En las vacías horas de la madrugada, Michael había empezado a tener dudas acerca de la existencia de Dios, ociosamente al principio y, luego, con obsesiva desesperación. Agitándose y revolviéndose hasta arrugar por completo las sábanas, yacía tendido, parpadeando en la oscuridad. Había rezado desde su niñez. Ahora se preguntaba a dónde iban dirigidas sus oraciones. ¿Y si sólo rezaba a la susurrante quietud de su dormitorio, proyectaba sus ambiciones y sus temores sobre millones de kilómetros de nada, o daba gracias a un poder no mayor que los gatos, que producían suaves y apagados sonidos al arañar con sus zarpas los postes de la calle que había bajo su ventana?
Después de que sus preguntas se hubieron hecho demasiado persistentes y su agitado insomnio le hubo conducido a Max Gross, luchó amargamente con el rabino, odiando su serena certidumbre. Los dos se hallaban sentados a la baqueteada mesa y se contemplaban mutuamente sobre las humeantes tazas de té, atentos al inminente combate.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Cómo puede estar seguro de que el hombre no imaginó a Dios porque tenía miedo de la oscuridad y el frío, porque necesitaba la protección de algo, aunque fuese su propia y estúpida imaginación?
—¿Qué te hace pensar que fue eso lo que sucedió? —preguntó Max en tono sosegado.
—No sé lo que sucedió. Pero sé que ha habido vida sobre la Tierra durante más de mil millones de años. Y siempre, si se contemplan las culturas, encontramos algo a lo que rezar, una estatua de madera manchada de barro, o el sol, o un hongo, o un gran falo de piedra.
—¿Falo?
—Un potz.
—Ah. —Para un hombre que discutía con la voz de Label de Vorka, aquello era poco más que un ejercicio—. ¿Quién hizo a la gente que adoraba ídolos obscenos? ¿Quién creó la vida?
Un estudiante avanzado de Columbia podía contestar fácilmente a aquello.
—Un ruso llamado Oparin dice que la vida pudo haber empezado con la generación accidental de compuestos de carbono. —Miró a Gross, esperando ver la turbación del profano al ser llevado a una discusión científica, pero lo único que vio fue interés—. En el principio, la atmósfera de la Tierra carecía de oxígeno, pero tenía abundancia de metano, amoníaco y vapor de agua. Oparin cree que los relámpagos, al enviar electricidad a través de estas cosas, crearon aminoácidos sintéticos, de los cuales está hecha la vida. Luego, las moléculas orgánicas se desarrollaron durante millones de años en las charcas, y la selección natural dio como resultado complicadas criaturas, unas que se arrastraban por la tierra, otras que tenían pies palmeados, otras que inventaron a Dios. —Miró retadoramente al rabino Gross—. ¿Comprende lo que estoy diciendo?
—Comprendo lo suficiente —repuso Max Gross, pellizcándose la barba—. Supongamos que es así. Entonces, déjame preguntarte: ¿Quién suministró el…, cómo lo llamas…, el metano, sí, y el amoníaco y el agua? ¿Y quién envió los relámpagos? Y el mundo en que pudo suceder todo esto tan maravilloso, ¿de dónde procedía?
Michael guardó silencio.
—¿De verdad no crees en Dios? —preguntó sonriente y con suavidad Gross.
—Creo que me he vuelto agnóstico.
—¿Qué es eso?
—Alguien que no está seguro de si Dios existe o no.
—No, no, no. Entonces, llámate ateo. Porque, ¿cómo puede nadie estar seguro de que Dios existe? Por tu definición, todos somos agnósticos. ¿Crees que yo tengo un conocimiento científico de Dios? ¿Puedo retroceder en el tiempo y estar allí cuando Dios habla a Israel o entrega los Mandamientos? Si pudiera hacerse esto, sólo habría una religión en el mundo; todos sabríamos qué grupo está en lo cierto.
—Pero los hombres suelen tomar partido por una u otra cosa.
El hombre tiene que tomar una decisión. Acerca de Dios, tú no sabes, y yo no sé. Pero he tomado mi decisión a favor de Dios. Tú has tomado una decisión contra Él.
—No he tomado ninguna decisión —replicó Michael un poco hoscamente—. Por eso estoy aquí. Estoy lleno de preguntas. Quiero estudiar con usted.
El rabino Gross acarició los libros apilados sobre la mesa.
—Muchas grandes cosas están contenidas aquí —dijo—. Pero no se contiene la respuesta a tu pregunta. Los libros no pueden ayudarte a decidir. Primero, toma una decisión. Luego, estudiaremos.
—¿No importa lo que decida? Supongamos que decido que Dios es una fábula, un bubbémeysir.
—No importa.
Fuera, en el oscuro pasillo, Michael volvió la vista hacia la cerrada puerta de la shul. «Vete al diablo», pensó. Luego, pese a todo, se sonrió de sus propias palabras.