21

Como las montañas de Arkansas no podían ser visitadas desde Massachusetts durante los fines de semana, y Hartford estaba sólo a dos horas de distancia de la Universidad de Wellesley, Deborah Marcus había ido a Connecticut con Leslie Rawlins media docena de veces durante los tres años que duraba su amistad. En una fiesta de Año Nuevo, durante el último curso de su carrera, mientras besaba al hombre que amaba y, simultáneamente en otro plano de conciencia, mientras pensaba en si les gustaría a sus padres Deborah había concebido la idea de que Leslie podía acompañarla a Mineral Springs durante sus vacaciones de primavera con el fin de tener su apoyo moral mientras contaba a sus padres lo de Mort.

Cinco semanas después, un sábado por la noche que no había salido, mientras se secaba con la toalla sus largos y cobrizos cabellos en la ducha del desierto dormitorio, Leslie observó que alguien había vuelto a atascar el retrete haciendo que desbordara. Esta circunstancia, aunque nada infrecuente, la enfureció lo bastante como para considerar sumamente atractiva cualquier variación en la rutina diaria. Así, a la mañana siguiente, mientras intercambiaban con aire soñoliento las páginas del Boston Sunday Herald, dijo a su compañera de habitación, tendida en la cama de al lado, que iría con ella a los Ozarks.

—¡Oh, Leslie!

Deborah se estiró, bostezó y, luego, sonrió radiantemente. Era una muchacha alta y delgada, de cabeza ligeramente grande, de cabellos castaños y facciones que parecían feas hasta que sonreía.

—¿Tendremos Pascua judía? —preguntó Leslie.

—Con todos los detalles. Este año, mi madre recibirá incluso a un rabino. Cuando terminen las vacaciones, estarás convertida en una auténtica judía.

«¡Oh!», pensó Leslie.

—Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos —dijo, cogiendo la sección humorística del periódico.

Mineral Springs resultó ser simplemente lo que su nombre indicaba: tres manantiales que brotaban de la tierra en lo alto de una colina, sobre la que Nathan Marcus, padre de Deborah, había construido una casa de baños contigua a su pequeña posada. Una limitada pero regular clientela, compuesta en su mayoría de señoras judías artríticas procedentes de las ciudades populosas del Medio Oeste, acudía todos los años a la posada para tomar las aguas, que olían a huevos podridos y a azufre y sabían sólo un poco mejor de lo que olían. Pero Nathan, un hombrecillo canoso y bonachón, aseguraba a las gentes de ciudad que las aguas contenían azufre, cal, hierro y otras cosas que lo curaban todo, desde la ciática hasta los males de amor, y las señoras estaban siempre seguras de que sus dolores habían disminuido después de una inmersión de diez minutos. Una cosa que olía tan mal, solía decirles jocosamente, no podía por menos de ser buena.

—Está subiendo la temperatura de los manantiales —dijo Nathan al joven rabino, mientras se hallaban sentados sobre el césped en sillas forradas de lana, con Deborah y Sarah, esposa de Nathan. Leslie, vestida con una blusa y unos ajustados pantalones, estaba echada a sus pies sobre una manta, contemplando los prados y los bosques que se extendían bajo ellos.

—¿Cuánto tiempo lleva subiendo la temperatura? —preguntó el rabino.

Se parecía un poco a Henry Fonda, decidió Leslie, pero no era tan ancho de hombros, y un poco más delgado. Necesitaba imprescindiblemente un corte de pelo. El día anterior, al verle por primera vez saliendo de aquella sucia furgoneta, con botas altas y arrugadas ropas que parecían no haber sido lavadas jamás, había pensado que era algún habitante de las montañas, un campesino o un trampero. Pero ahora llevaba un traje deportivo y parecía más aceptable e igual de interesante. El único reparo era que tenía el pelo demasiado largo.

—Ha estado subiendo desde hace seis años, alrededor de medio grado cada año. Llega ya a los setenta grados.

—¿Qué es lo que calienta el agua? —preguntó ella perezosamente, levantando la mirada.

Podría ser italiano. O español, pensó, o incluso irlandés.

—Hay varias teorías. Tal vez el agua encuentra bajo tierra roca fundida o gases calientes. O quizá se produce allá abajo alguna reacción química que calienta el agua. O radiactividad.

—Sería estupendo que el agua se volviera caliente de verdad —dijo esperanzadamente Sarah Marcus.

—¿Por qué? —preguntó Leslie.

—Nos haría ricos como reyes. No hay nada parecido desde aquí hasta Hot Springs. Y estos terrenos son propiedad del Gobierno. Con agua mineral caliente en nuestras tierras, esto se convertiría en un balneario de categoría. La verdad es que hay que calentar el agua antes de que esas malditas mujeres se metan en ella. No sé por qué. Hace más de doscientos años, los indios utilizaban estos manantiales para curar todas sus enfermedades. Eran de la tribu Quapaw. Según tengo oído, solían acampar aquí un par de semanas todos los veranos.

—¿Qué fue de ellos por fin? —preguntó su hija con aire inocente.

—Murieron casi todos —repuso, mirándola con el ceño fruncido—. Tengo que ir a tomar la temperatura —concluyó y, levantándose, se alejó.

Sarah se agitaba a impulsos de la risa.

—Oh, no debes burlarte de tu padre —dijo a Deborah. Se levantó de la silla—. No han traído suficiente harina de Masot. Si tengo que preparar mañana fritos de Masot, será mejor que la haga yo misma.

—Te ayudaré —dijo Deborah.

—No, quédate aquí con los jóvenes. No necesito ayuda.

—Quiero hablar contigo. —Se levantó—. Os veré luego —dijo, y le guiñó un ojo a Leslie.

Cuando se hubieron marchado, Leslie rio entre dientes.

—Su madre quería que se quedara contigo. La señora Marcus es toda una casamentera, ¿verdad? Pero su hija está ya comprometida. Imagino que eso es lo que Deb va a decirle ahora, mientras desmigajan Masots.

—¡Vaya! —dijo él. Sacó un cigarrillo y se lo ofreció; luego cogió otro para sí y encendió el mechero—. ¿Quién es el afortunado?

—Se llama Mort Beerman. Es estudiante de arquitectura. Va a venir aquí dentro de un par de días. Seguro que les gusta.

—¿Cómo lo sabes?

—Es muy atractivo. Y es judío. Deb me ha dicho varias veces que se sienten culpables y temerosos por haberla educado lejos de jóvenes judíos.

Se levantó de la manta, frotándose los brazos, que se le habían puesto de carne de gallina. Cuando él se quitó la chaqueta, ella le permitió que se la pusiera sobre los hombros, sin darle las gracias. Luego se sentó en la silla contigua a la de él, la misma en la que había estado sentada Deborah con las piernas recogidas.

—Deben de resultarte difíciles las cosas aquí —dijo ella—. No puede haber muchas chicas judías por estos alrededores.

Procedente de la cocina de la posada, se oyó un breve grito, seguido de una alegre conversación.

Mazal tob —dijo Michael, y la muchacha se rio—. No —prosiguió—. No hay muchas chicas judías aquí. No hay ninguna con la edad adecuada para salir con ella.

Leslie le miró burlonamente.

—¿Cuál es la palabra que usáis para denominar a una mujer gentil?

—¿Nosotros? ¿Te refieres a shickseh?

—Sí. —Hizo una pausa—. ¿Soy yo una shickseh? ¿Es esa la palabra en que tú piensas al mirarme?

Sus ojos se encontraron. Se miraron fijamente uno a otro largo rato. El rostro de ella destacaba pálido en la creciente oscuridad. Él se fijó en las suaves y carnosas mejillas de Leslie, los salientes pómulos, y en su boca de gruesos labios, de trazo firme y quizás un poco demasiado grande.

—Sí, supongo que sí —dijo Michael.

Se marchó al día siguiente después del Séder, con intención de no volver a la posada de Marcus hasta pasadas cuatro o cinco semanas. Pero tres días después se encontró enfilando el coche en dirección a Mineral Springs. Luego, se encolerizó y pensó que al diablo con las excusas, que no había tenido un solo día de verdadera vacación desde que comenzara aquella extravagante existencia en las montañas, ni había hablado a una mujer como ser humano en vez de hacerlo como rabino. De todas formas, quizá tuviese ella un amigo que acompañaría a Beerman o tal vez hubiera dado ya por terminada su visita.

Pero cuando llegó a la posada, Leslie estaba todavía allí, y no se veía ningún amigo más que Beerman. Éste tenía cabellos ralos, gran sentido del humor y un Buick de segunda mano, y los Marcus le habían aceptado orgullosos como hijo una vez les fue presentado. Aquella noche, Leslie y Michael jugaron al bridge contra la pareja de novios, y Michael jugó muy mal, confundiendo incluso la cuenta de sus tantos, pero a nadie le importó, porque estaban bebiendo el excelente coñac que Nathan Marcus les había subido de su bodega, y riéndose a carcajadas por cosas que no podían recordar una hora después.

A la mañana siguiente, cuando fue a desayunar, la muchacha estaba comiendo sola. Llevaba una falda de algodón y una blusa aldeana sin mangas que le hizo apartar la vista automáticamente.

—Buenos días. ¿Dónde está todo el mundo?

—Hola, la señora Marcus está adiestrando a una nueva asistenta. El señor Marcus ha salido a comprar verduras.

—¿Y tu amiga y su novio?

—Quieren estar solitos —le dijo en voz baja.

Él sonrió.

—No puedo decir que se lo censure.

—Claro.

Leslie dedicó toda su atención al racimo de uva que estaba comiendo.

—Oye, ¿te gustaría ir a pescar?

—¿Lo dices en serio?

—Claro. Le he estado dando lecciones de hebreo a un chiquillo, y él me ha estado dando a mí lecciones de pesca. Me ha abierto todo un nuevo mundo.

—Me encantaría.

—Excelente. —Michael volvió a mirarle la blusa—. Será mejor ponerse ropa vieja. En algunos sitios, esta región es muy desapacible.

Michael condujo lentamente el coche en dirección a Big Cedar Hill, deteniéndose en un embarcadero del río para comprar un pozal de plateados pececillos. Había bajado todas las ventanillas del coche, y el cálido aire primaveral, impregnado de un excitante olor a hielo fundido, les daba con fuerza en el rostro. La muchacha se había puesto zapatos de lona, pantalones y un viejo jersey gris. Sentada a su lado, se desperezó y bostezó, gruñendo de satisfacción.

Cruzaron el puente colgante. Luego, Michael detuvo el coche. Leslie llevaba una manta; él sacó la caña y el cebo, y caminaron por la estrecha senda que seguía el curso del río. El camino estaba flanqueado de floridos arbustos, cargados de pequeños capullos rojos y de otros blancos, mayores. Los pantalones que llevaba Leslie se hallaban descoloridos por efecto de los muchos lavados, hasta el punto de que algunas de las hebras aparecían casi blancas; además, le estaban muy ajustados. Michael se la imaginaba con ellos, inclinada sobre el manillar de una bicicleta, transitando por los terrenos de la universidad. Los rayos de sol que se filtraban por entre el follaje encendían pequeñas lucecitas en sus cabellos.

Siguieron la senda hasta llegar a un punto en que quedaba al mismo nivel que el río, el cual, dejando de fluir encajonado, se ensanchaba, moviéndose sus aguas más lentamente. Por fin, encontraron un lugar apropiado, y extendieron la manta sobre la hierba de un cantil que daba sobre un claro y profundo remanso. Leslie le contempló en silencio mientras él sacaba un pececillo del pozal y le hundía el anzuelo en un costado, cuidando de hacerlo por encima de la columna vertebral para que el cebo continuara vivo.

—¿Le hace daño eso al bicho?

—No lo sé.

Lo lanzó al centro del remanso, y se lo quedaron mirando mientras se iba hundiendo hasta que, a los pocos momentos, llegó a una profundidad en que las aguas eran ligeramente verdosas y dejaron de verlo.

Leslie se inclinó para recoger una flor que flotaba en la orilla del agua. Al hacerlo, se levantó el jersey, dejando al descubierto unos centímetros de carne en la cintura y el comienzo de sus redondeadas caderas, que asomaban sobre los pantalones. Luego, se le volvió a bajar al incorporarse ella, sosteniendo en la mano la goteante flor, grande y blanca, pero con un pétalo roto.

—¿Qué es? —preguntó ella.

Y le miró con admiración cuando él le dijo que era un cornejo.

—Mi padre solía contarme cosas del cornejo —dijo.

—¿Qué clase de cosas?

—Religiosas. Decía que la Cruz estaba hecha de cornejo. Mi padre es clérigo. Congregacional.

—Eso está bien —dijo Michael, dando un tirón a la caña.

—Eso es lo que tú crees —objetó ella—. Era mi padre espiritual, como lo era para todo el mundo, pero estaba tan ocupado sirviendo a Dios y a la gente que nunca tuvo tiempo para ser un padre de verdad para mí. Si alguna vez tienes una hija, rabbi, ten cuidado con eso.

Se disponía él a contestarle, pero levantó la mano y señaló al flotante hilo, que estaba empezando a desaparecer bajo la superficie, arrastrado por algo invisible. Se puso en pie, cobró hilo velozmente, y el pez emergió del agua, un magnífico pez verde dorado, de unos treinta centímetros de largo, de blanquecino vientre y ancha cola que agitó un par de veces antes de desprenderse del hilo y desaparecer de nuevo en el agua. Él enrolló el hilo apresuradamente.

—Lo he cogido demasiado pronto y olvidé afianzar el anzuelo.

Mi profesor se sentiría avergonzado.

Leslie le miró mientras ponía nuevo cebo y volvía a arrojar el anzuelo.

—Casi me alegro —dijo—. ¿Te reirás si te digo una cosa?

Michael denegó con la cabeza.

—Desde los catorce años hasta mi último curso en la escuela superior, he sido vegetariana. Simplemente, decidí que estaba mal comer cosas vivientes.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—No cambié, en realidad. Pero empecé a salir con chicos, y solíamos ir en grupo a cenar. Mientras los demás comían carne, yo me conformaba con ensaladas, pero el olor de la carne me volvía loca. Así que acabé comiendo carne yo también. Pero sigo detestando la idea de que los seres vivientes sufran.

—Claro —dijo Michael—. Lo comprendo. Pero harás bien en desear que ese ser viviente vuelva a picar, o alguno de sus primos. Porque ese pez es tu comida.

—¿No has traído otra cosa para comer? —preguntó Leslie.

Michael volvió a negar con la cabeza.

—¿Hay algún restaurante por aquí cerca?

—No.

—Dios mío —exclamó Leslie—. ¡Eres terrible! Me siento muerta de hambre.

—Toma, prueba tú —dijo él, dándole la caña.

Leslie se quedó mirando al agua.

—Kind es un nombre extraño para un rabino, ¿no? —dijo al cabo de un rato.

Michael se encogió de hombros.

—Quiero decir que no parece judío.

—Era Rivkind. Mi padre lo cambió cuando yo era pequeño.

—A mí me gustan los originales. Prefiero Rivkind.

—Yo también.

—¿Por qué no lo vuelves a cambiar?

—Me he acostumbrado ya. Sería tan tonto como el cambiarlo la primera vez. ¿No te parece?

Leslie sonrió.

—Comprendo lo que quieres decir.

De pronto el sedal desapareció, unos sesenta centímetros bajo el agua. Ella le agarró del brazo. Pero se trataba de una falsa alarma; no sucedió nada más.

—Debe de resultar incómodo ser judío, mucho peor que ser vegetariano —dijo Leslie—, con toda esa gente odiándote, y sabiendo lo de los campos de exterminio, los hornos crematorios y todo eso.

—Si estás en los hornos o en un campo de concentración, sí, debe de ser incómodo —respondió Michael—. En cualquier otro lugar puede ser maravilloso, o imagino que puede ser incómodo si lo permites, si dejas que la gente eche a perder un hermoso día, por ejemplo hablando cuando deberían centrar toda su atención en la tarea de llenar sus hermosos pero hambrientos y ruidosos vientres.

—Mi vientre no está haciendo ruido.

—Lo oigo claramente, un ruido de fiera.

—Me gustas —dijo Leslie.

—Tú también me gustas. Tengo tanta confianza en ti que voy a echar una cabezada.

Se tendió sobre la manta y cerró los ojos. Sorprendentemente, aunque no había tenido en absoluto intención de hacerlo, se quedó dormido. Cuando despertó, no tenía ni idea del tiempo transcurrido, pero la muchacha continuaba sentada en la misma postura, y habría pensado que no se había movido lo más mínimo si no fuera por el detalle de que ahora estaba descalza. Tenía pies bien conformados, pero había dos durezas amarillentas en el talón del pie derecho y un pequeño callo en la planta del mismo pie. Ella volvió la cabeza y le sorprendió mirándola. Le dirigió una sonrisa. En ese mismo instante picó el pez, y giró el carrete con un zumbido.

—Toma —dijo ella, dándole la caña, pero él la obligó a conservarla.

—Cuenta despacio hasta diez —susurró—. Luego, da un buen tirón de la caña para que prenda el anzuelo.

Ella contó en voz alta, temblándole la voz con nerviosa risa a partir del cuatro. Al llegar a diez, dio un fuerte tirón. Empezó a enrollar el carrete, pero el pez corría de un lado a otro del agua, sin salir a la superficie y debatiéndose furiosamente. En su excitación, Leslie soltó la caña y haló el sedal con las manos hasta hacer salir del agua al pez, una magnífica lubina, mejor que la primera, ancha y gruesa y de unos treinta y cinco centímetros de longitud. El pez saltó y se agitó sobre la manta, tratando de volver al agua. Michael y Leslie se esforzaron por sujetarlo hasta que quedó atrapado entre ellos. Michael rodeó con su brazos a Leslie, y ésta le acarició el pelo. Él sintió contra su pecho los senos de Leslie, separados y palpitantes, y el pez, más palpitante aún, entre los senos, mientras la besaba y fluía a su boca la burbujeante risa de sus carnosos labios.

Temía que Leslie se enfadara con él cuando viese la cabaña de Stan Goodstein en lo alto de la colina, pero ella empezó de nuevo a reírse cuando Michael le enseñó los estantes llenos de latas de conservas. Le dijo que calentara judías cocidas mientras él llevaba el pescado al pozo situado detrás de la casa. Ésta era la parte que no había tenido en cuenta al trazar sus planes para el día. Excepto una pequeña lubina que había pescado con Bobby Lilienthal dos semanas antes, los únicos peces que había cogido jamás eran lenguados, que él y su padre solían llevar triunfalmente a una pescadería del barrio para su conversión en alimento. Había visto a Phyllis Lilienthal preparar la pesca de su hijo para la cena y, ahora, armado con unas mohosas tijeras, unas tenacillas y un romo cuchillo de carnicero, trató de recordar punto por punto lo que ella había hecho.

Con el cuchillo, practicó dos profundas pero vacilantes incisiones a ambos lados de la aleta dorsal; luego, utilizó las tenacillas para arrancarla. Cuando Phyllis Lilienthal hizo eso, el pez aún estaba vivo y casi se le había escapado de las manos. Michael había golpeado contra una roca la cabeza del pez con fuerza suficiente como para decapitar a un hombre, pero el recuerdo de la dramática resurrección del otro pez le hizo estremecerse. Utilizó las tijeras para abrir el blanco vientre desde el orificio anal hasta la mandíbula. Luego, quitó la piel con las tenacillas y se quedó asombrado de la facilidad con que salían las vísceras, sin apenas desgarro. Le costó cortar la cabeza. Mientras forcejeaba y serraba con el cuchillo de un lado a otro, los rojos ojos parecían mirarle acusadoramente, pero luego cayó la cabeza, y pasó la hoja del cuchillo a lo largo de la espina dorsal y de las costillas. Aunque las rodajas resultantes eran un tanto desiguales e irregulares, no dejaban de parecer satisfactorias. Las lavó en el agua de la bomba y las llevó dentro.

—Estás un poco pálido —dijo Leslie.

La madre de Bobby había rebozado su pescado en huevos batidos y migajas de galletas y, luego, lo había frito con mantequilla. Él no tenía huevos ni mantequilla, pero encontró galletas y una botella de aceite de oliva. Abrigaba sus dudas en cuanto a la propiedad de la omisión y la sustitución, pero al terminar el pescado parecía un anuncio de «Cristo» en el Ladies and Home Journal. Ella se le quedó mirando, escuchando con atención mientras decía la brocha. Las judías estaban buenas, y el pescado, exquisito. Leslie había abierto por su cuenta otra lata y calentado su contenido, zucchini, que él detestaba de ordinario, pero que esta vez comió de buena gana. Para postre, abrieron una lata de melocotón Elberta, y se bebieron el jugo.

—¿Sabes qué me encantaría hacer?

—¿Qué?

—Cortarte el pelo.

—¿Qué más te gustaría hacer?

—No. De veras. Te hace mucha falta. Y, tal como lo tienes, alguien que no te conociese podría pensar que eras… ya sabes.

—No lo sé.

—Invertido.

—Tú apenas me conoces. ¿Cómo sabes que no lo soy?

—Lo sé —afirmó ella.

Continuó gastándole bromas. Al poco rato, él cedió y sacó al exterior una de las sillas de madera de arce de Stan Goodstein. Se quitó la camisa, y ella cogió las tijeras y empezó a manejarlas. Luego, él olisqueó un par de heces y se enfureció.

—Santo Dios, ¿es que no las has lavado? Apestan a pescado.

Se disponía ya a levantarse, cuando Leslie volvió a la bomba de agua, lavó las tijeras y se las secó sobre la tela de los pantalones. «Nunca me he divertido tanto en mi vida», pensó él.

Volvió a sentarse, cerró los ojos y saboreó el calor del sol, mientras las herrumbrosas tijeras le recorrían la cabeza, cris-cras, cris-cras.

—Te estoy muy agradecida —dijo Leslie.

—¿Por qué?

—Te he correspondido cuando me has besado. He correspondido con fuerza.

—¿Es tan raro eso?

—Lo es para mí desde una aventura que tuve el verano pasado.

—Oye. —Michael se inclinó hacia delante, de modo que ella tuvo que dejar de cortarle el pelo—. No tienes necesidad de hablarme de una cosa así.

Ella le agarró del pelo y le echó hacia atrás la cabeza.

—Sí, no comprendes. No he podido decírselo a nadie, pero esta vez no hay ningún riesgo. Tú eres un rabino, y yo soy una… una shickseh, y probablemente no volveremos a vernos. Es incluso mejor que si yo fuese una católica que se lo contara a un sacerdote oculto tras la rejilla de un confesionario, porque sé la clase de persona que eres.

Michael se encogió de hombros y permaneció inmóvil. Mientras, las tijeras se movían y el pelo le caía sobre la desnuda espalda.

—Fue con ese chico de Harvard, que ni siquiera me gustaba. Se llama Roger Phillipson. Su madre fue a la escuela con mi tía, y para complacerlas salimos juntos un par de veces, y así podíamos escribir a casa acerca de ello. Dejé que me hiciera el amor en su coche, sólo una vez, sólo para ver cómo era eso. Fue simplemente espantoso. Nada. Desde entonces, nunca he disfrutado besando a un chico y nunca he podido sentirme apasionada. Pero cuando tú, después de coger el pez, me has besado, me he sentido tan apasionada como la que más.

Él se sintió halagado y, a la vez, intensamente turbado.

—Me alegro —dijo.

Y los dos quedaron un momento silenciosos.

—No te gusto tanto como antes de contarte esto —dijo ella.

—No es eso. Es, simplemente, que me has hecho sentir como algo que define el color de tu papel tornasol.

—Perdóname —dijo Leslie—. He estado deseando hablar de eso a alguien desde que me sucedió. Me quedé muy disgustada conmigo misma y arrepentida de haberme dejado dominar por mi curiosidad.

—No deberías permitir que esa sola experiencia supusiera una gran diferencia en tu vida —dijo Michael con lentitud.

Le estaba empezando a doler la espalda, y varios mechones de pelo se le habían introducido dentro de los pantalones.

—No lo intento —dijo Leslie en voz baja.

—Ninguno de nosotros puede pasar por la vida totalmente indemne. Todos nos herimos, a nosotros mismos y a los demás.

Nos sentimos aburridos y ponemos una pequeña criatura en un anzuelo, sentimos hambre y comemos carne, sentimos deseo y hacemos el amor.

La muchacha se echó a llorar.

Michael se volvió a mirarla, conmovido y asombrado de que sus palabras produjeran tan intenso efecto, pero ella le estaba mirando a la cabeza mientras lloraba.

—Es la primera vez que le corto el pelo a alguien —dijo.

Marcharon con lentitud, por las carreteras de las montañas, hablando sosegadamente hasta que se hizo de noche. Una vez, Leslie se cubrió el rostro con las manos y se derrumbó en el asiento, pero en esta ocasión él sabía que se estaba riendo. Cuando llegaron a la posada, Michael la dio el beso de despedida en el coche.

—Ha sido un día estupendo —dijo Leslie.

Él se deslizó hasta su habitación sin ser visto. A la mañana siguiente, se levantó y salió muy temprano, después de haber dado instrucciones a Leslie para que le excusara. Para encontrar un barbero —uno al que había estado evitando desde hacía semanas porque era negligente y poco diestro en su oficio—, tenía que ir hasta cincuenta kilómetros más allá del próximo lugar en que tenía previsto detenerse.

El hombre no dejó de mover la cabeza mientras le cortaba el pelo.

—Hay que cortar mucho para igualarlo —dijo.

Cuando terminó, la yarmulka no bastaba para ocultar el hecho de que todo lo que quedaba era una especie de oscura pelusa. En una tienda contigua a la barbería, Michael se compró una gorra caqui de cazador, que llevó continuamente durante las cuatro semanas siguientes, incluso en los días en que el calor resultaba abrasador. Se consideró afortunado al no tener que descubrirse para rezar.