20

No había transcurrido un año desde su ida a Miami, cuando Michael fue a Nueva York para ayudar al rabino Joshua Greenberg, de la sinagoga Hijos de Jacob, en la ceremonia nupcial de Mimi Steinmetz y un contable público que acababa de convertirse en socio de la firma comercial de su padre. Cuando la ceremonia terminó y los novios se besaron, sintió una punzada de tristeza y de deseo, no de la muchacha, sino de una esposa, de alguien a quien amar. Bailó el kezatski con la novia y, luego, bebió demasiado champaña.

Uno de sus antiguos profesores del Instituto, el rabino David Sher formaba parte a la sazón de la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas. Dos días después de la boda, Michael fue a visitarle.

—¡Kind! —exclamó el rabino Sher, frotándose vigorosamente las palmas de las manos—. Precisamente el hombre que estaba buscando. Tengo un trabajo para usted.

—¿Un buen trabajo?

—Un trabajo piojoso. Miserable.

«¡Qué diablos! —pensó Michael—. Estoy terriblemente cansado de Miami».

—Lo aceptaré —dijo.

Él había imaginado que los ministros religiosos ambulantes eran una curiosidad propia del pasado protestante.

—¿Montañeros hebreos? —preguntó.

—Judíos en los Ozarks —dijo el rabino Sher—. Setenta y seis familias en las montañas de Missouri y Arkansas.

—Hay templos en Missouri y Arkansas.

—En las tierras bajas y en las grandes comunidades. Pero ninguno en la región a que me refiero. Las tierras salvajes, donde un judío solitario posee un almacén o dirige una pesquería.

—Pero usted dijo «piojoso». Parece maravilloso.

—Realizará usted un sinuoso circuito de ochocientos kilómetros a través de las montañas. No habrá hoteles donde los necesite. Tendrá que hacer la vida al aire libre. La mayor parte de los miembros de su congregación le recibirán con los brazos abiertos, pero algunos le echarán con cajas destempladas. Estará usted continuamente en la carretera.

—Un rabino nómada.

—Un vagabundo rabínico. —David Sher se acercó a un armario y sacó una hoja de papel—. Aquí tiene una lista de las cosas que necesita comprar; puede cargarlas en la cuenta de la Asociación. Le hará falta una furgoneta. Necesitará un saco de dormir y otros materiales de campamento. —Sonrió abiertamente—. Y, cuando le den el coche, procure que le pongan las ballestas más resistentes que tengan.

Cuatro semanas más tarde, se encontraba en las montañas, después de haber recorrido en dos días los dos mil quinientos kilómetros que había desde Miami. La furgoneta había sido comprada hacía un año, pero era una resistente Oldsmobile verde y había sido equipada con ballestas de gran resistencia que parecían lo suficientemente fuertes como para sostener un tanque. Las sombrías predicciones del rabino Sher no se habían materializado hasta el momento; las carreteras eran buenas y bastante fáciles de seguir sobre su mapa, y el clima era tan benigno que continuaba llevando las mismas ropas que en Florida, haciendo caso omiso de los montones de prendas de invierno apiladas en la trasera del vehículo. El primer nombre que figuraba en su lista era el de George Lilienthal, un maderero cuya dirección era Spring Hollow, Arkansas. Al adentrarse en las montañas e ir acentuándose el ángulo de elevación, se sintió más animado. Viajaba lentamente, disfrutando con la contemplación del paisaje: tierras de labor con cabañas de madera, casas de plateadas tablas, cercas, algún poblado minero o el edificio de una fábrica.

A las cuatro de la tarde, empezó a nevar ligeramente, y sintió frío. Se detuvo en un puesto de gasolina —un granero con dos surtidores— y se puso ropas de más abrigo. Mientras, un hombre de arrugado rostro le llenaba el depósito de gasolina. Las notas que Michael había tomado en la oficina de la Asociación indicaban que Spring Hollow se hallaba a veinticinco kilómetros por carretera más allá de Harrison.

Pero el hombre movió la cabeza cuando Michael trató de obtener confirmación a sus datos.

—No. Tiene que recorrer casi cien kilómetros hasta pasar Rogers y, luego, atravesar hacia el este unos cuantos kilómetros más allá del monte Ne. Carretera de guijarros. Si se pierde, pregunte a cualquiera.

Cuando, después de haber dejado atrás Rogers, se separó de la carretera principal, sólo podía suponer que la carretera estaba cubierta de guijarros, ya que su superficie se hallaba oculta por la nieve. El viento soplaba a ráfagas que sacudían la furgoneta y hacían penetrar gélidas bocanadas de aire por la parte superior de las ventanillas. Observó, con una sensación de agradecimiento, que las ropas que figuraban en la lista del rabino Sher eran adecuadas. Llevaba pesadas botas, pantalones de pana, camisa de lana, un jersey, chaqueta de gamuza, guantes y una gorra con orejeras.

La nevada se intensificó al caer la noche. A veces, en las curvas, veía la luz de los faros proyectarse largamente en el oscuro vacío. Se daba cuenta de que no sabía nada acerca de las montañas, ni de cómo conducir por ellas de noche. Al principio, se arrimó a un lado de la carretera y detuvo allí el coche, en espera de que pasase la tormenta. Pero empezó a hacer mucho frío, Puso en marcha el motor y conectó el sistema de calefacción, sólo para encontrarse preguntándose a sí mismo si habría suficiente ventilación, si no sería descubierto su cuerpo rígido a la mañana siguiente («con el motor todavía en marcha, ha declarado la policía»). Se le ocurrió que, en todo caso, el coche aparcado suponía un obstáculo para cualquier vehículo que se acercara a través de la nieve y la oscuridad. Por ello, reanudó la marcha, muy lentamente, hasta que remontó una loma y vio a lo lejos un cuadrado de luz amarilla que resultó ser la ventana de una casa. Detuvo el coche bajo un frondoso árbol y llamó con los nudillos a la puerta.

El hombre que le abrió no se parecía en nada a Liél Abner Llevaba pantalones ajustados y una camisa de trabajo de color os curo. Cuando Michael le expuso su situación, el hombre le invitó a entrar.

—¡Jane! —llamó, dirigiéndose al interior—. Aquí hay un hombre que necesita una cama para pasar la noche. ¿Podemos ayudarle?

La mujer entró lentamente en la habitación delantera de la cabaña. Detrás de ella, Michael vio brillar una luz amarillenta a través de las rendijas de una panzuda estufa que había en la cocina. La casa estaba muy fría. Había una linterna colgada de un clavo.

—¿Trae usted una baraja? —preguntó, ajustándose con las manos la chaqueta de lana sin botones que llevaba.

—No —respondió—. Lo siento, no tengo naipes.

El rictus de su boca era de severidad.

—Éste es un buen hogar cristiano. No permitimos naipes ni whisky.

—Sí, señora.

En la cocina, se sentó a una desvencijada mesa que parecía construida a mano. La mujer le calentó un plato de guisado. La carne tenía un sabor extraño y fuerte, pero no se sintió con valor para preguntar qué era. Cuando hubo comido, el hombre cogió la linterna y le condujo a un cuarto trasero sumido en la oscuridad.

—Eh, largo de ahí —gruñó el hombre. Un gran perro amarillo abandonó bostezando y de mala gana el estrecho catre—. A su disposición, señor —dijo.

Cuando el hombre se marchó, cerrando la puerta tras de sí y llevándose la linterna, Michael decidió no quitarse la ropa. Hacía mucho frío. Se descalzó y se metió en la cama, bajo unas raídas mantas que no daban suficiente calor. Despedían un intenso olor a perro.

El colchón era delgado y lleno de pliegues y abultamientos. Estuvo varias horas tendido en él, sin dormir. Sentía en el boca el grasiento gusto del guiso, estaba helado de frío y lleno de incredulidad respecto al lugar en que se encontraba. A medianoche, oyó que alguien arañaba en la puerta. El perro, pensó, pero se abrió impulsada por una mano humana, y vio, no sin alarma, que era el dueño de la casa.

—¡Chist! —dijo el hombre, llevándose un dedo a los labios.

En la otra mano llevaba una jarra. La dejó y desapareció sin pronunciar palabra.

Era la peor bebida que Michael había tomado jamás, pero fuerte como una explosión y muy reconfortante. Bastaron solamente cuatro tragos para hacerle dormir tan pesadamente como si estuviese muerto.

Cuando se despertó por la mañana, no se veía en la casa ni mujer, ni hombre, ni perro. Dejó tres dólares al pie de la cama. Le dolía la cabeza, y no quería beber más licor, pero temió que la mujer lo encontrase. Llevó la jarra a los bosques, al otro lado de la cabaña, y la dejó en la nieve, esperando que el hombre pasara por allí antes de que la descubriera su mujer.

El coche arrancó sin muchas dificultades. Antes de recorrer un kilómetro, se dio cuenta de lo sensatamente que había obrado al detenerse para pasar la noche. La carretera se estrechaba progresivamente. Ascendía. A la izquierda del coche se elevaba siempre la ladera de la montaña. A la derecha, se abría casi verticalmente un precipicio, al fondo del cual se extendía un nevado valle rodeado de afilados picos y cadenas montañosas. Las cerradas curvas estaban fangosas y cubiertas a trechos por hielo fundido. Él las tomaba con precaución, seguro de que a cada recodo la carretera terminaba en un precipicio por el que se despeñarían él y su coche.

Llegó a Spring Hollow después de mediodía. George Lilienthal estaba en los bosques con los trabajadores, pero su mujer, Phyllis, recibió a Michael como a un pariente al que no hubiese visto en mucho tiempo. Llevaban varios días esperando la llegada del rabino, le dijo.

Los Lilienthal vivían en una casa de tres habitaciones propiedad de la Ozarks Lumber Corporation. Tenía un buen sistema de agua caliente, frigorífico y congelador, y un aparato de alta fidelidad que afirmaban se estaba desgastando. Cuando George Lilienthal volvió a casa a la hora de la cena, el rabino se había pasado una hora en un baño de agua caliente, se había afeitado y cambiado de ropa. Con un vaso en la mano, estaba escuchando a Debussy. George, que tenía treinta y siete años, era un hombre corpulento y vivaz que había trabajado anteriormente en los servicios de repoblación forestal de Syracuse. Phyllis era una pulcra e inmaculada ama de casa que delataba en la suave redondez de sus caderas lo mucho que le gustaban las comidas que ella misma cocinaba. Durante la cena, Michael recitó las bendiciones.

Después, dirigió la oración, compartiendo un Siddur con Bobby, el hijo del matrimonio. El chico tenía ya once años; le faltaban solamente veinte meses para su Bar misvá; sin embargo, era incapaz de leer una sola palabra en hebreo. Al día siguiente, Michael pasó con él toda la tarde enseñándole el alfabeto hebreo. Le dejó un Alefbet y le señaló unas tareas que debía realizar antes de su siguiente visita.

A la mañana siguiente, George le llevó a una carretera que le conduciría hasta su próximo destino.

—No tendrá mal viaje —dijo ansiosamente el maderero mientras se estrechaban las manos—. Desde luego, tendrá que vadear dos o tres arroyos, y el agua está un poco alta en esta época del año…

En un lugar llamado Swift Bend, el almacén daba al río, cuyas frías aguas se movían rápidamente, moteadas de grises trozos de hielo. Un hombre barbudo, vestido con una cazadora marrón, estaba descargando fardos de la trasera de un cupé Ford modelo de 1937. Los fardos se componían de montones de pieles, atadas con cuerdas, de alguna especie de pequeño animal, o quizá de varias especies. Las pieles estaban rígidas por el frío, y el hombre iba disponiendo los fardos en montones en el porche del almacén.

—¿Es éste el almacén de Edward Gold? —preguntó Michael.

El hombre continuó trabajando.

—Sí.

Dentro, había una estufa y se notaba calor. Michael esperó, mientras la mujer que estaba al otro lado del mostrador metía tres libras de harina sin refinar en una bolsa de papel y se la daba a una muchacha. Cuando ella le miró, Michael se dio cuenta de que era una mujer sumamente corpulenta, o, más bien, una muchacha, flaca y llena de pecas, pero con piel áspera y labios resquebrajados.

—¿Está por aquí Edward Gold?

—¿Quién quiere saberlo?

—Soy el rabbi Michael Kind. El señor Gold recibió una carta diciéndole que yo vendría a visitarle.

Ella le miró con frialdad.

—Está usted hablando con su mujer. No queremos aquí ningún rabino.

—¿Está aquí su marido, señora Gold? ¿Podría hablar con él unos instantes?

—No necesitamos su religión —contestó ella, agresivamente—. ¿Es que no lo comprende?

Michael se llevó la mano a la gorra y salió.

Al subir a la furgoneta, el hombre que estaba amontonando pieles en el porche le llamó suavemente. Michael se sentó y dejó que el motor se calentara mientras se acercaba el hombre.

—¿Es usted el rabino?

—Sí.

—Yo soy Edward Gold.

El hombre se sacó el grueso guante de la mano derecha estirando de él con los dientes y rebuscó en el bolsillo del pantalón, debajo de la cazadora. Le puso algo a Michael en la mano.

—Es todo lo que puedo hacer —dijo, mientras volvía a ponerse el guante—. Será mejor que no vuelva más por aquí.

Echó a andar rápidamente hacia el Ford y se alejó en él.

Michael se quedó mirándole. En la palma de la mano tenía dos billetes de un dólar.

En el primer poblado al que llegó se los devolvió al hombre por correo.

Al completar su circuito, tenía diecinueve estudiantes de hebreo, cuya edad oscilaba entre los siete y los sesenta y tres años, este último un campero que no había sido Bar misvá de niño y que quería serlo antes de cumplir sesenta y cinco años. Dondequiera que Michael encontraba un judío con buena disposición, dirigía los servicios religiosos. Los miembros de su «congregación» se hallaban separados por grandes distancias. En una ocasión tuvo que recorrer ciento cuarenta difíciles kilómetros entre un hogar judío y otro. Aprendió a abandonar la carretera al primer indicio de nieve, y encontró cobijo en una gran variedad de albergues de montaña. Una noche en que habló de eso con Stan Goodstein, un molinero cuya casa era uno de sus habituales puntos de parada. Goodstein le dio una llave y varias direcciones.

—Cuando pase por Big Cedar Hill, quédese en mi cabaña de caza —dijo—. Está provista de latas de conserva en abundancia. Lo único que debe recordar es que si nieva tiene que marcharse al instante, o quedarse hasta que la nieve se funda. Hay que pasar por un puente colgante. Cuando éste se cubre de nieve, resulta imposible pasar en coche por él.

En su siguiente viaje, Michael se detuvo en la cabaña. El puente salvaba una sima abierta a lo largo de los años por un riachuelo de raudas y blanquecinas aguas. Al cruzarlo, se mantuvo rígido, apretando fuertemente el volante y esperando que Goodstein hubiera hecho revisar recientemente el puente. Éste superó la prueba sin manifestar señales de debilidad. La cabaña se alzaba en lo alto de una montaña. La cocina y el armario se hallaban bien provistos. Se preparó una comida adecuada, a la que puso fin con tres tazas de té fuerte y caliente que bebió delante del rugiente fuego encendido en la chimenea de piedra. Al caer el crepúsculo, se puso prendas de abrigo y echó a andar hacia el cercano bosque, preparándose para recitar la Shemá. Los corpulentos árboles que daban nombre al lugar respondían con murmullos y suspiros al empuje del viento contra sus ramas. Las frondas se alzaban y descendían, como si los árboles fuesen ancianos entregados a la plegaria. Caminando bajo ellos y rezando en voz alta, no se sentía en absoluto desplazado.

En la cabaña, encontró una docena de pipas sin usar, puestas en una taza, y un recipiente lleno de tabaco rancio. Se sentó delante del fuego, fumando y pensando. Afuera, el viento aumentó un poco de intensidad. Se sentía cómodo, abrigado, sereno. Cuando le empezó a entrar sueño, atizó el fuego y acercó la cama.

Poco después de las dos de la madrugada, algo le hizo despertarse. Al mirar por la ventana comprendió enseguida de qué se trataba. Comenzaban a caer ligeros copos de nieve. Se dio cuenta de que la nevada podía hacerse más intensa en cuestión de unos minutos. Se echó hacia atrás en la cama y gimió. Por un momento, sintió la tentación de cerrar los ojos y volver a dormirse. Si quedaba bloqueado por la nieve, podría descansar hasta que la nieve se fundiese dentro de tres o cuatro días. La perspectiva resultaba seductora; había provisiones de sobra en la cabaña, y estaba cansado.

Pero sabía que si quería alcanzar éxito en las montañas, tenía que convertirse en una figura familiar para las personas a las que visitaba. Hizo un esfuerzo, abandonó el caliente lecho y se vistió rápidamente.

Cuando llegó al puente, éste se hallaba ya cubierto por una delgada capa blanca. Conteniendo el aliento y rezando en silencio, condujo lentamente el coche sobre la sima. Las ruedas se mantenían firmes; al cabo de unos instantes, había cruzado.

Veinte minutos después, llegó hasta una cabaña cuyas ventanas estaban iluminadas. El hombre que le abrió la puerta era moreno, delgado y con escaso cabello. Escuchó imperturbable la explicación que le dio Michael acerca de cómo no quería conducir sobre la nieve y, luego, le invitó a entrar. Eran ya casi las tres de la madrugada, pero en la cabaña brillaban tres linternas, ardía el fuego de la chimenea y, a su alrededor, se hallaban sentados un hombre, una mujer y dos niños.

Michael había esperado encontrar una cama. Le ofrecieron una silla. El hombre que le había abierto la puerta se presentó a sí mismo como Tom Hendrickson. La mujer era su esposa. La niña, Ella, era su hija. El hermano de Tom, Clive, estaba sentado con su hijo Bruce.

—Éste es el señor Robby Kind —dijo Hendrickson a los otros.

—No, rabbi Kind —aclaró Michael—. Mi nombre es Michael.

Soy rabino.

Se le quedaron mirando.

—¿Qué es eso? —preguntó Bruce.

Michael dirigió una sonrisa a los adultos.

—Lo que hago para ganarme la vida —dijo al chico.

Volvieron a sentarse en sus sillas. De vez en cuando, Tom Hendrickson echaba un leño al fuego. Michael echó una ojeada a su reloj y se preguntó qué iría a pasar.

—Estamos levantados con nuestra madre —dijo Hendrickson.

Clive Hendrickson cogió del suelo, junto a su silla, un violín y su arco. Se echó hacia atrás, con los ojos cerrados, y empezó a tocar suavemente, llevando el compás con los pies. Bruce sacaba virutas con una navaja a un pedazo de blanca madera de pino, dejándolas caer en el fuego, junto al que se hallaba sentado. La mujer estaba enseñando a su hija a hacer una labor de punto. Se hallaban inclinadas sobre sus agujas, hablando en susurros. Tom Hendrickson contemplaba el fuego.

Sintiéndose más solo de lo que había estado nunca en los bosques, Michael sacó una pequeña Biblia del bolsillo de su chaqueta y empezó a leer.

—Señor…

Tom Hendrickson estaba mirando fijamente la Biblia.

—¿Es usted predicador?

En la estancia, cesó bruscamente todo movimiento. Cinco pares de ojos se clavaron en él.

Michael comprendió que no sabían qué era un rabino.

—Podríamos llamarlo así —dijo—. Una especie de predicador del Antiguo Testamento.

Tom Hendrickson cogió una de las linternas y le hizo una seña con la cabeza para que le acompañase. Desconcertado, Michael le siguió. Al entrar en una pequeña habitación situada en la parte posterior de la cabaña, quedó explicado el hecho de que en la casa no durmiera nadie. La anciana era alta y delgada, como sus hijos. Tenía el pelo blanco, cuidadosamente peinado y recogido en un moño. Sus ojos se hallaban cerrados. Sus inmóviles facciones mostraban un aire de serenidad.

—Lo siento —dijo Michael.

—Tuvo una vida buena —dijo Hendrickson con voz clara—. Fue una buena madre. Vivió setenta y ocho años. Es mucho tiempo. —Miró a Michael—. La cosa es que tenemos que enterrarla. Lleva muerta dos días. El predicador que frecuentaba estos parajes falleció hace un par de meses. Clive y yo estábamos pensando llevarla montaña abajo por la mañana.

—Ella quería ser enterrada aquí —prosiguió—. Le quedaría muy agradecido si usted tuviera la bondad de rezar las preces por…

Michael sintió ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Naturalmente, no hizo ninguna de las dos cosas. En su lugar, en tono indiferente, dijo:

—¿Se da cuenta de que soy un rabino? ¿Un rabino judío?

—El nombre no importa. ¿Es usted un predicador? ¿Un hombre de Dios?

—Sí.

—Entonces le agradeceríamos su ayuda, señor —dijo Hendrickson.

—Será un honor —dijo resignadamente Michael.

Regresaron a la habitación delantera.

—Clive, tú eres el mejor carpintero. En el cobertizo tienes todo lo necesario para hacer la caja. Yo bajaré a cavar la fosa. —Hendrickson se volvió a Michael—. ¿Necesitará algo especial?

—Sólo unos libros y varias cosas que tengo en el coche.

Hablaba con más confianza de la que sentía. Había ayudado en dos funerales; los dos, judíos. Aquél sería el primero en que actuase como clérigo oficiante.

Fue hacia la furgoneta y regresó con su cartera. Luego, se sentó de nuevo frente al fuego, esta vez solo. Bruce había salido con su padre para hacer el ataúd. Ella y su madre estaban en la cocina preparando una masa de pastel para el desayuno del funeral. Michael hojeó sus libros, buscando pasajes que resultaran apropiados.

Desde el exterior, llegaba el ahogado sonido de un instrumento que golpeaba la helada tierra.

Leyó largo rato la Biblia, sin decidirse. Luego, atraído por el ruido, cerró el libro y se puso la chaqueta, la gorra y las botas. Una vez fuera, echó a andar en dirección al lugar en que se oía el ruido, hasta que vio el resplandor de la linterna de Hendrickson.

El hombre dejó de cavar.

—¿Necesita algo?

—Vengo a ayudar. No soy carpintero, pero puedo cavar.

—No, señor. No es necesario.

Pero cuando Michael le cogió el pico de las manos, no opuso resistencia.

Había quitado ya la nieve y la helada capa de la superficie. Debajo, la tierra era blanda, pero estaba llena de piedras. Michael soltó un gruñido al levantar una de considerable tamaño.

—Suelo pedregoso —dijo en voz baja Hendrickson—. Muchas rocas. La única cosecha que da es de piedras.

Había dejado de nevar, pero no aparecía la luna. La linterna parpadeó, pero continuó brillando.

A los pocos minutos, Michael estaba jadeando. Le dolía la espalda y tenía los bíceps agarrotados.

—Olvidé preguntárselo —dijo—. ¿Cuál era la religión de su madre?

Hendrickson bajó al agujero y le hizo seña a Michael de que saliese.

—Era metodista. Temerosa de Dios, pero no tenía nada de beata. Mi padre recibió una educación baptista, pero, que yo recuerde, nunca fue un gran practicante. —Señaló con la pala en dirección a una tumba situada a poca distancia del agujero que estaban cavando—. Está enterrado ahí. Murió hace siete años. —Cavó en silencio unos momentos. Graznó un cuervo, y él movió la cabeza con aire de decepción—. Es un cuervo de lluvia. Significa que tendremos humedad por la mañana. No me gusta que llueva durante un funeral.

—A mí tampoco.

—Yo fui su penúltimo hijo. El último se llamaba Joseph. Murió cuando yo tenía tres años. Se cayó de un árbol al que estábamos trepando los dos. —Miró a la tumba de su padre—. Él ni siquiera estuvo en el funeral. Una mañana, se levantó y desapareció sin decir nada. Estuvo fuera catorce meses.

—Ella cuidó de nosotros exactamente igual que si estuviera aquí nuestro padre. Cazaba conejos y ardillas, así que siempre teníamos carne. Y cuidaba del jardín. Luego, un día, él regresó, con tanta naturalidad como si nunca se hubiera marchado. Hasta el día en que murió no averiguamos dónde había estado aquellos catorce meses.

Cambiaron nuevamente de puesto. Estaban ya a más profundidad, y Michael se dio cuenta de que había menos piedras.

—Señor, ¿es usted de esos predicadores que se muestran enemigos mortales de la bebida?

—No. En absoluto.

La botella había sido colocada en la sombra, un poco más allá de la luz proyectada por la linterna. Hendrickson le ofreció cortésmente el primer trago. Estaba sudando a consecuencia del esfuerzo desarrollado, pero había comenzado a soplar una fresca brisa, y se agradecía el licor.

Comenzaba a clarear cuando Michael ayudó a Hendrickson a salir de la tumba ya terminada. Se oyó a lo lejos el ladrido de un perro. Hendrickson suspiró.

—Tengo que hacerme con un buen perro —dijo.

La mujer había calentado agua, y se lavaron y se cambiaron de ropa. Tal vez había sido acertado el cuervo de lluvia, pero prematuro. Aunque nubarrones grises se deslizaban sobre las cumbres de las montañas, no llovía. Mientras acarreaban la caja de madera de pino desde el cobertizo, Michael seleccionó los textos, marcando las páginas de la Biblia con pequeños trozos de papel de periódico. Cuando hubo terminado, se puso una yarmulka sobre la cabeza y se echó el abrigo alrededor de los hombros.

El cuervo graznó de nuevo mientras llevaban el ataúd a la fosa. Los dos hijos bajaron el féretro. Luego, los cinco quedaron allí inmóviles, mirándole.

—El Señor es mi pastor —dijo—. Nada me falta.

—Él me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas por amor de su nombre.

La niña movió con el pie una pila de tierra removida, que resbaló y cayó en la fosa. Dio un salto hacia atrás, intensamente pálida.

—Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos. Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa.

—Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y estaré en la casa del Señor por muy largos años.

La niña se había cogido de la mano de su madre.

—La mujer virtuosa, ¿quién la hallará? —preguntó Michael—. Vale mucho más que las perlas.

—En ella confía el corazón de su marido, y no tiene nunca falta de nada. Le da siempre gusto, nunca disgustos, todo el tiempo de su vida. Ella se procura lana y lino y hace las labores con sus manos. Es como nave de mercader, que desde lejos trae su pan. Todavía de noche se levanta y prepara a su familia la comida y la tarea de sus criadas.

Clive Hendrickson miraba a la tumba de su madre. Había pasado el brazo alrededor de su hijo. Tom Hendrickson tenía los ojos cerrados. Se había cogido un pellizco de carne del antebrazo entre las yemas de los dedos y la uña del pulgar.

—Ve un campo y lo compra, y con el fruto de sus manos planta una viña. Se ciñe de fortaleza y esfuerza sus brazos. Ve alegre que su tráfico va bien y ni de noche apaga su lámpara. Coge la rueca en sus manos y hace bailar el huso. Tiende su mano al miserable y alarga la mano al menesteroso.

—Se reviste de fortaleza y de gracia; y sonríe ante el porvenir.

La sabiduría abre su boca, y en su lengua está la ley de la bondad.

Vigila a toda su familia y no come su pan de balde.

La primera gota de lluvia rozó como un helado beso la mejilla de Michael.

—Álzanse sus hijos y la aclaman bienaventurada, y su marido la ensalza: «Muchas hijas han hecho proezas, pero tú a todas sobrepasas». Engañosa es la gracia, fugaz la belleza; la mujer que teme a Dios, ésa es de alabar. Dadle los frutos del trabajo de sus manos, y alábenla sus hechos en las puertas.

Comenzaba ya a llover con fuerza. Las gotas producían sonoros chasquidos en la húmeda tierra.

—Recemos cada uno a nuestra propia manera por el alma de la difunta, Mary Bates Hendrickson —dijo Michael.

Los dos hermanos y la mujer se postraron de hinojos sobre el fango. Tras intercambiar una asustada mirada, los dos niños hicieron lo mismo. La mujer lloraba con la cabeza inclinada. Michael, de pie, recitó en voz alta y clara las viejas palabras arameas de la oración hebrea por los muertos. Poco antes de terminar, las persistentes gotas de lluvia tenían ya el tamaño de monedas de medio dólar.

Mientras la mujer y los niños echaban a correr con débiles gritos, Michael se guardó la Biblia en el bolsillo de la chaqueta.

Seguidamente, Michael ayudó a los dos hermanos a echar de nuevo en la fosa las piedras y la húmeda tierra, protegiendo la tumba contra la acción del tiempo.

Después del desayuno, Clive empezó a tocar alegres melodías con su violín, y los niños rieron. Al despedir a Michael, parecían sentirse aliviados.

—Ha sido un funeral magnífico —dijo Tom Hendrickson. Le tendió un dólar y medio—. Esto es lo que solíamos pagarle a nuestro predicador. ¿Es suficiente?

Algo en los ojos del hombre le impidió a Michael rechazar el dinero.

—Demasiado. Muchas gracias.

Hendrickson le acompañó hasta el coche. Mientras se calentaba el motor, se inclinó sobre la entreabierta ventanilla.

—Un tipo con el que estuve trabajando una vez en una granja de Missouri me dijo que los judíos tenían el pelo negro y dos pequeños cuernos en la cabeza —dijo—. Siempre supe que era un maldito mentiroso.

Se estrecharon con fuerza las manos.

Michael puso en marcha el coche y se alejó lentamente. La lluvia había fundido la nieve. Al cabo de unos cuarenta minutos, llegó a un poblado, donde se detuvo ante el único surtidor gasolina, delante del Almacén de Provisiones de Cole (semillas, piensos, especias, comestibles), para llenar el depósito, porque sabía que el siguiente surtidor estaba casi a tres horas de distancia. A la salida del poblado había un caudaloso río. El barquero cogió el cuarto de dólar cuando hubo llevado su coche a la balsa, y movió la cabeza cuando Michael le preguntó por las condiciones en que se encontraba la carretera a partir de allí.

—No lo sé —dijo—. Hoy no ha venido todavía nadie de esa dirección.

Dio un latigazo en la grupa a la mula delantera, y los dos animales se pusieron en movimiento, haciendo girar un cabrestante que por medio de un cable arrastraba a la balsa.

Llevaba veinte minutos conduciendo por el terreno situado al otro lado del río, cuando se detuvo e hizo girar en redondo al coche.

Al llegar de nuevo al río, el hombre salió de su pequeña casamata y se detuvo bajo la lluvia.

—¿Está cortada allá la carretera?

—No —dijo Michael—. He olvidado algo.

—No puedo devolverle el dinero.

—No importa.

Le pagó otro cuarto de dólar y cuando llegó al Almacén de Provisiones de Cole detuvo el coche y entró.

—¿Tienen teléfono público?

Estaba colocado dentro de una bodega que olía a patatas mohosas. Llamó a la Central y dio el número con el que quería hablar.

Tenía muchas monedas, pero no eran suficientes, y tuvo que cambiar el billete de dólar que le había dado Hendrickson. Luego, echó por la ranura todas las monedas.

Afuera, empezó a llover; podía oír el tamborileo del aguacero sobre el tejado.

—¿Oiga? Soy Michael. No, no pasa nada. Sólo quería hablar contigo. ¿Cómo estás, mamá?