Un buque desembarcó a cincuenta profesores chilenos que se dirigían al congreso de Boston y que durante dos días fueron huéspedes de Panamá. El gobierno los alojó en el Hotel de la Cathédrale y un gran banquete impidió salir a Germaine.
Ahora ya no estaban. Era el día en que se tocaba música en la plaza. Los fanales de la luz eléctrica, pálidos como lunas, hacían que los árboles pareciesen como de teatro, y la muchedumbre giraba en torno al quiosco en dos riadas distintas, los hombres en un sentido, las mujeres en el otro, lo cual daba ocasión a bromear y reír en cada encuentro.
El aire era más bien fresco; la vida, blanda. Dupuche vigilaba de lejos la entrada del hotel y al ver surgir la figura de su mujer se quedó casi tan emocionado como cuando, de novios, la esperaba en Amiens bajo una farola.
Germaine se puso los guantes sin parar de andar, y él le tomó el brazo con un movimiento que le era familiar.
—¿No estás demasiado cansada? ¿No has pasado demasiado calor?
—No. Hace más fresco en el hotel que fuera…
Dieron la vuelta a la plaza, como los otros, luego se escabulleron de la corriente y, en la primera calle, Dupuche besó furtivamente la mejilla de Germaine.
—Te echaba en falta —dijo torpemente. Estaba tierno aquella noche. Añadió, como si de una sorpresa se tratara—: ¿Sabes? ¡No he bebido ni una copa en todo el día!
Germaine lo miró con atención y pareció satisfecha.
—Eso está bien. —Pero, casi al instante, preguntó—: ¿No has encontrado nada? El ministro plenipotenciario…
—Me ha recibido muy bien. Es un buen hombre…
¡Sí, sí! Un buen hombre que sudaba y resoplaba mirando a su visitante con ojos desolados.
«¡Qué quiere que haga yo, pobre amigo! No dispongo de fondos. Si quisiera repatriarlo, no podría. Si le dijera que no he vuelto a Francia desde hace siete años porque todos mis recursos van a parar a las pocas recepciones inevitables…»
Sudaba tanto como Dupuche. En un aposento pequeño, detrás de su despacho, se secaban siempre tres o cuatro camisas, que se iba mudando sucesivamente.
La pareja caminaba despacio, como antaño en Francia.
—Me ha enviado una invitación permanente para el Cercle International…
Dupuche no parecía muy amargado. Hizo la promesa de mantenerse muy sereno, muy afable.
—¿Y tú, Germaine?
—Yo ya estoy al corriente del trabajo. Es fácil. Pero Madame Colombani se empeña en estar a mi lado casi todo el día.
—¿Comes bien?
—Igual que los clientes, en el comedor.
—¿No se habla para nada de mí?
Negó con la cabeza, pero él no la creyó. En tres días debió de ir cinco veces a saludar a su mujer. ¡Tsé-Tsé y Monsieur Philippe lo habían evitado cada vez! Le estrechaban la mano, sí, pero como con desgana, y al momento tenían algo que hacer en otro sitio.
La pareja pasó de una calle oscura a otra alumbrada, cuando Dupuche se paró delante de un bar italiano que mostró a su mujer.
—Aquí es donde almuerzo, en la barra. Es barato…
Y de pronto inquirió:
—¿Has escrito a tu padre?
—Le escribí ayer.
—¿Qué le dices?
Ansioso, miraba a otro lado para no dejar traslucir su nerviosismo.
—Le digo que no hemos podido cobrar todavía el dinero y que entretanto seguimos aquí.
—¿No añades que trabajas?
Advirtió que Germaine se turbaba y se apresuró a agregar:
—¿Por qué no, ya que es la verdad?
Pero se sentía mal. Sabía que a su suegro le encantaría ir a enseñar aquella carta a la vieja Madame Dupuche.
—¡Además, no trabajarás mucho tiempo! Antes de ocho días estaré empleado.
—¿Estás buscando?
—Todo el día.
Dejaban atrás la estación, cruzaban el paso a nivel y cambiaba el decorado, pues penetraban en el barrio negro.
Las tiendas eran más estrechas y más sucias; la muchedumbre, ruidosa y descarada. Miraban a Germaine a los ojos. Se volvían al paso de la pareja riendo.
—Le he pedido a Madame Colombani si podía venir a vivir contigo —murmuró Germaine—. Me ha contestado que para una mujer blanca era imposible vivir en California.
Dupuche no respondió, pero estaba emocionado. Germaine le habló con voz dulce, deseando complacerlo, y él le estrechó entonces la yema de los dedos.
—En la esquina está el café de Fernand Monti. Tomando la calle siguiente y torciendo a la izquierda se llega a mi casa… Vas a ver a Bonaventure.
—¿Sigues yendo a menudo a casa de los Monti?
—Lo menos posible. Sin embargo, cuando hago alguna gestión sin contar con ellos, parece que tengan celos.
Andaban en medio de la calle y distinguían sombras echadas en las aceras y en los umbrales de las puertas. Alguien tocaba el acordeón.
Estaban llegando a la casa, cuando Germaine se paró en la esquina de un callejón de un metro de ancho apenas y murmuró:
—¿Qué hacen?
Dos figuras, la de una chiquilla y la de un hombre, saltaban por una ventana y se metían en un cuarto.
—Es mi vecina —explicó Dupuche—. De noche sale a la calle en busca de hombres y, como no puede hacerles subir a casa de su madre, entra así en la trastienda de Bonaventure, que no se entera de nada.
Germaine estaba impresionada. Más todavía cuando hubo que cruzar a oscuras la tienda del sastre. Se oía un ronquido. Dupuche guiaba a su mujer tomándola de la mano, y tanteaba para dar con la escalera. Una vez en su aposento, encendió una vela.
—¿Había alguien abajo?
—¡Sí, Bonaventure! Siempre duerme en un rincón de su tienda.
Germaine añadió en un susurro:
—Hay gente en la galería…
—¡Pues claro! Mis vecinos, los padres de la chiquilla que has visto con un hombre. Aún no ha cumplido quince años. Siéntate.
Aparte de la cama sólo había una silla de anea. Germaine no sabía dónde colocarse. Dupuche seguía esforzándose por sonreír.
—Ya ves… No es un gran hotel, pero es habitable.
Y, pensando en que después regresaría solo, comenzaban a humedecérsele los ojos.
De niño, cuando tenía quizá seis años, rezaba sus oraciones antes de acostarse, de rodillas en la cama, y a las frases que le habían enseñado añadía: «Santísima Virgen, san José y tú, Jesusito mío, haced que papá tenga trabajo siempre, que a mamá no le duela más la espalda y que muramos todos juntos…».
No le cabía en la cabeza que su madre estaría un día en un ataúd, en un coche de muertos. Ante esta idea rompía en sollozos, solo en su cama, presa de un pánico físico.
Y ahora miraba a Germaine que iba a marcharse, se acercaba tímidamente a ella para besarla.
—¡Cuidado! —exclamó la mujer, señalando la galería donde estaba moviéndose algo.
Dupuche bajó la cortina verdosa y quiso llevar a su esposa hasta la cama de hierro.
—¡No, Jo! ¡Aquí no! Déjame…
—No pueden vernos.
—Se oye todo. ¡Te lo suplico!
Entonces dijo Dupuche con más frialdad:
—Tienes razón.
Pero permanecería tranquilo hasta el final: lo había decidido. No le había echado en cara la carta que había escrito a su padre. No le iba a echar en cara su indiferencia, ahora que estaba en su casa y no sabía qué decirle, porque tenía prisa por marcharse.
—¿Quieres que salgamos?
—Sí, se está mejor fuera.
Crujían los peldaños de la escalera, así como el suelo de la tienda, donde, por un instante, dejó de roncar el negro. En la calle, Germaine echó una ojeada maquinal al callejón por donde se había escabullido la chiquilla con su acompañante ocasional.
—Por cierto, Eugéne me ha ofrecido un empleo —manifestó súbitamente Dupuche, que llevaba un rato pensando en ello y que observaba que su mujer no lo asía del brazo.
—¿Qué Eugéne?
—El más alto de los Monti, el que tiene el pelo casi blanco.
—¿Qué tipo de empleo?
—Luego lo verás.
—Dilo ahora.
—No. Lo entenderás mejor…
Germaine andaba con paso firme, con sus tacones altos. Se sentía mal en aquel barrio, y Dupuche, por el contrario, se complacía paseándola por él. Casi era una venganza; de vez en cuando la observaba de reojo.
En torno a ellos estaban abiertas todas las ventanas, todas las puertas, y se adivinaba gente por doquier, dormida o con los ojos abiertos, carne que aspiraba el frescor, hombres y mujeres que aguardaban el día siguiente, grupos de niños por los rincones.
—¿Es una buena colocación? —preguntó Germaine.
—Ya la verás.
—¿La has aceptado?
—Todavía no.
Ahora le apetecía aceptarla, por despecho, por rabia, porque ella no dijo la palabra, no hizo el gesto que hubiera sido preciso.
—¿Por qué no me lo has dicho enseguida?
—Espera… Cuidado con el tranvía.
No tenían más que cruzar el paso a nivel para hallarse de nuevo en la ciudad española, donde brillaban los anuncios luminosos de dos cabarés. Junto a ellos paró un coche de punto, pero Dupuche le hizo una seña negativa.
Empezaba la vida nocturna. En el Kelley’s, en una sala alumbrada de color azul, bailaban algunas parejas al compás de una orquesta argentina, y los taxis empezaban a desembarcar pasajeros de un buque que venía de San Francisco.
Los hombres llevaban la chaqueta debajo del brazo, como Dupuche el primer día. Uno de ellos, pese a ser de noche, conservaba su salacot.
Regresarían al amanecer… ¡Regresaban todos! Diariamente, quince, veinte barcos cruzaban el canal y cientos de pasajeros bajaban a tierra a darse una vueltecita mirando a su alrededor con una curiosidad tranquila.
¡El único en quedarse fue Dupuche!
—Todavía no me has dicho de qué trabajo…
—Párate un instante.
Al final de una calle se alzaba un chiringuito en la acera, violentamente alumbrado por dos luces de carburo. Delante de un mostrador de tablas, cuatro taburetes. Detrás, un mulato con traje blanco de cocinero freía salchichas, que servía a sus clientes en un trozo de pan.
—¿Qué? —preguntó Germaine.
—Eugéne me ofrece este empleo, mientras… Con las propinas te puedes sacar dos dólares por noche.
Se le hizo un nudo tal en la garganta, que apenas podía hablar. Pero su mujer no lo notó. Seguía andando. Ni siquiera se había indignado y, hasta el hotel, Dupuche no tuvo ánimos para dirigirle la palabra.
El concierto había terminado. Algunas parejas permanecían aún en los bancos.
—Buenas noches —murmuró Dupuche.
—¿No entras un ratito?
—No, es preferible…
No le interesaba encontrarse con Tsé-Tsé ni con Monsieur Philippe. Aquella noche tenía que pedirle dinero a su mujer, pero no pensó en ello hasta entonces, y a última hora fue incapaz de hacerlo. ¿No le correspondía a ella saber que estaba sin nada?
—Prométeme no beber.
—¡Por descontado!
—¿Por qué lo dices así?
—Por nada, buenas noches, mi querida Germaine. ¡Saldremos adelante, verás!
—¡Pues claro!
Lo besó furtivamente y cruzó la plaza corriendo. Se volvió para decirle adiós con la mano.
Luego la vio hablar con Madame Colombani y Tsé-Tsé; por último se dirigieron los tres hacia una mesa del hall donde iban a beber algo antes de acostarse.
Dupuche abrió la puerta del bar de Fernand y se dirigió hacia la mesa donde los dos hermanos estaban de conversación con Christian y con un hombre al que Dupuche no conocía.
—Siéntese —dijo Eugéne estrechándole la mano—. ¿Aún no conoce a Jef?
Eugéne, que era el más simpático de todos, le hablaba siempre con un asomo de deferencia.
—Monsieur Dupuche, Jef. Un ingeniero que iba a Guayaquil para hacerse cargo de la dirección de la S.A.M.E. Llega aquí y ni sociedad ni dinero… Le estamos buscando un empleo.
El bar estaba mal alumbrado y en él reinaba la misma grisura que en todo el barrio negro. Sólo había dos clientes acodados a la larga barra, detrás de la cual estaban ordenadas más de cien botellas de alcoholes de todos los países del mundo.
—Tanto gusto —gruñó Jef, tendiendo la zarpa.
Era un monstruo. Medía poco menos de dos metros y era tan grueso como ancho. Con la cabeza afeitada y barba de dos días, encarnaba el prototipo del presidiario tal como se lo figura todo el mundo. ¿Lo haría adrede? Mantenía la cabeza gacha, sin apartar la vista de sus interlocutores, y hablaba con voz gangosa y con marcado acento flamenco, haciendo muecas por añadidura.
—Jef es propietario del Hotel Français de Colón —explicó Eugéne—. Llegó a este país casi al mismo tiempo que Tsé-Tsé…
—¿Conoce Cristóbal y Colón?[2] —preguntó el oso.
—Mi mujer y yo pasamos unas horas en el Washington Hotel…
—¡Naturalmente!
Christian, recién afeitado y perfumado como de costumbre, fumaba un cigarrillo. En el fondo de la sala se alineaban unos compartimentos ante los cuales se podía correr una cortina y algunos debían de estar ocupados, pues se percibían murmullos.
—¿A qué se dedica ahora? —preguntó Jef, al tiempo que hacía una señal al camarero.
—Todavía no lo sé. El ministro plenipotenciario me ha dado una invitación para el Cercle International, donde conoceré a gente que tal vez me sea útil.
Jef bebía menta con agua, los demás, cerveza, y a todos les parecía natural que el hombre de Colón interrogase al nuevo con el tono de un juez.
—¡No encontrará a nadie en el Cercle International! ¡A unos pelados si acaso…!
Lo trató por última vez de usted, pues en adelante tutearía a Dupuche como tuteaba a todo el mundo.
—Si hubieras venido cuando abrieron el canal, no digo que no… Ahora a un lado están los norteamericanos, que viven en su tierra, en la zona, donde tienen sus clubes y sus cooperativas… Al otro, la gente de Panamá que se pelea para ser presidente de la República o ministro…
No había quitado los ojos de Dupuche, que no sabía qué hacer. Y entre tanto, los Monti esperaban respetuosamente. Debían de haber estado jugando a los naipes, pues la mesa aún estaba cubierta con su tapete rojo, que ostentaba el anuncio de un aperitivo.
—¿Qué bebes?
—Cerveza.
—¿Dónde está tu mujer?
—Mi padre la ha puesto de cajera —intervino Christian—. Vive en el hotel.
Eugéne Monti tomó la palabra a su vez.
—Entre tanto, le he encontrado un trabajo. Croci le pondrá a vender sus salchichas.
Pero Jef, más oso que nunca, gruñía y apoyaba los codos en la mesa, que parecía demasiado pequeña para él.
—¡Eso no funcionará! —Por último, soplando el humo de un cigarrillo que acababa de encender, añadió—: ¿Quieres un buen consejo, chaval? ¡Lárgate de aquí! ¡Del modo que sea! Con tu mujer o sin ella… —Se volvió hacia Christian y prosiguió—: Tu padre me lo ha dicho y piensa como yo. ¡No se sacará nada de él y cualquier día se armará la gorda!
—No entiendo —balbució Dupuche.
—¡Pues vaya! ¡Yo sí que lo entiendo! ¡Fernand y Eugéne también me entienden! ¿No es así? —No le contestaron—. ¡Hazme caso! Espabílate y embarca rápido. ¡Algún familiar tendrás capaz de enviarte tres o cuatro billetes de mil francos!
Dupuche hizo un gran esfuerzo.
—Puedo desenvolverme solo…
—¡Eso lo dirás tú!
—El ministro plenipotenciario me ha prometido…
—Deja al gordo dormilón en paz. Bastante trabajo tiene mudándose de camisa.
—Hay minas en Darién y estoy dispuesto a ir…
—¡Bah!
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Bébete tu copa. ¿Juegas a la belote?
—No.
—Pues, ¡míranos jugar y calla!
¿Por qué no se marchó Dupuche? Permaneció sentado junto a ellos, mirándoles barajar los naipes y jugar. A pesar de lo que acababa de decirle Jef, no conseguía guardarle rencor. De vez en cuando, por lo demás, el oso le lanzaba por encima de sus cartas una ojeada sin mala intención y hasta, tal vez, para animarlo.
Una de las cortinas rojas que cerraban los compartimentos se descorrió, y una pareja de negros cruzó la sala. El hombre vestía un traje oscuro e iba tocado con un canotier. La mujer era muy gorda, vieja ya, y llevaba un vestido de color rosa caramelo.
Se iban, nadie les prestó atención. O, mejor dicho, Fernand se volvió hacia su camarero de color.
—¿Pagado?
—Pagado.
—Triunfo, triunfo y corazón mayor.
No había tranvías ya. La calle estaba silenciosa y, cuando callaban los jugadores, no se oía más que el tic tac del reloj.
—¡Eh, te la he cortado! —exclamó de pronto Jef, que acababa de ganar la partida. Y como Dupuche no respondía—: No hay que darle importancia, lo que digo es por tu bien. Por aquí pasan muchos como tú y acabas conociéndolos…
Si Eugéne Monti hubiera podido, seguramente hubiera hecho callar a su compañero, miró a Dupuche con aire de querer animarlo.
—Más vale ser franco, ¿no es verdad? Pues bien, no te doy ni dos años…
A Christian no le extrañó, ni a Fernand, que se levantó porque lo llamaban de un compartimento y volvió murmurando:
—Otra vez el viejo inglés.
—¿Con una negra?
—Con dos… Han conseguido que las invite a champán.
En efecto, el camarero ponía una botella de champán a refrescar en un cubo de metal.
—A propósito, Petit Louis se marcha la semana próxima.
—¿Con su mujer?
—Se van a pasar seis meses a Francia. Ella lo necesita. A pesar de la crisis, se sigue sacando sus diez dólares diarios.
Dupuche se levantó, tomó su sombrero.
—Le acompaño un rato —le dijo Eugéne tras dudar un poco.
¡Él lo adivinaba! Fuera, empezó:
—No hay que hacer caso. Jef es un buen tipo pero es brutal.
—Es un presidiario, ¿verdad?
—Puede que antaño tuviera algún problema. No obstante, lleva treinta años viviendo en Panamá, ya verá su hotel en Colón. Allí se reúnen los siete u ocho franceses de la ciudad, los que, como Petit Louis, tienen una mujer en el barrio reservado, ¿entiende?
Y Eugéne tomó del brazo a su compañero.
—Nosotros somos comerciantes, pero estamos obligados a tratarlos. Jef viene de vez en cuando a pasar un par de días a Panamá. Ya he visto que aquello le ha afectado…
—¿Por qué ha dicho que no me da ni dos años?
—Es un exagerado, lo hace siempre.
—Asegura que Tsé-Tsé opina como él…
—Porque no le gustan las caras nuevas. Sin embargo, es buena persona. ¿Ha visto lo que ha hecho por su mujer? Piense en lo que le he dicho de las salchichas… No es nada deshonroso. Ahora lo dejo, porque me están esperando para la belote…
Y Eugéne se fue, algo incómodo.
«Santísima Virgen, san José y tú, Jesusito mío…»
Su madre aguardaba una carta y él no tenía ánimos para escribirla. Trató de calcular qué hora sería en Francia y se embarulló. Dos niñas, dos negritas que aún no tendrían catorce años, se le plantaron delante y lo interpelaron en inglés.
Movió negativamente la cabeza, hizo ademán de apartarlas. Estaba asqueado. ¿Cómo iba a enviar a fin de mes el dinero que le prometió a su madre? Ella le dejó acabar la carrera, a pesar de la muerte de su padre, y cuando tuvo el título no encontró trabajo.
En cambio, tenía novia y su madre lloraba diciendo:
—¡Ya quieres dejarme sola!
¿Era culpa suya? Aún no había vivido. No hizo más que preparar su vida, en los libros, sin tener siquiera el dinero preciso para divertirse con los otros.
¿Qué quiso decir Jef al hablar de dos años? ¡Menos de dos! Uno, especificó, pretendiendo coincidir con Tsé-Tsé.
Dicho de otro, modo, Tsé-Tsé tampoco confiaba en él. ¡Ni, en el fondo, los hermanos Monti!
Dupuche empezaba a entender. Aquella gente no era de su misma clase. Su presencia les molestaba. Fingían ayudarle pero tenían prisa por verle marchar.
¿Acaso Christian, que lo único que hacía era pasear en coche con chicas, valía más que él? ¡En Francia ni les hubiera dirigido la palabra!
Y sin embargo, cuando salieron a colación, el ministro plenipotenciario declaró poco convencido:
—Son buenos, sobre todo los Monti. Eugéne, que se casó con una chica del país, está muy bien considerado y posee unas veinte casas.
¡Casas de madera en el barrio negro como aquélla en que vivía Dupuche!
—Respecto a Fernand, es un gran mutilado de guerra.
Dupuche abrió la puerta de la tienda, estuvo a punto de tropezar con el sastre, que dormía, y se metió por la escalera sin hacer ruido.
En la galería dormía entrelazada la familia de al lado, no faltaba ni la chiquilla que saltó por la ventana con un amigo ocasional.
Lo más difícil era situar en la escala social todas aquellas relaciones nuevas. Por ejemplo, se aseguraba que Tsé-Tsé era dueño de más de veinte millones y que el ministro plenipotenciario iba a menudo a cazar a sus cotos. Y eso que empezó al mismo tiempo que Jef, en Colón, y sirvió de camarero en el Washington…
¿A qué podían dedicarse los Monti en Francia? ¡Seguro que frecuentaban los pequeños y sospechosos bares de Montmartre o de la Porte Saint-Martin!
En cuanto a Jef… ¿Había matado? Si no, ¿por qué fue a presidio?
Ahora bien, era a él, a Dupuche, a quien miraban con desdén, con lástima, a él a quien declaraban:
—Un buen consejo. Lárgate.
¡Sin mala intención, como para hacerle un favor! ¡Hasta a Germaine le faltaba poco para encontrar natural que vendiera salchichas calientes!
La casa olía a negro. Todo el barrio olía a negro y a especias, incluso la manta con que Dupuche se cubría para dormir.
En cuanto cerró los ojos se representó, sabe Dios por qué, a la chiquilla saltando por la ventana, e imaginó lo que debió de pasar en la trastienda del sastre. Eso lo turbó. La chica estaba en la galería, acostada directamente sobre una estera, pero no se movió, se contentó con pensarlo y decirse que, si quisiera…
¡Lo más asombroso era que Germaine seguía siendo la misma, idéntica, con sus vestidos, su aplomo, su tranquilidad, pensando en mandar noticias a su padre y hacer lo mejor posible la tarea que le encargaba Madame Colombani!
¿De dónde salía aquella Madame Colombani? Tenía aire de vieja cocinera, pero igual pudo haberse estrenado en el barrio del que habló Jef.
¡A Dupuche le ilusionaba tanto poder anunciar aquella noche a su mujer que no había bebido en todo el día! Pero también eso le parecía lo más natural. Ella no había estado errando por las calles, descifrando los letreros y preguntándose si tendría valor para ir a solicitar un empleo en tal o cual almacén, en tal o cual oficina inglesa o norteamericana.
En realidad, no se dirigió a ninguna parte. ¡No se atrevió! Apenas pasó cinco minutos en el Cercle International, donde había salones lujosos, un jardín, una piscina, mesas de bridge y de bacarrá.
Evitaba beber allí, ya que ignoraba el precio de las consumiciones. Notaba que lo observaban.
«Os lo suplico, haced que encuentre algo.»
Ya no decía: «Santísima Virgen, san José…». Y menos aún: «Jesusito mío…».
¡Para demostrarles a todos que valía tanto como ellos, incluso más que todos ellos! ¡Para demostrarle a Germaine que era un hombre! ¡Para poder escribirle a su suegro que, a pesar de un gran tropiezo, la situación estaba normalizada!
¡Y para enviarle a su madre el dinero prometido cada fin de mes!
¡Entonces se presentaría en el hotel de Tsé-Tsé y exigiría una gran habitación, como un cliente de verdad! ¡Monsieur Philippe no volvería a esquivarlo! Ni el propio Tsé-Tsé, con su enorme cabezota, sus piernas cortas y su aire de creerse un emperador porque había ganado millones en tráficos más o menos honestos.
Eugéne Monti lo entendía, lo entendía por fin. Apenas se atrevía a insistir en lo de las salchichas.
Por añadidura, lo gracioso sería que todo aquello fuese resultado de un error. Había escrito a Grenier. La carta salió por avión, y a Grenier le sobraban arrestos para defenderse; para salir de nuevo a flote.
De vez en cuando, alguien se daba la vuelta en la galería de madera. La vieja negra solía lanzar gemidos mientras dormía.
Dupuche debió de acabar por adormilarse, pues, en sueños, saltó por el antepecho de la ventana de abajo y, justo en el instante en que la chiquilla se quitaba el vestido, abrió los ojos.
No andaba errado del todo, puesto que la veía efectivamente en la galería, sentada en un taburete, con la falda subida hasta los muslos, tomando un baño de pies en un lebrillo.
Le hizo un saludo con la mano.