Siete semanas después de que Kahners entrara en la ciudad como un paladín transportado por un negro Buick en vez de por un caballo blanco, el colector de fondos embaló sus cajas, embaucó a tres desconocidos para que las sacaran del edificio, aceptó un cheque por 1938 dólares y desapareció de sus vidas.
La línea roja había alcanzado la parte superior del termómetro instalado frente al templo.
Doce familias habían renunciado a la calidad de miembros.
Trescientos cincuenta y un miembros habían firmado promesas de aportar sumas cuya cuantía oscilaba desde quinientos dólares hasta los cincuenta mil de Harold Elkins.
Paolo Di Napoli regresó de Roma con unos bellos bocetos al pastel que revelaban la influencia de Nervi y de Frank Lloyd Wright. El comité los aprobó inmediatamente.
En octubre, pesadas máquinas remontaron lentamente la colina en la que había de construirse el templo. Roturaron la roja tierra en grandes pedazos, derribaron árboles que tenían más de dos siglos de edad, arrancaron viejos tocones de sus profundos hoyos y removieron rocas que no habían cambiado de sitio desde que el último gran glaciar las había arrojado allí.
Para el día de Acción de Gracias, el suelo se había endurecido hasta el límite de congelación, y había caído la primera nevada. Las máquinas fueron llevadas al pie de la colina. El gran agujero abierto para la instalación de los cimientos quedó forrado de una blanca y delgada capa de nieve.
Un día, el rabino subió la colina llevando un atractivo letrero blanco y negro en el que se informaba que aquél era el solar del nuevo templo Emeth. El propio Michael lo había pintado y clavado. Pero el suelo estaba tan helado que le fue imposible hincar el palo en la dura tierra; decidió, pues, esperar a que llegara la primavera y de nuevo se lo llevó.
Pero volvió allí con frecuencia.
Guardaba en el coche sus botas de pesca y, a veces, cuando necesitaba estar absolutamente a solas con Dios, iba en automóvil hasta el pie de la colina, se ponía las botas de goma y subía hasta la cumbre, sentándose bajo la roca donde él y su mujer habían hecho el amor. Contemplaba la helada excavación y se dejaba mecer por el viento. Se veían en la nieve muchas huellas de conejos y de otros animales que no llegaba a identificar. Confiaba en que la construcción del templo no los ahuyentara. Siempre se hacía el propósito de llevarles comida la próxima vez que fuera allí, pero nunca llegó a hacerlo. Imaginaba una secreta congregación de seres peludos y alados que le miraban con ojos que relucían en la oscuridad mientras él predicaba la palabra de Dios, una especie de Francisco de Asís judío en Pensilvania.
Sobre la gran roca había un montículo de nieve que fue aumentando de volumen durante todo el invierno. Al aproximarse la primavera, empezó a achicarse en proporción inversa al crecimiento del vientre de su mujer, hasta que la nieve de la roca desapareció casi por completo y el vientre de Leslie quedó henchido y pleno, su milagro privado.
Siete días después de que hubiera desaparecido totalmente la nieve de la roca, los hombres y las máquinas regresaron a la cumbre de la colina para trabajar en el templo. Al principio, Michael se atormentaba al contemplar el lento y laborioso tendido de los cimientos, y recordaba la decepción del padre Campanelli cuando vio terminada su nueva iglesia de San Francisco. Pero desde el comienzo mismo resultó evidente que el templo sería un bello edificio y que él no quedaría defraudado.
Di Napoli había utilizado la dureza del hormigón para evocar el rudo esplendor de los antiguos templos. En el interior, las paredes eran de porosos ladrillos rojos, curvadas en el Bemá para favorecer la acústica. «Anime a sus fieles a pasar las manos a lo largo de estas paredes para ver cómo son —le dijo a Michael el arquitecto—. Esta clase de ladrillo necesita ser tocado para vivir».
Había diseñado reproducciones en cobre recubierto en oro de las Tablas de la Ley, que se elevaban sobre el arca, crudamente iluminadas contra el oscuro ladrillo por la llama eterna.
En el piso superior, las aulas de la escuela hebrea estaban pintadas en cálidos tonos apastelados, con salpicaduras, por doquier, de colores suaves. Las paredes exteriores de cada aula eran de vidrio deslizante para aprovechar mejor la luz y disfrutar de una mayor ventilación, con un enrejado exterior de finos bloques de hormigón para mantener a los niños dentro y evitar que entrara el resplandor del sol.
Un grupo de viejos pinos que se alzaba en las inmediaciones fue convertido en bosquecillo de meditación, y Di Napoli había diseñado una sukká permanente, que fue erigida detrás del edificio del templo, no lejos de la gran roca.
Harold Elkins, que estaba haciendo los preparativos para emprender una segunda luna de miel en el Mediterráneo con su mujer de cabellos castaños, anunció que había adquirido una obra de Chagall, que regalaría al templo.
Las mujeres de la hermandad femenina empezaron a hacer planes para una colecta independiente: recaudar dinero para un bronce de Lipschitz con destino al nuevo césped.
Tras un mínimo de educado regateo por ambas partes, el edificio del viejo templo fue vendido a los Caballeros de Colón por setenta y cinco mil dólares, y tanto el vendedor como el comprador terminaron las negociaciones altamente complacidos. La venta debería haber producido un superávit en los fondos del comité correspondiente, pero éste se vio obligado a enfrentarse con el hecho de que, aunque Archibald S. Kahners había reunido multitud de ofertas, el recibir los pagos que hiciese honor a tales promesas era cosa muy distinta. Las repetidas cartas cursadas al efecto obtuvieron escasa respuesta de los que no habían pagado enseguida.
Por fin, Sommers se volvió al rabino. Dio a Michael una lista de las familias que no habían dado cumplimiento a sus promesas o que no habían prometido nada en absoluto.
—Si usted quisiera visitarlas… —sugirió con delicadeza.
Michael se quedó mirando a la lista, como si le desconcertara.
Era muy larga.
—Yo soy un rabino, no un cobrador —dijo.
—Desde luego, desde luego. Pero usted podría incluir estos nombres en su programa de visitas pastorales, sólo para recordarles que el templo conoce su existencia. Una discreta insinuación.
Sommers, por su parte, hacía insinuaciones. Después de todo, Michael había escrito un artículo indicando que él había sido llamado a Emeth en calidad, sobre todo, de «rabino de edificación». Y ahora necesitaban su ayuda para convertir en realidad el edificio.
Guardó la lista.
El primer nombre que figuraba en ella era Samuel A. Abelson. Cuando visitó a los Abelson, encontró cuatro niños pequeños, dos de ellos con un fuerte resfriado. Vivían en un apartamento sin muebles. Su madre, de veintidós años, había sido abandonada por su marido tres semanas antes. Había muy pocos alimentos en la casa, que olía muy mal. Comunicó el nombre y la dirección al director de la agencia familiar judía, el cual prometió enviar una asistenta social aquella misma tarde.
El siguiente nombre era el de Melvin Burack, un vendedor de tejidos al por mayor, que en el momento de la visita de Michael se encontraba de viaje en uno de los tres coches de la familia. Mientras tomaba el té con el rabino en la sala de estar de estilo español, Moira Burack prometió no volver a olvidarse de enviar el cheque al templo.
No resultaba tan malo como había temido. Ni siquiera el séptimo nombre de su lista: Berman, Sanford. June le sirvió café con pastas; Sandy Berman le escuchó y, luego, le pidió una cita con el comité de penuria para conseguir un arreglo que le permitiera matricular a sus hijos en la escuela hebrea.
Lo que para Michael desequilibró la balanza fue que, unos días después, June y Sandy Berman, al verle, cruzaron de acera para evitar encontrarse con él.
No fue un fenómeno aislado. Si algunos de los otros no cambiaban de acera al divisar a su rabino, tampoco llenaban el aire de gritos de alegría cuando se apresuraban a saludarle.
Observó que cada vez iba recibiendo menos llamadas de su congregación en demanda de ayuda espiritual en momentos de crisis personal.
Comenzó a sentarse por las tardes en el todavía inconcluso templo, preguntando a Dios qué podía hacer, rezando, mientras el olor a cal húmeda y a cemento fresco llenaba su nariz. Por encima de él, los obreros dejaban caer ladrillos, rompían botellas de vino, maldecían entre sí y se contaban chistes verdes, creyendo que se encontraban solos en el templo.
Dos días después de la consagración del templo Emeth, el 18 de mayo, Felix Sommers sugirió que Michael preparase un discurso para pronunciarlo en una champagne party que iba a celebrarse antes de que empezaran las vacaciones de verano. Su finalidad sería asegurar promesas tempranas para las donaciones anuales de «Kol Nidré», cuya colecta se verificaría en el otoño. El templo necesitaba todo el dinero de Kol Nidré que pudiese obtener para hacer frente a los pagos hipotecarios que tenía que realizar en el banco, explicó Felix.
Mientras Michael estaba pensando en ello, sonó el teléfono.
—¿Michael? —dijo Leslie—. He empezado.
Masculló una despedida a Felix, fue a casa en el coche y la recogió. Había bastante tráfico en las salidas de los terrenos de la universidad, pero en las carreteras que conducían al hospital se circulaba con desahogo. Cuando llegaron, Leslie estaba pálida, pero sonriente.
La niña nació casi tan rápidamente como lo había hecho su hermano, ocho años antes: menos de tres horas después del primer dolor fuerte. La sala de espera estaba demasiado cerca de la sala de partos, de modo que, de vez en cuando, cuando una enfermera empujaba las oscilantes puertas situadas al extremo del pasillo, Michael podía oír los gritos y los gemidos de las mujeres, seguro de que reconocía entre ellos los gritos de Leslie.
A las cinco y veintiocho, entró el tocólogo en la sala de espera y le dijo que Leslie había dado a luz una niña que pesaba tres kilos y doscientos gramos. El médico le invitó a pasar a la cafetería del hospital.
Se sentaron a tomar café, y el doctor le explicó que la cabeza de la criatura se había hundido a través de la pared del cuello del útero, exactamente en el momento en que se hallaba dilatado al máximo por la mecánica del parto. El desgarrón había afectado también a una arteria, por lo que se habían visto obligados a practicar una histerotomía en cuanto la criatura hubo salido de su cuerpo y hubieron dominado la hemorragia.
Al poco rato, Michael se levantó y fue a sentarse a los pies de la cama de Leslie. Ésta tenía los ojos cerrados y azules los labios, pero no tardó en abrirlos.
—¿Es guapa? —le preguntó con un hilo de voz.
—Sí —respondió él, aunque, en su preocupación, no la había mirado, aceptando la palabra del doctor de que la niña se encontraba perfectamente.
—No tendremos más.
—No necesitamos más. Tenemos un hijo y una hija, y nos tenemos el uno al otro.
Le besó los dedos y sostuvo su mano entre las suyas hasta que se quedó dormida. Luego, fue a ver por vez primera a su hija. Era mucho más guapa de lo que había sido Max en el momento de nacer. Y tenía mucho pelo.
Volvió a casa con una caja de pasteles para la niñera, besó a Max dándole las buenas noches y, bajo un chaparrón de primavera, se dirigió en coche al templo, donde permaneció hasta la mañana siguiente; sentado, en la tercera fila, en una de las cómodas sillas tapizadas de espuma. Pensó en las cosas que en otro tiempo había querido hacer y en las cosas que había hecho con su vida, y pensó mucho en Leslie y en él mismo, y en Max y en la niña. En medio de sus conversaciones con Dios, descubrió que, aunque el templo tenía sólo unas cuantas semanas, un ratón jugueteaba sobre el Bemá cuando el edificio estaba en absoluto silencio.
A las seis menos veinticinco, salió del templo y se fue a casa, donde se dio una ducha, se afeitó y se cambió de ropa. Se encaminó a casa de Felix Sommers cuando éste estaba desayunando, y aceptó una mazal tob y una taza de café; luego, se dio cuenta de que estaba hambriento y aceptó un verdadero almuerzo. Por encima del plato de huevos revueltos, dijo a Felix que iba a dimitir.
—¿Lo ha pensado bien? ¿Está absolutamente seguro? —preguntó Felix, sirviendo el café.
Y aunque Michael lo estaba, su ego sufrió un poco al ver que Sommers ni siquiera simulaba que tuviera interés en que se volviera atrás en su decisión.
Dijo que se quedaría hasta que se le hubiese encontrado un sustituto.
—Deberían contratar a dos personas —aconsejó—. Un rabino y alguien más, probablemente un lego, tal vez un voluntario. Con experiencia en cuestiones de administración. Dejen que el rabino sea solamente rabino.
Lo dijo sinceramente, y así se lo tomó Sommers. Felix le dio las gracias.
Esperó varios días antes de que, una tarde, se lo dijera a Leslie, mientras ésta amamantaba a la niña. No pareció sorprendida.
—Ven aquí —dijo.
Michael se sentó cuidadosamente en la cama. Leslie le besó, y le cogió la mano y se la pasó por la mejilla de la niña, de una suavidad tan singular que él la había olvidado ya.
Al día siguiente, las llevó a casa desde el hospital. A Leslie, la niña, media docena de botellas de leche condensada, porque la suya se le había cortado, y un frasco grande de cápsulas que el médico opinaba que le permitirían dormir. Las cápsulas cumplieron su misión durante unas cuantas noches; luego, perdieron su combate con el insomnio, que volvió para atormentar a la madre, aunque la niña dormía toda la noche.
El día en que Rachel cumplía las tres semanas de edad, Michael tomó por la mañana un tren con dirección a Nueva York.
El rabino Sher había muerto hacía dos años. Lo había sustituido Milt Greenfield, condiscípulo de Michael en el Instituto.
—Conozco una oportunidad que es un verdadero desafío —dijo el rabino Greenfield.
Michael sonrió.
—Tu predecesor, que en paz descanse, me dijo lo mismo en cierta ocasión, Milt. Sólo que la forma en que él me lo dijo fue:
«Tengo un piojoso trabajo para usted».
Los dos se echaron a reír.
—Es una congregación que acaba de votar por la Reforma —dijo Milt Greenfield—. Después de una especie de guerra civil.
—¿Ha quedado algo de ella?
—Casi la tercera parte de sus miembros son ortodoxos. Además de tus obligaciones regulares, tendrás que oficiar, probablemente, Shajarité, Minjá y Maéarib: todos los días. Tendrás que hacer de rabino piadoso, además de liberal.
—Creo que eso me gustará —dijo Michael.
Al final de la semana siguiente, fue en avión a Massachusetts, y, dos semanas después, él y Leslie se trasladaron en coche a Woodborough, con Rachel en un capazo y Max en el asiento posterior. Encontraron la vieja mansión victoriana, por la que parecía rondar el fantasma de Hawthorne, con ventanas que semejaban malignos ojos y un manzano frente a la puerta trasera. El árbol tenía varias ramas secas que era necesario podar, y había un columpio para Max, hecho con un viejo neumático colgado de una cuerda de una rama alta.
Y, lo que era lo mejor de todo, les agradó el templo. Bet Shalom era viejo y pequeño. No había en él obras de Chagall ni de Lipschitz, pero olía a cera de suelo, a manoseados libros de oraciones, a tarima seca y a gente que, a lo largo de veinticinco años, se había congregado en él para buscar a Dios.