26

En el Bronx compraron un descapotable azul Plymouth usado, fabricado hacía dos años, y un juego de neumáticos casi nuevos. Luego, volvieron al apartamento de la calle 60 Oeste y tomaron las medidas necesarias para que les fueran enviadas por ferrocarril la mesa de Leslie y su biblioteca.

Cenaron por última vez con los padres de él en una incómoda velada que se arrastró bajo el peso de las cosas pasadas, tanto de las dichas como de las silenciadas. («Maldito imbécil —había exclamado su padre al comunicarle la noticia—, no te cases». Y él había visto en los ojos de Abe Kind, por detrás de las sombras de desesperación, el brillo de la parpadeante llama alimentada durante largos años en brasas de culpabilidad). Dorothy y Leslie estuvieron charlando toda la noche sobre recetas de cocina. Cuando, finalmente, se besaron para despedirse, Dorothy tenía los ojos secos y el semblante preocupado. Abe lloraba.

A la mañana siguiente, se dirigieron en coche a Hartford.

En el interior de la iglesia congregacional de Hastings, permanecieron sentados en un banco de madera de nogal, en un sombrío vestíbulo, hasta que el reverendo señor Rawlins salió de su despacho despidiendo a la pareja de jóvenes.

—Las bodas con poca gente son las mejores —decía mientras les acompañaba a la puerta—. Más cálidas e íntimas.

Volvió la vista hacia ellos.

—Hola, Leslie —dijo el reverendo mirando a su hija y sin cambiar de tono.

Michael y Leslie se pusieron en pie. Ella les presentó.

—¿Queréis tomar un poco de té?

Les hizo pasar a su despacho, donde se sentaron y tomaron té con pastas, servido por una mujer de edad madura y rostro inexpresivo. Sostuvieron una pequeña conversación, durante la cual experimentaron cierta sensación de embarazo.

—¿Recuerdas las pastas de especias que hacía tía Sally? —preguntó Leslie a su padre mientras era retirado el servicio del té—. A veces, pienso en ella y me parece que todavía noto el gusto que tenían.

—¿Pastas de especias? —dijo él. Se volvió a Michael—. Sally era mi cuñada. Una buena mujer. Murió hace dos años.

—Lo sé —dijo Michael.

—Le dejó a Leslie mil dólares. ¿Todavía tienes ese dinero, Leslie?

—Sí —respondió Leslie.

El clérigo llevaba gafas sin montura; desde detrás de ellas, sus azules ojos observaron a Michael.

—¿Crees que te gustará el sur?

—He pasado varios años en Florida y Arkansas —repuso Michael—. Creo que las personas son iguales en todas partes.

—A medida que uno envejece empieza a notar significativas diferencias.

Los tres permanecieron unos instantes en silencio.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo Leslie besando la suave y pálida mejilla—. Cuídate, padre.

—El Señor cuidará de mí —dijo, acompañándoles a la puerta.

—El cuidará también de nosotros —repuso Michael.

Su suegro pareció no haberle oído.

Dos días después, Leslie y Michael llegaron a Cypress, Georgia, en una calurosa tarde de principios de verano que presagiaba lo que sería el mes de agosto en aquella ciudad. En la plaza mayor, el calor vibraba en ondas visibles, que ascendían desde la superficie de bronce de la estatua ecuestre del general Thomas Mott Lainbridge.

Michael condujo lentamente el coche en torno al musgoso pedestal que sostenía la estatua, y lo miraron bajo la radiante luz del sol. Sólo pudieron distinguir el nombre.

—¿Has oído hablar de él? —preguntó Michael.

Leslie negó con la cabeza. Él acercó el coche al bordillo de la acera. Cuatro muchachos estaban a la puerta de un bar, protegidos del sol por el toldo.

—Oye —dijo Michael a uno de ellos. Señaló con el pulgar al general Thomas Mott Lainbridge—. ¿Quién es?

El chico miró a sus amigos, y éstos sonrieron.

—Lainbridge.

—Su nombre, no —dijo Leslie—. ¿Qué hizo?

Uno de los chicos salió de la sombra proyectada por el toldo y caminó lentamente hacia la estatua. Acercó la cara a la placa que había en el pedestal y se detuvo, moviendo silenciosamente los labios. Luego, volvió.

—General en jefe del Segundo Regimiento de fusileros de Georgia.

—Los fusileros eran de infantería —objetó Leslie—. ¿Qué está haciendo a caballo?

—¿Cómo?

—Gracias dijo Michael. ¿Sabes dónde podemos encontrar el 18 de la calle Piedmont?

Estaba a tres minutos en coche. Resultó ser una casita verde, con un abombado porche y un descuidado jardín. Las ventanas estaban sucias.

—Parece bonita —dijo ella en tono vacilante.

Él la besó en la mejilla.

—Bienvenida al hogar.

Michael se quedó en el asiendo delantero del descapotable y escrutó el lado de los impares de la calle, ya que el templo tenía el número 45. No logró averiguar cuál de los edificios alineados a lo largo de la calle podría ser la sede de su nuevo cargo.

—Espera un momento —dijo Leslie. Bajó del coche y subió ágilmente los escalones. La puerta no estaba cerrada—. Ve tú delante —añadió—. Contémplalo tú solo la primera vez. Luego, ven a buscarme.

—Te quiero —dijo Michael.

Los números habían sido quitados cuando pintaron el templo, por lo que pasó por delante de él sin darse cuenta. Pero el 47 estaba claramente marcado en la casa siguiente. Dio la vuelta al coche y aparcó en el terreno del templo. No había ningún letrero. Tendría que haber alguno, una placa pequeña y sobria.

Al entrar, sacó una yarmulka del bolsillo y se la puso.

Hacía fresco en el interior. Los tabiques divisorios habían sido derribados para dar mayor amplitud al templo. Subsistían la cocina y el baño, y había dos pequeñas habitaciones que podrían acondicionarse como oficina general y despacho del rabino. Los suelos estaban recién barnizados. Caminó sobre un sendero de periódicos extendidos que le condujo de habitación en habitación.

No había Bemá, pero sí un arca apoyada contra una pared. La abrió y vio que contenía una Torá. Sobre la cubierta de terciopelo había una delgada placa de plata que le informó de que la Torá había sido donada por el señor y la señora Ronald G. Levitt en memoria de Samuel y Sara Levitt. Acarició el rollo de pergamino y, luego se besó las yemas de los dedos, como le había enseñado su abuelo hacía tanto tiempo.

—Gracias por mi primer templo —dijo en voz alta—. Trataré de hacer de él una verdadera casa del Señor.

Las desnudas paredes le devolvieron los ecos de su voz. Todo olía a pintura.

El número 18 de la calle Piedmont no estaba pintado. Y tampoco había sido limpiado desde hacía mucho tiempo. El polvo lo cubría todo. Pequeñas arañas rojas se movían por los techos, y una larga hilera de secos excrementos de aves mancillaba la ventana delantera.

Leslie encontró un cubo. Lo llenó de agua y lo colocó sobre el hornillo de gas, que estaba tratando, en vano, de encender.

—No hay agua caliente —dijo—. Necesitamos estropajo, cepillo y jabón. Será mejor que haga una lista.

Su voz era demasiado tranquila; una advertencia para Michael de lo que podía esperar al recorrer la casa. El mobiliario estaba destartalado y necesitaba algo más que pintura. A una de las desvencijadas sillas le faltaba un travesaño; a otra, un pedazo de respaldo. En el dormitorio, el sucio colchón estaba doblado, exhibiendo los muelles oxidados. El papel de las paredes parecía ser de antes de la guerra.

Cuando Leslie volvió a la cocina, Michael se sintió incapaz de sostener su mirada. Ella había gastado su última cerilla tratando de encender el gas.

—No sé qué le pasa a este cacharro —dijo Leslie.

—Espera un momento —dijo Michael—. ¿Tienes un alfiler?

Lo único que ella pudo encontrar fue el imperdible de un camafeo, que él utilizó para limpiar los pequeños agujeros del quemador. Luego, encendió una de sus cerillas, y el gas prendió con blanco azulada llama.

—Cuando vuelvas con el jabón, el agua estará ya caliente —dijo ella.

Pero Michael apagó el gas.

—Esta noche trabajaremos los dos. Pero hay que cenar primero.

Al subir al coche, cada uno de ellos sabía que el otro experimentaba una sensación de alivio al salir de la destartalada y sucia casa.

Aquella noche, mientras el sudor les escocía en los ojos y chorreaba de sus rostros, fregaron los muebles y las paredes. Cuando terminaron, pasada ya la medianoche, entraron en el cuarto de baño y se lavaron el uno al otro. Había una ducha, pero no tenía cortina. Leslie abrió por completo la llave del agua fría, sin importarle que el líquido rebotara sobre sus cuerpos y mojara todo el cuarto de baño.

—Deja que se seque —dijo cansadamente. Se dirigió desnuda al dormitorio y gimió—. No hay sábanas. —Señaló el manchado colchón, y, por primera vez, sus labios temblaron—. No puedo dormir encima de eso.

Michael se puso los pantalones y, descalzo y sin camisa, fue hasta el coche, en el que había dos mantas azules de la Armada compradas en un almacén de géneros sobrantes de Manhattan. Llevó las mantas a la casa y las extendió sobre el colchón. Leslie apagó la luz. Quedaron tendidos juntos en la oscuridad, y él, en su deseo de consolarla, la rodeó con sus brazos y atrajo hacia sí su desnudez. Pero ella emitió un breve sonido gutural, medio gemido, medio suspiro.

—Hace calor —dijo.

Él la besó en la cabeza y se dejó caer hacia atrás. Era la primera vez que Leslie se le negaba. Hizo un esfuerzo por pensar en otras cosas: el templo, su primer sermón, proyectos de una escuela de hebreo… Con el calor y las ásperas mantas de lana debajo, acabaron durmiéndose.

Por la mañana, Michael fue el primero en despertarse. Miró a su mujer, que continuaba dormida; sus cabellos, lacios y desordenados por la ducha de la noche anterior y por la humedad; las aletas de su nariz, que se movían casi imperceptiblemente cada vez que exhalaba aire; el oscuro lunar que rodeaba a un solitario pelo dorado que le nacía bajo el seno derecho; su carne, pálida y suave por el húmedo calor. Por fin, Leslie abrió los ojos. Estuvieron largo rato mirándose uno a otro. Luego, ella se estiró el cabello sobre el pecho y saltó de la cama.

—Vamos, rabbi, tenemos por delante un día muy atareado.

Quiero convertir este basurero en un hogar.

Volvieron a ducharse y, luego, completamente empapados, descubrieron que las otras toallas limpias estaban todavía en el coche. Se pusieron la ropa interior sobre sus chorreantes cuerpos y dejaron que se les secara la piel al aire, mientras desayunaban la leche y los panecillos que habían comprado la noche anterior.

—Lo primero que quiero hacer es comprar sábanas —dijo Leslie.

—Me gustaría tener una cama decente. Y una mesa para comer.

—Habla primero con el propietario. Al fin y al cabo, los muebles entran también en el alquiler. Tal vez sustituya algunos. —Frunció el ceño—. ¿Cuánto dinero hemos dejado en el banco?

Vamos a tener que pagar noventa dólares al mes por este palacio, según su carta.

—Tenemos suficiente —dijo él—. Voy a telefonear a Ronald Levitt, el presidente de la congregación, para averiguar qué establecimientos de la ciudad son propiedad de miembros del templo. Podría comprar todo lo que necesitamos a quienes me pagan mi sueldo.

Se afeitó lo mejor que pudo con agua fría; luego, se vistió y se despidió de ella con un beso.

—No te preocupes por mí hoy —dijo Leslie—. Compra lo que necesitemos y déjalo en el coche, pues estarás ocupado en el templo. Iré a comer a la plaza del General.

Cuando él se hubo marchado, Leslie sacó sus viejos pantalones y un jersey de la maleta y se los puso. Se recogió el pelo hacia atrás y utilizó una cinta elástica para hacerse una cola de caballo. Luego, calentó agua y, con los pies descalzos, se arrodilló y empezó a fregar los suelos.

Hizo primero el cuarto de baño y la alcoba y, después, el cuarto de estar. Había fregado ya la tercera parte del suelo de la cocina y se encontraba de espaldas a la puerta, cuando experimentó la impresión de que la estaban mirando. Volvió la vista por encima del hombro.

El hombre estaba de pie en el porche trasero, sonriéndole a través de la persiana de la puerta. Ella dejó caer el estropajo en el cubo y se puso en pie, secándose las palmas de las manos en los muslos.

—¿Sí? —dijo débilmente.

El hombre llevaba pantalones a rayas blancas y azules, camisa blanca de manga corta, corbata y un sombrero panamá, pero iba sin chaqueta. «Tendré que decirle a Michael —pensó— que probablemente es correcto aquí no llevar traje completo».

—Soy David Schoenfeld —dijo—. El dueño de la casa.

Schoenfeld. Pertenecía al consejo del templo, recordó.

—Pase —dijo—. Lo siento, estaba fregando con tanta fuerza que no le he oído llamar.

El sonrió mientras entraba.

—No he llamado. Estaba usted tan bonita trabajando de esa manera que he estado mirándola un rato.

Leslie le miró cansadamente. Sus antenas femeninas captaron ciertas sutiles emanaciones, pero la sonrisa del hombre era amistosa, y la expresión de sus ojos, impersonal.

Se sentaron a la mesa de la cocina.

—Siento no poder ofrecerle un refresco —dijo ella—. Aún no estamos instalados del todo.

Él hizo un pequeño movimiento de protesta con la mano en que sostenía el sombrero.

—Sólo quería darles la bienvenida a Cypress a usted y al rabino. El templo Sinaí es nuevo en estas cosas. Supongo que deberíamos haber nombrado un comité para que se lo prepararan todo. ¿Necesitan algo?

—Unas vacaciones. Desde luego, esta casa necesitaba un repaso. —Y se rio.

—Lo supongo —contestó Schoenfeld—. No he estado en ella desde la guerra. Durante mi permanencia en el Ejército cuidó de ella un agente. No esperaba que viniesen ustedes tan pronto. En otro caso, habría procurado que estuviera dispuesta. —Miró el cuello de Leslie, perlado de sudor—. Tenemos por aquí chicas de color que ayudan a las personas como usted en esta clase de trabajos. Le mandaré una esta tarde.

—No es necesario —dijo ella.

—Insisto. Un servicio gratuito del propietario.

—Se lo agradezco. Pero ya he terminado casi —dijo Leslie con firmeza.

Él desvió primero la mirada, con una sonrisa.

—Bueno —dijo, haciendo rechinar la silla en que estaba sentado—, por lo menos puedo reemplazar estos travesaños. Veré qué más cosas podemos hacer respecto a los muebles.

Se levantó, y Leslie vio que se dirigía hacia la puerta.

—Hay otra cosa, señor Schoenfeld —dijo.

—¿Sí?

—Le agradecería que cambiase el colchón.

Él no sonrió, pero Leslie se sintió aliviada cuando apartó los ojos de su cara.

—Con mucho gusto —dijo, ladeándose el sombrero.

Al día siguiente, el futuro ya no parecía insoportable, ni siquiera en la intimidad de sus pensamientos.

Michael había señalado a Ronnie Levitt la falta de un Bemá, y al día siguiente llegó al templo un carpintero para construir una plataforma baja de acuerdo con las instrucciones del rabino. Llegaron sillas plegables para el templo y muebles para el despacho. Michael colgó en la pared sus diplomas y pasó largo rato pensando en cómo dispondría un estudio.

Llegó un camión a la casa, y dos negros sacaron de ella la mayor parte de los viejos muebles, sustituyéndolos con otros más atractivos. Mientras Leslie estaba dirigiendo la colocación de los nuevos muebles, acudió de visita Sally Levitt. Cinco minutos después, estando todavía allí la señora Levitt, llamaron al timbre dos señoras más de la congregación. Las tres llevaban regalos: un pastel de piña, una botella de jerez de California y un ramo de flores.

Esta vez, Leslie estaba preparada para recibir visitas. Ella ofreció el jerez, sirvió té frío y cortó el pastel.

Sally Levitt era menuda y morena, de labios finos y cuerpo juvenil, al que traicionaban las patas de gallo de sus ojos.

—Conozco una fábrica de tejidos donde se pueden encontrar cortinas maravillosas —dijo a Leslie, echando una mirada apreciativa en torno a la habitación—. Esta casa ofrece grandes posibilidades.

—Estoy empezando a creerlo así —dijo Leslie, sonriendo.

Aquella noche, mientras preparaba la cena, llegaron de Nueva York su mesa y sus libros.

—Michael, espero que podamos quedarnos aquí el resto de nuestra vida —exclamó Leslie cuando, tras desembalar los libros, los hubieron colocado en los estantes.

Aquella noche, sobre el nuevo colchón, los Kind hicieron el amor por primera vez en la nueva casa.

El templo Sinaí fue consagrado el domingo siguiente por la mañana. El juez Boswell fue el orador. Disertó larga y elocuentemente acerca de la herencia judeocristiana, sobre la ascendencia común de Moisés y de Jesús y acerca del espíritu de democracia imperante en Cypress, «como un vino delicado en el pacífico aire de Georgia, que permite a los hombres vivir como hermanos, independientemente de la religión que profesen». Mientras, un grupito de chiquillos negros se reunía al otro lado de la calle y señalaba entre risas, o contemplaba con silenciosa curiosidad, a los blancos de la acera opuesta.

—Me siento honrado —concluyó el juez— de haber sido invitado por mis conciudadanos hebreos para participar en el bautizo de su nueva casa de culto.

Hizo una pausa, comprendiendo que aquello no estaba del todo bien; luego, enrojeció de satisfacción al iniciarse los aplausos.

Durante las ceremonias, Michael había empezado a observar una riada de coches que se movían lenta y constantemente por delante del templo.

La cortesía había mantenido sus ojos pegados a los rostros de los oradores. Sin embargo, al terminar la consagración, fue llamado a recitar la bendición. Cuando acabó, parpadeando para protegerse los ojos del ígneo sol, miró por encima de las cabezas de la multitud que se disgregaba ya.

La hilera de coches seguía moviéndose.

Había vehículos de todas las marcas y modelos. Algunos de ellos ostentaban matrículas de Alabama y de Tennessee. Coches grandes, pequeños, furgonetas y, de vez en cuando, un Cadillac o un Buick.

Ronnie Levitt se acercó a él.

—Rabbi —dijo—, las señoras están sirviendo café dentro. El juez se va a agregar a nosotros. Así tendrán ocasión de charlar ustedes dos.

—Esos coches —dijo Michael—, ¿adónde van?

Ronnie sonrió.

—A la iglesia. En una tienda. Hay un sacerdote que celebra una reunión de oración a unos cinco kilómetros de la ciudad. Atrae a gente de toda la comarca.

Michael contempló cómo los coches continuaban apareciendo por un extremo de la calle y desapareciendo por el otro.

—Tiene que ser muy bueno —dijo, intentando en vano disimular su envidia. Ronnie se encogió de hombros.

—Yo creo que a algunos de ellos sólo les gusta salir en la televisión —dijo.

Aquel viernes por la noche, el templo Sinaí estaba lleno, lo cual le agradaba, pero no le sorprendía.

—Vendrán esta noche por la novedad —había dicho Michael a su esposa—. Lo que ocurra a la larga es lo que cuenta.

Había elegido como su primer texto un fragmento del «Canto de confianza», Salmo 11, 4.

Está Yahvé en su sagrado templo,

Tiene Yahvé su trono en los cielos;

Sus ojos miran y sus párpados escudriñan

a los hijos de los hombres.

Había preparado cuidadosamente el sermón. Al terminarlo, comprendió que había logrado mantener el interés de su congregación.

Cuando cantaron Ain Kailohainu, pudo oír la voz de su esposa, mezclarse suavemente con las otras. Mientras cantaba, Leslie le sonreía desde la primera fila.

Después de la bendición, se agruparon, a su alrededor, expresándole sus alabanzas y sus felicitaciones. En la cocina, las mujeres prepararon té y café, emparedados y pastelillos; el Oneg Shabbat tenía tanto éxito como el servicio.

Ronnie Levitt pronunció un breve discurso, dando las gracias al rabino y a los diversos comités por hacer posible la apertura del templo.

Señaló hacia la sala, donde había una mesa cubierta de ramos de flores.

—Nuestros vecinos cristianos han demostrado su amistad hacia nosotros —dijo—. Creo que sería adecuado que nosotros demostráramos nuestra amistad hacia ellos. Por ello, yo haré donación de cien dólares anuales para la compra de dos placas, que serán entregadas cada año a los hombres elegidos para recibir los Premios de Hermandad del templo Sinaí.

Aplausos.

Dave Schoenfeld se puso en pie.

—Quiero felicitar a Ron por su magnífica idea y su magnánimo gesto. Y quisiera proponer a los primeros receptores de nuestros Premios de Hermandad. El juez Harold Boswell y el reverendo Billie Joe Raye.

Grandes aplausos.

—¿Qué han hecho por la hermandad? —preguntó Michael a Sally Levitt.

Ella cerró sus ojos de largas pestañas.

—¡Oh, rabbi —dijo en un susurro gutural—, son los hombres más brillantes del mundo!