De haberle dicho a Dupuche que estaba soñando, hubiera contestado:
—¡Por supuesto! Ya lo sabía…
Y sin embargo, no estaba soñando. Estaba de pie en la acera, junto al coche de los hermanos Monti —Eugéne y Fernand—; por cierto, todavía no sabía si Eugéne era el más alto, de pelo gris, o el bajito cuya mano derecha estaba paralizada a consecuencia de una herida de guerra.
Declinaba el sol y a un lado de la calle las casas de madera tenían un color casi rojo, mientras que enfrente conservaban su tono gris ceniciento.
—La cama primero… ¡Abajo!
Los Monti no se ocupaban de él. Descargaban el coche que los había traído y en cuyo techo habían atado una cama y una mesa.
—¡Ven aquí, tú! —le gritó uno de ellos a un negro que los estaba mirando—. Lleva esta mesa al primer piso.
Dupuche había vuelto a beber. No estaba borracho, pero sus impresiones carecían de nitidez. Veía sobre la puerta un letrero que anunciaba: EMILE BONAVENTURE. SASTRE.
Cruzó la tienda, o sea, una estancia que olía a tela y a chile y en la que un maniquí desnudo se erguía en un rincón. Un negro alto y vestido de negro, con gafas de acero sobre la nariz, lo miró pasar sin decir palabra.
Dupuche subió la escalera. Uno de los hermanos Monti gritó:
—¡Por aquí!
Entonces se halló en un cuarto empapelado con flores rosadas.
—Ya está, hasta mañana.
Los hermanos le dieron la mano y se fueron. Ni siquiera había una silla, y Dupuche tuvo que sentarse en la cama de hierro.
Al despertar la primera mañana en el Hotel de la Cathédrale le vino un nombre a la memoria sin que pudiera determinar con qué cara relacionarlo: Monsieur Philippe.
En el transcurso del día sólo logró averiguar que Monsieur Philippe era aquel anciano sosegado y frío que lo había atendido en el hotel y que conocía tan bien América del Sur.
Ahora sabía mucho más de él. Le contaron la vida del Monsieur Philippe que durante años fue el agente general de la French Line en América y que de repente perdió millones en especulaciones desacertadas.
Tsé-Tsé lo había recogido en su hotel, donde ejercía las funciones de gerente.
¿No era curioso oír que todo el mundo llamaba Tsé-Tsé[1] al rico propietario y decía respetuosamente Monsieur Philippe al gerente? Había otros personajes aún, que se agitaban desordenadamente y a los que Dupuche hubiera deseado identificar de una vez. Pero estaba cansado y se arrastró hasta la galería, que rodeaba toda la casa, y se dio de bruces con una negra vieja ocupada en pelar patatas.
¡Naturalmente! Había tres habitaciones en el primer piso, y a la galería tenían acceso las tres al igual que todos los vecinos de una casa tienen acceso al patio. Era una casa rara y una historia no menos rara, pues, al fin y a la postre, apenas podía entender cómo acababa de ir a parar a una casa del barrio negro.
En una palabra, no lo consultaron. Lo dejaron allí como acababan de dejar una cama y una mesa, y ni siquiera sabía por dónde tenía que ir hasta el centro de la ciudad.
Cierto que por alguna parte oía el ruido del tranvía y pensó que no tendría más que dirigirse hacia él.
Las calles no estaban ni adoquinadas, y había baches de cincuenta centímetros de hondura. No veía más que a gente de color que vivía al aire libre, sentada en los umbrales de las puertas o en sillas arrimadas a las casas.
Por cierto, ¿en qué iba pensando Dupuche? ¡Ah, sí! En Tsé-Tsé… Aún era la primera mañana, acababa de levantarse. Le dijo a Germaine:
—Tengo que avisar al dueño.
Y bajó y se dirigió a la anciana de la caja.
—Quisiera hablar con el dueño.
—Espere un momento en el hall. Mi marido bajará enseguida.
Lo vio llegar. Un hombrecillo robusto, de piernas cortas, cabeza gruesa, facciones espesas y cejas enmarañadas. Tendría sesenta y cinco años como mínimo.
—¿Quiere hablar conmigo?
Era corso, se notaba en el acto. Estuvo examinando a Dupuche de arriba abajo. Le indicó el café.
—Ahí estaremos mejor. ¿Fue usted quien llegó con una mujer joven?
—Con mi mujer.
—Es lo mismo.
El camarero ya estaba en su sitio, igual que el pequeño limpiabotas a quien espetó el dueño: ¡Tú, a jugar!
—Verá. Soy director de la S.A.M.E.
—Que está en quiebra —precisó el corso.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tengo amistades en Guayaquil.
—Yo lo ignoraba. Me dirigía allá a tomar posesión de mi puesto. En Panamá tenían que pagarme una carta de crédito de veinte mil francos…
—Ya…
—¿Cómo que ya?
—Nada. Siga. ¡Pon el ventilador, Bob!
No daba la impresión de atender a Dupuche. Miraba hacia fuera. Llamaba a un boy para darle una orden.
—Siga.
—He preferido confesarle honradamente que estoy sin dinero y que…
—¿No has visto a los Monti? —le preguntó el dueño al camarero.
—Monsieur Eugéne ha ido al peluquero…
—Vale. No se mueva, señor… ¿señor qué?
—Dupuche.
—Espéreme unos minutos. Tome algo.
Dupuche se tomó otro pernod, sin saber ni él mismo por qué.
De eso hacía dos días y ahora sabía más cosas. Sabía, por ejemplo, que François Colombani, a quien llamaban más familiarmente Tsé-Tsé, llegó sin blanca a América del Sur y ahora era dueño de todo el hotel. Además era suya la empresa de vinos al por mayor que dirigía Gaston, su primogénito, en Cristóbal, al otro extremo del canal.
Tenía intereses en otros negocios: coches, perfumes y hasta criaderos de perlas.
Dupuche vio pasar a Germaine por la acera. Se le acercó.
—Pasea unos minutos más. Me han dicho que espere un poco.
Y durante el consejo que tuvo lugar después, pudo verla dando vueltas por la plaza y sentándose a veces en un banco.
Pues fue un verdadero consejo lo que allí se desarrolló. Habían llegado los Monti, uno oliendo aún a peluquería; luego volvió Tsé-Tsé y se sentó de nuevo en compañía de Monsieur Philippe, que permaneció callado.
—Veréis —empezó Tsé-Tsé—, este señor anda en aprietos: está sin dinero. Es ingeniero y compatriota…
Los demás miraron a Dupuche para calcular lo que valía.
—¿No quiere regresar a Francia? —preguntó el más alto de los Monti, Eugéne sin duda.
—No tengo con qué pagar los pasajes.
—¿Y no puede escribirle a su familia?
El ventilador zumbaba sobre las cabezas. El camarero enjuagaba los vasos, limpiaba las botellas. Fuera, el sol abrasaba la acera por donde rondaba el limpiabotas.
—Sólo tengo a mi madre y soy más bien yo quien debe ayudarla a subsistir.
—¿Y su esposa?
—Su padre está bien colocado en Correos, pero no puedo pedirle una cantidad así… Entiéndanlo.
Monsieur Philippe miraba a otro lado. Tsé-Tsé se cortaba las uñas con una navajita publicitaria.
—Mientras tanto preferiría encontrar un empleo aquí… Si existen minas en el país…
—Hay minas de oro, pero son inglesas…
—¿Te encargas de él? —le preguntó Tsé-Tsé a Eugéne Monti.
—Veré qué se puede hacer.
Y ambos hombres fueron a un rincón a hablar en voz baja, mientras Dupuche se explayaba con el Monti mutilado de guerra, le exponía lo delicado de su situación y…
Dupuche y su mujer almorzaron en el gran comedor y no se atrevían a pedir bebida, pues no tenían dinero.
Tsé-Tsé y la suya comían en una esquina, como dos buenos ancianos.
—¿Qué han dicho? —preguntaba Germaine.
—Monti vendrá a buscarme en su coche a las tres…
—¿Para qué?
—No sé.
Era verdad. Aquellos hombres hablaban poco y dudaba en preguntarles algo. Sin contar con que no sabía de fijo quiénes eran ni a qué se dedicaban.
Germaine mostraba cierto desdén, como si en su lugar ya hubiera sabido cómo espabilarse.
—¿No les has pedido nada?
Su padre era también así: «Yo, en su lugar, le hubiera exigido a Grenier…».
¡Pero ya le hubiera gustado a Dupuche verle frente a su superior jerárquico!
—¡No les he pedido nada, no! ¡Ya es mucho que se molesten!
Monti llegó puntual a la cita, efectivamente, y Dupuche subió a su coche.
—Vamos a ver a un amigo que quizá pueda hacer algo…
A los cinco minutos entraban en un bazar inmenso, y las dependientas saludaban a Monti, que se dirigió hacia un despacho del primer piso. Allí estaba sentado un joven judío sirio que los invitó a sentarse tras estrecharles la mano.
—¿Qué tal?
—Tirando. Te presento a un ingeniero, un francés, que se halla en problemas… Está aquí con su mujer y no tienen blanca.
El joven judío de cabello espeso ni siquiera miró a Dupuche.
—¿Has hablado con John?
—Aún no. Me preguntaba si tú…
—Ya sabes qué ocurre. Sin ir más lejos, la semana pasada volví a despedir personal.
—¿Y a su mujer? ¿No podrías emplearla? En Francia trabajaba en la Telefónica.
No tenían más opción que ir a ver a John.
—¿Vas de caza el domingo?
—¿Y tú? Christian quiere llevarnos a pescar pez espada en su barco…
Dupuche estaba atento, escuchaba, se agarraba a su acompañante. Hallaron el coche junto a la acera y circularon durante unos minutos; pararon delante de un taller de automóviles.
—¿Está John?
—Está en el bar, enfrente…
Un bar italiano, una sala larga y estrecha donde vendían jamones de Parma, salamis y pasta. Un joven alto y rubio le estrechó la mano a Monti y, puesto a ello, a Dupuche.
—¿No tendrías trabajo para mi compañero, que llega de Francia y es ingeniero?
John era norteamericano.
—Ya sabes que no. Llevo un mes sin vender un solo coche.
—¿Y en el Canal, a través de tus amigos?
—No están autorizados a contratar a extranjeros.
De codos en la baranda, Dupuche fruncía las cejas y se repetía: «Pat… Pat».
Se le metió este nombre en la cabeza y trataba de averiguar dónde demonios lo había oído.
Tomaron un whisky con John.
—Vamos a acercarnos por casa de mi hermano —dijo Eugéne Monti.
Y el coche se metió por el barrio negro; paró en una bocacalle frente a un café bastante oscuro.
Fernand estaba allí jugando una partida de belote con Christian, el hijo de Tsé-Tsé.
—¿Qué queréis tomar?
Christian tenía veinticinco años y, como era hijo de la tercera mujer de Colombani, la que llevaba la caja, se decía que heredaría toda la fortuna.
—¿Juega a la belote?
—… No, no aprendí nunca… Al bridge, un poco…
Los Monti estuvieron cuchicheando en un rincón, después jugaron una partida de belote a tres, con Christian, mientras que Dupuche miraba.
—Vamos a buscar a otra parte —suspiró Eugéne por último.
Al pasar, señaló todo un bloque de casas de madera y declaró:
—Es mío… En la época en que trabajaban en el Canal, cada casa producía varios miles de francos al año. Ahora, los negros no pagan…
Subieron por una calle empinada y pararon delante de una gran brasserie donde unos pequeños cocodrilos flotaban en el agua de las fuentes.
Dupuche se acordaba ahora de Pat. Eugéne mandó llamar al gerente y le explicó a su acompañante:
—Va a ver… Es el marido de Pat Paterson, la famosa aviadora norteamericana que cruzó el Atlántico inmediatamente después de Lindbergh…
Un individuo alto, flaco y lúgubre.
—¿Cómo vamos, Paterson?
—Muy mal. Esta semana hemos sacado treinta mil menos que el año pasado por la misma época…
—¿No sabrías de algo para mi amigo, «que es ingeniero y acaba de llegar de Francia»?
Y en todas partes tomaban una copa: cerveza, whisky o pernod. ¿Qué más llevaba visto Dupuche? Habían atravesado un barrio de calles estrechas, con mujeres blancas o negras en los umbrales.
—Barrillo-Rojo, o sea, el barrio del farolillo rojo… —explicaba Eugéne, que iba al volante—. ¿Entiende?
Al regresar al hotel, Tsé-Tsé estaba en el hall y Germaine conversaba con la anciana en una mesa donde ambas tomaban el té.
—Tengo algo que decirle —manifestó el corso, que parecía estar pensando en otra cosa.
Tres o cuatro veces tuvo que interrumpir la conversación, ya porque lo llamaran por teléfono, ya porque tuviera que hablar con un cliente que entraba o salía.
—He mantenido una conversación con su mujer… Es una gran persona. Le he propuesto que sustituya a Madame Colombani en la caja una parte del día y ha aceptado…
Dupuche estaba atontado. Echó un vistazo en dirección a Germaine, que no se fijaba en él.
—Le ofrezco la manutención, el alojamiento y treinta dólares mensuales.
A Dupuche le dio la impresión de que el viejo le hacía un guiño a Monti.
—No quiero matrimonios en el personal. Conozco los resultados por experiencia. No tiene más que ir a vivir a otra parte y algún trabajo le saldrá por su lado.
Una vez más, Eugéne y el hotelero tuvieron un cambio de impresiones aparte. A su vuelta, Eugéne declaró:
—Le doy un cuarto gratis en una de mis casas. Pondremos una cama y una mesa. En cuanto al trabajo, algo acabaremos encontrándole…
Germaine no lloró siquiera. Simplemente, dijo al acostarse:
—Has vuelto a beber.
—Te aseguro…
—No es que estés borracho perdido como ayer, pero has bebido. Lo que pasará cuando no esté yo contigo…
—Te juro, Germaine…
Pero se encontraba demasiado cansado para discutir mucho rato, estaba cansado hasta el hastío, y por la mañana se despertó sólo a medias al oír a su mujer que se vestía.
¿No era ella la que debiera haber encontrado algo cariñoso que decirle? ¡Pues no! ¡Había pescado un empleo! Salvaba la situación por el simple motivo, además, de que le cayó bien a la vieja.
—¡Has vuelto a beber!
No entendía nada. ¿Esperaba acaso que le diese las gracias?
Se cortó afeitándose en la habitación vacía, donde la bata rosa de Germaine de la noche de bodas colgaba de la percha. Y se acordó de que durante aquella misma noche Germaine había mantenido un semblante hermético, casi desdeñoso, como si la hubiera obsesionado el temor a humillarse.
¿Podía impedirle aceptar la colocación que le ofrecían en el hotel, la habitación confortable, la manutención y…? Bajó muy tarde y se encontró a Germaine sentada en la caja al lado de Madame Colombani. Y fue esta última la que anunció:
—Eugéne va a venir a llevárselo dentro de un rato, con sus pertenencias…
Olvidaba, ciertamente, la mar de detalles, y había otros que no conseguía situar en su lugar exacto. Por ejemplo, estuvo jugando al chaquete con un individuo de cabeza rapada. Pero ¿dónde?, ¿cuándo?
Y ¿por qué ya no le dirigía la palabra Monsieur Philippe? Dupuche se lo encontró varias veces rondando por el hall. Le dio la mano. Pero el otro se marchaba enseguida, con aire preocupado.
Todo eso permanecía inconsistente. Sólo había algunas bases sólidas, como el vasto hotel, que formaba todo un bloque en la plaza, con su patio interior y las galerías en cada planta, la cafetería a la derecha, el comedor al fondo, la mesa de los Colombani en una esquina…
Dupuche no tenía siquiera en mente la topografía de la ciudad, que sólo había recorrido en el coche de Eugéne Monti.
Vio a demasiada gente: todos se ocupaban de él, pero de un modo extraño. Para ellos la vida seguía. Lo llevaban de acá para allá. Se encontraban con compañeros. Hablaban de todo, de las carreras del domingo siguiente, del fracaso de un cine, de la mujer de un inglés que se suicidó. Luego murmuraban:
—Por cierto, ¿no tendríais algo para nuestro amigo Dupuche, «un ingeniero francés que…»?
—¿Has hablado con Chávez Franco?
—Aún no…
Eugéne Monti daba la impresión de no trabajar. Dupuche sabía que estaba casado con una chica de Panamá, y vio su casa en el tercer piso de un edificio moderno.
Los Monti hacían faltas en francés, sin quererlo soltaban términos en argot. Y había como un asomo de respeto en el modo en que le hablaban.
—Su señora vale mucho. A Tsé-Tsé se le cae la baba con ella, lo cual no es frecuente. Nunca quiso que hubiera alguien más aparte de su mujer en la caja…
Pero ¿y él? ¿Qué hacían con él? En resumidas cuentas, lo subieron a un coche, junto con una cama que sujetaron en el techo, una mesa patas arriba, un jarro y un cubo.
Le hicieron cruzar la tienda del sastre Bonaventure y ahora lo dejaban en su cuarto empapelado de color rosa. La vieja negra, su vecina, se metió en su habitáculo para guisar, pero otros dos negros ocuparon su sitio en la galería y, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas, veían jugar a los chiquillos por la calle.
En Amiens, Dupuche nunca habría hablado con gente como los Monti, ni siquiera, al fin y al cabo, con gente como Tsé-Tsé.
«Te prohíbo que vayas a jugar a la calle», le decía su madre de niño.
«Se ha casado con la hija de un tabernero», murmuró su padre, despectivo, una vez que un vecino se casó con Marthe, que, efectivamente, era la hija del dueño del café de la esquina.
Le hacían llevar guantes para ir a la escuela y a su madre no se le ocurriría ir al mercado, a cien metros de su casa, sin ponerse el sombrero y el velito, pues por aquel entonces aún se llevaban velitos.
Era un mundo en el que tampoco se bebía. En el armario había una botella de licor, pero sólo servía de ella dos o tres veces al año, cuando el tío Guillaume venía de París, donde tenía un comercio de paraguas cerca del Pére-Lachaise.
¿A qué demonios podían dedicarse los Monti en Francia? En cuanto a Tsé-Tsé, él mismo había dicho que empezó en América como mozo de café del Washington Hotel.
Anochecía y las casas de enfrente perdían sus reflejos de tono púrpura. En realidad, las habitaciones no eran habitaciones, pues se hacía vida sobre todo en la galería, que sólo unos amplios vanos sin puertas separaban de los cuartos.
Se veía todo: un viejo negro que se vendaba un pie herido, una mujer que lavaba ropa en un balde, unos niños desnudos que se revolcaban por el suelo.
La estación estaría a la izquierda, pues se oía el silbido de los trenes. Luego, los tranvías al otro lado…
Dupuche siempre tuvo unos ojos abultados y sensibles, que se enrojecían con la menor corriente de aire. Asimismo, siempre lloró por nada y ahora tenía ganas de hacerlo, asomado a la calle sin adoquinar de la que era el único vecino blanco.
«Mañana dejaré de beber» se prometía a sí mismo. «Me vestiré convenientemente. Iré a ver de nuevo al ministro plenipotenciario de Francia y me aconsejará algo…»
Se encontraba perdido, lejos de los Monti, de los Tsé-Tsé y de los demás, y sin embargo, así que dejaba de verlos, los despreciaba.
«El ministro plenipotenciario se hará cargo. Me presentará a gente de nuestro mundo…»
Una negrita, que no tendría quince años, se sentó bajo la galería, llevaba un vestido verde, nada debajo, tenía piernas flacas, la cintura flexible, y estaba hojeando una revista ilustrada.
Reinaba un olor particular. El sastre estaba acomodado en una mecedora, en la acera, y todo el mundo le saludaba al pasar.
—Me han dado un cuartito arriba —había dicho Germaine—. ¡Está muy limpio! Madame Colombani se porta bien conmigo.
Dupuche no se atrevió a pedirle que telegrafiase a su padre. Y eso que por lo menos tenía ahorrados diez mil francos, lo suficiente para el viaje.
Pero no le gustaba a su suegro. Hubiera querido un yerno funcionario.
«Al menos se jubilan con una pensión», —repetía.
Y en Francia no había una sola plaza para un ingeniero joven; Dupuche tenía experiencia de ello. Más adelante se jactaba: «Pasaremos cinco años en Ecuador. Como ahorraremos cuarenta mil francos por año, regresaremos con un capital y…».
Fue a vomitar en el cubo, al fondo de la habitación. No podía con la comida picante. Tenía los ojos hinchadísimos. Veía la cama sin sábanas, con una manta de algodón.
Le guardaba rencor a Germaine sin saber a ciencia cierta por qué. O, mejor dicho, sí. Hasta que se casaron, sobre todo cuando eran novios y él estudiaba en París, Germaine lo consideraba siempre el mejor, el más inteligente…
Ya a bordo, empezó a decir:
«No hagas eso. Ve a saludar al comandante… Haces mal en …». O bien era ella la que calculaba los cambios de moneda, y después le decía: «Tú te equivocarás otra vez…».
Ahora, desde que se emborrachó, lo miraba con más arrogancia aún.
—Sobre todo, no vengas a verme cuando hayas bebido…
¡Pues bueno! ¡Peor para ella! Le apetecía beber. Le quedaba algún dinero encima y bajó, cruzó la tienda del sastre y se dirigió hacia donde se oían los tranvías, o sea, hacia la calle principal del barrio negro que la gente llamaba California.
El café de Fernand Monti estaba mucho más cerca de su casa de lo que pensaba, pues tardó poco en descubrirlo, con sus lámparas ya encendidas y los dos Monti que jugaban a los naipes con unos negros.
Pasó a la otra acera desviando la vista, giró hacia la calle mayor y se encontró en medio de un gentío tan compacto como en el Faubourg Saint-Martin, por ejemplo, con la sola excepción de que no había más que negros y mulatos.
«Le diré al ministro plenipotenciario…»
Tsé-Tsé era administrador de varias minas de oro, unas minas pequeñas que sólo se explotaban cuando el metal iba caro, pues los filones no eran ricos. Pero aquella gente nunca se había interesado por él como ingeniero. Lo habían llevado a un bazar, a un taller de coches, a una brasserie…
Bruscamente se metió en un cine cuyo incesante timbre le recordaba los primeros cines de Francia. La sala estaba llena de gente de color, el calor era insoportable, el olor repugnante, y proyectaban una película enteramente rayada y hablada en español.
—Es mejor que no vengas a verme el primer día… —le aconsejó Germaine—. Los Colombani pensarían que no habrá modo de despegarse de ti.
¡Ella sí que tenía sentido de lo práctico! Estaba confortablemente instalada en un hotel decente, lujoso incluso.
Eso ya le ponía rencoroso. Hubiera preferido verla más desvalida y saber que se llevaba menos bien con la vieja Madame Colombani.
Dupuche salió del cine y se preguntó si iría a beber algo. Pero ¿dónde? No vio más que bares atestados de negros y en los que no se atrevía a entrar solo.
Y aquello le recordaba el servicio militar, cuando no era más que un quinto. Lo destinaron a caballería, seguramente por equivocación, pues nunca había tocado un caballo. Lo pasaba mal entre sus cascos y le daba miedo llevar los animales al abrevadero y acercárseles para almohazarlos. Por eso se hizo casi amigo íntimo de su vecino de cama en el dormitorio, un mozo de granja que ni siquiera hablaba francés correctamente y que le daba consejos.
Lo cual no fue óbice para que a los dos meses lo colocaran en las oficinas del regimiento, llevara un uniforme de gala y estuviera rebajado de cualquier faena. ¡Y aún más! ¡Él era el que repartía los permisos!
Iría a ver al ministro plenipotenciario. No había más solución. Explicaría que…
Pero, mientras tanto, no encontraba el camino, y las calles eran tan oscuras, con familias enteras de negros en las aceras, que no se atrevía a meterse por ellas.
Tsé-Tsé lo despreciaba, si no, pudiera haberle dado una habitación en su hotel, donde tenía ochenta y cuatro. ¡Dupuche se lo hubiera tenido en cuenta más tarde!
¡Pues no! Todos lo trataban con arrogancia. Lo arrastraban a través de la ciudad. Lo presentaban a unos y a otros.
—¿No tenéis nada para él? «Un ingeniero francés que…»
Dupuche reconoció de pronto al sastre con su mecedora, a pocos pasos de él. En la casa no había luz. Entró, cruzó la tienda, buscó un interruptor. No había electricidad y Monti no le dio ni una lámpara.
¡No le quedaba más remedio que acostarse como los animales! Acostarse sin dormir, pues en la galería, hasta altas horas de la noche, los negros tomaban el fresco contándose historias en una lengua incomprensible.
«Mañana veré al ministro plenipotenciario y le diré…»
No estaba borracho. Estaba atontado. Le dolía todo, sobre todo la cabeza. Hubieran tenido que pellizcarlo y que despertara de pronto en una habitación de verdad, en una cama de verdad o incluso en un camarote de primera clase, junto a Germaine en camisón.
—¿Dónde estamos? —hubiera dicho.
—Estabas soñando en voz alta.
—¡Ah! Sí.
Pero no era verdad. No soñaba y estaba efectivamente en California, o sea, el barrio negro, en una cama vieja de hierro que Monti —el más alto de ellos, Eugéne— encontraría sabe Dios dónde. De vez en cuando una sombra asomaba la cabeza por la galería común, para ver dormir al blanco.
Pues, sin parar, sonaban pasos furtivos por el suelo de madera, cuchicheos, risas ahogadas…
Hasta que por fin sólo se oyó en una calle cercana el trote de un caballo enganchado a un carruaje.
Luego el canto de los grillos, los últimos, que el inicio de la estación seca iba a expulsar de la ciudad.
A las nueve de la mañana, Dupuche, sin pasar siquiera por el hotel, tocó el timbre de la Legación de Francia, tendió su tarjeta al portero mestizo y fue introducido en un salón atestado de publicaciones en francés.
No bebió la víspera y, con todo, tenía resaca.
—El ministro plenipotenciario le recibirá dentro de unos minutos. Si tiene la bondad de sentarse.
No se sentó. Ansiaba hablar con el ministro plenipotenciario.