17

Ruthie, la hermana de Michael, se convirtió en alguien con quien ya no podía intercambiar pullas verbales. De noche, el sonido de sus sollozos ahogados por la almohada llegó a ser casi un ruido habitual, como el zumbido del motor del frigorífico. Sus padres trataron sin resultado de tentarla con fines de semana en las pistas de esquí, con psiquiatría y con los atractivos hijos y sobrinos de amigos suyos. Finalmente, Abe remitió un giro postal y una larga carta a Tikveh leé Mashar, Palestina, y seis semanas después Saul Moreh entraba en el departamento de guiones publicitarios de la Columbia Broadcasting System, haciendo que Ruthie se levantara de un salto, exhalara un grito y se desmayara con gran sinceridad. Para decepción de la familia, Saul resultó ser un extranjero; era más pequeño de lo que habían imaginado por sus fotografías, muy británico, con su pipa, sus trajes de tweed, su acento y sus títulos de la Universidad de Londres. Pero le tomaron afecto en seguida y se acostumbraron a él, y Ruthie vio esfumarse su abatimiento y revivió de nuevo. El segundo día de la estancia de Saul en Nueva York, él y Ruth dijeron a su familia que iban a casarse. No se consideró en ningún momento la posibilidad de que se quedaran en Estados Unidos. Los judíos alemanes que podían huir se dirigían a Palestina. No era ocasión adecuada para que un sionista desertara de Eres Yisrael, dijo Saul; regresarían al kibutz del desierto al cabo de tres semanas.

—Ésta es la historia del éxito americano —dijo Abe—. Trabajo durante toda mi vida, ahorro dinero y al cabo de los años doy mi hija a un campesino.

Les propuso a elegir entre una boda lujosa o una pequeña juppá familiar, más tres mil dólares con los que comenzar su vida matrimonial en Palestina. Saul experimentó un visible placer al rechazar el dinero.

—Todo lo que necesitamos nos será dado por el Kibutz. Todo lo que tengamos será propiedad del Kibutz. Así que guárdese sus dólares.

Él habría preferido una juppá antes que una ceremonia formal, pero Ruthie se impuso, haciéndole aceptar una boda en el Waldorf, pequeña pero muy elegante, como última concesión al lujo. Costó 2400 dólares. Saul accedió a tomar los otros 600 dólares a nombre del Kibutz. Fue la base de un fondo bastante mayor, formado con los regalos de boda, que o fueron hechos en dinero o fueron cambiados, ya que no hay muchos regalos adecuados para una pareja que va a comenzar su vida en común en una aldea socializada del desierto. Michael dio a Ruth un tibor antiguo y añadió veinte dólares para el fondo del Kibutz. En la boda bebió demasiado champaña y bailó muchas piezas con su pierna derecha entre los muslos de Mimi Steinmetz, haciendo que se encendieran sus mejillas y brillara una chispita de luz en sus ojos de gata.

La ceremonia fue oficiada por el rabino Joshua Greenberg, de la sinagoga Hijos de Jacob. Era un hombre delgado y bien vestido, con una perilla cuidadosamente recortada, un suave estilo declamatorio y la costumbre de recalcar las erres en los momentos de gran emoción, como cuando preguntó a Ruthie si amaría, honraría y obedecería. En medio de la ceremonia, Michael se encontró comparando al rabino Greenberg con el rabino Max Gross. Ambos eran ortodoxos, pero ahí cesaba la semejanza con una brusquedad casi cómica. El rabino Greenberg disfrutaba de un sueldo de trece mil dólares al año. Sus servicios eran atendidos por hombres de la clase media que gruñían cuando llegaba el momento de hacer donaciones a la shul, pero, no obstante, las hacían. Llevaba un sedán Plymouth de cuatro puertas, que cambiaba por un coche nuevo cada dos años. Él, su mujer y su rolliza hija pasaban tres semanas todos los veranos en un balneario de los Catskills, donde pagaba parcialmente sus gastos dirigiendo los servicios cada Shabbat. Cuando celebraban una fiesta en su apartamento de Queens, los manteles eran de un blanco purísimo, y los cubiertos, de plata de ley.

«Hay que reconocerlo —se dijo Michael, contemplando cómo el rabino daba la copa nupcial de vino primero a Ruthie y luego a Saul—, comparado con el rabino Greenberg, el rabino Gross es un pordiosero».

Luego, la copa, envuelta en una servilleta para recoger los fragmentos, fue hecha pedazos por el poderoso talón de Saul. Su hermana beso al extranjero y la gente avanzó hacia delante. ¡Mazal tob!

No contento con asesinar al pueblo de Michael, Hitler consiguió arruinar su vida sexual. La industria sombrerera empezó a fabricar gorras militares para el Ejército y la Marina, y el sindicato expulsó a los comunistas y se negó a formar piquetes en las industrias de defensa, por lo que Farley dejó de viajar a Danbury, y Edna no volvió a invitarle a su apartamento. Finalmente, a petición suya, les acompañó en la fría mañana de un viernes al Ayuntamiento para ser testigo de su boda. Les regaló una bandeja de plata con una pequeña tarjeta en la que había escrito: «El conocerte ha significado una de las experiencias más importantes de mi vida». Farley levantó sus espesas cejas y dijo que Michael debería acudir a la comida. Edna enrojeció, frunció el ceño y apretó la bandeja contra sus senos.

Después de aquello, Michael vio muy poco al matrimonio Farley, incluso en el sindicato de estudiantes. Finalmente, el episodio sucedido en la cama de Edna vino a ser como un incidente que hubiera leído en un libro; y él volvió a ser de nuevo virgen, inquieto y lleno de deseo.

Uno de sus amigos, un individuo llamado Maury Silverstein estaba tratando de obtener un puesto en el equipo de boxeo del Queens College. Una noche, Michael fue con él al gimnasio y se prestó a boxear con él. Maury tenía la misma complexión que Tony Galento, pero su izquierda se movía como la lengua de una serpiente, y su derecha parecía un columpio.

La idea de Michael de calzarse los guantes contra él respondía al propósito de darle un poco de práctica contra un boxeador más alto y con mucha más envergadura en sus brazos. Al principio, Silverstein trató cuidadosamente a Michael, y durante unos minutos fue una experiencia agradable. Luego, Maury se entusiasmó; el ritmo de los martilleantes guantes desbordó toda contención. Michael sintió su cuerpo golpeado desde todas las direcciones. Algo le explotó en la boca. Levantó los guantes, y otra explosión en su diafragma le lanzó fulminante sobre la lona.

Se quedó allí e hizo un esfuerzo por recobrar el aliento. Por encima de él, Silverstein se balanceaba sobre las puntas de los pies, con los ojos velados y las enguantadas manos todavía levantadas. Luego, lentamente, el velo se descorrió y sus manos se bajaron.

—Gracias, asesino —dijo Michael.

Silverstein se arrodilló, balbuceando excusas. En la ducha, Michael se sentía mal, pero después, cuando se secaba en el vestuario, vio en el espejo la imagen de su rostro y sintió un estremecimiento de extraño orgullo. Tenía un labio hinchado y un verdugón rojo bajo el ojo izquierdo. A instancias de Maury, fueron a un bar situado en un sótano no lejos de allí, un lugar llamado El Ojo de Cerdo. Su camarera era una muchacha pelirroja y delgada, con pechos erguidos y dientes salientes. Mientras les servía, miró la maltratada cara de Michael y movió la cabeza.

—Un fulano quiso propasarse con una camarera encantadora y lo derribé.

—Oh, claro —dijo ella en tono cansado—. De todas maneras, debía haberte matado. ¿Es que no pueden divertirse las camareras?

Cuando les llevó la segunda ronda de cervezas, retiró un poco de espuma de su vaso y acarició la magulladura de su mejilla con la fría y húmeda yema de su dedo.

—¿A qué hora terminas el trabajo? —preguntó él.

—Dentro de veinte minutos.

Se la quedaron mirando cómo se contoneaba al alejarse.

Silverstein estaba intentando ocultar su excitación.

—Escucha —dijo—, mi familia ha ido a visitar a mi hermana, que vive en Hartford. El apartamento está vacío, todo el apartamento. Quizá pueda agenciarme otra cerda para mí.

Se llamaba Lucille. Mientras Michael telefoneaba a su madre para decirle que no iría a casa, Lucille encontró otra muchacha para Maury, una rubia llamada Stella. Tenía gruesos tobillos y mascaba chicle, pero Maury pareció completamente satisfecho. En el taxi, mientras se dirigían al apartamento, las muchachas se sentaron en las rodillas de los hombres y Michael descubrió una pequeña verruga en la nuca de Lucille. En el ascensor se besaron, y cuando ella abrió la boca, él notó gusto a cebolla en la punta de su lengua.

Maury sacó de un armario una botella de whisky, y, después de tomar dos copas juntos, se separaron. Maury y su chica entraron en lo que Michael supuso era el dormitorio de los Silverstein, ya que había en él una gran cama de matrimonio. Lucille y Michael se acomodaron en el sofá del cuarto de estar. Él se dio cuenta de que tenía unos lunares en la barbilla. La muchacha levantó la cabeza para que la besara. Al poco rato, apagó la luz.

De la otra habitación llegaba el sonido de los gruñidos de Silverstein y un murmullo de risas.

—¿Ya, Lucille? —gritó Stella.

—Todavía no —respondió Lucille con irritación.

Michael descubrió que tenía que pensar en otras mujeres: Edna Roth, Mimi Steinmetz, incluso en Ellen Trowbridge. Durante todo el acto subsiguiente, ella permaneció inmóvil, canturreando con voz nasal. Abril en Paris, pensó él, aturdido, mientras forcejeaba. Cuando terminó, se quedaron adormecidos, hasta que Lucille se escurrió de debajo de él.

—Ya —gritó alegremente, echando a andar desnuda hacia el dormitorio.

Al entrar ella, salió Stella. La maniobra fue realizada con la experiencia suministrada por muchas reuniones similares, comprendió él súbitamente. El cambio le excitó. Pero cuando la menuda y regordeta Stella llegó junto a él, sus dedos tocaron una carne pastosa, se vio asaltado por el olor no de mujer, sino de carne sin lavar, y se sintió repentinamente impotente.

—Espera un momento —dijo.

Sus ropas yacían en montón sobre la alfombra que había junto al sofá. Las recogió y cruzó sigilosamente el oscuro apartamento hasta llegar al vestíbulo, donde se vistió rápidamente, sin molestarse en abrocharse los zapatos.

—¡Eh! —gritó la muchacha, cuando salía del apartamento.

Bajo en el ascensor y se alejó a rápidos pasos del edificio. Eran las dos de la madrugada. No vio ningún taxi hasta después de haber andado durante más de media hora. Aunque estaba ya a sólo dos manzanas de distancia de su casa, cogió el coche.

Afortunadamente, sus padres dormían cuando entró en el apartamento. En el cuarto de baño se limpió los dientes durante largo tiempo y se dio una ducha caliente, utilizando gran cantidad de jabón.

No sentía ninguna necesidad de dormir. En pijama y batín salió del apartamento y, con el sigilo de un ladrón, subió las escaleras hasta el tejado. Caminando de puntillas para no despertar a los Waxman, que vivían en el último piso, fue hasta una chimenea y se sentó de espaldas a los ladrillos.

Sentía en el viento el gusto a primavera. El cielo estaba salpicado de estrellas. Echó hacia atrás la cabeza y las miró, hasta que la brisa le llenó los ojos y los resplandecientes puntos blancos giraron y le nublaron la vista. «Tiene que haber algo más que eso», se dijo. Maury había llamado cerdas a las chicas, pero en ese caso él y Maury habían sido cerdos también. Juró que no tendría más relaciones sexuales hasta que se enamorase. Las estrellas brillaban con insólito fulgor. Encendió un cigarrillo y trató de imaginar qué aspecto ofrecerían sin la interferencia de las luces de la ciudad. ¿Qué las sostenía allí?, se preguntó, y llegaron automáticamente las respuestas; recordó vagamente las atracciones mutuas, la fuerza de la gravedad, las leyes del movimiento, de Newton. Pero había muchos millares, dispersas en vastas inmensidades, equilibradas, con uniforme comportamiento, describiendo precisos círculos en sus órbitas como los engranajes de un gigantesco y bellamente construido reloj. Las leyes de los libros de texto no bastaban, tenía que haber algo más. En otro caso, la hermosa complejidad carecía de sentido para él, como la sexualidad sin amor.

Encendió otro cigarrillo con el anterior y, luego, tiró la colilla por el borde del tejado. Brilló como una nova mientras caía, pero él no se fijó. Permaneció con la cabeza echada hacia atrás, mirando a las estrellas, tratando de ver algo más de ellas.

Aquella tarde, cuando abrió la puerta de la sinagoga Shaéaré Shamáyim, un anciano estaba hablando sosegadamente con Max Gross ante la mesa de estudio. Michael se sentó en una silla plegable de madera en la última fila, y esperó pacientemente hasta que el anciano suspiró, dio unas palmadas en el hombro del rabino, se puso en pie y salió de la shul. Entonces, Michael se acercó a la mesa. El rabino le miró fijamente.

—¿Y bien? —dijo.

Michael no respondió. El rabino continuó mirándole. Luego movió la cabeza con satisfacción.

—Bien.

Alargó la mano hacia el montón de libros que había sobre la mesa y eligió una Guemará y el comentario al Pentateuco de Rashí.

—Ahora, estudiaremos —dijo amablemente.