Sucedió una noche, tres meses más tarde, en la época más tórrida. La partida de belote se alargaba en el bar de Monti, y el camarero dormitaba tras el mostrador. Todos se habían quitado la chaqueta y Fernand llevaba tirantes, lo que le asemejaba aún más a un obrero desaliñado los domingos por la mañana.
Christian Colombani jugaba precisamente con Dupuche, que acababa de cantar escalerilla y belote.
—Triunfo doble, un as y un diez mayor.
Eugéne contaba los puntos y marcaba. Christian acababa de salir de manos del peluquero y sus cabellos morenos, más rizados que nunca, exhalaban un perfume dulzón.
—Por cierto, Jo… —empezó a decir repartiendo los naipes. Dupuche intuía ya, igual que los otros, que fingían preocupación—. Quería preguntarte… ¿Te molestaría que llevara a tu mujer a la fiesta del Club Náutico?
Y Dupuche declaró calmoso, pausado, con una naturalidad perfecta:
—¡Al contrario!
Hasta tal punto, que los demás se preguntaron si era fingido, ¡pero no! Seguía jugando mientras que Christian tenía prisa por ir a vestirse y comunicarle la noticia a Germaine, pues la fiesta se celebraba aquella misma noche. En cuanto se sumaron mil puntos se levantó, disimulando mal su impaciencia.
—¿Cuánto sube, Fernand?
—Dos rondas, ochenta céntimos…
No se trataba de céntimos, sino de cents norteamericanos. Era un modo de hablar entre ellos, uno de los mil pequeños detalles en los que se reconocía la veteranía en Panamá.
Christian tenía el coche en la puerta. Los otros tres lo vieron marchar, y Eugéne se desperezó, bostezó:
—¡Esta noche tengo que llevar a mi mujer al cine!
Nunca se la veía. Dupuche la había distinguido apenas una o dos veces en su mirador, en el barrio de la Exposición, donde estaban agrupadas las legaciones. Le habían dicho que era una chica de buena familia, que sus padres eran ricos. Sabía además que hacía unas semanas Eugéne estuvo esperando un hijo, pero que éste nació antes de tiempo y no vivió. Se limitaba a imaginar a Madame Monti como una panameña algo cursi y delicada que vivía entre los divanes y los cojines de su piso.
—¡Qué tío tan bueno es ese Christian!
Fernand decía esto por decir algo, pero en cualquier caso, era bastante cierto, pues Christian, rico y mimado como estaba, pudiera haberse vuelto insoportable y era por el contrario un buen compañero. Si veía a Dupuche, cuando pasaba en coche, lo llamaba.
—¿Adónde vas?
Y lo acompañaba a su destino, lo esperaba, lo llevaba a tomar cerveza fresca al Kelly’s o al Rancho.
Pasaron tres meses sin que nadie se diese cuenta por el simple motivo de que en tres meses no cambió nada. ¡Sí! Dupuche aprendió a jugar a la belote y hablaba algo de español.
No obstante, hubo un acontecimiento: llegó una larga carta de Grenier; afirmaba que había sido víctima de sus competidores, pero que la batalla no estaba perdida. Un día u otro lograría sacar su empresa a flote y entonces Dupuche sería recompensado por sus penas y su paciencia.
Siga aprendiendo el idioma, familiarizándose con el clima y el país. No puedo enviarle fondos, pues me lo han vendido todo y vivo en el modesto cuarto de un hotel…
La carta estaba escrita en un papel con el membrete del Fouquet’s.
Dupuche no tenía necesidad de aquella vaga promesa para esperar. Todo llegó por su propio peso. Fue adquiriendo hábitos: cada hora se llenó poco a poco con hechos y gestos que repetía dócilmente todos los días.
—¿Vendrás al salir del cine? —le preguntó Fernand a su hermano.
—Creo que no. Mi mujer querrá ir a casa.
No tenían nada más que decirse, concluida la belote. Estaban allí, al fresco, siguiendo con la vista a la gente que pasaba por la calle.
—¡Ahí viene Nique! —anunció Eugéne.
Era Véronique, a la que acabaron por llamar Nique, que avanzaba hacia la puerta vidriera y miraba al interior esperando el permiso para entrar. Dupuche le hizo una seña. Ella empujó la puerta, tendió la mano.
—¡Hola! ¿Puedo beber algo?
Ya era también un hábito, una especie de posición ganada. Verónique tenía derecho de ciudadanía entre la pequeña pandilla. Si alguno encontraba a Dupuche, le decía del modo más natural: «¡Hombre! He visto a Véronique que parecía estar buscándote».
Eugéne también tenía siempre una amante, pero cambiaba por lo menos una vez al mes, lo cual no se hacía sin tiranteces, pues algunas de sus amigas intentaban pegarse a él. Una de ellas llegó enviarle una carta anónima a su mujer.
El camarero sabía qué le gustaba.
—¿Un panaché, Nique?
Nunca se veía a mucha gente en el café de Monti, hasta el extremo de que, al principio, Dupuche se preguntó cómo podía vivir de él. Pero los días de paga compensaban todos los demás de la semana.
—¡Bueno! Me voy.
Había que hacer un esfuerzo. Eugéne suspiró, se despidió dando la mano a los demás y se dirigió a su coche aparcado un poco más lejos.
Dupuche esperaba a que Véronique se hubiese bebido su cerveza y se levantó a su vez.
—¿Funciona aquello?
—Un poco.
Era hora de ir. Justo al ponerse el sol. Dupuche cruzaba el paso a nivel y la mayor parte de las veces lo acompañaba Véronique, con un raro sombrerito en la cabeza, calzada con zapatos negros de charol. Pasaban por delante de las dos boites, por delante de un gran café, tras lo cuál, en la esquina, llegaban frente al chiringuito de las salchichas.
Dupuche tenía la llave. Abría la puerta a los negros que estaban esperándolo y que encendían fuego enseguida, mientras él ponía cartuchos de monedas en el cajón.
Antes aquel oficio se le había hecho una montaña, y eso que era la mar de natural. No era cuestión de llevar una chaqueta de cocinero ni de servir las salchichas a los clientes. Para eso estaban allí los dos negros y él era una especie de gerente, de dueño a fin de cuentas, que comprobaba la cantidad de mercancías y que llevaba la caja. En aquel momento, Véronique tenía derecho a su primera salchicha, que devoraba, no en uno de los taburetes, sino paseando apartada para no ponerse en evidencia. En cuánto a Dupuche, ni siquiera tenía necesidad de permanecer detrás del mostrador. Una vez puesta en marcha la cocina, podía ir a sentarse a la terraza de enfrente, discurrir por el barrio, con tal de volver a menudo para ver si los dos negros no estaban embolsándose la recaudación.
Cobraba un dólar diario, más un reducido porcentaje.
—He visto a tu mujer. —Mordisqueaba la salchicha para alargar el placer—. Entraba en Vuolto…
—¿Hoy?
—Hace dos horas.
El olor a aceite caliente impregnaba el cruce de calles. Se acercó el cocinero a pedir la llave del frigorífico para sacar las salchichas.
—¿Estás segura de que era ella?
—¡Desde luego!
Véronique, sin motivo aparente, consagró a Germaine, a quien sólo había visto de lejos, una admiración mística a la vez que un auténtico afecto.
—¡Es guapa, tu mujer!
Christian era del mismo parecer, así como muchos panameños. Respecto a Dupuche, estaba demasiado acostumbrado a aquella belleza regular, a aquel severo semblante de rubia, para que le impresionara aún.
Lo que acababa de comunicarle Véronique, por ejemplo, le hacía fruncir el ceño. Christian no le había dicho antes que la fiesta era de disfraces. Ahora bien, si Germaine había ido a la tienda de Vuolto, sólo podía ser para alquilar o comprar una bolliera.
Ya hacía mucho tiempo que tenía ganas de probarse aquellos trajes nacionales de faldas anchas, cuerpo ceñido, hombros ampliamente escotados, pero se había guardado de hablar de ello los días pasados.
—¿Estás enojado? —Véronique siempre estaba pronta a eclipsarse si advertía que su presencia molestaba a Dupuche—. ¡Volveré luego!
La dejó marchar. Enfundada en su vestido claro que moldeaba el cuerpo sin caderas, andaba contonéandose, fingiendo mirarse en las lunas de los escaparates como una señora que va de paseo.
—Hello, boy! —exclamó de paso John, que tocó al vuelo la mano de Dupuche.
Y siguió su camino. Siempre tenía amigos que desembarcaban de algún barco y con quienes iba de juerga hasta la mañana siguiente.
Dupuche se sentó primero en un rincón del chiringuito. Al principio le avergonzaba que le vieran detrás del mostrador, pero ahora estaba acostumbrado y, los domingos, en el hipódromo, apenas le molestaba servir jarras de cerveza y vasos de gaseosa con Monti, cuando los mozos no daban abasto.
Aquello no le parecía natural, por supuesto. Pero encontraba una sorda satisfacción en su propia amargura.
«¡Creyeron que no aguantaría! ¡Bien claro me lo dijo Jef! ¿Empiezan a percatarse de lo equivocados que estaban?»
Sabía que iba a volver Véronique para hacerle una visitita, pues nunca pasaba mucho tiempo sin asomar su palmito por allí. Dupuche le había pedido que dejara de acostarse con otros hombres, y ella se lo había jurado con un asomo de extrañeza. ¿Cumplía su palabra?
Dupuche ganaba una miseria; Germaine, algo más. En último término, sin embargo, evitando algún gasto, podían haber alquilado una habitación en el barrio europeo.
—En cuanto gane un poco más —le decía a su mujer. Había visitado habitaciones amuebladas y las había encontrado frías, sin personalidad, sin olor. Y además, estaban los vecinos, que iban a sus negocios, que proseguían su vida personal, que se conocían los unos a los otros, se frecuentaban.
Prefería cruzar, de regreso, la tienda de Bonaventure, que no dejaba nunca de volver la cabeza con desprecio.
Cuando hubo necesidad de negros para abrir el canal, se importaron de las Antillas francesas y de las inglesas.
Los padres de Véronique, que se llamaban Cosmos, eran oriundos de Martinica, y Véronique, que había hecho la primera comunión, llevaba al cuello una cruz de oro y chapurreaba francés.
Bonaventure, por su parte, se consideraba inglés y era protestante.
—¡Negro asqueroso! —mascullaba al pasar el viejo Cosmos.
Ejercía el oficio de sastre. Era un comerciante declarado. Ni siquiera llevaba trajes de lino, sino de paño, y su cuello postizo medía cuatro o cinco centímetros de alto.
Le indignaba ver a Cosmos comprar cada mañana abanicos por casi nada, y dirigirse al puerto donde, con otros, se lanzaba al asalto de los buques para venderles su quincalla a los pasajeros.
¡Aún le indignaba más ver que pudiese vivir un blanco con aquella gente! Pues, desde su tienda, oía todos los ruidos del piso.
Sabía que la mama Cosmos iba a la compra todas las mañanas, mientras Dupuche se quedaba solo con Véronique. A menudo, por la noche, volvían juntos muy tarde debido a las salchichas.
Los inquilinos de enfrente también estaban al corriente, y toda la calle.
Era como un secreto a voces y a veces la buenaza de Madame Cosmos daba la impresión de tratar al francés como a su yerno.
¡Con respeto, por lo demás! Era ella quien limpiaba sus zapatos, lavaba su ropa, planchaba sus trajes blancos. Se lo pagaba, naturalmente, pero no era ésa la cuestión. Entraba en su habitación como si fuera su casa, tomaba el café de la estufa, el azúcar de la lata de hierro. Le llevaban agua caliente para afeitarse y no importaba que Madame Cosmos fuera en ropa interior o hasta que estuviera lavándose.
Le llamaban Monsieur Puche. Véronique le llamaba Puche y explicó un día que Jo le estaba reservado a su esposa.
—No quiero llamarte como ella. No estaría bien.
Y la palabra bien, en su mente, lo resumía todo, la honradez, el decoro, la ley, el sentimiento…
—No, no está bien —murmuró una noche en que él le tomó del brazo al regresar por las calles desiertas.
Y era también ella la que le recordaba:
—Tienes que ir a ver a tu mujer hoy.
Pues ciertos días no iba, no hubiera podido explicar exactamente por qué. En Amiens, quería a Germaine y, por la noche, pasaban horas enteras besándose en alguna calle oscura, cuando eran novios. A bordo, estaba enamorado también, cuando ella exhibía todos los días vestidos de lino distintos.
Tal vez fuese el hotel de Tsé-Tsé lo que le era hostil, y eso que era claro, alegre, limpio; siempre había movimiento en el hall; el bar era fresco…
Sólo que, ya el primer día, lo miraron de un modo que soportaba mal. Monsieur Philippe fingió ignorarlo. Tsé-Tsé aparentó un tono protector.
¡Aquello continuaba! Le daban la mano distraídamente y al momento se ocupaban de otra cosa. Cuando paseaba con Germaine, ésta no le hablaba más que del hotel, de los Colombani y de los clientes.
—Ayer vinieron los propietarios de un yate norteamericano. Se quedaron hasta las cuatro de la madrugada bebiendo champán. Salen esta noche para Tahití y de allí irán a Japón. Esperamos a Douglas Fairbanks la semana entrante… —Añadía precisiones—: ¿A que no adivinas qué hacía Madame Colombani antes de casarse? ¡Era modista! Vino aquí como asistenta de una familia de Panamá que vivió en París, y Tsé-Tsé se casó con ella. Posee más de cuarenta millones. —¡No decía eso con mala intención, no! ¡Hablaba de lo que le interesaba!—. El año pasado fue Tsé-Tsé quien le prestó al presidente el dinero necesario para su campaña electoral. Le telefonea a menudo y le tutea.
Dupuche acabó por detestar aquella inmensa casona blanca de la Plaza de la Catedral, con su patio interior, su hall, sus habitaciones con cuarto de baño…
—¡Por lo visto ahora comes con ellos!
Lo sabía por Eugéne. Germaine comía en la mesa de los Colombani, al fondo del comedor. Encima, Christian pasaba mucho más tiempo que antes en el hotel.
Por eso antes estaban incómodos los tres, mientras jugaban a la belote, cuando habló Christian de la fiesta del Club Náutico. Dupuche no decía nada, pero adivinaba muchas cosas, y los otros, por muy discretos que fueran, no lograban engañarlo.
¿Acaso al principio, cuando se encontraban con Christian, no había siempre una mujer en su coche? Hasta existía una tradición al respecto. Durante la partida, hacían como que husmeaban inclinándose sobre su hombro.
—¡Toma! ¡A que hay una nueva! Este olor no me suena… —decían.
Y Christian se sonreía, encantado, pues se pasaba el tiempo recogiendo niñas por las calles y llevándoselas en coche fuera de la ciudad, donde existían dos o tres posadas acogedoras.
Ahora iba casi siempre solo. Dos o tres veces le habían espetado:
—¿Enamorado?
Ya no lo hacían en presencia de Dupuche, que sorprendía medias palabras, miradas, silencios más elocuentes.
Venía a ser como con Véronique, una complicidad muda. En cualquier caso, todo el mundo estaba al tanto; prueba de ello era que callaban de pronto cuando entraba él.
Aquel amor era, por lo demás, bastante inesperado. Christian podía permitirse las chicas más bellas de Panamá y gran cantidad de pasajeras que desembarcaban haciendo escala. ¿Qué podía interesarle en Germaine?
O más bien… ¡Sí! Dupuche lo entendía. Era, pese a todo, el hijo de Tsé-Tsé, carecía de instrucción y más aún de educación.
¡Y Germaine tenía todo eso hasta de sobra!
—¿Puedo tomar una salchicha? —Véronique regresaba moviendo su pequeño trasero—. ¿Estás triste, Puche?
—No. Reflexionaba.
—¿A que pensabas en tu mujer?
¿También lo sabía ella? Puede que sí. Pero, en tal caso, era excesivo. No quería hacer el ridículo.
—Mostaza… —le dijo Véronique al negro que metía una salchicha entre dos rebanadas de pan—. ¡Mucha!
Le gustaba todo lo salado, todo lo que llevara pimienta, especias, todo lo que tenía un sabor violento.
—¿Sabes qué deberíamos hacer, Puche? —Era graciosa cuando arrugaba la frente y ponía cara de estar pensando—. Deberíamos ir a Colón. Tú y tu mujer en la misma ciudad, cada uno por su lado, es un disparate. En Colón encontraríamos con qué ganarnos la vida.
La otra punta del canal: ¡Colón o Cristóbal! o sea que la zona norteamericana se llama Cristóbal, junto al puerto, mientras que Colón es la ciudad panameña.
Era en Colón donde Jef regentaba su hotel y donde se extendía el famoso barrio reservado donde podía encontrarse a una decena de francesas. Era asimismo en Colón donde, cuando llegaba la flota norteamericana, se veía hasta a treinta mil marinos invadir las calles.
Dupuche se acordaba del Washington Hotel, con sus habitaciones a diez dólares y su piscina en el parque.
—¿Por qué quieres ir a Colón?
—No sé… Creo que sería mejor.
Y mejor, para ella, era como bien, una palabra fetiche, una palabra que tenía todos los significados, que resumía montones de ideas.
Mejor, a causa de Germaine. Mejor, quizá también, a causa de Christian. Mejor, porque ya no habría aquel gran hotel enemigo en la Plaza Mayor…
La calle estaba animada. Se sabía que en los coches que pasaban únicamente iban pasajeros suecos, pues el barco que había atracado al atardecer y que saldría de nuevo por la mañana era sueco, un barco de lujo, que daba la vuelta al mundo.
La fiesta del Club Náutico debía de estar en su apogeo en los salones a orillas del agua que Dupuche conocía, rodeados por un gran parque. Germaine bailaba y tal vez después de un baile…
Apenas estaba celoso. En cambio, le molestaba hacer el ridículo. No quería que Christian lo tomase por imbécil.
—¿No vuelves ahora a casa, Puche?
—Ven a buscarme dentro de una hora.
—¿Tan tarde?
Hizo las cuentas, en pleno olor a fritura, comió también un poco, sin apetito, y se sentó fuera, detrás de su local de tablas, mientras algunos cocheros y chóferes se acercaban a cenar y a beber cerveza. Por cierto, había recibido una postal cuando menos inesperada. Llevaba el matasellos de La Rochelle y representaba el muelle nuevo.
Al ilustre ingeniero Dupuche, mal hermano y director temporal de la S.A.M.E.
Por mediación del ministro plenipotenciario de Francia en Panamá.
La firma era aún más extravagante:
«Lamy-mi-fa-sol-si-do».
—¿Has visto a Véronique?
Levantó la cabeza. Estaba pensando en otra cosa y hubo de esforzarse para percatarse de que estaba junto a su chiringuito, frente a un joven negro que sonreía nerviosamente:
—Acaba de entrar en el hotel con unos turistas, un hombre y dos mujeres… Se ha llevado a un chiquillo, al pequeño Tef, un negro repugnante.
El que hablaba era otro muchacho negro de quince años, pero aquello carecía totalmente de importancia, porque, para un negro, otro negro siempre es un negro repugnante.
—¿Qué estás diciendo? ¡Largo de aquí!
El otro se fue corriendo, mientras Dupuche volvía a sentarse en su silla de tijera, incrédulo, aunque inquieto, malhumorado. Eran más de las doce. Pasó el coche de Eugéne y adivinó dentro la figura de Madame Monti en traje de noche.
Transcurrió media hora, tres cuartos de hora, y las calles se vaciaban más, los coches se hacían más escasos, se oía claramente la orquesta del Kelley’s. Una chica de alterne fue a comerse una salchicha.
—No hay quien respire ahí dentro —dijo—. Está lleno de suecos…
Luego se perfiló de repente la delgada figura de Véronique en la esquina de la calle y avanzó decidida.
—¿De dónde vienes?
—¿Qué te pasa, Puche?
—Te pregunto de dónde vienes.
La arrastró aparte, a la sombra de la calle desierta, para no montar una escena delante de sus camareros.
—Me haces daño…
En efecto, le estrechaba el brazo.
—¿Qué es lo que has hecho?
—¡Suéltame! Escucha…
Sus grandes ojos no expresaban remordimiento. Sólo se leía en ellos un deseo infantil de perdón.
—Escucha… Puche… Ha sido Jim.
—¿Qué Jim?
—El chófer. El que vive al lado de casa, en la tienda del vendedor de sandías.
—¿Y qué?
—Ha parado el coche junto a mí. Dentro había un señor y dos señoras muy guapas…
—Entonces, ¿es verdad?
—Espera, Puche. Yo no he hecho nada. Me ha ofrecido diez dólares para…
Dupuche le apretaba las muñecas y ella tenía miedo de que le hiciera daño.
—¿Para qué?
—… Para que fuera con un amiguito. Tenía que hacerles creer que era mi hermano.
—¡Qué!
—Yo no quería. Entonces el señor me ha tendido veinte dólares por la puertezuela.
—¿Has aceptado?
Llevaba un bolso pequeño y gastado, lo abrió y sacó los dos billetes de diez dólares.
—No me ha tocado. Han estado de pie los tres, las dos señoras y él, mirando… Una de las señoras era muy bonita, por poco se desmaya. Han tenido que sentarla en un sillón.
—¿Y tú?
—¿Estás celoso, Puche?
—¿Tú qué has hecho?
—¡Qué más da puesto que era un negrito! Ha sido Jim, el chófer, quien ha ido a buscarlo. Yo ni lo conozco siquiera…
Seguía con los dos billetes en la mano, como una ofrenda. Dupuche se los arrebató brutalmente, los estrujó y los tiró al arroyo.
—¡Puerca! —gruñó.
Y volvió con grandes zancadas a su comercio de tablas, mientras Véronique recogía sin pudor alguno los billetes, los alisaba para meterlos en el bolso.
Dupuche estaba furioso. Respiraba con dificultad. Echaba un broncazo a uno de los camareros que daba demasiado pan con una salchicha.
Aún tardaría una hora en cerrar, más quizá debido a todos aquellos suecos que no acababan de decidirse a subir a bordo.
Pasaban coches particulares con señoras de bolliera, flores de oro y piedras falsas prendidas del pelo. Sólo podían venir del Club Náutico, pero eran las esposas de los personajes oficiales, diplomáticos, ministros; los restantes seguirían bailando hasta que fuese de día.
—¡Cerramos! —anunció por fin Dupuche a sus ayudantes, que pusieron los paneles delante del chiringuito.
Cuando hubo girado la llave en la cerradura, distinguió una sombra junto a la puerta. Era Véronique, de pie, puestas ambas manos en el bolso.
—¿Qué haces aquí?
No contestó, fue tras él. Recobraba su sitio, de manera muy sencilla, sin decir nada, y tal vez tuviera la seguridad de que a Dupuche no le duraría mucho tiempo la cólera.
—¿No te ha tocado?
—¿Quién?
—El sueco.
—Me ha abierto las piernas porque la más joven de las mujeres no veía bien.
—¿Nada más?
—¡Nada más! Eres malo, Puche…
¡Por supuesto! Cruzaban los raíles del ferrocarril. Penetraban en la sombra más caliente, más silenciosa del barrio negro.
—¿Por qué has hecho esto?
—Por los veinte dólares. Por diez no quería… —Tomó a Dupuche del brazo—. ¡Puche!
Tropezaba siempre en el suelo irregular, por culpa de sus tacones demasiado altos.
—¿Qué importancia tiene eso, Puche?
Oían coches a lo lejos que corrían hacia el puerto, hacia el barco sueco que reemprendería su ruta al día siguiente en dirección a Tahití, donde otros chóferes, por la noche, reclutarían a las niñas disponibles…
—Deberíamos ir a Colón…
—¡Calla! —ordenó Dupuche.
Y anduvo de puntillas para cruzar la tienda de Bonaventure, que lo despreciaba.
—Buenas noches, Puche.
—Buenas…
Entró en su cuarto y al poco la oyó buscarse un sitio en la galería, cerca de sus padres que estaban roncando.
Hubiera jurado que Germaine seguía bailando, que estaría en el baile hasta el último minuto, cuando los músicos guardasen los instrumentos en sus fundas y apagasen la mitad de las luces para indicar que se marchaban.
¡Y aquel imbécil de Christian estaría loco de felicidad!