Cuando por fin llegó realmente el verano, Michael dejó de buscar cobijo por las noches y desenrolló el saco de dormir, que era uno de los objetos incluidos en la lista del rabino Sher. Lo encontró ligeramente enmohecido, pero muy útil. Por la noche, se tendía bajo las estrellas, esperando ser devorado por un lobo o por un lince y escuchando los silbidos del viento en las cumbres de las montañas y entre las hojas de los árboles. Por las tardes, cuando las distantes colinas refulgían azuladas bajo el ardiente sol, detenía el coche e imitaba a los peces en vez de intentar cogerlos, tendiéndose desnudo y solo en un riachuelo poco profundo y gritando y riendo al sentir el helado contacto del agua. En una ocasión, se sumo a un grupo de silenciosos muchachos en una hoya de un río.
El pelo le iba creciendo; todas las mañanas se lo empapaba de agua, se lo cepillaba y se lo peinaba hacia atrás, eliminando la raya que había llevado antes de su rapado Se afeitaba regularmente, y hacía uso de la bañera o de la ducha siempre que se detenía en alguna casa. Los miembros de su congregación le mantenían bien alimentado —todo el mundo preparaba opíparas comidas para las visitas del rabino— y dejó de lavarse él mismo la ropa después de recibir cuatro ofrecimientos de otras tantas amas de casa domiciliadas a lo largo de su ruta. Dejó que se fueran turnando.
Bobby Lilienthal estaba aprendiendo bastante hebreo como para empezar a trabajar sobre su Haftará, en preparación para su Bar misvá. La madre de Stan Goodstein murió, y celebró el primer funeral judío de su congregación; luego, el señor Marcus reservó sus servicios para el 12 de agosto, y celebró su primera boda.
Fue una boda muy concurrida, abusando casi de las facilidades de la posada, y sorprendentemente formal para las montañas Ozark. Procedentes de Chicago, Nueva York, Massachusetts, Florida, Ohio y dos ciudades de Wisconsin, acudieron los parientes de Marcus y Beerman. No asistieron los amigos de Mort, pero sí cuatro condiscípulas de Deborah, entre ellas Leslie Rawlins, que era dama de honor.
Antes de la ceremonia, Michael estuvo casi una hora sentado en el dormitorio del piso superior con Mort y su hermano menor, que iba a ser el padrino. Los dos hermanos se hallaban sumamente nerviosos y habían estado dándole tientos a una botella de whisky para tranquilizarse. Michael se llevó consigo la botella al salir de la habitación. Se paró en lo alto de la escalera, preguntándose dónde podría guardarla. En la sala que había al pie de la escalera, se había reunido una multitud de hombres vestidos con chaquetas blancas y mujeres ataviadas con vestidos que seguían los dictados recién impuestos por Dior. Con sus largos guantes, sus delicados sombreritos y sus vestido de peau de soie de suaves colores, y vistas desde lo alto de la escalera, más parecían flores que mujeres, incluso las gordas. Evidentemente, decidió, no podía cruzar entre ellas llevando una botella de whisky. Por fin, la escondió en un armario del desván, detrás de una aspiradora y delante de una gran lata de cera para el suelo.
Cuando comenzó la ceremonia, todo se desarrolló como si hubiera sido ensayado previamente. Mort estaba sereno y con talante gravé. El blanco velo de Deborah, coronado por una diadema de albas flores que envolvía como un halo su cabeza, suscitó los clásicos murmullos cuando entró del brazo de su padre, con los ojos recatados tras el espeso velo. Sólo la rigidez con que sostenía su libro de oraciones desmentía su aplomo.
Cuando la ceremonia terminó y hubo felicitado a todo el mundo, Michael se encontró a sí mismo cogiendo una copa de champaña, mientras los ojos de Leslie Rawlins le miraban por encima de la suya.
Ella bebió y le dirigió una sonrisa.
—Vaya —dijo—, eres un tipo impresionante.
—¿Ha salido bien? —preguntó él—. Te diré un secreto, si me prometes no contárselo a nadie. Es la primera boda que he oficiado yo solo.
—Mi enhorabuena. —Leslie le alargó la mano, y él se la estrechó—. Ha sido maravilloso, de verdad. Me has hecho sentir escalofríos de emoción a lo largo de la espina dorsal.
El champaña estaba seco y frío, exactamente lo que él necesitaba ahora que había terminado la ceremonia.
—Tú eres quien tiene que recibir la enhorabuena —recordó de pronto—. Tú y Deborah os graduasteis en junio, ¿no?
—Oh, sí —respondió Leslie—. La verdad es que ya tengo un empleo. Después de las vacaciones voy a empezar como investigadora en Newsweek. Estoy muy animada. Y un poco asustada.
—Lo único que necesitas es contar hasta diez y tirar del anzuelo —dijo él, y los dos se echaron a reír.
Su vestido y accesorios eran de color azul, exactamente el mismo que el de sus pupilas. Las restantes damas de honor, que eran las otras tres muchachas de Wellesley y una de las primas de Deborah, llegada de Winnetka, iban de rosa. El azul acentuaba el color rubio de su pelo, decidió.
—Me gustas de azul. Pero estás más delgada.
Leslie no trató de ocultar su satisfacción.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta. He estado siguiendo un régimen.
—No hagas tonterías. Has dicho Newsweek, no Vogue. Estabas perfectamente antes. —Cogió la copa vacía de Leslie y volvió al cabo de un momento con dos copas llenas—. Estoy pensando en noviembre. Tres semanas de vacaciones. Iré a Nueva York. Estoy deseando que llegue el momento.
—Todavía no tengo domicilio fijo allí. Pero si te aburres llámame a la revista. Te llevaré a pescar.
—De acuerdo —dijo Michael.
El rabino Sher estaba muy complacido.
—Muy complacido —repitió—. No puedo expresarle cuánto me satisfacen los resultados obtenidos con sus viajes. Tal vez esto dé ocasión a que se envíen otros rabinos a zonas más alejadas.
—La próxima vez me gustaría una jungla salvaje —dijo Michael—. Algún lugar lleno de pantanos, con mucha malaria.
El rabino Sher se echó a reír, pero miró fijamente a Michael.
—¿Está cansado? —dijo—. ¿Quiere ceder su puesto a otro?
—Tengo a dos chicos casi listos para el Bar misvá. He aprendido a abrirme paso por las montañas. Estoy planeando la celebración de un Séder en comunidad para la próxima Pascua, con participación, tal vez, de cuarenta familias en Mineral Springs.
—Deduzco que la contestación es que no.
—Todavía no.
—Bien, pero recuerde que nunca he considerado esto como el esfuerzo de toda su vida. Por toda América hay templos que desean contratar rabinos. Y fuera del país, también. Cuando se canse de su labor de explorador, dígamelo.
Los dos estaban contentos cuando se estrecharon las manos.
Nueva York. Nueva York estaba algo más sucio de lo que él recordaba, pero era mucho más excitante. El paso preocupado de los transeúntes de Manhattan; la forma indiferente con que las gentes se rozaban en las aceras; la perversa belleza de las mujeres a lo largo de la Quinta Avenida y en Madison; la sofisticación de una blanca perrita francesa poniéndose en cuclillas para defecar en la cuneta de la calle 57, frente al parque, mientras un portero negro de grises cabellos se estiraba los puños y miraba en otra dirección, cogiendo el extremo de la correa… Todas estas cosas se le antojaban nuevas, aunque las había estado viendo casi toda la vida sin haber reparado especialmente en ellas. En su primer día de estancia en la ciudad, después de hablar con el rabino Sher, anduvo mucho. Luego, cogió el metro para regresar a Queens.
—Come —le dijo su madre.
Trató de explicarle que había estado bien alimentado, pero ella sabía que mentía para ahorrarle gastos.
—¿Y qué te parecen los chicos? —le preguntó su padre.
El hijo de Ruthie tenía siete años. Se llamaba Mosté. La niña, Cané, tenía cuatro. El año anterior sus abuelos maternos habían pasado dos meses con ellos, a pesar de las incursiones árabes y del bloqueo británico, que habían franqueado con sus pasaportes americanos en las manos. Tenían una caja llena de fotografías de los dos pequeños y curtidos extranjeros para enseñárselas.
—Figúrate —dijo su madre—, tan pequeños y duermen solos, separados de sus padres. En un edificio apartado, sólo con otros pisilés. ¡Vaya sistema!
—Socialistas, todo el Kibutz —dijo su padre—. Y, fuera, los árabes lanzando miradas de odio. ¿Te imaginas a tu hermana conduciendo un camión con un fusil sobre el asiento?
—Un autobús. Para los niños —rectificó su madre.
—Un camión con asientos en la trasera —afirmó su padre—. Me alegro de ser republicano. Y esos soldados británicos, metiendo las narices en todas partes. Y sin comida. ¿Sabías que es imposible comprar allí una docena de huevos?
—Come —le insistió su madre.
La tercera noche, empezó a pensar en algunas de las muchachas que había conocido. Sólo recordaba dos de las que no supiese que estaban casadas. Llamó a la primera; estaba casada. La madre de la otra le informó que su hija estaba en la sección de psicología clínica de la Universidad de California.
—En Los Ángeles —recalcó—. No le escribas a la otra, porque tal vez no le llegue la carta.
Llamó a Maury Silverstein, que tenía ahora su propio apartamento. Maury se había especializado en química, en Queens, pero trabajaba como agente de televisión; había ingresado en una de las más importantes agencias.
—Oye, salgo para California dentro de cuarenta minutos —dijo—. Pero volveré la semana que viene. Tengo que verte. El jueves doy una fiesta en mi casa y quiero que vengas. Hay mucha gente estupenda que quiero que conozcas.
Llamó a la señora Harold Popkin, de soltera Mimi Steinmetz. Acababan de comunicarle que el análisis había dado resultado positivo.
—Deberías sentirte halagado —le dijo—. Mi madre no lo sabe todavía. Sólo Hal. Te lo digo a ti porque eres un viejo amigo.
Charlaron unos momentos acerca del embarazo.
—Oye —dijo Michael finalmente—, ¿conoces alguna chica guapa con la que pueda salir mientras estoy en Nueva York? Me parece que he perdido el contacto con mis antiguas relaciones.
—¿Ves lo que les pasa a los solterones? —Guardó silencio unos momentos, saboreando lo que había sido de él sin ella—. ¿Qué te parece Rhoda Lewitz? Nos hemos hecho muy buenas amigas.
—¿Era una chica muy gorda? ¿Con mucho acné?
—No es tan gorda —repuso Mimi—. Mira, pensaré en ello.
Estoy segura de que podré encontrar a alguien. Nueva York está lleno de chicas solteras.
La telefonista de Newsweek no sabía cómo localizar a Leslie, pero cuando le dijo que la señorita Rawlins había ingresado hacía poco y estaba en el departamento de investigaciones, consultó una lista y le puso con su línea.
La esperó ante el edificio, en la calle 42. A las cinco y diez, ella salió con aire ligeramente excitado.
—De modo que ésa es otra cualidad tuya —dijo Michael, cogiéndola de la mano—. Llegas tarde a las citas.
—De modo que ésa es otra cualidad tuya. Eres exageradamente puntual.
Michael miró en derredor, buscando un taxi. Leslie le preguntó a dónde iban y, cuando él le propuso Miyako, dijo que quería ir andando. Fueron paseando a lo largo de catorce manzanas. No hacía mucho frío, pero el viento soplaba a ráfagas, abriéndole el abrigo y ciñendo su falda contra las esbeltas piernas. Cuando llegaron al restaurante, la sangre les circulaba velozmente por las venas y estaban dispuestos a tomar un Martini.
—Por tu trabajo —dijo él, cuando entrechocaron sus copas—. Y, a propósito, ¿qué tal te va?
—Ah. —Arrugó la nariz—. No es tan excitante como me parecía al principio. Me paso el tiempo en las bibliotecas e inclinada sobre volúmenes dramáticos, como la guía de teléfonos. Y saco recortes de periódicos de ciudades totalmente desconocidas.
—¿Vas a probar alguna otra cosa?
—No creo —repuso, comiendo una aceituna—. Todo el mundo decía que yo hacía muy bien mi trabajo como directora del Wellesley News. Un artículo que escribí acerca de la carrera de aros ganada por una mujer casada fue adquirido por la Associated Press. Yo creo que sería buena redactora de noticias. Aguantaré hasta que me den una oportunidad.
—¿Qué es una carrera de aros?
—En Wellesley, todos los años, las chicas del último curso, vestidas con sus túnicas y sus birretes, hacen rodar unos aros. Es una tradición muy antigua. La creencia es que la ganadora será la primera chica de la clase que encontrará marido. Eso es lo que resultó tan divertido en nuestra promoción. Lois Fenton se había casado en secreto hacía seis meses con un estudiante de medicina de Harvard. Cuando ganó, se sintió tan aturdida que rompió a llorar y lo contó todo, y así fue como anunciaron su matrimonio.
Llegó la comida, tempura y una sopa delicadamente sazonada y guarnecida con finas hebras de verduras cortadas en complicados dibujos, seguidos de sukiyaki, que preparó en la misma mesa un camarero diestro y teatral. Michael pidió una jarra de sake, pero Leslie no lo quiso, porque estaba caliente, y se la bebió él solo.
Después, mientras la ayudaba a ponerse el abrigo, rozó suavemente sus hombros con las palmas de las manos. Ella volvió la cabeza y le miró.
—No creí que me llamaras —dijo.
Quizá fuera debido al licor, pero sintió la necesidad de mostrarse completamente sincero con aquella muchacha.
—No quería hacerlo —dijo.
—Los rabinos no deben salir con chicas gentiles, ya lo sé —comentó Leslie.
—Entonces, ¿por qué aceptaste mi invitación?
Ella se encogió de hombros y, luego, movió la cabeza.
Una vez fuera, Michael llamó a un taxi, pero Leslie no quería ir a ningún sitio más.
—Mira, es una tontería. Somos adultos y somos modernos.
¿Por qué no hemos de ser amigos? Es muy temprano —dijo—. Vámonos a alguna parte a escuchar buena música.
—No —respondió Leslie.
No hablaron apenas hasta que el coche se detuvo frente a la casa de ella, un edificio de ladrillo rojo situado en el extremo oeste de la calle 60.
—No te apees —dijo Leslie—. A veces es terriblemente difícil encontrar otro taxi en esta zona.
—Ya encontraré uno —respondió Michael.
Vivía en el segundo piso. El descansillo estaba pintado de un triste color marrón. Tuvo la impresión de que ella no quería que entrase en el apartamento.
—Empecemos de nuevo mañana por la noche —dijo—. ¿En el mismo sitio y a la misma hora?
—No —respondió ella—. Gracias.
Le miró, y él se dio cuenta de que probablemente se echaría a llorar cuando estuviese sola.
—Escucha —dijo Michael, inclinándose hacia delante para besarla, pero ella se volvió y sus cabezas chocaron.
—Buenas noches —dijo Leslie, y entró en el apartamento.
Michael encontró un taxi sin ninguna dificultad, como sabía que ocurriría.
A la mañana siguiente se despertó tarde, y cuando al fin se levantó, pasadas ya las once, se tomó un copioso desayuno.
—Tu apetito ha mejorado —dijo su madre con aire satisfecho—. Esta noche, debes de haberte divertido con todos tus viejos amigos.
Michael decidió llamar a Max Gross. Hacía dos años que no había estudiado con un buen experto talmúdico, y así es como pasaría el resto de sus vacaciones, pensó.
Pero cuando se acercó al teléfono marcó el número de la revista y preguntó por Leslie.
—Soy Michael —dijo cuando oyó su voz.
Ella guardó silencio.
—Me gustaría mucho verte esta noche.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó Leslie.
Su voz sonaba de un modo extraño, y comprendió que debía de estar formando campana con la mano sobre el aparato para impedir que oyera la conversación alguien situado cerca de su mesa.
—Sólo quiero ser tu amigo.
—Es por lo que te dije de la primavera pasada, ¿verdad? Tienes una especie de complejo de asistente social. Me consideras un caso interesante.
—No seas tonta.
—Bueno, si no es eso debes de considerarme una curiosidad.
¿Es eso lo que quieres, Michael? ¿Un poco de sexo furtivo antes de tu regreso a las montañas?
Se encolerizó.
—Mira, te ofrezco mi amistad. Si no la quieres, al diablo contigo. Y ahora dime, ¿estoy ahí a las cinco, sí o no?
—Sí —respondió ella.
Volvieron a cenar juntos, esta vez en un restaurante sueco. Luego, fueron a oír música, la orquesta de Eddie Condon en el Village. Al despedirse delante de la puerta de su casa, ella le estrechó la mano, y él la besó en la mejilla.
El día siguiente era viernes, Michael fue con sus padres a la sinagoga, rechinando los dientes a lo largo de todo el Oneg Shabbat, mientras su madre le presentaba a media docena de personas que ya conocía: «Éste es mi hijo, el rabino», igual que en los chistes.
El sábado, empezó a llamarla. Después de haber marcado las dos primeras cifras de su número de teléfono, se detuvo y se preguntó qué estaba haciendo, como un hombre que despierta súbitamente de un sueño.
Marchó en su coche largo tiempo, y cuando pensó en mirar a su alrededor se encontraba ya en Atlantic City. Aparcó el coche, se subió el cuello del abrigo y caminó a lo largo de la playa, muy cerca de la orilla. Se entretuvo con lo que siempre hacía cuando paseaba por una playa; dejó que el agua se acercara a sus pies, esperando hasta el último instante para saltar hacia atrás y evitar mojarse. Si persistía en ello mucho tiempo, acabaría ganando al mar. Sabía que era un juego de tontos, como el juego de un rabino que sale con la hija de un clérigo perteneciente a otra confesión religiosa. La manera de ganar en ambos juegos consistía en mantenerse alejado y de forma permanente. No más invitaciones a cenar, no más bromas, no más estudiar en secreto su perfil o desear su carne. No volvería a salir con ella, no volvería a verla, no volvería a hablarle, la alejaría por completo de su mente. La decisión le alivió, y se apartó del agua con una especie de melancólico orgullo, caminando a grandes pasos y llenando sus pulmones de aire salino mientras marchaba sobre la endurecida arena. El viento proyectaba sobre su rostro la espuma marina y acabó venciendo la protección que le deparaba el abrigo. Al cabo de un rato, abandonó la playa y tomó una insípida cena en un restaurante lleno de congresistas, fabricantes de frigoríficos o de alimentos congelados; no logro enterarse bien.
Dio una vuelta por Nueva Jersey, y era ya casi medianoche cuando regresó a Nueva York. La llamó desde la cabina telefónica de un establecimiento nocturno, sintiéndose dominado por el sueño mientras sonaba insistentemente la llamada.
—¿Te he despertado?
—No.
—¿Quieres tomar una taza de café?
—No puedo. Acabo de empezar a lavarme la cabeza. Creí que no ibas a llamarme esta noche.
Él guardó silencio.
—No voy a trabajar mañana —dijo Leslie—. ¿Te gustaría venir aquí a comer?
—¿A qué hora? —preguntó.
Leslie vivía en una gran habitación amueblada.
—Esto es lo que llaman de un solo ambiente —dijo, mientras se quitaba el abrigo—. Lo que le salva de ser un estudio es la cocinita. O quizá todo lo contrario —sonrió—. Podría haberme permitido alquilar algo mejor si lo hubiera compartido con otra u otras dos chicas, pero después de cuatro años de dormir en comunidad la intimidad significa mucho para mí.
—Es bonito —mintió él.
Era una sombría habitación, con una sola y gran ventana que ella había tratado de hacer atractiva adornándola con unas alegres cortinas. Había una alfombra oriental no muy raída; feas y viejas lámparas; un destartalado sillón; una mesa pintada y dos sillas de respaldo recto; una buena mesa de caoba que, probablemente, se había comprado ella misma, y dos librerías que contenían libros de texto, así como buen número de novelas, ninguna de ellas histórica. La cocina era diminuta, y apenas si había en ella el sitio suficiente para que pudiera desenvolverse la persona que preparara las comidas en el fogón de dos fuegos. El minúsculo frigorífico estaba colocado debajo de la fregadera. Leslie le sirvió un Martini. Michael se sentó en el sofá plegable, y bebió mientras ella preparaba la comida.
—Espero que te agradará una comida abundante —dijo Leslie.
—En efecto. Luego, puedo invitarte a una cena exigua. Piensa en el dinero que ahorraré.
Comieron queso, galletas, jugo de tomate, anchoas, chuletas de ternera a la parmesana, pastel de limón y café turco.
Después de comer, empezaron a sacar juntos el crucigrama del Times y, cuando se atascaron, ella lavó los platos y él los secó.
Una vez que acabaron con los platos, Michael se sentó en el sofá y fumó su pipa, mientras observaba la forma en que se aplastaban los pechos de Leslie al tenderse boca abajo tratando de resolver el crucigrama.
Desvió la vista hacia los libros.
—Predomina la poesía —observó.
—Me encanta. He extraído mis conocimientos de poesía y de los hombres y las mujeres del mismo sitio, el sitio de donde los extraen los hijos de los clérigos.
—¿La Biblia?
—Hum. —Sonrió y cerró los ojos—. Cuando era pequeña, soñaba despierta con que en mi noche de bodas mi marido recitaría el Cantar de los cantares.
Michael deseaba, simplemente, rozarle la cara con las manos para apartar el cabello de la suave y sonrosada carne de sus orejas y besarla allí.
En lugar de ello, cogió un cenicero, pasando la mano por delante de ella, y vació la cazoleta de su pipa.
—Espero que lo haga —dijo en voz baja.
El lunes, Leslie se las arregló para salir temprano de la oficina. Fueron al zoo del Bronx, donde pasaron largo rato riéndose con los monos y del horrible hedor que llenaba el recinto, que, según juraba ella, envolvía la cara de Michael en una atractiva luz verde. El martes, fueron a ver Aida en el Metropolitan y luego a cenar a Luchowés. Leslie se entusiasmó con la cerveza negra.
—Sabe como si hubiese sido destilada de setas —dijo—. ¿Te gustan las setas?
—Me apasionan.
—Entonces, tú abandonarás el rabinato, yo dejaré la revista, nos haremos granjeros y cultivaremos miles y miles de setas en deliciosas y humeantes capas de estiércol.
Él no dijo nada, y ella sonrió.
—¡Pobre Michael! Ni siquiera puedes bromear acerca de la posibilidad de dejar el rabinato, ¿verdad?
—Así es —respondió él.
—Me alegro. Así es como debe ser. Algún día, cuando yo sea vieja y tú te hayas convertido en un gran dirigente espiritual de tu pueblo, recordaré cómo te ayudé a pasar tus vacaciones cuando los dos éramos jóvenes.
Él contempló sus labios acercarse al borde del vaso y beber la oscura cerveza.
—Serás una vieja dama encantadora —dijo.
El miércoles, comieron temprano y visitaron el Museo de Arte Moderno, mirando, charlando y caminando hasta que se cansaron. Michael le compró un pequeño grabado con marco para ayudar a las cortinas a combatir la monotonía de la habitación, y tres botellas pintadas en tonos naranja, azulados y pardos por un artista desconocido para ellos. Luego fueron a su apartamento, donde colgaron el grabado de la pared. A Leslie le dolían los pies. Echó agua caliente en la bañera, mientras se quitaba los zapatos y las medias en la otra habitación. Luego, se subió la falda por encima de las rodillas, se metió en la bañera y se sentó en el borde de la misma. Agitaba los dedos de los pies en el agua con tal satisfacción retratada en el rostro, que Michael se quitó los zapatos y los calcetines, se remangó las perneras de los pantalones y se sentó a su lado, mientras Leslie reía con tantas ganas que tuvo que agarrarse al borde da la bañera para no caerse. Empezaron a hacerse señas bajo el agua con los dedos de los pies. Michael adelantó su pie izquierdo para tocar el derecho de ella, quien levantó a su vez el pie derecho hasta mitad de camino; y ambos pies juguetearon primero como niños y luego como amantes. Michael la besó con fuerza. Su pernera derecha se desenrolló, y la parte inferior de la misma quedó bajo el agua. Ella se rio todavía más cuando él salió de la bañera para secarse los pies. Cuando Leslie salió también, tomaron café en la mesa, mientras Michael sentía en el tobillo la humedad del pantalón.
—Si no fueras rabino —dijo Leslie con lentitud—, ya hace tiempo que me habrías pretendido en serio, ¿verdad?
—Soy rabino.
—Desde luego. Pero me gustaría saberlo. ¿Lo habrías hecho?
¿A pesar de la diferencia de religión, si nos hubiésemos conocido antes de ordenarte?
—Sí —respondió Michael.
—Lo sabía.
—¿Dejaremos de vernos? —preguntó él con aire entristecido—. Lo he pasado maravillosamente contigo.
—Claro que no —respondió Leslie—. Ha sido magnífico. Es inútil negar la presencia de una atracción física. Pero, si bien esta… reacción química es de carácter recíproco…, bueno, ¿sientes lo mismo hacia mí?
—Sí.
—Bueno, aunque esto dice mucho en favor de nuestros gustos sobre los sexos contrarios, no significa que tenga que haber una relación física, ni nada parecido. No hay razón por la que no podamos elevarnos por encima del nivel puramente físico y continuar una amistad que estoy empezando a valorar muchísimo.
—Yo siento exactamente lo mismo —dijo él con ansiedad.
Ambos dejaron sobre la mesa las tazas de café y se estrecharon las manos.
Después de eso, hablaron durante largo rato sobre las más variadas cosas. La pernera del pantalón se le había ya secado, y ella se inclinó hacia delante para escucharle, con los brazos extendidos sobre la mesa.
Mientras hablaba, Michael le pasaba suavemente la yema del dedo por el antebrazo, en el que crecían unos cortos pelillos que de tan dorados resultaban casi transparentes, rebasaba la delgada y huesuda muñeca, seguía el perfil de cada uno de los nudillos y pasaba a la fina y cálida superficie interna de su brazo, mientras ella enrojecía de placer, le hablaba y le escuchaba, riéndose a menudo por las cosas que él decía.
El jueves, la llevó a la fiesta de Maury Silverstein. Había dejado el coche en un garaje de Manhattan para una revisión general, y fue a recogerlo antes de ir a buscarla. Como todavía era temprano, condujo primero en dirección a la parte alta de la ciudad, hacia las Morningside Heights, pero al llegar al lugar en que estaba situada la sinagoga Shaéaré Shamáyim aparcó el coche, le indicó la shul a Leslie y le contó todo lo referente a Max.
—Parece maravilloso —dijo ella. Luego, guardó silencio—. Le tienes un poco de miedo, ¿lo sabías? —preguntó por fin.
—No. Estás equivocada —respondió él con cierta turbación.
—¿Le has visto en los diez últimos días?
—No.
—Es por mi causa, ¿verdad? Porque sabes que desaprobaría que salieses conmigo.
—¿Desaprobarlo? Le daría un ataque de apoplejía. Pero él vive en su mundo, y yo en el mío.
Volvió a poner el coche en marcha.
El apartamento de Maury era pequeño. Cuando llegaron, había ya en él muchas personas. Se abrieron paso a través de una muchedumbre de bebedores y gentes con un vaso en la mano en busca del anfitrión. Michael no conocía a nadie, salvo a un hombrecillo moreno que era un famoso cómico de la televisión. Rodeado de un grupo de personas, estaba contando chistes a la misma velocidad con que trataban de confundirle con extraños temas.
—¡Vaya, si está aquí! —bramó Maury, agitando la mano. Michael y Leslie se abrieron paso hasta el lugar donde él se encontraba de pie con otro hombre—. Hola, bala perdida —añadió, agarrando el brazo de Michael con la mano libre, ya que en la otra sostenía un vaso.
Maury, más corpulento que Michael, tenía unas pequeñas bolsas bajo los ojos, pero su estómago era liso y firme. Michael se lo imaginaba yéndose al gimnasio todas las tardes al salir de su trabajo; o, tal vez, tenía uno de los armarios de su apartamento lleno de mazas indias y un juego de pesas, como las que Abe Kind había utilizado durante tantos años.
Michael presentó a Leslie, y Maury presentó a su jefe, Benson Wood, un hombre sonriente, de cara ancha y con las gafas de montura de hueso más grandes que Michael había visto jamás. Wood ignoró a Michael y sonrió con aire ebrio a Leslie, cuya mano retuvo largo rato en la suya al estrechársela.
—Así que amiga de M. S. —le dijo, pronunciando cada sílaba con esmerada claridad.
—Hay alguien a quien tienes que conocer, uno de mis talentos —dijo Maury, cogiendo del brazo a Michael y llevándole hacia el grupo formado en torno al hombrecillo—. Aquí está, George —dijo al actor—. El tipo del que te hablé el otro día. El rabino.
El cómico cerró los ojos.
—Rabino. Rabino. ¿Sabe el del rabino y el sacerdote…?
—Sí —repuso Michael.
—¿… que eran amigos, y el sacerdote le dice al rabino: «Oye, deberías probar el jamón, es delicioso», y el rabino le dice al sacerdote: «Oye, deberías probar a las chicas; son mejores que el jamón»?
—Sí —repitió Michael, mientras los demás se echaban a reír.
—¿Sí? —El hombre cerró los ojos y se tocó la frente con los dedos—. Sí. Sí… ¿Sabe el de aquel tipo que llevó a una lánguida dama del sur a un cine de coches y le solicitó sus favores, y para cuando ella logró pronunciar «sí» había terminado la película y tenían que sacar el coche?
—No —respondió.
El hombre cerró los ojos.
—No. No, —meditó.
Michael volvió al lado de Leslie, que estaba mirando ferozmente a Wood.
—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Michael.
—Vamos a tomar una copa primero.
Se alejaron, dejando plantado a Wood.
Las botellas estaban sobre una mesa adosada a la pared. Se encontraban allí dos muchachas, y Michael esperó pacientemente mientras se preparaban sus bebidas. Eran altas, una pelirroja y la otra rubia, de figura excepcional y rostros perfectos, aunque excesivamente maquillados. Modelos o actrices de televisión, pensó.
—Se convirtió en un hombre diferente cuando se le estranguló la hernia —decía una de ellas.
—Me lo imagino —contestó la pelirroja—. Yo no podía aguantar tomarle al dictado cuando llamaba a la oficina, y la bruja me mandaba a mí. No sé cómo lo has aguantado tú todos estos meses. Entre su carácter y su aliento, casi me muero.
Detrás de ellos, una mujer lanzó un chillido. Al volverse, vieron a Wood, que estaba vomitando, mientras la gente se apretujaba en la abarrotada habitación para hacerle hueco, derramando bebidas al huir. Maury se presentó en el acto.
—No te apures, B. W. —dijo.
Le sostuvo, sujetándole la frente, mientras Wood vomitaba. Maury parecía acostumbrado a hacer aquello, pensó Michael. La muchacha que había gritado se estaba sosteniendo el vestido separado del pecho, al tiempo que emitía breves sonidos de repugnancia e indignación.
Michael cogió a Leslie de la mano y la llevó hacia la salida.
Poco después, de nuevo en el apartamento de ella, tomaron una copa.
—¡Uf! —exclamó Leslie, moviendo la cabeza.
—Fue terrible. ¡Pobre Maury Silverstein!
—Ese chabacano patán… Y aquel horrible hombrecillo de los chistes. Apagaré mi aparato de televisión la próxima vez que salga él.
—Te olvidas del protagonista.
—No. Ese cerdo asqueroso de nombre cambiado…
Michael se había llevado la copa a los labios, pero no bebió.
Volvió a dejarla sobre la mesa.
—¿Nombre cambiado? ¿Wood? —Michael se la quedó mirando—. ¿Quieres decir que crees que su nombre fue en otro tiempo algo parecido a Rivkind?
Leslie no respondió.
Michael se levantó y cogió el abrigo.
—Era un goy, cariño. Un sucio, puerco y lascivo goy. Un borracho cristiano que se revolcaba en sus propios vómitos. Uno de los tuyos.
Leslie permaneció sentada con expresión atónita cuando Michael se marchó dando un portazo.
El sábado por la noche Michael se quedó en casa jugando a las cartas con su padre. Abe era buen jugador. Sabía en todo momento cuántas picas habían salido y si estaban todavía en el mazo el dos y el diez de diamantes.
Cuando resultaba derrotado, era uno de esos oponentes que golpean las cartas sobre la mesa con un sentimiento de frustración, pero cuando jugaba contra su hijo raras veces se veía obligado a perder su compostura.
—Tengo cartas y picas. Cuenta los puntos —dijo, dando una chupada a su cigarro.
Sonó el teléfono.
—Lo único que tengo son dos ases —dijo Michael—. Tú sacas nueve puntos más.
—Michael —llamó su madre—. Es la Western Union.
Se dirigió apresuradamente al teléfono. Sus padres se quedaron en la cocina y aguardaron mientras él hablaba.
—¿Diga?
—¿Rabbi Kind? Hay un telegrama para usted. Dice así: «Estoy avergonzada. Gracias por todo. Si puedes, perdóname». Firmado, Leslie. ¿Quiere que se lo repita?
—No, gracias, lo he entendido —respondió, y colgó.
Sus padres le siguieron a la mesa.
—¿No? —dijo su padre.
—No era nada importante.
—¿Y es tan poco importante que hace falta un telegrama?
—Uno de mis discípulos de Arkansas va a ser Bar misvá. Su familia está un poco nerviosa. Me recordaban sólo algunos detalles.
—¿No pueden dejarte en paz ni siquiera cuando estás de vacaciones? —Su padre tomó asiento a la mesa y barajó las cartas—. Me parece que no es éste tu juego. ¿Qué tal si tomamos una ginebra?
Sus padres se acostaron a las once. Michael fue a su habitación y trató de leer, primero la Biblia, luego a Mickey Spillane y, finalmente, su viejo libro de Aristóteles. Pero no logró el grado de concentración necesario, y se dio cuenta de que la encuadernación del libro de Aristóteles estaba agrietada y rota. Se puso el abrigo y salió del apartamento. Una vez fuera, abrió la portezuela del coche, subió y lo puso en marcha, tomando la dirección del puente de Queensboro en vez del túnel, porque quería ver las luces del East River. Maniobró entre el tráfico que abarrotaba Manhattan; luego, como un buen presagio, vio un espacio libre para aparcar directamente enfrente de la casa de apartamentos.
Se detuvo unos momentos, vacilante, en el oscuro pasillo.
Después, llamó a la puerta y oyó el rumor de las pisadas de Leslie.
—¿Quién es?
—Michael.
—Oh, Dios. No puedo recibirte.
—¿Por qué no? —exclamó él con irritación.
—Estoy horrible.
Él se echó a reír.
—Déjame entrar.
Se descorrió el cerrojo. Cuando entró, vio que Leslie estaba vestida con un pijama color verde pálido y una bata de franela tan vieja que tenía deshilachados los bordes de las mangas. Iba descalza y tenía el rostro libre de maquillaje. Su ojos estaban ligeramente enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Michael la rodeó con sus brazos, y ella apoyó la cabeza contra él.
—¿Llorabas por mi causa? —preguntó Michael.
—En realidad, no. Me duele el estómago.
—¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que llame a un médico?
—No. Me sucede siempre que hay luna nueva.
Sus palabras sonaban ahogadas sobre el hombro de Michael.
—¡Oh!
—Dame tu abrigo —dijo Leslie, pero al cogerlo puso un gesto de dolor y empezó a llorar con tal intensidad que él se asustó.
Leslie se tendió en el sofá y volvió la cara hacia la pared.
—Ve —dijo—. Por favor.
Michael recogió el abrigo, lo echó sobre el respaldo de una silla y, luego, se la quedó mirando. Ella había encogido las rodillas y estaba balanceándose de un lado a otro con insistente ritmo, como si tratara de adormecer su dolor acunándolo.
—¿No puedes tomar algo? —preguntó él—. ¿Aspirina acaso?
—Codeína.
El frasco estaba en el botiquín. Michael le hizo tragar una de las tabletas con un poco de agua; luego, se sentó a los pies del sofá. Al poco tiempo, la codeína hizo su efecto y Leslie dejó de balancearse. Michael le tocó el pie con su mano; estaba frío.
—Deberías llevar zapatillas —dijo, cogiéndole un pie entre sus manos y restregándoselo.
—¡Qué agradable! —dijo ella—. Tienes las manos calientes. Es mejor que una bolsa de agua caliente.
Michael continuó frotándole los pies.
—Ponme la mano en el estómago —dijo Leslie.
Michael deslizó la mano bajo su bata.
—Es agradable —dijo ella con tono soñoliento.
A través de la tela del pijama percibía la suavidad de su piel Con la yema del dedo medio se dio cuenta de que la hendidura de su ombligo era sorprendentemente ancha y profunda. Ella movió la cabeza.
—Cosquillas.
—Lo siento. Tu ombligo es como una copa redonda en la que no hace falta escanciar ningún vino.
Ella sonrió.
—No quiero ser tu amiga —murmuró.
—Lo sé.
Permaneció mirándola hasta mucho después de que se hubiera dormido. Finalmente, retiró la mano de su estómago, cogió la manta que había en el armario y se la echó encima, envolviéndole bien los pies. Luego, regresó a Queens y preparó la maleta.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, dijo a sus padres que un asunto imprevisto surgido en su congregación le obligaba a interrumpir sus vacaciones. Abe soltó un juramento y le ofreció dinero. Dorothy se deshizo en lamentaciones y, mientras se secaba los ojos con el delantal, le preparó una caja de zapatos llena de emparedados de pollo y un termo de té.
Enfiló el coche en dirección sudoeste y condujo a marcha regular. Cuando sintió hambre comió los emparedados.
No hizo ninguna parada hasta después de las cuatro de la tarde, en que llamó a Leslie desde la cabina telefónica de un restaurante de carretera.
—¿Dónde estás? —preguntó ella cuando se extinguió el tintineo de la última moneda.
—En Virginia. Creo que en Staunton.
—¿Estás huyendo?
—Necesito tiempo para pensar.
—¿En qué hay que pensar?
—Te quiero —dijo él bruscamente—. Pero me gusta lo que soy. No sé si puedo prescindir de ello. Es demasiado precioso para mí.
—Yo también te quiero —dijo Leslie.
Permanecieron silenciosos unos momentos.
—¿Michael?
—Estoy aquí —respondió con voz suave.
—¿Casarte conmigo implicaría necesariamente que tendrías que prescindir de ello?
—Creo que sí. Sí.
—No hagas nada todavía, Michael. Espera.
Él volvió a quedar silencioso.
—¿No quieres casarte conmigo? —dijo por fin.
—Sí. Y sólo Dios sabe cuánto lo deseo. Pero tengo ciertas ideas y quiero desarrollarlas. No me hagas ninguna pregunta ni te precipites en nada. Espera, simplemente. Escríbeme todos los días, y yo lo haré también. ¿De acuerdo?
—Te quiero —dijo él—. Te llamaré el martes. A las siete.
—Te quiero.
El lunes por la mañana, Leslie recortó los periódicos de Boston y Filadelfia. Luego, se dirigió a la habitación de la revista y retiró seis gruesos sobres de papel de Manila rotulados con la palabra «Judaísmo». Durante el almuerzo, leyó los recortes contenidos en los sobres y, aquella noche, al irse a casa, se llevó un fajo de recortes seleccionados que había sujetado con una banda elástica y guardado en su bolso. El martes por la mañana, recortó los periódicos de Chicago y, luego, preguntó a Phil Brennan, su jefe, si podía disponer de un par de horas para ocuparse de un asunto personal. Al recibir una respuesta afirmativa, se puso el abrigo y el sombrero y bajó en el ascensor. En Times Square, aguardó bajo la cartelera que despedía auténticos anillos de humo, estudiando los rostros de los transeúntes y tratando de adivinar quiénes eran y quiénes no. Cuando llegó el autobús de Broadway, se dirigió en él hacia la parte alta de la ciudad, hasta llegar al bloque de edificios en que estaba situada la extraña iglesia judía; no, la sinagoga.