33

Una noche, al llegar a casa, encontró a Leslie con los ojos enrojecidos.

—¿Qué ocurre? —preguntó, mientras sus pensamientos pasaban de la familia de Ruthie a su padre y, luego, al padre de Leslie.

Ella le tendió un pequeño paquete.

—Es para ti. Lo he abierto.

Vio que había sido remitido por la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas. Contenía un libro de oraciones en hebreo encuadernado en bocací negro reblandecido por el tiempo. Había una nota escrita con finas letras spencerianas.

Estimado Rabino Kind:

Lamento tener que comunicarle el fallecimiento del rabino Max Gross. Mi amado marido murió de un ataque fulminante en la sinagoga, el 17 de julio, mientras recitaba la Minjá.

Max Gross no era un hombre muy comunicativo, pero me habló en varias ocasiones de usted. En cierta ocasión me dijo que, si nuestro hijo hubiese vivido, le habría gustado que fuese como usted, solamente ortodoxo.

Me tomo la libertad de enviarle el adjunto Siddur. Es el que él usaba en sus oraciones diarias. Sé que le habría gustado que usted lo tuviera, y me consolará saber que el Siddur de Max seguirá siendo utilizado.

Espero que usted y la señora Kind se encuentren bien y prosperen en un lugar tan encantador como California, con su clima tan agradable.

Reciba un afectuoso saludo.

LEAH M. GROSS

Leslie le puso la mano sobre el brazo.

—Michael —dijo Leslie.

Él movió la cabeza, poco dispuesto a hablar de ello. Era incapaz de llorar como Leslie; nunca había podido llorar en presencia de la muerte. Pero se pasó toda la tarde solo, hojeando el Siddur página por página y recordando a Max.

Se arrastró finalmente hasta la cama y se tendió sin dormir junto a su esposa, rezando por Max Gross y por todos los que continuaban vivos.

Al cabo de un rato, Leslie le tocó ligeramente el hombro.

—Querido —dijo.

El despertador marcaba las dos y veinticinco de la madrugada.

—Duérmete —dijo él con suavidad—. No podemos ayudarle.

—Querido —volvió a decir ella, esta vez con un leve gemido.

Michael se incorporó.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó, con una clase diferente de oración.

—Tómalo con calma —dijo Leslie—. No hay necesidad de excitarse.

—¿Tienes dolores?

—Creo que es el momento de salir.

—¿Son muy fuertes? —preguntó, poniéndose ya los pantalones.

—Ni siquiera son dolores. Sólo…, contracciones.

—¿Con qué frecuencia?

—Cada cuarenta minutos al principio. Ahora, cada veinte minutos.

Michael llamó al doctor Lubowitz. Luego, sacó su maleta, volvió y la ayudó a subir al coche. La niebla era muy espesa, y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. No podía hacer inspiraciones profundas y condujo muy lentamente, echado sobre el volante y con la cabeza junto al cristal del parabrisas.

—¿Cómo son? —dijo—. Me refiero a estas contracciones.

—No sé —respondió ella—. Como un ascensor que subiera muy despacio. Se quedan arriba unos momentos y, luego, empiezan a bajar otra vez.

—¿Cómo un orgasmo?

—No —dijo ella—. ¡Jesús!

—No digas eso —exclamó él, involuntariamente.

—¿Oh, Moisés? —dijo ella—. ¿Es mejor eso? —Movió la cabeza y cerró los ojos—. Hay veces que dices cosas de lo más necio.

Michael no respondió, conducía a través de las calles llenas de niebla, confiando en no perderse.

Leslie alargó la mano y le acarició suavemente la mejilla.

—Lo siento, querido —dijo—. Ah, otra vez.

Le quitó del volante la mano derecha y se la apoyó en el estómago. Mientras se la sostenía allí, la blanda carne se endureció y se puso rígida; luego, gradualmente, se ablandó de nuevo bajo las yemas de sus dedos.

—Dentro, lo noto igual —murmuró ella—. Como una pelota dura.

De pronto, Michael se dio cuenta de que estaba temblando. En una esquina, estaba aparcado un taxi bajo la luz de un farol, y se detuvo detrás de él.

—Me he perdido —dijo—. ¿Puedes salir del coche y pasar a ese taxi?

—Desde luego.

El taxista era un hombre calvo, que llevaba pantalones azules y una arrugada camisa hawaiana. Tenía un rostro colorado, abotargado por la falta de sueño.

—Al hospital Lane —dijo Michael.

El hombre asintió con la cabeza, bostezando mientras ponía en marcha el motor.

—Está en Webster, entre Clay y Sacramento —dijo Michael.

—Sé dónde está, amigo.

Estaba mirando la cara de Leslie y vio que se le dilataban los ojos.

—No irás a decirme que eso ha sido sólo una contracción, —dijo.

—No. Ahora son dolores.

El taxista volvió la cabeza y, de pronto completamente despierto, contempló detenidamente a Leslie por primera vez.

—¡Por todos los diablos! —exclamó—. ¿Por qué no lo han dicho?

Pisó el acelerador, conduciendo cuidadosamente, pero más deprisa.

A los pocos minutos, Leslie soltó un gemido. Era la clase de mujer que de ordinario se negaba a admitir el dolor; el sonido que brotó de sus labios era inhumano y extraño, y Michael se asustó.

—¿Estás cronometrando los dolores? —preguntó Michael.

Ella no dio muestras de haberle oído. Tenía los ojos ligeramente nublados.

—¡Ah, Jesucristo! —exclamó en voz baja.

Michael la besó en la mejilla.

Ella volvió a gemir, y él pensó en establos, en pajares, en el sonido de vacas sufriendo. Miró al reloj. Al poco rato, salió otro gemido bovino de los labios de su mujer, y él, volvió a consultar su reloj.

—Oh, Dios, no puede ser verdad —dijo—. ¿Cuatro minutos?

—Junte bien las piernas, señora —gritó el taxista, como si ella estuviese a media manzana de distancia.

—¿Y si lo tiene en el coche? —preguntó Michael.

Miró al suelo y reprimió un estremecimiento. Una gruesa y húmeda colilla de puro yacía aplastada en un rincón de la alfombrilla de goma como un maligno excremento.

—Espero que no ocurra eso —dijo el taxista—. Si rompe aguas aquí, encerrarán el coche durante treinta y seis horas mientras lo esterilizan. El Instituto de Higiene. —Dirigió el coche por una bocacalle—. Sólo un poco más, señora —agregó.

Leslie tenía ahora los pies apoyados contra el asiento de delante. A cada nuevo dolor se hundía más y empujaba con los hombros contra el respaldo y con los pies contra el asiento delantero, arqueando la pelvis hacia el techo mientras gemía. A cada esfuerzo, empujaba al conductor sobre el volante al hacer presión sobre el asiento.

—Leslie —dijo Michael—. El hombre no podrá conducir.

—No importa —dijo el taxista, satisfecho—. Ya hemos llegado.

Paró el motor y echó a correr hacia el edificio de rojos ladrillos, dejándoles en el coche, sacudido todavía por ligeros estremecimientos. Al cabo de unos momentos, salió acompañado de una enfermera y un ayudante que pusieron a Leslie en una silla de ruedas, cogieron su maleta y se alejaron, dejando a Michael de pie en la acera con el taxista. Echó a correr detrás de ella y la besó en la mejilla.

—La mayoría de las mujeres están hechas como frutas maduras —dijo el taxista, cuando regresó a su lado—. El médico le dará un ligero apretón, y la criatura saldrá inmediatamente, como una pepita.

El taxímetro señalaba dos dólares y noventa centavos. El hombre se había dado prisa, pensó Michael, y no había hecho ningún chiste sobre padres expectantes. Le dio seis dólares.

—¿Tiene dolores por simpatía? —preguntó el taxista, guardándose los billetes en la cartera.

—No —respondió Michael.

—Nunca le ha pasado nada todavía a ningún padre —dijo, sonriendo, mientras daba la vuelta al coche para sentarse de nuevo al volante.

En el interior del hospital, el vestíbulo estaba desierto. Un mexicano de edad madura le llevó en el ascensor al piso de maternidad.

—¿Es su esposa la que acaban de traer? —preguntó.

—Sí —respondió Michael.

—No tardará mucho. Está ya casi a punto —dijo.

En la sala de maternidad, un médico interno empujó las batientes puertas.

—¿Señor Kind? —Michael asintió con la cabeza—. Se está portando muy bien. La tenemos en la sala de partos. —Se pasó la palma de la mano por sus cortos cabellos—. Puede irse a casa y dormir un poco, si quiere. Le llamaremos en cuanto haya alguna novedad.

—Preferiría esperar aquí —dijo Michael.

El médico frunció el ceño.

—Podría tardar mucho, pero no hay inconveniente, desde luego.

Le mostró el camino hacia la sala de espera.

La estancia era pequeña, con suelo de oscuro linóleo muy encerado, que le recordó el asilo en que había muerto su abuelo. Había dos revistas sobre el sofá de mimbre, un ejemplar de Time de hacía tres años y un número de Yachting de hacía un año. La única luz procedía de una lámpara provista de una bombilla inadecuada.

Michael se dirigió al ascensor y oprimió el botón. El ascensorista mexicano continuaba sonriendo.

—¿Hay algún sitio donde pueda invitarle a una copa? —preguntó Michael.

—No, señor, no puedo beber mientras estoy de servicio. Pero si quiere cigarrillos, revistas y cosas así, hay un establecimiento abierto toda la noche a dos manzanas al norte.

En la planta baja, detuvo a Michael cuando éste se disponía a salir del ascensor.

—Dígale que va de mi parte, así me dará un puro la próxima vez que caiga por allí.

—¿Cómo se llama usted?

—Johnny.

Caminó lentamente, rezando, a través de la neblinosa oscuridad. Llegó al establecimiento y compró tres paquetes de Philip Morris, un Oh Henry y un Clark Bar, un periódico, Life, The Reporter y una novela de bolsillo.

—Johnny me ha indicado que viniese aquí —dijo al mozo, mientras esperaba la vuelta—. El del hospital.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Qué tabaco fuma? —preguntó Michael.

—¿Johnny? No creo que fume más que cigarrillos mexicanos.

Compró tres paquetes de cigarrillos mexicanos para Johnny.

La niebla seguía siendo espesa, pero comenzaba ya a apuntar la primera luz cuando volvía al hospital. «Oh, Dios —dijo en silencio—, haz que ella salga bien. La criatura también, pero si ha de ser uno de los dos, sálvala a ella. Amén».

Johnny aceptó encantado los cigarrillos.

—Está aquí su médico. Ha roto aguas ya —dijo. Miró dubitativamente la carga que llevaba Michael—. No estará aquí tanto tiempo —dijo.

—El médico joven ha dicho que tardaría bastante —dijo Michael.

—El médico joven… —rezongó Johnny—. Lleva aquí ocho meses. Yo llevo ya veintidós años.

Sonó el timbre llamada, y cerró la puerta del ascensor.

Abrió el periódico y trató de leer la columna de Herb Caen. A los dos minutos, volvió el ascensor. Johnny entró en la sala de espera y se sentó en una silla próxima a la puerta, desde la que podía oír el zumbador. Encendió uno de los cigarrillos mexicanos.

—¿A qué se dedica? —preguntó—. De profesión.

—Soy rabino.

—¿De veras? —Fumó en silencio unos momentos—. Quizá pueda usted decirme una cosa. ¿Es verdad que cuando un niño judío llega a cierta edad, celebran una fiesta y se convierte en un hombre?

—¿El Bar misvá? Sí, a los trece años.

—Bueno, ¿y es verdad que todos los demás judíos van a la fiesta y llevan dinero y se lo dan al niño para que abra un negocio?

Antes de que hubiera terminado de reírse, apareció en el umbral una enfermera.

—Señor Kind —apuntó.

—Es rabino —dijo Johnny.

—Bueno, rabbi Kind, entonces —dijo ella cansadamente—. Enhorabuena, su esposa acaba de tener un niño.

Cuando se inclinó sobre ella para besarla, el olor a éter casi le cortó el aliento. Leslie tenía el rostro colorado, los ojos cerrados y parecía como si estuviese muerta. Pero abrió los ojos, le sonrió y, cuando él le cogió la mano, se la apretó con fuerza.

—¿Lo has visto? —preguntó ella.

—Todavía no —respondió Michael.

—Oh, es encantador —murmuró Leslie—. Tiene pene. Le he pedido al médico que lo comprobara.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Michael, pero ella se había quedado dormida.

Entró el doctor Lubowitz, que aún no se había quitado la bata.

—¿Cómo está mi mujer? —le preguntó Michael.

—Muy bien. Los dos están muy bien. Estas mujeres… —dijo—. No quieren darse cuenta de que es más fácil criarlo una vez el niño está fuera. Hacen trabajar al médico como una mula.

Estrechó la mano de Michael y se marchó.

—¿Quiere verlo? —preguntó la enfermera.

Esperó fuera de la sala de niños mientras la enfermera cogía la cunita correspondiente. Luego, mientras sostenía al niño junto al cristal, Vio con sorpresa que era una criatura muy fea, con ojos que no eran más que unas rendijas hinchadas y enrojecidas y una nariz ancha y aplastada. «¿Cómo voy a quererle?», pensó. El niño bostezó, estiró los labios y mostró los sonrosados bordes de sus diminutas encías; luego, empezó a llorar, y Michael sintió que ya le quería.

Cuando salió del hospital, el sol estaba ya alto en el cielo. Se detuvo junto a la cuneta y, al poco tiempo, llamó a un taxi. Iba conducido por una rolliza mujer de grises cabellos. El coche estaba muy limpio. Había un ramillete de olorosas flores en un pequeño jarrón sujeto al respaldo del asiento delantero. «Zinnias» pensó.

—¿Adónde, señor? —preguntó la mujer.

Él la miró estúpidamente unos momentos. Luego, echó hacia atrás la cabeza y se echó a reír, deteniéndose cuando ella le miró asustada.

—No sé dónde he dejado mi coche —explicó.