La almohada le tapaba un ojo y la miraba con el otro, lo que le daba risa, pues resultaba cómico ver a un hombre con un solo ojo. En cuanto a Dupuche, no podía por menos de sonreír a la chiquilla que se perfilaba sobre un fondo de sol. El barrio negro vivía sus horas menos indolentes, las del mercado que tenía lugar sobre todo en la ancha calle de tranvías, pero que se extendía por todas partes.
En contraste con el rumor exterior, la casa estaba silenciosa. La chiquilla iba tomando un poco de agua con el cuenco de la mano y la dejaba escurrir a lo largo de sus piernas veteadas de jabón, luego se volvía hacia Dupuche sonriente, se reía, sacudía su cabecita con forma de pan de azúcar.
Dupuche se movió para verla mejor, y entonces ella se secó las piernas y los pies, donde la piel era más clara entre los dedos; luego, bruscamente, se agachó, con el vestido muy subido, las rodillas separadas, y se enjabonó el vientre.
¿Por qué habló Dupuche? Le temblaba la voz.
—¿Cómo te llamas?
—Véronique.
Era como una canción. Y Véronique, de buen humor, se restregaba el pubis y hacía muecas.
—¿Y tú? —preguntó.
—Dupuche…
Alcanzó una toalla para secarse y, mientras el vestido se le deslizaba por su cuerpo aún húmedo, dio un par de pasos por la habitación, se hizo con una gorra de tela blanca que Dupuche había comprado en Martinica y se la puso.
—¿Es bonito?
Como animal prudente, avanzaba poco a poco, atenta a los movimientos del hombre, a la expresión de su rostro en particular, como si hubiera temido que se enfadase. Por fin, se halló de pie muy próxima a la cama y Dupuche tendió la mano, tocó su pierna, que era dura y fría como la piedra pulimentada.
—¿Quieres hacer el amor?
Se dejó la gorra puesta, y tenía el vestido verde enrollado hasta los sobacos. Hubo un momento en que Dupuche escuchó con atención, pues oía crujir los peldaños de la escalera.
—No es nada, es mamá —respondió para tranquilizarlo.
Y en efecto, alguien resollaba, luego abría la puerta de al lado, resollaba de nuevo y dejaba los artículos de la compra encima de la mesa.
—¡Véronique!
—¡Sí! —gritó la niña con voz aguda.
Llevaba el ritmo de los movimientos de Dupuche, quien nunca se sintió tan torpe. Pasaba algo desconcertante. Sin decir palabra, sin dejar de sonreír, era aquella chiquilla la que dirigía su cópula y la que espiaba la aparición del placer en los ojos de su pareja.
Ahora bien, su propia carne no manifestaba la menor sensación. ¡No! Véronique se divertía. Jugaba al amor. Usaba toda la gama de sus conocimientos y contemplaba a Dupuche con un mirar a la vez tierno y socarrón.
Cuando éste apartó la cabeza y se quedó inmóvil, lo besó en la frente, rompió a reír y saltó al suelo.
—¿Puedo llevar?
Señalaba la gorra blanca que no se había quitado y, como el hombre hiciese un signo afirmativo, corrió a enseñársela a su madre.
A los pocos minutos Dupuche estaba vistiéndose, cuando oyó los pies de la mama arrastrarse por la galería. Una mano descorrió la cortina que él había cerrado. La vieja se asomó, sonriendo con todos sus dientes, y tendió al inquilino un tazón de café caliente.
¡Nada más! ¡Era sencillísimo! El día anterior no hubiera querido beber en aquel tazón y ahora eso le parecía natural.
Poco después bajó, cruzó la tienda del sastre. Bonaventure alzó la cabeza para mirarlo como de costumbre, pero no le dio los buenos días. Seguramente pertenecería a otra raza de negros. Nunca sonreía. Tampoco iba nunca sin cuello postizo y sin corbata.
Aún ahora, mientras probaba un traje de color malva a un mulato y llevaba la boca llena de alfileres, conservaba toda la dignidad, toda la rigidez de su elevado cuerpo de movimientos mesurados.
Al llegar a la esquina, Dupuche se volvió, sin motivo, en definitiva, y vio a las dos mujeres, a Véronique y a su mama, acodadas en la galería, viéndolo marchar.
Aquella mañana le apetecía ir a pasear a la «zona», y lo hacía más o menos como quien va a tomar un baño.
Por así decirlo, una nueva geografía del mundo le había penetrado en la piel, y en aquel mismo instante, mientras cruzaba el paso a nivel, tuvo plena conciencia del punto del globo terrestre sobre el que gravitaba.
Por encima de él, o sea, enfrente, a dos kilómetros apenas, nada más pasar el canal, se esbozaba aquella masa aplastante de América del Norte, mientras a su espalda, a menos de dos kilómetros, empezaban los paisajes apocalípticos de América del Sur.
Había estudiado esto en Francia, pero en aquel tiempo no se percataba de cómo eran las cosas.
Un canal para separar aquellos dos mundos… A cada punta del canal, una ciudad: Colón en el Atlántico, Panamá en el Pacífico. Lo que no sospechaba antaño era que entre estas ciudades no había nada, ni una triste carretera.
Así pues, se hallaba en una gran ciudad, escabulléndose entre los coches y, en menos de una hora, podía topar con la selva virgen, encontrar su paso cortado por montañas inexploradas.
Eso no le impresionaba: ¡no!, pero sí le inquietaba, ¡eso y el resto! No paraban de pasar navíos, procedentes de China, de Perú, de Argentina, de Nueva York y de Europa, encaminándose al bloque Norte si venían del sur y al bloque Sur si venían del norte, o incluso tirando recto a través de uno de ambos océanos.
Lo cual no obstaba para que un hombre como Tsé-Tsé, por ejemplo, no necesitara cruzar su umbral para afirmar, al oír una sirena:
—Un «W» que regresa a Francia.
Es decir, uno de los barcos de la Transat cuyos nombres empiezan invariablemente por «W» y que hacen San Francisco con flete y pasajeros.
Tsé-Tsé no sólo anunciaba el nombre del barco, sino que precisaba:
—La mujer del cónsul debe de estar a bordo.
En cuanto a Monsieur Philippe, con su aire humilde y cansado, hablaba siete idiomas y conocía a todos los capitanes.
Pero aun eso no era lo que le turbaba. Por lo demás, no se trataba de turbación propiamente dicha. Se trataba de un desfase. Un hombre del llano respira mal en las altas montañas, se siente inestable.
¡Dupuche se sentía inestable! ¿De qué raza eran, por ejemplo, aquéllos que iban y venían por las calles? Unos hombres menudos y flacos, de pelo pardo, ademanes vivos…
Todos pretendían ser descendientes de los conquistadores españoles y todos tenían sangre india en las venas, muchos, sangre negra por añadidura, algunos, sangre china.
¡Pues también estaba lleno de chinos!
¡Poco importa, por supuesto! Pero eso no quita que resulte mareante. Y sobre todo el no ver nada estable en torno a uno. Decía Eugéne Monti hablando del presidente de la República de Panamá:
—Es un medio indio rural, un antiguo maestro de escuela. Ha nombrado a su cuñado embajador en París, pero el cuñado a su vez quiere ser presidente.
¡Y al lado mismo, en Venezuela, aquel presidente que tenía más de cuarenta mujeres y un buen centenar de hijos reconocidos!
Así que era por eso, por esas razones y por otras, por lo que se dirigía Dupuche hacia la «zona», donde sabía no obstante que iba a rabiar.
Ya que los norteamericanos, si bien poseían el canal, ignoraban Panamá, a las gentes de Panamá, a los negros, a los presidentes de la República, la selva virgen y las montañas inhumanas.
Vivían en su «zona», un país suyo, en definitiva, a lo largo de todo el canal, bordeado de alambradas y centinelas. Un país suave y limpio, coquetón, descansado, cubierto de quintas con cortinas claras, surcado por carreteras lisas, cuajado de campos de golf, de pistas de tenis, de salones donde las damas tomaban el té, y de guarderías modélicas.
¡Un país en definitiva! Un país en el que ciertas palabras tenían un valor: palabras como «educación», como «títulos», como «honradez», como…
¡Pero Dupuche no tenía nada que hacer en aquel país! ¡Estaba al otro lado de las alambradas, entre la multitud sin raza, los mestizos, los indios y los negros, y no tenía para asirse a él más que a un Eugéne Monti que vendía gaseosa en el hipódromo!
Iba rumiando sus ideas informes y al mismo tiempo se acordaba de la risa de Véronique: ello le impedía sentirse del todo desesperado.
Su mujer nunca reía, no sonreía nunca de aquel modo. Nunca se preocupaba del placer de su marido. ¿Acaso no le inspiraría cierta repulsión el amor? En cualquier caso, le daba vergüenza, tan pronto satisfecha.
¡Véronique no tenía vergüenza! Véronique no se preocupaba de sí misma, su única alegría era despertarla en los ojos del hombre.
Dupuche se puso de malhumor pensando que de noche saltaba por el antepecho de la ventana con cualquier amigo ocasional.
¿Qué importancia tenía aquello, puesto que ya no había nada sólido? Se había imaginado la vida en una casa limpia, cerca de una fábrica, donde hubiera sido respetado, con un coche, ahorros, hijos. Los domingos hubiera ido su madre a verle…
Seguía andando. De vez en cuando miraba maquinalmente un escaparate. No se encontraba muy lejos del Hotel de la Cathédrale, pero no quería pasar por delante.
Aquellos dos continentes entre los que se deslizaba lo aplastaban con sus millones de seres diferentes de él, con sus selvas demasiado densas, con sus animales, con sus montañas y sus ríos como aquel Amazonas que podría haber anegado Europa entera.
¡Pero iba a acostumbrarse, lo intuía, lo quería! Haría como los otros, como Jef, como los Monti, como Tsé-Tsé…
Empezando con las salchichas. ¡Qué más daba!
—Monsieur Dupuche…
Ya hacía un rato que oía pronunciar su nombre sin advertir que lo llamaban, y por fin lo alcanzó un boy del hotel, sofocado.
—He ido a su casa, es una suerte que lo encuentre… Tiene que venir enseguida.
—¿Adónde?
—Al hotel. Alguien pregunta por usted.
No tardaría ni tres minutos. Era la hora en que la plaza estaba vacía, con la excepción de un jardinero que regaba los arriates en torno al quiosco. El boy trataba de dar grandes zancadas al lado de su acompañante, y parecía muy orgulloso de traerlo como si hubiera hecho un prisionero.
Tsé-Tsé tenía los codos sobre el escritorio, cerca de Germaine, que levantó la cabeza por encima de su libro de caja.
—¿Me espera alguien? —preguntó Dupuche sin pensar en dar los buenos días.
—En el bar, dése prisa. Su barco sale a las doce.
Germaine le recordó:
—¡Sobre todo no bebas pernod! Ya sabes el efecto que te hace…
Un hombre se levantó en el instante en que entraba Dupuche y dio dos pasos hacia él mirándole a los ojos.
—¿Dupuche?
—Soy yo.
Trataba de acordarse. Le parecía haber visto aquella cara anteriormente.
—Lamy… ¿No se acuerda? —No le daba la mano. Tenía, mirada rara, dura, febril, y los pómulos hundidos, la boca amarga—. Siéntese. He querido verle a pesar de todo…
En la mesa había un vaso de whisky con soda. Distraídamente, Dupuche pidió lo mismo.
—¿Está al caso ahora?
Si le hubiesen dicho a Dupuche que estaba frente a un loco, no se habría sorprendido. Era sobre todo el mirar malévolo de su interlocutor lo más molesto, su modo de inclinarse hacia adelante con una insistencia amenazadora. Y al mismo tiempo le temblaba el labio, doblándose con sarcasmo.
—¿No? ¿No cae? Pues bien, yo recuerdo una noche en que, después de la fiesta de fin de exámenes, fuimos los dos últimos en retirarnos de las calles de Nancy.
—Espere… Usted también estudiaba en la universidad, pero me llevaba dos cursos…
—Tres. —Lamy parecía satisfecho, como si hubiera marcado un punto—. ¡Mire! Me acuerdo incluso de que me dijo que su sueño era casarse y tener hijos…
¡Era verdad! Dupuche ya pensaba en ello mucho antes de conocer a Germaine.
Ahora su interlocutor le interrogaba con dureza:
—¿Por qué no subió al barco?
—¿Qué barco?
Monsieur Philippe, sigilosamente, se deslizó en la sala y se sentó en un rincón. ¿Acaso podía oír?
—No se haga el inocente, Dupuche. ¡Mire esto! —Se sacó un revólver del bolsillo, lo puso sobre la mesa entre los dos vasos—. No voy a hacerlo, no sé por qué.
—No entiendo —murmuró Dupuche, pronto a levantarse.
—¿Tampoco comprende esto?
Y le plantó bajo los ojos un telegrama en el que podía leerse:
RUEGO CEDA DIRECCIÓN EMPRESA Y FONDOS RESTANTES A JOSEPH DUPUCHE Y TOME PRIMER BARCO.
GRENIER.
Por un segundo Dupuche tuvo un atisbo de esperanza. ¡Grenier no estaba en quiebra! ¡Grenier había telegrafiado! Pero al instante miró la fecha:
—Es de hace quince días —observó.
—¿Y qué?
—Ya lo sabe… Pues, a juzgar por este telegrama, supongo que estaría usted en la S.A.M.E.
—¡Eso mismo!
—La sociedad ha quebrado…
Aún no se entendían. Lamy estaba tan nervioso que pidió un segundo whisky, para tener tiempo de calmarse.
—¿Qué me está contando? Yo tomé el barco hace ocho días, un barquito mixto, porque sale más barato.
Sabía que iba a encontrarlo aquí o en Cristóbal. ¡En estos países siempre se encuentra a la gente! Y me prometía… Echó un breve vistazo al revólver mientras, en su rincón, Monsieur Philippe parpadeaba.
—¿Por qué? —murmuró simplemente Dupuche. Lamy estaba enfermo. Un temblor nervioso le agitaba los dedos. Su labio inferior no paraba de estremecerse.
—¡De veras que ya no lo sé! —exclamó—. Creía que usted había intrigado para robarme la plaza. Si no, ¿por qué iban a convocarme?
—Yo lo ignoro igualmente…
—¿Qué le dijeron en París?
Dupuche lo recordó de pronto y tuvo que morderse el labio. ¡Ahora lo entendía! Grenier se lo explicó: «El ingeniero que hay allí se ha vuelto medio loco. Según los informes que recibo, bebe chicha, vive con una india…».
¡Era Lamy, a quien conoció en la Universidad de Nancy!
—¡Bueno! ¿Qué le dijeron?
—Eso ya no tiene importancia ahora, puesto que la sociedad se ha ido a pique. Debieron de cablegrafiárselo, pero ya había embarcado…
—¿Qué fue lo que le dijeron? —repetía el otro, obstinado.
—Yo sólo me enteré de la catástrofe aquí, cuando quise cobrar mi carta de crédito. Porque me habían entregado una en vez de dinero líquido…
Eso no le interesaba a Lamy, que seguía en sus trece.
—¿Le contaron que bebo?
—Puede que me dijeran algo por el estilo…
—¿Y que tengo un hijo de una india?
—¡Ah! ¿Tiene un hijo?
—¡Eso no les importa! ¡Eso no le importa a nadie! ¿Entiende? ¿Acaso me impide dirigir la mina? Además, ¡para lo que había que dirigir! Pero le aseguro que voy a armar la gorda en París. Y si usted hubiera ido allá, le habría hecho pasar un mal rato. ¡Un whisky, camarero!
Monsieur Philippe se levantó y se fue al hall con el mismo sigilo.
Al instante entró Germaine en el bar, lo que no hacía nunca, fingiendo asombro.
—¡Disculpa! No sabía que estuvieras ocupado…
Dupuche comprendió. La enviaban a poner término a la entrevista o al menos a impedir que Lamy se exaltara más.
—Mi mujer —presentó Dupuche—. Monsieur Lamy, el antiguo ingeniero de la S.A.M.E.
—Encantado.
Se rio con sarcasmo.
—¡Ha tenido la suerte de que la sociedad haya quebrado! ¡Sí! Lo que se dice tener suerte…
Germaine se sentó sin entender aún.
—Supongo que Grenier le aseguraría que el país es muy sano, el clima muy agradable… Me hubiera gustado verla allí, señora, a la orilla del río, en medio del barro, con un calor tan grande, algunos días, que me era imposible escribir, pues el sudor diluía la tinta en el papel. —Parecía estar desafiándolos—. ¿Y los cólicos? ¿Ha tenido alguna vez cólicos? Si no me hubiera curado mi compañera… Sí, señora, tenía una amante indígena, a la que consideraba mi esposa, y me dio un hijo, no me avergüenza decirlo. De haber tenido dinero me la hubiera llevado a Francia, pues vale más que todas ustedes.
Sentía la necesidad de armar escándalo. Tal vez sólo había ido con ese objetivo. Vació su tercer vaso de una vez; debía de haber bebido otros antes de llegar Dupuche.
—Es suciedad y compañía, ¿entiende?
Asió el revólver y lo hundió en el bolsillo.
—¿No vuelven conmigo a Francia? —espetó aún con ironía—. ¿Esperan que la sociedad pueda salir a flote?
—No tenemos dinero —manifestó Germaine con calma.
Se quedó estupefacto: los miró, primero a uno y luego al otro, grave al principio, con regocijo después, hasta el punto de romper a reír.
—¡Vaya por dónde! ¿De modo que están condenados a quedarse aquí por falta de dinero?
—Sí, señor, y yo trabajo en este hotel para ganarnos la vida…
Seguramente no se había dado cuenta de su estado, pues le hablaba como a una persona razonable.
Lamy se levantó. Una vez de pie, se notaba más su delgadez. Su cuerpo estaba vacío, quebrado, y eso que llevaba tres o cuatro años a Dupuche.
—¿Cuánto le debo, camarero?
Buscaba una salida y se adivinaba en él una tendencia a hacer comedia.
—Estimada señora… —Se inclinó para besarle la mano; le dio a Dupuche una palmada en el hombro—. ¡En cuanto a ti, mi pobre amigo, te deseo mucho coraje!
—¿Qué le pasa? —preguntó Germaine.
—No lo sé, está medio loco…
—¿Qué te ha dicho?
—Regresa a Francia. Creo que ha venido con intención de matarme. O, mejor dicho, no: ha querido dárselas de listo…
—¿Has visto a los Monti?
—Anoche, al dejarte, sí.
—¿Y qué?
—Nada. Bueno, sí… —Hizo una pausa y soltó—: Venderé salchichas…
Tenía prisa por estar solo. Saludó de lejos a Monsieur Philippe, que apenas movió la cabeza para contestar a su saludo, y salió, pasó al lado sombreado de la calle, se precipitó al pequeño bar italiano después de asegurarse de que no estaba John el de los automóviles.
No podía apartar de su cabeza la imagen caricaturesca de Lamy, de su cuerpo esquelético en el que flotaban las prendas blancas, y aún le parecía estar oyendo su voz.
«¡Lo van a internar en cuanto llegue a Francia!» Se decía para tranquilizarse. «¡Está loco, rematadamente loco!»
Y la geografía que llevaba en la cabeza se enriquecía con una noción nueva: un río que iba a desembocar al Pacífico y que había que remontar días y más días para llegar a los edificios de madera de la S.A.M.E. El sudor que se mezclaba con la tinta. Los cólicos curados por una india a la que hacían un hijo:
«Vale más que…».
¿Por qué le decían eso precisamente el día en que se acostó con Véronique? Y ¿a qué sabía aquella chicha hecha con maíz masticado por las indígenas y fermentado luego en agua?
—Hoy tenemos raviolis —le anunció el camarero.
—¡Bueno! Sólo que le pagaré mañana.
Oía la sirena del barco de Lamy, que penetraba en el canal y que, al cabo de quince días, tocaría puerto en La Pallice. Seguramente llovería. Haría frío, pues era febrero y en Francia estaban aún en invierno.
—¿Un poco de queso rallado?
—Si me hace el favor…
Era cuestión de ordenar aquellas historias, de trazarse una línea de conducta y no abandonarla costara lo que costara.
Si no…