—No veo más que negros —murmuró Germaine, mientras el buque maniobraba aún y, desde lo alto de la cubierta de pasajeros, veía acercarse lentamente un muelle en el que aguardaban dos filas de descargadores negros.
Y su marido murmuró sin convicción:
—¡Naturalmente!
¿Por qué naturalmente, ya que estaban a la entrada del canal de Panamá, o sea, en Centroamérica, no debieran haber visto indios?
Hacía dos horas de aquello y aún habrían de asombrarse más. Vestían de blanco, tocados ambos con el salacot. Dupuche, que hablaba el inglés mejor que su esposa, discutió con un negro que, a cambio de su equipaje, le entregó un cartoncito con un número, mascullando:
—Washington Hotel?
—Yes! —replicó él, estupefacto, ya que era donde pensaba alojarse.
Los pasajeros del Ville de Verdun que seguían viaje hasta Tahití bajaban a tierra atropellándose, pues el barco sólo hacía escala tres horas antes de introducirse en el canal. Interpelaban a los Dupuche.
—¿Se quedan mucho tiempo en Cristóbal?
—Nuestro barco llega dentro de dos días…
—¡Que vaya bien!…
El sol, así como el uniforme de los aduaneros, de los guardias y de los soldados norteamericanos que vigilaban el puerto y las calles adyacentes, contribuía a que se sintiera desorientado. Los negros se avalanzaban a su paso para arrastrarlos dentro de sus taxis, pero Germaine prefirió un coche tirado por un caballo y cubierto con un toldillo blanco del que colgaban borlas de cortina.
—¿No has olvidado las llaves? ¿No ha hecho alusión el maître a su propina? ¡Hombre! Ahí está Madame Rocher…
Se asomaron para despedirse de Madame Rocher, que iba a reunirse con su marido a las Hébridas. Miraban a todos los lados; trataban de absorber el paisaje.
—Washington Hotel? —preguntó el cochero negro.
Una hermosa avenida primero, sombreada por palmeras y bordeada por los suntuosos edificios de las compañías navieras.
—¡Que no se nos olvide ir a Correos!
Una calle ancha y soleada a lo largo del ferrocarril. Grandes comercios, bazares y, en cada umbral, fenicios a la caza de los turistas.
Por fin, al fondo de un parque de cocoteros, el hotel Washington: una escalinata, columnas, un hall inmenso y fresco, boys de blanco, un empleado con chaqué al que se dirigió Dupuche en inglés.
Su equipaje había llegado ya y, dos minutos después, se movía la pareja en su habitación, echaba un vistazo al cuarto de baño, abría ventanas y armarios.
Dupuche no osaba confesar a su mujer que la habitación costaba diez dólares diarios. ¿Qué importaban, además, unos dólares más o menos? En el hall habían reconocido a oficiales superiores del ejército norteamericano. El comedor era una sala espaciosa, y en el parque podía distinguirse una piscina de mármol.
—Esta tarde tomaremos un baño —decidió Germaine—. Ahora vayamos enseguida al banco…
Dupuche dejó la chaqueta en el hotel, pues hacía demasiado calor. El boy quiso pedir un coche.
—¡No! Iremos andando.
Querían ver la ciudad. Eran cerca de las doce. Debieron de extraviarse, ya que fueron a parar, casi al momento, a un barrio triste y sucio donde unas casas de madera bordeaban aceras abarrotadas de negros. El sol pegaba fuerte. En el umbral de algunas puertas dormitaban mujeres. Germaine juzgó que aquello olía mal y miró con inquietud a su alrededor.
—Tendrías que preguntar por dónde se va.
Lo supieron pasado un cuarto de hora, pues descubrieron los bazares regentados por levantinos, en los que algunos pasajeros del Ville de Verdun regateaban el precio de diversos cachivaches.
—¡Entérate del banco, Jo!
—Creo que es aquí donde me han recomendado que compre trajes blancos…
—¡El banco primero!
—Disculpe, caballero… ¿El New York Chase Bank, please?
—El segundo bloque a la izquierda.
—Mira —dijo Dupuche hundiendo la mirada en la sombra de un café—: ¡tienen pernod de antes de la guerra! Vendremos a tomar uno al salir del banco.
El banco era un simple mostrador, atendido por un único empleado al que Dupuche tendió una carta de crédito de veinte mil francos. El otro no la miró siquiera.
—Diríjase a la agencia de Panamá.
Y Germaine, cuyo inglés era rudimentario, empezaba a estar inquieta.
—Aquí sólo nos dedicamos al cambio de moneda. Tiene un tren a las dos que lo llevará a Panamá en cuarenta y cinco minutos.
—Ven, Germaine.
—¿Qué ha dicho?
—Vamos a Panamá, al otro extremo del canal. Pero antes nos da tiempo de tomar un pernod y de almorzar.
Tenían algo de sueño y, en el compartimento con butacas de caña, el sol les daba de lleno a ambos. Había viajeros que leían el diario norteamericano. Los hombres llevaban cuello postizo y corbata, y Dupuche era el único que iba sin chaqueta y tocado con salacot.
Por la izquierda desfilaba interminablemente una vegetación grisácea y por la derecha se distinguía a veces el canal de Panamá, por el que navegaban buques a escasa velocidad.
—Prefería las Antillas —observó Germaine, pues habían pasado dos días en Fort-de-France.
Aquí era demasiado civilizado. Demasiados soldados norteamericanos, demasiados bungalows confortables y demasiados automóviles por las carreteras.
—¿No habrás olvidado la cartera?
En Panamá se dejaron meter en un coche descapotable conducido por un mestizo español.
—¡New York Chase Bank!
Sus impresiones se superponían. Cruzaban calles abarrotadas, flanqueadas por comercios, luego otras más tranquilas con casas de madera; por último llegaron a un barrio de tranvías con edificios de piedra, tiendas de pianos, de aparatos de radio, de automóviles.
El coche paró en una plaza sombreada por hermosos árboles frente a una iglesia de estilo colonial, y el conductor señaló en una esquina el banco norteamericano.
Dupuche se dirigió a una primera ventanilla, luego a otra, siguió a un negro hasta un despacho donde le recibió el director de la agencia al tiempo que tomaba en sus manos la carta de crédito.
—Déme la mitad en francos y el resto en dólares.
Dupuche mostró el pasaporte para confirmar su identidad. El yanqui ojeó la carta de crédito, alcanzó el teléfono, llamó a un empleado. Ambos examinaron de nuevo en silencio el documento, lo contrastaron con un cablegrama extendido en el escritorio.
—Lo siento… —exclamó por fin el director, devolviéndole la carta a Dupuche.
—¿No puede abonármela hoy?
—No puedo abonársela a secas. La Sociedad Anónima de Minas de Ecuador ha quebrado. Nuestra agencia de París me cablegrafía que no hay provisiones…
—¡Debe de haber un error! —exclamó primero Dupuche—. ¡No puede ser! Esta carta de crédito fue expedida hace apenas un mes por el administrador en persona, el señor Grenier. Yo soy el ingeniero principal de la S.A.M.E. y me traslado allá para asumir la dirección de las obras…
—Lo siento.
—¡Oiga!… Hay que telegrafiar a París. De seguro que hay un malentendido.
Le chorreaba el sudor y le fallaban las piernas. Germaine preguntó:
—¿Dice que no pagará?
Y Dupuche le hizo una señal para que callara.
—Entiéndame. La sociedad me entregó diez mil francos para pagar el viaje hasta aquí. Pasado mañana embarco para Guayaquil en el Santa Clara, de la Grace Line. Necesito esos veinte mil francos, si no…
—I’m sorry… Lo siento —repetía el norteamericano, abriendo la puerta del despacho.
—¡Un momento! ¿Cuánto tiempo se tarda en enviar un telegrama a París y recibir la respuesta?
—Dos días.
Se hallaron en la acera y el chófer les salió al paso:
—¿Vuelta ciudad?
Dupuche sentía vértigo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Germaine, con las cejas fruncidas.
—Ver a nuestro embajador o a nuestro ministro plenipotenciario. Habrá un ministro plenipotenciario de Francia en Panamá…
—Sí, señor —afirmó el mestizo, que lo había oído.
Los dejó en una plaza desierta en la que se alzaba un lindo edificio cubierto de flores. Germaine se quedó en el coche. Dupuche tocó el timbre; fue recibido por un mulato que lo hizo pasar a un despacho cuya mesa estaba atestada de revistas atrasadas. Estuvo esperando un cuarto de hora, ya que el ministro plenipotenciario dormía la siesta y se presentó al fin en mangas de camisa.
—¿Qué ha dicho?
—Que mande un telegrama si quiero. Pero según él los bancos norteamericanos no se equivocan nunca.
El chófer esperaba unas señas.
—¿Qué vamos a hacer?
—¡Mandar un telegrama de todos modos!
Ni se acordaba de ponerse el salacot que se había quitado para secarse el sudor. El pernod que había tomado sin azúcar le revolvía el estómago.
S.A.M.E., PARÍS. RUEGO HAGAN URGENTEMENTE LO PRECISO PARA COBRO CARTA DE CRÉDITO. STOP. SALE BARCO MAÑANA. STOP. PRÓXIMO DENTRO DE UN MES.
DUPUCHE.
Eran once francos por palabra y Dupuche se apresuró a meter en el bolsillo el billetero en el que apenas quedaban mil doscientos francos.
El chófer seguía esperando, plácido, y Germaine no había abandonado el coche.
—Andemos un poco, para poder hablar…
Pagaron el trayecto y se hallaron en la acera de una calle comercial.
—¿Qué decides hacer?
—No sé. No entiendo nada.
Ya ni siquiera se daban cuenta de que estaban en Panamá, de que las casas eran de madera, de que, en torno a ellos, los transeúntes hablaban en español o en inglés. Andaban sin ver nada, con la cabeza vacía y hecha un bombo.
—¿Cuánto te queda?
—Menos de mil doscientos francos. Pero ¡es imposible! Grenier contestará.
Al día siguiente de su boda los había invitado a almorzar en un lujoso restaurante de los Campos Elíseos. Era un tipo formidable. Su oficina estaba en la Rue de Berri, en un edificio nuevo.
—¿Le satisface el viaje de bodas que le ofrezco, señora mía? —le preguntó a Germaine.
Y le regaló flores.
—¡Nuestro equipaje se ha quedado en Cristóbal! —observó Germaine.
Dupuche se acordaba de los diez dólares diarios de la habitación en el Washington.
—Telefonearemos que nos lo manden aquí. Habrá hoteles más baratos.
Sumido en su turbación andaba mecánicamente sin saber adónde y de pronto se halló en un barrio parecido al barrio negro de Cristóbal, pero más amplio y oscuro.
—¿Por dónde hemos venido? —le preguntó a su mujer.
—¡Qué sé yo! ¿No te has fijado?
Hasta donde se alcanzaba a ver, sólo había casas de madera de un piso con una galería en la primera planta, ropa puesta a secar en las ventanas, comercios ruinosos y callejas de apenas un metro de ancho. En los puestos de venta se apilaban comestibles desconocidos para ellos y flotaban extraños olores en el aire. Pasaban negros, calzados con zapatos altos o alpargatas, miraban a los ojos a los extranjeros, a Germaine sobre todo, que inclinaba la cabeza.
—¡Vamos a otro sitio!
—Qué más quisiera. Pero ¿por dónde?
Y se hundían más en aquel barrio que era una verdadera ciudad. Las calles se estrechaban, y aumentaba el número de negros por las aceras.
Estaban rendidos. A Dupuche se le pegaba la camisa a la espalda. Ni siquiera se había traído la chaqueta. De pronto sonó un frenazo detrás de ellos y descubrieron a su chófer, que paraba el coche sonriente. Hablaba francés con un ligero acento español.
—No hay que pasear por aquí… ¿Quieren que los lleve a un buen hotel?
—¡Sí! A un hotel francés —suspiró Dupuche con alivio.
Todo acabaría teniendo una explicación. Se aclararían las cosas. El coche cruzó un barrio tan inesperado como los otros, cuajado de villas modernas y jardines.
—La zona de las legaciones y los consulados —explicó el chófer.
Por último, volvieron a la plaza sombreada, delante de la iglesia, y el coche se detuvo frente a una gran fachada blanca en que se leía con letras doradas: HOTEL DE LA CATHEDRALE.
—¿No tienen equipaje en la estación?
—No, gracias.
—Si quieren pasear en coche, pregunten por Pedro. Me conoce todo el mundo.
Dupuche consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento.
Hablaba muy rápido. Aquella mujer de negro, aquella viejecita parecida a una cajera de hotel provinciano, le impresionaba.
—¿Entiende? Embarcamos en el Santa Clara pasado mañana… Nuestro equipaje se ha quedado en el Washington Hotel, en Cristóbal. Esperamos un cablegrama.
—¿Quieren que les manden su equipaje aquí?
Y la viejecita descolgó el aparato, llamó al Washington, pronunció unas palabras en inglés.
—Lo tendrán a las ocho.
Llamó a un boy negro de traje almidonado.
—A la sesenta y siete —dijo tendiéndole una llave.
No le había extrañado que fueran franceses. Ni siquiera los había mirado. Le daba igual. Y ellos seguían al boy sin decir palabra, descubrían una arquitectura extraña, una especie de patio interior cubierto con una vidriera. Alrededor, en cada planta, corría una galería en la que se alineaban las puertas de las habitaciones.
Tomaron un ascensor. El boy los hizo pasar a una habitación espaciosa sumida en la oscuridad por las persianas bajadas, y se marchó.
Eso fue todo. Se quedaron a solas. Examinaron la habitación, el diván, las dos camas de cobre idénticas, el cuarto de baño…
—¿Cuánto es?
—No sé.
No se atrevió a preguntarlo. Para hacer algo, subió las persianas y el sol inundó la habitación. Delante de ellos se extendía la plaza sombreada por altos árboles semejantes a eucaliptos. Y en los bancos, a la sombra, se sentaba la gente, tocada con sombreros de paja, a leer el diario o mirar con indolencia los perezosos juegos de la luz.
—No ha podido quebrar en tan poco tiempo…
Dupuche pensaba en Grenier, que le había firmado un contrato por cinco años con el título de ingeniero director de la S.A.M.E. Debía entregarle cincuenta mil francos por el desplazamiento y los primeros gastos, pero a última hora sólo le dio diez mil, diciendo:
—Cobrará esta carta de crédito en Panamá y esta otra en Guayaquil.
—¿Y si telegrafiara a Guayaquil? —dijo de pronto Dupuche—. Quizás haya fondos allá.
—¡No te quedará mucho de los mil doscientos francos!
¡Era verdad! Más valía esperar. Germaine se echó en la cama y dejó caer sus zapatos. A Dupuche le impacientaba su inmovilidad.
—¡No! No nos quedemos en la habitación. Es mejor moverse, ver gente.
—Estoy cansada. Baja solo.
Tenía el semblante mate del principio de la travesía, cuando estaba mareada y se negaba a admitirlo. Era su primer viaje aparte de las idas y venidas entre Amiens y París.
Dupuche le rozó la frente con los labios, sin ternura, pues estaba demasiado preocupado, bajó la escalera y anduvo un rato por el hall.
—¿Busca el bar? —le preguntó un hombre entre sesenta y sesenta y cinco años que se hallaba cerca del mostrador.
Iba vestido de blanco, como todo el mundo, y llevaba un cuello postizo de celuloide y una corbata de color negro.
—¿Quiere rellenar su ficha?
Permaneció detrás de Dupuche leyendo lo que escribía.
—Habría jurado que era del norte. Le he oído hablar antes con Madame Colombani y he reconocido el acento. ¡Ah! Amiens… Tuve dos amigos allí; trabajaban en la lana.
El hombre secó la tinta de un golpe de secante.
—¿Toma algo?
—No sé… Un pernod.
Su interlocutor pidió una cerveza con gaseosa.
—¿Piensa estar mucho tiempo en Panamá?
—Salgo pasado mañana para ocupar mi plaza… Soy el nuevo director de las Mines de l’Equateur. El anterior ingeniero cometió varias torpezas y Grenier, en París, me pidió que lo sustituyese…
El cambio fue muy rápido, quizá debido al calor. Dupuche, que no solía beber, vio estrías de sol ante sus ojos y el rostro de su interlocutor cobró proporciones asombrosas. Era un rostro extraño, delgado y arrugado, perforado por unos ojos diminutos y cansados que, no obstante, le escrutaban con una insistencia molesta.
—¿Se lleva a su esposa?
—Me casé tres días antes de partir. Llevábamos prometidos dos años, como si dijéramos toda la vida, ya que nacimos en la misma calle. ¿Conoce Amiens?
—De paso, hace mucho.
—Mi mujer estaba empleada en la Telefónica. Sus padres no querían que se fuera tan lejos… Tuvo que escribirles el propio Grenier, Grenier es el administrador, y asegurarles que el clima de Ecuador es muy sano. ¿Conoce Ecuador?
—Mucho.
—¿Guayaquil?
—Viví allí cinco años.
Dupuche tenía necesidad de hablar y le hizo una seña al camarero negro para que le llenara el vaso. Con ademán negligente le tiró unas monedas al chiquillo que le había lustrado los zapatos, pero su interlocutor llamó a éste y le quitó la mitad del dinero.
—No hay que viciarlos. Quince cents es más que suficiente. ¿Qué más iba a contar?
—Nos habíamos alojado en el Washington, en Cristóbal.
—Lo conozco. Es demasiado caro.
—Hemos venido aquí como turistas y hemos preferido quedarnos. Nuestro equipaje llegará…
—A las ocho —puntualizó el hombre.
Era sosegado, demasiado sosegado. Economizaba gestos y hablaba bajo, sin cansarse.
—¿Han venido en el Ville de Verdun? Estará aquí dentro de una hora. Se encontrará con sus compañeros de travesía, pues casi todos pasan por aquí.
A Dupuche le dolía la cabeza.
—¿Hay muchos franceses en Panamá?
—Para empezar, el dueño y sus hijos. Son corsos. Luego los Monti, que regentan un café en el barrio negro y la cantina del hipódromo. En Cristóbal hay algunos más que no valen gran cosa.
—¿Es verdad que aquí hay fugitivos del penal?
—Dos o tres, pero apenas se mueven ¿Su mujer está acostada?
—Sí, está descansando.
Dupuche no tenía ánimos para levantarse y, como su interlocutor hubo de dejarlo para ir por el despacho, se sintió tremendamente solo y estuvo esperando su regreso con verdadera angustia.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? —pudo preguntar finalmente.
—Estoy en América del Sur desde hace cuarenta años.
—¿Qué quiere tomar?
—¡Nada! Cuanto más se bebe, más calor se tiene.
En efecto, Dupuche sudaba copiosamente, pero seguía teniendo sed y, después de dudarlo, pidió otro pernod, sintiéndose obligado a disculparse.
—En Francia está prohibido. ¿Entiende? Así que da tanto gusto…
No había pensado aún en enviar una postal a su madre como se lo prometió. Desde que estaba sentado en aquel café con su desconocido interlocutor, se le antojaba menos inhóspita la ciudad. Ya se había acostumbrado a que la catedral, que tenía delante, fuese de madera y no de piedra. Asimismo le parecía natural que el camarero fuese negro, que su propia vestimenta fuese de tela blanca.
Y, en cambio, le costaba decirse que tres semanas tan sólo le separaban de su boda en la iglesia Saint Jean d’Amiens. La Gazette d’Amiens escribió al día siguiente:
Nuestro eminente compatriota Joseph Dupuche, que, concluida brillantemente la carrera de ingeniero, viaja a América a defender los colores de Francia y…
… Tanto a él como a su joven y valiente esposa les deseamos…
Madame Dupuche fue a la estación con una amiga para no sentirse tan sola tras la salida del tren. Les llevó un pastel, y como no tenían hambre, Germaine lo tiró por la ventanilla.
—¡Pobre mamá!
En cuanto al padre de Germaine, les aconsejó:
—Sobre todo, tomad quinina todos los días…
Estaba de empleado en Correos y colocó a su hija en las oficinas de la Telefónica. A su yerno, al que se llevó aparte, le murmuró con aire trágico:
—Sobre todo, nada de hijos allá, ¿entendido? Os sobrará tiempo a la vuelta.
El almuerzo en París con Grenier… El tren a Marsella… El Ville de Verdun… El administrador de las marquesas, a bordo, que enseguida intimó con él a pesar de su cargo…
—Creía que la S.A.M.E. estaba en mala situación. —Suspiró el interlocutor de Dupuche—. Es usted el cuarto director que envían en diez años.
—¡Ah! ¿Conoce la sociedad?
—Estoy al corriente de cuanto pasa en América. ¡Mire! Tenemos aquí al hijo de un importante productor de cacao que ganaba cinco millones al año, millones oro, antes de la guerra. ¡Ahora no tiene ni con qué pagar el pasaje del barco!
Dupuche vio pasar a su chófer con tres pasajeros del Ville de Verdun que visitaban la ciudad y se paraban a fotografiar la catedral.
¡Al ingeniero ya no le interesaban, pues ellos seguían, no se quedaban en Panamá!
—¿La vida es cara aquí?
—No más que en Cristóbal. Más barata, por supuesto, que en el hotel Washington… Seguramente les cobrarán quince dólares diarios por la pensión completa de los dos. Se lo dirá Tsé-Tsé cuando vuelva.
—Quince dólares… —repitió Dupuche como si fuera lo más natural del mundo.
¡Le quedaban ochenta encima! Entraron dos hombres.
—Los Monti, de los que le he hablado.
Se sentaron a su mesa.
—Un ingeniero de Amiens, Monsieur Dupuche.
—¡Tanto gusto! ¿Qué toma?
Era un lugar tranquilo y cómodo, como un café de provincias.
—Picon grenadine.
—¡Dos!
—¿Ha viajado en el Ville de Verdun? El comisario es amigo mío.
A partir de entonces se acrecentó el malestar de Dupuche. Bebió algo más. Luego se puso a hablar. Debió de contar el almuerzo con Grenier y de enseñar el contrato que le atribuía un sueldo de ocho mil francos mensuales, más un porcentaje sobre los beneficios. Los otros parecían interesados, pero no en exceso.
—¿Es la sociedad que cambia continuamente de director? —preguntó uno de los Monti.
¡Aquellos hombres lo sabían todo! Hablaban de Guayaquil como de un suburbio, pero lo mismo discutían de Perú, Chile, Bogotá y otras ciudades que Dupuche ni siquiera conocía.
Conversaban además de temas misteriosos.
—Louis ha recibido noticias de Bélgica.
—¿Y qué?
—Que la mujer no quiere venir. Está que rabia.
Dupuche seguía allí, entre aquellos hombres, con mirar vago, aturdimiento, e indudablemente le habían dado un puro, ya que llevaba uno en los labios cuando volvió a su habitación. Germaine estaba durmiendo, con el pelo revuelto, la tez reluciente; se le había subido el vestido por encima de las rodillas, descubriendo unas piernas bastante recias, unas articulaciones sólidas.
Dupuche se desplomó junto a ella, lo cual la despertó.
—¿Traes noticias? —preguntó.
—¿Noticias de qué?
Germaine frunció el entrecejo y observó:
—¡Hueles a alcohol!
—¡Qué va!… Déjame dormir.
—¿Adónde has ido?
—A ningún sitio, abajo…
Notó que se hacía con su cartera y contaba los billetes.
—Has bebido, ¿no es eso?
—Un pernod… Con un tío estupendo, que podrá sernos útil. —Se le trababa la lengua. No podía abrir los párpados. Guayaquil… Bogotá… Buenaventura… Gran Luis…
Tuvo conciencia de que estaban llamando, de que hacían mucho ruido al arrastrar los baúles por la habitación.
Germaine le susurró al oído:
—Jo… Oye… Despiértate un instante. ¿Cuánto hay que dar de propina?
—No sé.
Seguía dormido, con la lengua pastosa; luego se incorporó de súbito; vio la habitación a oscuras, unas luces al otro lado de las ventanas; oyó compases de una banda militar.
—¡Germaine! —llamó—. ¡Germaine!
—¿Qué pasa?
Surgía de una butaca de mimbre instalada en el balcón.
—¿No estarás borracho? —le preguntó con severidad.
Dupuche se levantó, dio unos pasos, vio que en la plaza el quiosco estaba iluminado, mientras la multitud paseaba lentamente a su alrededor. Hacía más fresco. Los árboles desprendían un olor particular.
—¿Qué hora es?
—Las diez.
—¿No has cenado?
Vio los baúles a su alrededor.
—Ah, vaya… Los han traído…
Atontado, no sabía qué hacer, qué decir.
—Pues algo habrá que comer.
—No tengo hambre.
Era la primera vez que se emborrachaba desde hacía meses y hubiera sido incapaz de decir cómo se había producido. Veía que su mujer le guardaba rencor. Y estaba avergonzado.
—Perdóname. Estaba nervioso, me han invitado a beber…
—Déjame en paz.
—Germaine, te aseguro…
—¡Calla! Si hubieras visto qué ronquidos…
—Te juro que no ha sido culpa mía.
—¡Te pido de nuevo que me dejes en paz!
Entonces, sin saber por qué, estalló. No había luz en la habitación. Sólo las farolas de fuera iluminaban vagamente la cara de su mujer. Y ésta se le aparecía casi como una enemiga.
—¡Eso es! ¡Que te deje en paz! ¡A ti qué, si no llega el dinero! ¡A ti qué, si todas las responsabilidades, si todas las preocupaciones recaen sobre mí! Porque he tenido la mala idea de tomarme una copa…
Germaine volvió a sentarse en el balcón, sin hacerle caso.
—¡Germaine! Ven aquí… —Germaine no se movió—. ¡Germaine! Una vez más, te lo suplico…
—¡Basta ya!
Dupuche gritó, vociferó estupideces: que era muy desgraciado, que su mujer no le entendía, que más le hubiera valido quedarse en la Telefónica, que era incapaz de ayudarlo…
Luego, rabioso, dio un puñetazo en la pared y casi al punto rompió a llorar.
No debió de habérsele pasado la borrachera. De nuevo se halló en la cama. Germaine no dormía. Acostada a su lado, se apoyaba en un codo y lo miraba con aire grave.
¿Cómo adivinó que tenía sed?
—Bebe… —le dijo tendiéndole un vaso de agua.
Pero a él le pareció que su semblante estaba desprovisto de ternura.
—¿Ya no me quieres?
—¡Bebe! Hablaremos de eso mañana.
Prefirió dormirse de nuevo, sin olvidar que al día siguiente, nada más despertarse, le esperaban explicaciones desagradables.
—¡No me quiere!… No me entiende.
¿Y la carta de crédito? Soñó que lo encerraban en la cárcel, una cárcel que era la catedral de madera, y los carceleros llevaban el mismo uniforme que los soldados del quiosco.
Llamaron a la puerta. Era de día. Entró un boy con una bandeja en la mano.
—Una firma —murmuró.
En la bandeja había un telegrama. Dupuche lo leyó; reconoció el texto del cable dirigido a Grenier; le dio la vuelta al papel y acabó descubriendo las palabras: «Ausente sin comunicar señas…».
Cuando desapareció el boy, salió Germaine de debajo de la sábana donde se había escondido.
—¿Qué hay de los veinte mil francos?
Dupuche respondió simplemente:
—¡Nada!
Y ambos miraron el balcón donde resplandecía de luz una butaca de mimbre. Los tranvías daban la vuelta a la plaza, paraban frente a la catedral y arrancaban con estrépito. Ya hacía calor.