San Francisco, California
Enero de 1948
La casa, un estrecho edificio de tres pisos rodeado por una cerca de blancas estacas, se aferraba con las garras de sus cimientos a la ladera de una empinada colina que dominaba la bahía de San Francisco. El hombre era de edad madura, bajo y corpulento. Tenía el pie apoyado en el estribo de un camión cargado de cuerdas, escaleras de mano y cubos manchados de tiznones de pintura. Tenía un cierto aire agranujado y vestía un mono blanco, limpio, pero con manchas de pintura, y una gorra de pintor con la palabra «Holandés» sobre la visera.
—Bueno —dijo, satisfecho pero sin sonreír, con voz de bajo profundo—, lo han conseguido. Han tenido suerte de encontrarme en casa. Ahora mismo iba a salir a trabajar.
—¿Puede decirnos cómo podemos llegar a nuestro nuevo domicilio, señor Golden? —preguntó Michael.
—No lo encontrarían nunca. Está muy lejos de aquí. Yo iré en mi camión, y ustedes me siguen.
—No queremos interrumpir su trabajo —dijo Michael.
—Lo interrumpo todos los días para ir al templo. Es la única manera de que allí se haga algo. No un oficial, como los machers, los tipos importantes que hablan, hablan y hablan todo el tiempo. Simplemente, un trabajador. —Abrió la portezuela y subió al camión. Apoyó el pie sobre el pedal, y el motor se puso en marcha—. Síganme —dijo.
Siguieron, agradecidos, al camión que marchaba delante, porque Michael encontraba dificultades para ver las luces de tráfico; estaban situadas en lugares que a un habitante del este le resultaban disparatados.
Marcharon durante largo rato.
—¿Dónde está? ¿En Oregón? —dijo Leslie, cuchicheando, como si el señor Golden estuviese sentado en el asiento de atrás en vez de en el camión que marchaba delante.
Penetraron, finalmente, en una calle de pequeñas casitas campestres, todas con su correspondiente trozo de recortado césped.
—Michael —dijo Leslie—, son todas iguales.
Calle tras calle, era la misma casa, construida de la misma manera sobre idénticos lotes de tierra.
—Los colores son diferentes —dijo Michael.
La casa delante de la cual se detuvo el señor Golden era verde. Estaba situada entre una blanca a la derecha y otra azul a la izquierda.
Dentro, tenía tres dormitorios, una salita de estar bastante amplia, un comedor, una cocina y un cuarto de baño. Las habitaciones estaban amuebladas a medias.
—Es muy bonita —dijo Leslie—. Pero todos esos cientos de casas iguales que ésta…
—Un gran país —afirmó el señor Golden—. Todo producido en serie. Así sale todo más barato. —Se acercó a una pared y la acarició—. He pintado yo mismo estas habitaciones. Buen trabajo. No encontrarán paredes más bonitas si deciden echar un vistazo por ahí.
Estudió astutamente el rostro de Leslie.
—Si no se quedan, se la alquilaremos a otra persona. Pero éste sería un buen negocio para ustedes. El templo compró esta casa a nuestro anterior rabino, Kaplan, que marchó al templo Bené Israel, de Chicago. No tenemos que pagar impuestos por ella. Institución religiosa. Así que no les costará mucho.
Desapareció tras la puerta.
—Tal vez podamos vivir en una casa grande. O en un apartamento de una de las colinas altas —sugirió Leslie en voz baja.
—Según me han dicho, hoy en día es difícil encontrar buenas casas en San Francisco —contestó Michael—. Y son muy caras. Además, si nos quedamos con ésta, eso significará un quebradero de cabeza menos para la congregación.
—Pero todas esas copias idénticas…
Michael sabía lo que quería decir.
—A pesar de eso, es una casa muy bonita. Y, si luego resulta que no nos gusta vivir en ella, podemos buscar otra con tranquilidad y mudarnos.
—De acuerdo —asintió ella y, acercándose a él, le besó justo en el mismo momento en que Phil Golden volvía a la habitación—. Vamos a vivir aquí —dijo.
Golden movió la cabeza.
—¿Quiere ver el templo? —le preguntó.
Fueron a los coches y marcharon de nuevo hasta llegar a un edificio de ladrillo amarillo. Michael lo había visto solamente la noche de su servicio de prueba. A la luz del día parecía más viejo y destartalado.
—Era una iglesia. Católica. Santa Jerry Myer. Una santa judía.
El interior era espacioso, pero oscuro. Michael pensó que olía ligeramente a viejo y a confesionario. Había olvidado cómo era un templo feo. Trató de disipar la decepción que sentía. Un templo era gente, no un edificio. Pero algún día, pensó sin poder evitar cierta arrogancia, tendría un templo lleno de luz y de aire, de belleza y de maravillas.
Pasaron la tarde recorriendo tiendas en busca de muebles. Compraron varias piezas por más dinero del que habían pensado gastar, lo que produjo una alarmante merma en la cuenta bancaria.
—Déjame utilizar los mil dólares que me dejó tía Sally —dijo Leslie.
Michael recordó la cara de su padre.
—No —replicó.
—¿Por qué no?
—¿Es importante el motivo?
—Creo que podría ser importante. Sí —respondió Leslie.
—Ahórralo y utilízalo algún día para algo que nuestros hijos necesiten realmente —dijo Michael.
Era la respuesta adecuada.
La casa estaba inmaculadamente limpia, y esta vez habían ido preparados con toallas y sábanas limpias. Sin embargo, al llegar la noche, yacieron tendidos en la oscuridad de la desconocida habitación, sin poder conciliar el sueño. Leslie se agitó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michael.
—Detesto reunirme con esas mujeres —respondió Leslie.
—¿De qué estás hablando? —preguntó él, regocijado.
—Sé de qué estoy hablando. Recuerda que ya he pasado por ello. Esas… yentehs… acuden al templo, no para rezar, ni siquiera para oír al nuevo rabino, sino para ver a la shickseh.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Michael.
—Es así. Le miran a una de pies a cabeza. «¿Cuánto tiempo lleva casada?», preguntan. Y, luego, «¿Tienen hijos?». Y una puede ver sus mentes dispuestas a funcionar como pequeñas computadoras para ver si su rabino tenía que casarse conmigo.
—No me daba cuenta de que lo pasaras tan mal —dijo él.
—Bueno, te das cuenta ahora.
Continuaron tendidos uno al lado del otro, en silencio.
Pero, un momento después, Leslie se volvió hacia él y le cubrió la cara de besos.
—Ah, Michael —dijo—. Lo siento. No sé qué es lo que me pasa.
Él hizo ademán de cogerla en sus brazos, pero ella se apartó súbitamente, saltó de la cama y corrió hacia el cuarto de baño. Michael escuchó unos momentos y, luego, la siguió.
—¿Estás bien? —preguntó, dando unos golpecitos en la puerta.
—Vete —dijo ella, con voz ahogada—. Por favor.
Volvió a la cama y se puso la almohada sobre los oídos, tratando infructuosamente de amortiguar el torturado ruido de sus náuseas. Se preguntó cuántas veces habría ocurrido eso mismo mientras él dormía tranquilamente.
«Lo que nos faltaba —pensó.
»—Náuseas matutinas.
»—Su hermoso vientre se hinchará como un globo.
—Está equivocada respecto a las mujeres —pensó—. Esto lo resolverá todo. Se sentará en la primera fila, y durante los servicios de los viernes por la noche, las mujeres pasarán la vista desde su abultado estómago hasta mí, y sus labios sonreirán con ternura, pero sus ojos dirán: Bestia, nos hiciste eso a todas nosotras».
Grande. Muy pronto ya.
—¿Tendremos que dejar de hacer el amor?
Cuando ella volvió, caminando con lentitud, sudorosa y con la boca oliendo a Listerine, él la abrazó y acarició cuidadosamente su estómago con las yemas de los dedos, descubriendo que continuaba liso y firme.
La miró a la creciente luz. La náusea había desaparecido. Inesperadamente, Leslie sonrió con una satisfecha sonrisa femenina, orgullosa de encontrarse en situación de tener náuseas matutinas. Mientras él la rodeaba con sus brazos y se juntaban sus mejillas, ella eructó en su oído y, en vez de excusarse, rompió a llorar. Había terminado la luna de miel, se dijo Michael, mientras le acariciaba la cabeza y besaba sus párpados, que estaban húmedos y suaves como dos pequeñas flores.
Pasó dos días reuniéndose y hablando con la gente, los empleados y los machers del templo. La secretaria del rabino anterior se había casado y vivía en San José. Pasó mucho tiempo, tratando, simplemente, de localizar las cosas. Encontró una lista de los miembros de la congregación y empezó a desarrollar un programa de visitas personales para conseguir relacionarse con los miembros menos activos de la congregación.
El segundo día, Phil Golden entró en el templo al mediodía.
—¿Le gusta la comida china? Hay un restaurante muy bueno al otro extremo de la calle. Es de uno de nuestros miembros.
Golden llevaba un atildado traje azul que parecía hecho a medida.
—¿No va a trabajar hoy? —preguntó Michael.
Golden hizo una mueca.
—Hace años, cuando era joven, trabajaba como una mula.
Pintar, pintar, pintar. Total, para ganarme a duras penas la vida. Con el paso de los años, mi mujer y yo tuvimos cuatro hijos, todos chicos fuertes y sanos, gracias a Dios. Les enseñé a pintar casas. Soñaba que algún día sería contratista y mis chicos trabajarían para mí. Sólo que ahora todos los chicos son contratistas. Yo soy el presidente de la compañía familiar, pero eso es lo que es. Una compañía familiar. La única vez que cojo una brocha es cuando hago algo para el templo.
Soltó una breve risita entre dientes.
—Bueno, eso no es del todo verdad. Cada seis meses, o así, no puedo aguantar ya más y salgo como un ladrón y me encargo de algún pequeño trabajo. Alquilo un ayudante, un muchacho mexicano, y le doy todas las ganancias. No se lo diga a los chicos.
—Descuide.
El restaurante se llamaba Moy Sheh.
—¿Está Morris? —preguntó Golden al camarero chino que les llevó el menú.
—Ha ido al mercado —repuso el camarero.
Tenían hambre, y los picantes alimentos eran buenos. Hablaron poco, pero, finalmente, Phil Golden se echó hacia atrás en su asiento y encendió un cigarro.
—Bueno, ¿qué tal le va? —preguntó.
—Creo que esto va a gustarme.
El hombre movió la cabeza en silencio.
—Hay una cosa curiosa —dijo Michel—. He hablado con mucha gente. Y cuatro hombres diferentes me han dado el mismo consejo.
Golden exhaló una bocanada de humo.
—¿Qué consejo fue?
—«Vigile a Phil Golden —me dijeron—. Es un salvaje».
Golden examinó la ceniza de su cigarro.
—Podría decirle los nombres de los cuatro. ¿Y qué les contestó usted?
—Que le vigilaría.
El rostro de Golden se mantuvo inexpresivo, pero en las comisuras de sus ojos se dibujaron unas arruguitas.
—Para hacerle más fácil la vigilancia, rabbi, vengan mañana usted y su mujer para la cena de la noche del viernes —dijo.
Eran once personas en torno a la mesa del comedor. Además de Phil y Rhoda Golden, estaban dos de los hijos, Jack e Irving, sus esposas, Ruthie (la de Jack) y Florence (la de Irving), y tres de los nietos de Phil, cuyas edades oscilaban entre tres y once años.
—Henry, nuestro otro hijo casado, vive en Sausalito —explicó Phil—. Tiene dos chicos y una bonita casa. Se casó con una muchacha armenia. Tienen dos pequeños William Saroyan, de oscuros ojos, grandes y sensibles, y narices más grandes de lo que se pueden permitir los simples judíos. Les vemos muy poco. Están siempre en Sausalito, haciendo no sé qué, tal vez cogiendo uvas.
—Phil —dijo Rhoda Golden.
Phil recordó la presencia de Leslie y se sintió obligado a darle una explicación.
—El no se convirtió, ella no se convirtió, y los chicos no son nada. ¿A usted qué le parece? ¿Es bueno eso?
—Supongo que no —repuso Leslie.
—¿Cómo se llama su cuarto hijo? —preguntó Michael.
—Babe —respondió Ruthie, y los demás sonrieron.
—Hágase idea, rabbi —dijo Florence, que era rubia y bien formada, pero delgada—, un hombre guapo de treinta y siete años.
Todavía conserva todo su pelo. Gana mucho dinero. Es una persona muy cariñosa, incluso demasiado. Le encantan los niños, y los niños le quieren. Es todo un hombre. Camina por las calles de San Francisco sobre corazones destrozados, en vez de adoquines. Sin embargo, no quiere casarse.
—Babe, Babe, Babe —dijo Rhoda, moviendo la cabeza—. Mi Babe. Si pudiera bailar en su boda… Aunque fuese con música armenia. ¿Tiene demasiada pimienta el pescado?
El pescado estaba excelente, así como la sopa, el pollo asado, el derma relleno, las dos clases de kugel y la compota de frutas. Las luces de Shabbat ardían en un candelabro de bronce colocado sobre un piano en la habitación contigua. Era la clase de apartamento que Michael recordaba, pero en el que no había estado hacía mucho tiempo.
Después de cenar, se sentaron a tomar una copa, mientras las mujeres lavaban la vajilla. Luego, los dos matrimonios jóvenes se despidieron y arrastraron a sus soñolientos hijos en dirección a su casa. Antes de marcharse, Florence Golden prometió llevar al día siguiente a Leslie a comer y al De Young Memorial Museum, lo cual hizo recaer la conversación sobre cuadros y, después, sobre fotografías. Rhoda sacó un álbum gigante sobre el que ella y Leslie se inclinaron en la cocina, haciendo llegar de vez en cuando ráfagas de risas a la salita de estar, donde Michael y Phil se hallaban tomando otra copa.
—Así que ya es usted un californiano —dijo Phil.
—Un viejo californiano.
Golden sonrió.
—Zehr viejo —dijo—. Yo soy lo que usted llama un viejo californiano. Llegué aquí cuando era pequeño, con mi padre y mi madre, desde New London, Connecticut. Mi padre era viajante.
Quincalla naval. Siempre llevaba un camión cargado con cincuenta kilos. Cuando llegamos aquí probamos una serie de shuls en el viejo barrio judío, cerca de la calle de Fillmore. En aquellos tiempos, los yiddléj vivían juntos, como los chinos. Eso no duró mucho, desde luego —siguió diciendo—. Apenas si se puede notar ya diferencia alguna entre judíos, católicos y protestantes. Tres buenas bocanadas de aire de California, y todos quedan homogeneizados. Ah, rabí, es muy distinto ser judío hoy que en los viejos tiempos.
—¿En qué sentido?
Golden resopló.
—El Bar misvá, por ejemplo. Era una gran cosa para un chico.
Es llamado por primera vez al Bemá, canta un trozo de la Torá en hebreo, y como por obra de magia se convierte en hombre a los ojos de Dios y de sus compañeros judíos. Nadie ve a nadie más que a él, ¿comprende?
—Hoy, en cambio, el muchacho está postergado. La función es lo importante. Se trata de un acto más profano que religioso. La congregación de su templo tiene más semejanza con la reunión de un cóctel. Jóvenes americanos modernos. ¿Qué saben ellos de la calle de Fillmore?
Movió la cabeza. Michael miró pensativamente y le preguntó a Golden.
—¿Por qué me previnieron contra usted?
—Soy la oveja negra del templo —repuso Phil—. Sigo insistiendo en que la razón de que construyéramos un templo fue para celebrar servicios en él. Que para ser judío hay que ser judaico. Eso no le hace a uno popular en el templo Isaías.
—Entonces, ¿por qué es usted miembro de él?
—Le diré la verdad. Mis hijos ingresaron en él —respondió—. Mis hijos son tan malos como los demás. Pero yo pienso que una familia debe asistir a los servicios como tal familia. Pensé que no perjudicaría a los demás sentarse en el mismo templo, como un anticuado yiddel, cuando acuden a su servicio anual.
Michael sonrió.
—No pueden ser tan malas las cosas. Es imposible.
—Imposible, ¿eh? —rio Golden—. Empezaron el templo Isaías hace ocho años. ¿Sabe por qué? Los otros templos Reformistas exigían demasiado tiempo. Demasiado compromiso personal. Las gentes que tiene usted en su congregación quieren ser judías, pero no hasta el punto de que ello les vaya a quitar nada del tiempo libre que vinieron a disfrutar a California. Yom Kippur y Rosh ha Shaná. Eso es todo, hermano.
—Pero —prosiguió, levantando su pesada mano, como un guardia de tráfico— no crea que no están dispuestos a pagar por este privilegio. Nuestras aportaciones son muy elevadas, pero esta es una joven y afortunada congregación. Los tiempos son buenos. Ganan dinero y pagan sus aportaciones para que usted pueda ser judío por ellos. Si quiere usted gastar dinero en algún proyecto razonable para el templo, le digo aquí y ahora que puede hacerlo. Sólo que no espere ver mucha gente en sus servicios. Sólo dése cuenta de que tiene enemigos, rabbi. Filas de asientos vacíos.
Michael reflexionó sobre ello.
—¿No les molesta el Ku Klux Klan?
Golden se encogió de hombros e hizo una mueca. ¿Bist mishugah?, decía su expresión.
—Entonces, no se preocupe por los asientos. Trataremos de llenarlos.
Phil sonrió.
—Eso haría de usted un taumaturgo —dijo con suavidad, alargando la mano hacia la botella. Volvió a llenar la copa de Michael—. Yo nunca he tenido dificultades con el rabino. Con el consejo directivo, sí. Con los miembros individuales de la congregación, también. Pero no con el rabino. Estaré allí si me necesita, pero no le importunaré. El niño es suyo.
—Aún faltan seis meses —dijo Michael, mientras Leslie y Rhoda entraban en la salita.
Y cambiaron de tema.
Al día siguiente llegaron algunos de los muebles. Michael se sentó en una butaca nueva delante del aparato de televisión que anteriormente había sido del rabino Kaplan. En la CBS, el noticiario presentaba escenas en las que se veían unos ejércitos que representaban a cuarenta millones de árabes de seis países dirigiendo su odio militar combinado contra 650 000 judíos. Por la pantalla desfilaban arrasados Kibutzim, cadáveres tendidos en tierra y mujeres israelíes agrupadas en los olivares, respondiendo al fuego jordano con largas ráfagas de balas trazadoras. Michael contempló atentamente el programa. Sus padres recibían muy de cuando en cuando noticias de Ruthie. Ésta se mostraba evasiva cuando le preguntaban en sus cartas qué hacía durante los combates. Decía solamente que Saul y los niños estaban bien y que ella estaba bien. ¿Estaba su hermana Ruthie, pensó Michael, tendida detrás de un tronco de olivo e intentando atravesar con un reguero de balas la carne de un invasor? Permaneció todo el día delante de la pantalla de televisión.
Leslie pasó la tarde fuera con Florence Golden. Volvió a casa con el nombre de un tocólogo excelente y con una litografía, en su correspondiente marco, de El sombrero roto, de Thomas Sully. Pasaron largo rato colgándola; luego, se quedaron de pie, enlazados por la cintura, contemplando el grave y sereno rostro del muchacho del cuadro.
—¿Deseas tener un hijo varón? —preguntó ella.
—No —mintió Michael.
—A mí me da igual, en realidad. Todo lo que pienso es que nuestro amor está haciendo un ser humano. Eso es lo único que importa. Es indiferente que tenga pene o no.
—Si es un chico, preferiría que lo tuviese —dijo Michael.
Aquella noche, soñó con árabes y judíos que se mataban entre sí, y, en su sueño, vio también el cuerpo muerto de Ruthie. A la mañana siguiente, se levantó temprano y se dirigió descalzo al patio trasero. Había una bruma espesa y pegajosa. Aspiró profundamente una bocanada de aire y sintió el regusto salino del océano Pacífico, que se extendía a siete kilómetros de distancia.
—¿Qué haces? —preguntó Leslie a su espalda con voz soñolienta.
—Vivir —respondió él.
Mientras miraban, el sol, como una máquina quitanieves, se abrió paso a través de la bruma.
—Creo que haré un pequeño jardín y plantaré unos tomates —dijo Michael—. Y tal vez un naranjo. ¿Estamos demasiado al norte para tener un naranjo?
—Creo que sí —repuso Leslie.
—Yo creo que no —replicó él.
—Entonces, plántalo —dijo Leslie—. ¡Oh, Michael, esto va a ser magnífico! Me encanta vivir aquí. Teníamos intención de quedarnos aquí para siempre.
—Como quieras, nena —dijo él.
Volvieron al interior de la casa, Michael para preparar el café y los huevos revueltos, y Leslie, para soportar las náuseas del embarazo.