rato mirando al frente, y los otros no se atrevían a tomar la palabra, pues en tal caso los fulminaba con la mirada.

—¿Hablas español ahora?

—Lo suficiente para desenvolverme.

—En este caso, no entiendo por qué no te dedicas a hacer los barcos…

—¿Qué es eso?

—Subes a bordo, bien trajeado, como si fueras a buscar a alguien. Escoges a clientes interesantes y los llevas por la ciudad. Los bazares te dan un diez por ciento y, en las boites, puedes cobrar hasta un treinta. —Jef lo observó, callado, y añadió luego—: No hay nada deshonroso en esto… —Esperó un poco más—. Nadie te obliga a hacer los barcos franceses…

Querida Germaine:

Te escribo esta nota a toda prisa para que salga en el tren de esta tarde y no estés inquieta. Jef, en cuyo local estoy en este momento y que pone a mi disposición un cuarto para los primeros días, me aconseja que me quede en Colón, donde hay más posibilidades de salir adelante que en Panamá, porque los barcos hacen escalas más largas.

Te iré manteniendo al corriente. Saluda de mi parte a toda la familia Colombani y a Monsieur Philippe.

Espero que hasta pronto.

Un beso.

¿Qué otra cosa podía escribir? Era correcto, no excesivamente frío. Además, Germaine se alegraría, y Christian, todavía más.

Agregó una posdata:

No te ocupes de mis cosas. Les mando una notita a los Monti para que me las envíen. En cuanto al dinero, no me hace falta ahora.

¡Ya estaba! Jef leía el periódico frente a él. Zumbaban unas moscas en un rayo de sol y revoloteaban por la casa tufaradas de guisos.

Dupuche estaba pegando el sobre cuando se abrió una puerta que daba a una escalera. Se detuvo en mitad del café una mujer bastante joven, con un vestido de seda clara y un gran sombrero de paja en la cabeza.

—¿Ya? —exclamó Jef con un gruñido.

—¡Sí! Tengo que ir a Correos.

Miraba a Dupuche con aire interrogativo, y Jef explicó:

—Un compañero, que va a hacer los barcos…

La mujer se dirigió a la puerta y, cuando estuvo al sol, Dupuche vio su cuerpo a través de la ligera tela del vestido.

—Es Lili —dijo Jef cuando estuvo fuera—. Baila en el Atlantic y se aloja aquí. Es raro que se levante tan temprano.

Eran las cinco de la tarde. El sol calentaba aún, pero la sombra se ensanchaba cada vez más en la calle.

«Querido Eugéne…

Véronique no sabía leer y Dupuche no tenía más remedio que dirigirse a otro.

Creo que me voy a quedar en Colón, donde Jef me aconseja que haga los barcos. ¿Quieres ir a ver a Véronique y decirle que se venga conmigo trayendo mis pertenencias? Sabe dónde está todo. Si no tuviera dinero para el tren, ten la bondad de prestarle lo necesario.

Te lo agradezco de antemano, así como todo cuanto has hecho por mí. Por otra parte, tendré que ir de vez en cuando a ver a mi mujer y a estrecharos la mano a todos.

Abrazos.

También ésta estaba bien y Dupuche llevó ambas cartas al tren. Encontró a Lili, que paseaba por delante de los bazares, y los hombres se volvían para mirarla.

Estaba algo fastidiado porque no se había atrevido a hablar de Véronique con Jef. Además ya la echaba en falta y le sería útil, ordenaría su ropa.

La velada la fatigó. Había que empezarlo todo. Tenía que familiarizarse con otros ambientes; con caras nuevas, así como con otras maneras de ser. Cuando regresó al hotel, había cuatro franceses que jugaban a la belote y tomaban un picon grenadine. Jef lo presentó y le hicieron sentar con ellos.

Pero no le hacían mucho caso. Los jugadores sólo se interrumpían para hablar de sus asuntos, sobre todo de las carreras, y también de un tal Gaston que debía telegrafiarles desde Marsella.

Empezaban a preparar las mesas al fondo de la sala y el olor a cocina era cada vez más agradable, hasta el punto de producir por un instante la ilusión de estar en Francia.

Jef le hizo un guiño a Dupuche y se lo llevó aparte.

—¿Tienes dinero?

—Unos diez dólares…

—¡Vale! Por unos días te fiaré, para darte tiempo a que te desenvuelvas. Dormirás y comerás aquí. —Lo decía en tono desabrido mientras le indicaba una mesa—. Ponte aquí, anda…

Lili se sentó a una mesa próxima y cenó leyendo una novela. Llegaron otras mujeres, que tenían prisa y que se fueron después de engullir una sopa y una pieza de fruta. Dupuche intuyó que eran las francesas del barrio reservado del que se encargaban los jugadores de la belote.

—Podrías pedirle a Lili que te orientara —fue a decirle también Jef—. Es buena persona. No empieza hasta las diez. Te enseñará los sitios a los que puedes llevar a tus clientes. ¡Oye, Lili! ¡Lo has oído!

—De acuerdo.

Salió muy bien. A fin de cuentas, era mucho más alegre que Panamá, porque no era una auténtica ciudad, sino que todo estaba edificado para los extranjeros que hacían escala.

Cinco o seis bloques de casas no eran más que bazares, brasseries, bares y boites de nuit, mientras más lejos se alineaban como en Panamá las casas de madera del barrio negro.

—¿No conoce Colón? —preguntó Lili, que andaba dando pasos cortos sobre sus tacones desmesurados. Rechoncha y morena, tenía acento de Toulouse o de Agen—. Yo hace seis meses que estoy aquí. Antes trabajaba en California, con una compañía… ¡Mire! Ahí empieza el barrio reservado…

Las casas de madera eran iguales que las otras, pero en la planta baja los comercios eran sustituidos por unos salones pequeños, unas habitaciones que tenían acceso directo a la calle.

Había mujeres sentadas, una por compartimento, negras, mulatas y blancas.

—Ahí tienes una a la que has visto cenar antes en casa de Jef. ¿Sabes cuánto se saca por noche? Entre quince y veinte dólares, y todos los años se va a pasar dos meses de vacaciones a Francia con su marido.

Lili lo hizo entrar en todos los cabarés. Era la hora en que todas las orquestas, instaladas ya, esperaban a los primeros clientes para empezar a tocar. Las chicas de alterne, ante los espejos, comprobaban el efecto de su atractivo.

—Éste es el Atlantic, donde trabajo yo, la boite más elegante. Le darán el veinte por ciento por consumición y el treinta si toman champán. Mi mesa está al fondo, a la derecha… También le daré algo por los clientes que me traiga.

Salieron de la luz malva de la sala y pasaron al lado, al Moulin-Rouge.

—Algo menos elegante… Las chicas son de color. En el Atlantic está prohibido.

Luego vino el Tropic, donde las mujeres eran feas y los manteles no estaban muy limpios.

—Por lo demás, esta noche basta con que vayas del uno al otro. Cuando algún turista quiera cenar, hay un restaurante detrás del Tropic. Es el mejor.

Todos los letreros luminosos se encendieron a la vez y grupos de marinos estadounidenses invadían las calles.

—Hasta luego. Es mi hora…

Dupuche anduvo durante mucho tiempo, entró en un bar y se sentó en un taburete, pidió whisky. Todas las casas exhalaban músicas que se contraponían. Empezaban a llegar los pasajeros de los barcos en taxi, acompañados de bellas mujeres, rubias sobre todo, algunas en traje de noche y otras, por el contrario, en ropa de playa. Se deslizaban negros, vendían de todo, abanicos o flores, cacahuetes, rajas de sandía, los chiquillos abrían las portezuelas, lustraban los zapatos, ofrecían números de tómbolas.

Un hombre que estaba sentado al lado de Dupuche le dirigió la palabra en inglés y quiso invitarlo a beber. Borracho ya, se empeñaban en hallar en su memoria algunas palabras francesas aprendidas en el norte durante el último mes de la guerra.

—Amiens… Compiégne… —repetía.

Luego explicó que iba a Tahití, donde quería comprar una isla y cultivarla.

Tenía tanto miedo a quedarse solo que se pegaba a Dupuche y le hablaba asiéndolo de los hombros.

—Chicago. ¿Conoce?

—No.

—Nueva Orleans. ¿Conoce?

—Tampoco.

Se desesperaba por no poder expresarse mejor, y en vano le repetía Dupuche que entendía el inglés.

Su discurso, en todo caso, debió de significar que, desde que salió de Chicago, estaba borracho y que quería seguir estándolo hasta Tahití, con objeto de no padecer el tedio del viaje.

El camarero le hacía a Dupuche señales de connivencia. El norteamericano se sacaba del bolsillo billetes de banco: arrojaba algunos por la barra y arrastraba a su interlocutor.

—¡Tahití! ¡Magnífico, Tahití! ¿Conoce? ¡Niza! ¡Magnífica también! ¿Conoce?

Entraron en otro bar y bebieron más. Pero allí el yanqui por poco se enfadó porque no le servían olivas.

—¿Va con él? —le preguntaron a Dupuche.

—No, no le conozco.

—¿Sabe en qué barco viaja?

En vano interrogaban al borracho que exigía olivas. No conocía el nombre de su barco y, sobre las tres de la madrugada, acabó sentándose al borde de la acera y rodeándose la cabeza con las manos mientras se miraba tristemente los pies.

Le quedaban al menos trescientos dólares en el bolsillo y Dupuche se preguntaba si debía hacerse con ellos.

—¿Es un barco que ha llegado hoy? —le preguntaba.

—Me da igual.

—Tiene que volver a bordo… Trate de recordar el nombre.

Paraba gente. Alguien dijo:

—Para Tahití, es el Ville d’Amiens, que acaba de llegar. Sale esta noche…

Entonces Dupuche empujó a su compañero dentro de un coche, llegó con él al puerto, se informó.

—¿El Ville d’Amiens? Está levando anclas…

Embarcaron al norteamericano en una lancha que salió como un rayo en la oscuridad mientras Dupuche permanecía solo en el muelle, estupefacto, como si la aventura le hubiese ocurrido a él.

Quiso ir a saludar a Lili y entró en el Atlantic, pero estaba sentada con un extranjero y se contentó con dirigirle una sonrisa.

¡Estaba casado! ¡Y su mujer se hallaba en la otra punta del canal! ¡No estaba triste, no! Pero eso no lo dejaba indiferente, sobre todo a aquellas horas, y se repetía las palabras del yanqui:

—¡Tahití! ¡Magnífico!

En Amiens también todo el mundo lo envidiaba porque se iba a América del Sur. Tahití sería el mismo espejismo. Con todo, se sentía dolido siempre que salía un barco en la dirección que fuera. Le dolía, sobre todo, ver a los pasajeros… Gentes de blanco, en una cubierta impecable… Gentes que sonreían, pues los pasajeros sonríen siempre y se siente que van a pasar unos días despreocupados, discurriendo del comedor al salón y del salón al bar, jugando al bridge o, en la cubierta, a cosas tan sencillas e ingenuas como juegos de niños.

¡Y las escalas! ¡Se llaman unos a otros! ¡Se juntan! ¡Miran con prismáticos el muelle que se acerca! Se informan del cambio de la moneda y todo les divierte: el negro que les tiende postales y el chófer que habla un raro galimatías, el uniforme de los aduaneros y la forma de los automóviles…

Regresó al hotel y se encontró a Jef sentado con dos clientes noctámbulos. No hablaban siquiera. Tomaban el fresco mirando al frente y le indicaron una silla a Dupuche.

Debía de ser así todos los días, como en el local de Monti, con la diferencia de que aquí había más luz, más limpieza, y la parroquia no era negra.

Dupuche pidió un anisete con agua dejándose caer en el diván.

Se preguntó por un momento qué esperaban sus acompañantes, pero al poco rato llegaron dos mujeres y lo entendió.

—¡No puedo más y tengo hambre! —dijo una.

En cuanto a la otra, besó a uno de los hombres y se sentó sin decir nada.

—¡Dos gratinadas!

Jef miró a Dupuche, que estuvo a punto de sonrojarse al verse descubierto.

—Me juego lo que sea a que también te comerías una sopa de cebolla. ¡Tres, Bob!

—¿Mucha gente?

—Casi nadie en el barco francés. Dos o tres funcionarios con sus mujeres. Hasta ha pasado un matrimonio arrastrando a un crío de la mano. Luego el barco de Chile. Lo mismo de siempre. Con su cambio… No pueden hacer nada. Preguntan: ¿Cuántos pesos son?

Y bostezaban. Jef se recostaba un poco hacia atrás, como para sacar más cómodamente su tripa, y el faldón de la camisa le salía del pantalón.

—¿Berthe no ha dicho nada más?

—¡Como se le ocurra abrir el pico, creo que le saco un ojo!

La que hablaba era una rubia menuda, una rubia de cuarenta años, con la cara ya arrugada. Antes, esa Berthe de la que hablaban formaba parte del grupo de Jef, pero había estallado una pelea con motivo de un inglés al que contó cosas sobre su vecina.

—¡Dedé está fastidiado!

Dedé, el hombre de Berthe, que de resultas de aquello ya no podía ir a echar su partidita en el bar de Jef. ¡Así iban las cosas! Los dos exiliados debían de estar cenando a aquellas horas en un restaurante pequeño regentado por un alemán.

La sopa estaba rica. Dupuche se deleitaba.

—¿Se encuentra auténtico queso de Gruyere? —se asombró.

—¡A ver!

Y la mujer preguntó:

—¿Es usted belga?

—No. ¿Por qué?

—Por su acento. Entonces, ¿es del Norte?

—De Amiens.

—Conocí a un tipo que tenía un café cerca del canal.

Dupuche no conocía los cafetines del canal. Se disculpó.

—¿Es verdad que va a hacer los barcos?

Probaré…

—Entonces, ¡ojo con llevar a alguien con Berthe! Con Isabelle o conmigo, las dos nos arreglamos siempre.

Isabelle era morena, con una nariz larga y delgada. Estaba de acuerdo. Y el tiempo iba pasando en medio del olor a sopa. Dupuche encendió un cigarrillo. Su vecino bostezaba.

—¿Y si fuéramos a acostarnos?

No vivían en el hotel, pero tenían un cuarto amueblado en el barrio.

En cuanto a Jef, le faltaban dos horas al menos antes de poder cerrar el local, lo cual no le impediría estar de pie antes que nadie. No dormía ni tres horas por noche, era cosa sabida. Solamente, de vez en cuando, en pleno día, sentado en su silla, cerraba los ojos unos minutos y pretendía que aquello le bastaba.

—Tu habitación está en el primero, la tercera puerta… —le dijo a Dupuche—. Encontrarás el retrete al final del pasillo.

No sabía si darles la mano a todos. Lo hizo y lo vieron alejarse.

¿Y luego? El Ville d’Amiens estaba cruzando el canal a marcha lenta, con su foco dirigido a la orilla, el comandante y el piloto en el puente, los pasajeros dormidos, incluido el yanqui a quien el fulano de la lancha quizás había robado sus trescientos dólares.

¿Por qué no?