23

Max Gross miró a la muchacha de elegante vestido finas piernas y descarados ojos americanos y sintió que le invadía una oleada de incomodidad. Sólo cuatro veces durante su rabinato en Shaéaré Shamáyim había ido algún goy a buscarle para pedirle que le convirtiera en judío. Y todas las veces, reflexionó, la petición había sido hecha como si él pudiera agitar las manos en el aire y ¡puf!, en medio de una nube de humo cambiar el hecho de su nacimiento. Nunca había sido apto para emprender la tarea de una conversión.

—¿Qué ve usted en los judíos que le haga desear ser uno de nosotros? —preguntó fríamente—. ¿Se da cuenta de que los judíos son perseguidos y se hallan solos en el universo? ¿Sabe que son despreciados como individuos por los gentiles y mantenidos aparte como pueblo?

Leslie se puso en pie y recogió sus guantes y su bolso.

—No esperaba que me aceptase —dijo y alargó la mano hacia su abrigo.

—¿Por qué no?

Los ojos del anciano eran vivos y penetrantes, como los de su padre. Al pensar en el reverendo John Rawlins se sintió aliviada por el hecho de que aquel rabino la estuviera despidiendo.

—Porque no creo que yo pueda sentir como una judía. No, aunque viviese un millón de años —respondió—. Es inconcebible para mí que nadie pueda desear realmente causarme daño, matar a mis futuros hijos, expulsarme del mundo. Yo misma, debo admitirlo, tengo ciertos prejuicios contra los judíos. Me siento indigna de unirme a un pueblo que soporta semejante carga de odio.

—¿Se siente indigna?

—Sí.

El rabino se la quedó mirando.

—¿Quién le ha dicho que dijera eso? —preguntó.

—No sé a qué se refiere.

Max Gross se puso pesadamente en pie y se acercó al arca. Descorriendo las azules cortinas y abriendo la deslizante puerta de madera, dejó al descubierto dos Torás recubiertas de terciopelo.

—En estos rollos está 13 ley —dijo—. No reclutamos adeptos al judaísmo; les desanimamos. Está escrito en el Talmud que los rabinos deben decir determinadas cosas cuando vienen a buscarnos los apóstatas de otras religiones. La Torá dice que el rabino debe prevenir al gentil acerca del destino del judío en este mundo. La Torá especifica también otro detalle. Si el gentil contesta: «Sé todo esto y, sin embargo, me siento indigno de ser judío», debe ser aceptado inmediatamente para la conversión.

Leslie se sentó.

—¿Quiere decir que me acepta? —preguntó con suavidad.

Él asintió. «Ah —pensó ella—, ¿qué puedo hacer ahora?».

Se reunía con él los martes y los jueves por la noche. Él hablaba, y ella escuchaba con mayor atención de la que había puesto nunca en la disciplina más difícil de la universidad, sin hacer preguntas ociosas, interrumpiendo solamente cuando ello era indispensable para comprender su explicación.

Esbozaba para ella los principios fundamentales de la religión.

—No te enseñaré el idioma —dijo—. Nueva York está lleno de profesores de hebreo. Si quieres, ve a uno de ellos.

En The Times vio un anuncio que la llevó a la YMHA de la calle 92, y eso le ocupó las noches de los miércoles. Su profesor de hebreo era un joven doctor, de expresión preocupada y aspirante en la universidad de Yeshivá. Se llamaba señor Goldstein. Cenaba en la cafetería de la planta baja, siempre lo mismo, observó ella; crema de queso sobre una tostada y una taza de café. Total, treinta centavos. Los puños de su camisa estaban deshilachados, y Leslie sabía que su cena era modesta porque no podía pagar más. Su bien provista bandeja le parecía, en comparación, pura glotonería, y durante un par de semanas trató de comer menos. Pero la clase duraba dos horas, y luego iba a otra, al otro extremo del pasillo, ésta sobre historia judía, y descubrió que, a menos que comiese bien, el hambre le daba vahídos.

El señor Goldstein se tomaba en serio su labor de enseñanza, y los estudiantes nocturnos estaban renunciando a un valioso tiempo libre, así que acudían por buenos motivos.

Uno de los estudiantes, una mujer de edad madura, asistió a una sola clase y ya no se la volvió a ver más. Los otros catorce miembros de la clase aprendieron las treinta y dos letras del alfabeto hebreo en una semana. A la tercera semana leían ya por turno, en voz alta, las breves y tontas frases de su limitado vocabulario hebreo.

Rabbi baé —leyó Leslie, y tradujo, «viene mi rabino», con tono tan exultante que el profesor y los demás discípulos se la quedaron mirando.

Pero cuando le tocó de nuevo el turno de leer en voz alta, el ejercicio era: ¿Mi rabbi? Ahbá rabbi.

—¿Quién es mi rabbi? Mi padre es mi rabbi —tradujo.

Se dejó caer rápidamente en su asiento y, cuando volvió a mirar al libro, fue como si estuviese viendo la página a través de un vaso de leche.

Una noche, mientras escuchaba la voz del rabino Gross hablándole acerca de los ídolos y advirtiéndole que el cristiano encuentra sumamente difícil visualizar a Dios sin una imagen, se dio cuenta de que no era un hombre viejo. Pero lo parecía y se comportaba como tal. El propio Moisés no habría tenido seguramente un aspecto más austero. Ahora, al mirar el cuaderno de Leslie por encima de su hombro, el rictus de su boca se hizo más duro.

—Nunca escribas el nombre de Dios. Escribe siempre D-s.

Esto es muy importante. Uno de los mandamientos es que su nombre no debe ser tomado en vano.

—Lo siento —dijo Leslie—. Hay tantas reglas…

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Él la miró con aire disgustado y reanudó sus paseos, al tiempo que volvía a sonar el zumbido de su voz y los nudillos de su mano derecha golpeaban suavemente, a su espalda, en la palma de su mano izquierda.

Una noche, cuando llevaba ya trece semanas estudiando con él, Max Gross le dijo que su definitiva conversión tendría lugar el martes siguiente. A menos, sugirió con delicadeza, que, por alguna razón, no pudiese soportar aquel día la inmersión en los baños rituales.

—¿Ya? —exclamó Leslie, asombrada—. ¡Pero si no llevo estudiando mucho tiempo! Sé muy poco todavía.

—Joven, no he dicho que poseas ya la sabiduría. Pero has asimilado suficientes conocimientos para hacerte judía. Una judía ignorante. Si quieres ser una judía instruida, eso es algo que tendrás que lograr por ti misma con el paso del tiempo. —Sus ojos se suavizaron y se le alteró la voz—. Eres una muchacha muy trabajadora. Lo has hecho muy bien.

Le dio la dirección de la Miqvá y algunos detalles preliminares.

—No lleves joyas. Y tampoco vendas, ni siquiera un esparadrapo. Tus uñas deben estar muy cortas. Nada, ni siquiera un poco de algodón en un oído, debe impedir que las aguas toquen todas las células exteriores de tu cuerpo.

El viernes, sentía ya un continuo nerviosismo en el estómago. No sabía cuánto durarían las ceremonias, así que decidió preparar el terreno para faltar a la oficina todo el día.

—Phil —dijo a Brennan—. Necesito permiso para el martes.

Él la miró cansadamente y, luego, volvió la vista hacia el montón de periódicos sin recortar.

—Se nos está atrasando el trabajo.

—Es importante.

Brennan conocía todas las importantes razones por las que las empleadas necesitaban un día de permiso.

—¿El funeral de tu abuela?

—No, voy a hacerme judía, y el martes es mi conversión.

—¡Cristo! —exclamó—. Iba a decir que no, pero ¿cómo puedo oponerme a una decisión así?

El martes amaneció un día gris. Leslie se había tomado las cosas con tiempo y llegó con quince minutos de anticipación a la sinagoga en que estaba situada la Miqvá. El rabino era un hombre de edad madura, barbudo como Max Gross, pero mucho más amable y cariñoso. Le indicó un asiento en su despacho.

—Estaba tomando café —comentó—. Permítame ofrecerle una taza.

Leslie se disponía a rehusar, pero se dio cuenta de que el café exhalaba un aroma excelente. Cuando llegó el rabino Gross, les encontró sentados y charlando como viejos amigos. Poco después, llegó otro rabino, un joven sin barba.

—Seremos testigos de tu inmersión —dijo Max Gross. Vio la cara que ponía y se echó a reír—. Nos quedaremos fuera, naturalmente. Con la puerta ligeramente entornada. Así podremos oír chapoteo cuando entres en el agua.

La condujeron escaleras abajo. La Miqvá estaba emplazada e un anexo de un piso situado en la trasera de la sinagoga. La lleva ron a un vestuario, donde le dijeron que se pusiera cómoda y esperara a una mujer llamada señora Rubin. Luego, los rabinos s marcharon.

Leslie tenía ganas de fumar, pero no se sentía muy segura de que fuera correcto hacerlo. La habitación resultaba deprimente en grado sumo. Era pequeña, con un suelo de madera que crujía al andar y una pequeña estera que había sido echada delante de una cómoda de madera situada junto a la pared. Sobre ella había un espejo que mostraba pequeñas manchas amarillas en el ángulo inferior derecho y otras azuladas en el superior del mismo lado; devolvía una imagen ondulada y deformada al mirarse en él, como los espejos curvos de una caseta de parque de atracciones. El resto del mobiliario lo constituían una mesa de cocina pintada de blanco y una silla de madera, en la que se sentó. Estaba contando las melladuras que había en la superficie de la mesa cuando entró la señora Rubin.

La señora Rubin era una mujer rolliza de grises cabellos. Llevaba una bata de casa y un delantal azul, y sus zapatos, de medio tacón, mostraban dos abultamientos en el cuero a causa de otros tantos juanetes.

—Quítate la ropa —dijo.

—¿Toda?

—Toda —respondió la señora Rubin sin sonreír—. ¿Te sabes las brochas?

—Sí. Por lo menos, me las sabía hace un momento.

—Te las dejaré. Puedes repasarlas.

Saco del bolsillo un trozo de papel mimeografiado y lo dejó sobre la mesa, luego salió de la habitación.

No había perchas. Leslie dejó sus ropas sobre el respaldo de la silla y se sentó. El asiento de la silla era muy suave. Cogió el papel y lo miró.

Bendito eres, Señor Dios

nuestro, Rey del Universo,

que nos has santificado con

tus mandamientos y nos has

ordenado lo referente a la

inmersión.

Bendito eres, Señor Dios

nuestro, Rey del Universo,

que nos has mantenido en la

vida y nos has sostenido y

nos has dado la posibilidad

de llegara este trascendental

momento. Amén.

Estaba repasando las brochas cuando llegó de nuevo la señora Rubin. Sacó unas tijerillas de uñas del bolsillo de su delantal.

—Las manos —le dijo.

—Me las he cortado yo misma —dijo Leslie.

Levantó las manos, y la señora Rubin cortó de cada dedo otra pequeña brizna de uña. Desdobló una sábana limpia y cubrió con ella la desnudez de Leslie; luego, le entregó una pastilla de jabón y una toalla y la condujo a través de una puerta hasta un cuarto de duchas con siete compartimientos.

—Límpiate, mein kind —dijo.

Leslie colgó la sábana de un gancho que había en la pared y se lavó, aun cuando, la noche anterior, se había duchado con el mismo detenimiento en su apartamento, y sólo hacía dos horas se había vuelto a enjabonar en su bañera.

Mientras se lavaba, podía ver por otra puerta la superficie de la piscina, inmóvil y densa como el plomo, reluciente bajo la amarilla luz de una bombilla. En una de sus explicaciones, el rabino Gross le había dicho que los judíos practicaban la inmersión ritual miles de años antes de que Juan Bautista se apropiara del rito. Las aguas de la Miqvá tenían que ser aguas naturales; originariamente, la ceremonia se había celebrado en lagos y ríos. Puesto que la moderna necesidad de intimidad había obligado a celebrarla bajo techo, se recogía el agua de lluvia en recipientes colocados sobre el tejado y se la conducía luego hasta un depósito recubierto de baldosas. Al cabo de un tiempo relativamente corto, esta agua inerte quedaba estancada y muerta, por lo que se agregó otro depósito al primero. En este segundo depósito se vertía continuamente agua fresca procedente de las redes de distribución de la ciudad, la cual era calentada para mayor comodidad de la inmersión. Un pequeño tapón existente en la pared que separaba los dos depósitos era quitado cada vez que el segundo de ellos había sido llenado con agua fresca, permitiendo que las aguas de ambos se mezclaran durante una fracción de segundo antes de volver a poner el tapón. Esto santificaba el agua de ciudad sin contaminarla de bacterias, le había asegurado Max Gross. Sin embargo, contemplando aprensivamente la superficie de la piscina mientras se restregaba el cuerpo, Leslie se confesó a sí misma que si no veía que el agua estaba completamente limpia, sería incapaz de introducirse en ella.

Al salir de la ducha, la estaba esperando la señora Rubin. Volvió a meter la mano en el bolsillo de su delantal, y esta vez sacó un pequeño peine de concha. Lo pasó lentamente por los largos cabellos de Leslie, estirando suavemente cada vez que encontraba enredado el pelo.

—No tiene que haber ni un solo nudo que mantenga el agua apartada de tu persona —dijo—. Levanta los brazos.

Leslie hizo sumisamente lo que le decía. La mujer miró los afeitados sobacos.

—Nada de vello —dijo, como un comerciante que estuviera haciendo inventario.

Luego, la señora Rubin señaló con su dedo índice y le dio el peine a Leslie.

Ésta permaneció inmóvil unos momentos, mirándola incrédulamente.

—¿Es realmente necesario? —preguntó tímidamente.

La señora Rubin movió afirmativamente la cabeza. Leslie manejó el peine sin mirar, sintiendo que la sangre fluía a sus mejillas y que los párpados se le cubrían de lágrimas.

—Vamos —dijo finalmente la mujer, volviendo a ponerle la sábana sobre los hombros.

Un corredor alfombrado de goma negra conducía desde la ducha a la piscina. La señora Rubin la hizo detenerse en lo alto de los tres escalones que descendían al agua. La mujer caminó por la cinta de cemento que bordeaba la piscina hasta la puerta situada en el extremo. La abrió y asomó por ella la cabeza. Desde la puerta, que daba al patio trasero de la sinagoga, llegó hasta Leslie una corriente de aire.

Yedst —llamó la señora Rubin—. Ya está lista.

Leslie oyó a los rabinos conversando en Yiddish mientras se acercaban a la puerta. La mujer volvió a su lado, tras dejar la puerta ligeramente entreabierta.

—¿Quieres el papel con las oraciones?

—Ya me las sé —repuso Leslie.

—Tienes que meterte completamente debajo del agua y, después, decir las oraciones. Es la única vez en que una brocha se dice después de un acto en lugar de hacerlo antes. La razón es que la inmersión te purifica de todas las religiones anteriores para que en lo sucesivo puedas rezar a Dios como judía. Probablemente, tendrás que sumergirte varias veces para asegurarte de que lo haces bien. ¿No tienes miedo al agua?

—No.

—Excelente —dijo la señora Rubin, quitándole la sábana.

Leslie bajó los escalones. El agua estaba caliente. En medio de la piscina le llegaba justo hasta los pechos. Se quedó en pie unos momentos y la miró. Parecía limpia y clara, con un fondo de temblorosos azulejos blancos. Cerró los ojos y se sumergió, conteniendo el aliento mientras se sentaba, y sintió contra sus muslos las junturas de los azulejos del fondo.

Luego, se levantó, resoplando ligeramente, y recitó las oraciones con voz temblorosa.

Ohmain —cantó la señora Rubin.

Y oyó que los rabinos también decían amén al otro lado de la entornada puerta.

La señora Rubin hizo un movimiento hacia abajo con ambos brazos, y Leslie volvió a sumergirse, esta vez con más confianza. Era tan fácil, que sentía ganas de reír. Se sentó en el agua, flotantes los cabellos, y, milagrosamente, se sintió purgada de todo peso físico y espiritual, liberada de la culpa de haber vivido veintidós años como ser humano. Lavada en la sangre del Cordero, pensó vertiginosamente, y se alzó como un pez desde el fondo. «Escuchad, hijos míos —pensó—, y os contaré cómo se hizo mamá una sirena judía y por eso lleva cola». Esta vez dijo las brochas con más seguridad, pero la señora Rubin no estaba satisfecha todavía. Los brazos volvieron a bajarse, y de nuevo Leslie se sumergió. Esta vez mantuvo los ojos abiertos, mirando la reluciente bombilla que proyectaba su luz a través del agua, iluminándola y calentándola, como el ojo de Dios. Emergió a la superficie y permaneció en pie, jadeando ligeramente y sintiendo que se le endurecían los pezones bajo la fría corriente de aire que penetraba por la rendija de la puerta tras la que escuchaban los rabinos. Y esta vez dijo las oraciones con alegre certidumbre.

Mazal tob —dijo la señora Rubin.

Y, mientras Leslie salía de la piscina, chorreando agua por los costados, la mujer la envolvió en la sábana y la besó en las dos mejillas.

Estaba de pie en el despacho del rabino. El maquillaje había desaparecido de su rostro y sentía en la nuca la humedad de sus cabellos, experimentando la misma sensación que si hubiese dado diez vueltas a la piscina de la universidad. El rabino que le había dado café le dirigió una sonrisa.

—¿Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas? —preguntó.

—Sí —murmuró ella, sin sentir ya alegría.

—Y estas palabras —dijo— que yo te mando este día estarán sobre tu corazón; y las enseñarás diligentemente a tus hijos, y les hablarás de ellas cuando estés en tu casa, y cuando andes por el camino, y cuando te acuestes, y cuando te levantes. Y las impondrás como señal sobre tu mano, y serán venda en tu frente entre tus ojos. Y las escribirás en las jambas de tu casa y sobre tus puertas; recuerda y cumple todos mis mandamientos y sé santa para tu Dios.

El rabino Gross se acercó a ella y le impuso las manos sobre la cabeza.

—En señal de tu admisión en la Casa de Israel —dijo—, este tribunal rabínico te da la bienvenida imponiéndote el nombre de Leah bat Abraham, por el que de aquí en adelante serás conocida en Israel.

—Que Él, que bendijo a nuestras madres, Sara, Rebeca, Raquel y Leah, te bendiga a ti, nuestra hermana Leah bat Abraham, con motivo de tu aceptación a la herencia de Israel y de tu conversión en verdadero prosélito en medio del pueblo del Dios de Abraham. Que, bajo la dirección de Dios, prosperes en todas tus actividades y sea bendecido el trabajo de tus manos. Amén.

Luego, el rabino más joven le entregó el certificado de conversión. Ella lo leyó:

EN PRESENCIA DE DIOS Y DE ESTE TRIBUNAL RABÍNICO

Por la presente, declaro mi deseo de aceptar los principios del judaísmo, de adherirme a sus prácticas y ceremonias y de convertirme en miembro del pueblo judío.

Hago esto por mi propia y libre y voluntad y con plena comprensión del verdadero significado de los dogmas y prácticas del judaísmo.

Ruego para que mi presente decisión me guíe a lo largo de la vida y que ésta sea digna de la sagrada comunidad en que ahora tengo el privilegio de ingresar. Ruego para que permanezca siempre consciente de los privilegios y los correspondientes deberes que me impone mi adhesión a la Casa de Israel. Declaro mi firme decisión de llevar una vida judía y de dirigir un hogar judío.

Si soy bendecida con hijos varones, prometo educarles en la Alianza de Abraham. Prometo, además, educar a todos los hijos con que Dios quiera bendecirme en la lealtad a las creencias y prácticas judías, en la fidelidad a las esperanzas judías y en la forma judía de vida.

¡Escucha, oh Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno!

Eternamente bendito es su glorioso y soberano Nombre.

Lo firmó con mano que no temblaba más de lo que era comprensible y justificado. Los rabinos firmaron como testigos y la señora Rubin volvió a besarla; ella la besó a su vez y dio las gracias a los rabinos, y se estrecharon las manos. El rabino más joven le dijo que era la conversión de aspecto más atractivo en que había esperado participar jamás. Todos se rieron, y ella volvió a darles las gracias y se marchó de la sinagoga.

Soplaba el viento, y el cielo seguía estando gris. No se sentía cambiada, pero sabía que su vida iba a ser muy distinta de cualquier existencia que ella hubiera soñado jamás para sí. Por un momento, pero sólo por un momento, pensó en su padre y la invadió un sentimiento de tristeza por el hecho de que su madre no existiera. Luego, mientras caminaba a pasos rápidos por la calle, sintió una creciente urgencia, la necesidad de una cabina telefónica en la que pudiese abrir los labios y murmurar su tremendo secreto.