Fue sólo para pronunciar el sermón de prueba, y le agradó lo que vio cuando el comité designado para recibirle le llevó desde la estación del ferrocarril hasta la casa del doctor Sommers, para cenar antes del servicio del Shabbat. Era una ciudad pequeña, de aspecto engañosamente sosegado vista desde el automóvil, como suelen ser la mayoría de las ciudades universitarias. Había cuatro librerías y un tablón verde en la plaza de la ciudad, donde se anunciaban próximos conciertos y exposiciones de arte, y por doquier se veía gente joven. El aire palpitaba con el frío del otoño y la energía de los estudiantes. Sobre el estanque que se abría en el centro de los terrenos de la universidad había una delgada película de hielo. Las desnudas ramas de los majestuosos árboles se extendían rígidas y llenas de belleza.
Durante la cena, los dirigentes del templo le asediaron a preguntas respecto a sus ideas en relación con el nuevo edificio que proyectaban construir. Sus largas semanas de solitaria investigación le suministraban abundantes argumentos, y la franca admiración con que fueron acogidas sus palabras le hizo levantarse de la mesa rebosante de confianza en sí mismo, por lo que, cuando más tarde subió al Bemá, se encontraba en inmejorables condiciones para pronunciar un deslumbrante sermón. Les habló de por qué una antigua religión podía sobrevivir a todas las cosas que conspiraban en el mundo para extinguirla.
Cuando, a la tarde siguiente, se marchó de Wyndham, sabía ya que el puesto era suyo y, cuando menos de una semana después, recibió la llamada, no le produjo ninguna sorpresa.
En febrero, Leslie, él y el niño estuvieron cinco días en Wyndham. Pasaron la mayor parte del tiempo con agentes de fincas. Al cuarto día encontraron la casa, un edificio de estilo colonial, con ladrillos rojos y negros y remozado tejado de pizarra gris. El precio estaba dentro de los límites señalados por ellos, dijo el agente, porque la gente quería más de dos dormitorios. Había otros inconvenientes. Los techos eran altos, y las habitaciones serían difíciles de limpiar. No había trituradora de basuras ni lavaplatos, cosas ambas que tenía la casa de San Francisco. La instalación de fontanería era muy vieja, y las cañerías emitían gorgoteantes sonidos. Pero los suelos eran de madera de roble y habían sido amorosamente conservados. Había una vieja chimenea de ladrillo en el dormitorio principal, y otra de mármol en la salita de estar. Las altas ventanas de la fachada principal, de dieciocho cristales, daban sobre los terrenos de la universidad.
—Oh, Michael —dijo Leslie—. Es maravillosa. Esta casa puede ser nuestro hogar hasta que nuestra familia se haga demasiado numerosa. Max podría ir a la universidad desde aquí.
Esta vez, Michael tenía motivos para hacer algo más que asentir con la cabeza, pero sonrió mientras extendía un cheque para el agente de fincas.
En Wyndham, estuvo desde el principio muy atareado. Al cabo del día, había hablado con infinidad de personas. Hillel y la Federación Sionista Intercolegial de América tenían sucursales en la universidad, y se hizo capellán de ambas organizaciones. De vez en cuando, realizaba viajes con varios miembros del comité de edificación, inspeccionando los templos nuevos de otras comunidades. Leslie se matriculó en la universidad como estudiante especial de lenguas semíticas, y, dos veces a la semana, estudiaban juntos con varios de sus condiscípulos. El templo Emeth era una congregación intelectual encuadrada en una comunidad intelectual, y Michael se encontró con que pasaba la mayor parte del tiempo en discusiones con grupos similares de estudio. Observó que las reuniones de sociedad se asemejaban a las sesiones, enconadamente polémicas, de los antiguos talmudistas, con la diferencia de que estos modernos discípulos discutían sobre profetas tales como Teller, Oppenheimer o Herman Kahn. Las funciones sociales de las hermandades, tanto masculina como femenina, atraían a numerosos miembros. Los Kind se encontraron participando en una gran diversidad de actos; una noche de invierno sirvieron de carabinas a un grupo de jóvenes esquiadores en trineo, cogidos de la mano mientras se deslizaban sobre la nieve y confiando en que las risas contenidas y los crujidos de paja que sonaban a su alrededor en la oscuridad fueran sonidos de inocente diversión.
Las semanas transcurrieron tan rápidamente que Michael se quedó sorprendido cuando el Consejo del templo le ofreció un nuevo contrato. Había pasado un año. El nuevo documento preveía una duración de dos años. Lo firmó sin vacilar. El templo Emeth era suyo.
Los viernes por la noche asistía bastante gente al servicio, y su sermón promovía animadas discusiones en el Oneg Shabbat. Cuando llegaron Rosh ha Shaná y Yom Kippur, se vio obligado a celebrar los servicios en sesiones dobles.
En medio del segundo servicio del último día de Yom Kippur, recordó súbitamente cuán solitario y ocioso había estado en San Francisco.
Daba algunos consejos matrimoniales, los menos posibles. Descubrió que él tenía su propio problema matrimonial. El mes siguiente a su traslado a Pensilvania, él y Leslie decidieron que Max era lo bastante mayor como para tener un hermano o una hermana y dejaron de aplicar el control de la natalidad, en la confiada esperanza de que la creación, una vez lograda, se duplica fácilmente.
Leslie envolvió el diafragma en polvos de talco y guardó la cajita en la cómoda de madera de cedro, juntamente con las mantas sobrantes. Hacían el amor dos o tres veces a la semana, llenos de esperanza, y, cuando hubo pasado un año, Michael se encontró con que, por las noches, cuando se separaba de su mujer y ésta, despreciando ulteriores caricias, le daba la espalda y se disponía a dormir, él continuaba despierto en la cama.
En vez de dormirse, miraba a la oscuridad y veía los rostros de niños no nacidos y se admiraba de que fuese tan difícil hacer llegar a uno de ellos al mundo.
Rezaba a Dios suplicando ayuda y, después, entraba muchas veces descalzo en el cuarto de su hijo, ajustando nerviosamente el borde de la manta para que quedara junto a la pequeña mandíbula, y miraba a la diminuta figura que tan indefensa se encontraba en el sueño, privada de la creencia de que él podía eliminar toda clase de mal con sólo acariciarle el estómago. Y volvía a rezar, rogando por la salud y la felicidad del niño.
Y así pasaban muchas de sus noches.
Morían las personas, y él las encomendaba a la expectante tierra. Predicaba, rezaba. Hombres y mujeres se enamoraban, y él legalizaba y santificaba sus uniones.
El hijo del profesor Sidney Landau, que enseñaba matemáticas, se fugó con la rubia hija del sueco Jensen, el profesor de educación física. Mientras la señora Landau se acostaba tras haber tomado un sedante, Michael fue aquella noche con su marido para reunirse con los señores Jensen y su director espiritual, un luterano llamado Ralph Jurgen. Tras una penosa velada, Michael y el profesor Landau atravesaron juntos los silenciosos terrenos de la universidad.
—Unos padres muy apenados —dijo Landau, suspirando—. Igual de apenados que nosotros. Igual de asustados.
—Si.
—¿Hablará usted con esos jóvenes locos cuando vuelvan?
—Ya sabe usted que lo haré.
—No servirá de nada. Los padres de ella son muy religiosos.
Ya ha visto al clérigo.
—No anticipe las cosas, Sidney. Espere a que vuelvan. Déles una oportunidad de encontrar su camino. —Hizo una pausa—. Da la casualidad de que conozco bien su problema.
—Sí, eso es cierto —dijo el profesor Landau. Movió la cabeza—. No debería estar hablando con usted. Debería estar hablando con su padre.
Michael no dijo nada.
El profesor Landau le miró.
—¿Conoce la vieja historia del padre judío que acudió profundamente afligido a su rabino y le habló de la huida de su hijo con una shickseh y de su subsiguiente conversión?
—No —repuso Michael.
—«Yo tuve un hijo, rabbi —dijo el hombre—, y se hizo goy. ¿Qué debo hacer?».
—Y el rabino movió la cabeza. «Yo también tuve un hijo —dijo al hombre—. Y se casó con una shickseh y se hizo goy».
—«¿Y qué hizo usted?», preguntó el judío al rabino.
—«Fui al templo y recé a Dios —respondió el rabino—, y, de pronto, una gran voz llenó el templo».
—«¿Qué decía la voz, rabbi?», preguntó el padre judío.
—«La voz decía: YO TAMBIÉN TUVE UN HIJO…».
Rieron los dos, sin alegría. Cuando llegó a su calle, el profesor Landau pareció sentirse aliviado al despedirse.
—Buenas noches, rabbi.
—Buenas noches, Sidney. Llámeme si me necesita.
Michael le oyó sollozar suavemente mientras se alejaba.
Y así pasaron muchos de sus días.