18

Pasaron cinco meses antes de que rompiera su voto de castidad. Con ocasión de acompañar a Maury a un Bar misvá en Hartford —el Bar misvá del hijo de la hermana del cuñado de Maury—, conoció a la hermana del confirmado, una esbelta muchacha de pelo negro, piel muy blanca y suave y fina nariz. Mientras bailaban en la fiesta por la noche, Michael observó que sus cabellos exhalaban un olor grato y limpio, como de agua jabonosa que se hubiera secado al sol. Salieron los dos de la casa, y él condujo el Plymouth de Maury hasta una carretera secundaria. Detuvo el coche bajo un enorme castaño cuyas ramas más bajas rozaban la capota del vehículo, y se estuvieron besando largo rato hasta que las cosas sucedieron sin plan ni proyecto. Después, mientras compartían un cigarrillo, él le dijo que había quebrantado una promesa que se hiciera a sí mismo de que aquello no volvería a su ceder hasta que fuese con una chica que él amase.

Esperaba que ella se echara a reír, pero la muchacha pareció pensar que aquello era muy triste.

—¿Lo dices en serio? —preguntó—. ¿De veras?

—De veras. Y yo no te amo —respondió, añadiendo apresuradamente—. ¿Cómo podría amarte? Quiero decir que apenas te conozco.

—Yo tampoco te amo a ti. Pero me gustas mucho —dijo ella—. ¿No basta eso?

Los dos se mostraron de acuerdo en que, en defecto de lo primero, era lo mejor que podía ocurrir.

Aquel verano, el verano de su penúltimo año de carrera, trabajó como ayudante en un laboratorio de la universidad, lavando recipientes de cristal, limpiando y guardando microscopios, y preparando el equipo necesario para experimentos de los que nunca llegó a conocer ni la finalidad ni sus resultados.

Tres veces por semana, como mínimo, estudiaba con el rabino Max Gross. Abe le interrogaba ansiosamente cuando regresaba a casa:

—Bueno, ¿qué tal, Einstein?

Sus contestaciones no lograban ocultar su falta de entusiasmo, su decepcionado desinterés hacia la física y la ciencia en general. En estas ocasiones, varias veces sintió la impresión de que Abe tenía algo que decirle, pero su padre se contenía siempre antes de empezar, y Michael no le apremiaba. Finalmente, un domingo por la mañana, dos semanas antes de que comenzaran de nuevo las clases, se dirigieron, por sugerencia de Abe, a Sheepshead Bay, donde alquilaron un bote y compraron una caja llena de gusanos de mar. Cuando Michael hubo remado hasta una distancia que su padre estimó conveniente, echaron los aparejos, y los rodaballos cooperaron al deseo de conversación de Abe negándose a mordisquear siquiera los cebos.

—Bueno, ¿qué ocurrirá el año que viene por estas fechas?

Michael abrió dos botellas de cerveza y dio una a su padre. No estaban muy frías, y la espuma se derramó.

—¿A quién, papá?

—A ti —repuso, mirando a Michael—. Has pasado tres años estudiando física, todo lo referente a cómo está hecho todo de pequeñas partículas que no se pueden ver. Y ahora vas a volver para otro año. Pero no te gusta. Estoy seguro. ¿Verdad o mentira?

—Verdad.

—Entonces, ¿qué será? ¿Medicina? ¿Derecho? Tienes capacidad. Eres inteligente. Yo tengo dinero suficiente para que puedas ser médico o abogado. Elige.

—No, papá.

Dos desesperadas sacudidas estiraron el sedal que Michael tenía en las manos, y empezó a halarlo, alegrándose de tener algo que hacer.

—Michael, ahora eres mayor. Tal vez puedas comprender mejor ciertas cosas. ¿Me has perdonado?

«Maldita sea», pensó furiosamente.

—¿El qué?

—Sabes muy bien de qué estoy hablando. Lo de la chica.

No había ningún sitio al que mirar más que el agua, pero el brillo del sol al reflejarse le hería los ojos.

—Olvídalo. No sirve de nada volver sobre cosas como ésa.

—No. Tengo que preguntártelo. ¿Me has perdonado?

—Te he perdonado. Y ahora… Dejémoslo.

—Escucha. Escúchame. —Notaba el alivio en la voz de su padre, la excitación y la naciente esperanza—. Eso demuestra lo próximos que estamos realmente tú y yo para poder superar una cosa como ésa. Tenemos un negocio en nuestra familia que siempre nos ha dado lo mejor de todo. Un buen negocio.

Al extremo del sedal había un pez de gran tamaño. Cuando Michael lo izó al bote, se agitó, derribando la botella de cerveza y vertiendo el espumoso líquido sobre uno de sus zapatos de lona.

—En otro tiempo pensé que podía hacerlo —dijo Abe—. Pero soy de la vieja escuela. No conozco los grandes negocios. Tengo que reconocerlo. Pero tú…, tú podías estudiar Técnicas Comerciales en Harvard durante un año, volver lleno de métodos modernos, y la empresa Kind podría ponerse a la cabeza de la industria. Es algo en lo que siempre he soñado.

Para dominar las sacudidas del pez, Michael apoyó el pie, calzado con el zapato húmedo de cerveza, sobre el moteado lomo del rodaballo, sintiendo los agitados espasmos a través de la delgada suela de goma. El pez estaba profundamente enganchado. Sus oscuros y bizcos ojos, todavía brillantes y no vidriados, le miraban.

Michael habló, pronunciando rápidamente las palabras.

—No, papá. Lo siento.

Empezó a sacar el anzuelo, esperando no producir daño, pero notando cómo se rasgaba la carne a medida que iba saliendo la púa.

—Voy a ser rabino —dijo.