13

La carta aumentó la preocupación que sentía por Max.

Aquella noche, se tendió en la amplia cama, tratando de recordar qué aspecto había tenido su hijo de pequeño. Max había sido un niño vulgar, que sólo dejaba de ser feo cuando sonreía. Sus orejas le sobresalían de la cabeza como… ¿Qué eran aquellas cosas: receptores de sonar?, en vez de mantenerse pegadas a ella. Sus mejillas habían sido carnosas y suaves.

«Y hoy —pensó Michael—, le coge uno la cartera para sacar un sello y descubre que es un grosero macho con deseos sexuales. Se quedó rumiando la idea».

Su imaginación no se aplacaba por el hecho de que Max y Dessamae Kaplan hubiesen entrado en la casa veinte minutos antes y estuviesen haciendo ruidos en el cuarto de estar. Risas contenidas. Y muchos otros sonidos. «¿Qué sonido hace una cartera al ser sacada de un bolsillo? —se encontró aguzando los oídos para captarlo—. Conserva la cartera en el bolsillo, hijo mío», suplicó en silencio. Luego, empezó a sudar. «Si has de ser tan estúpido, hijo mío —pensó— asegúrate y saca del bolsillo la cartera».

«Dieciséis años», pensó.

Finalmente, se levantó y se puso la bata y las zapatillas. Empezó a bajar las escaleras. Podía oírles con claridad.

—No quiero —dijo Dessamae.

—Anda, Dess.

Se detuvo en las oscuras escaleras, helado. Al cabo de un segundo, oyó un pequeño sonido, regular y rítmico. Sintió deseos de huir.

Qué bien… ¡Ah, qué gusto!

—¿Así?

—Ay… Ay…

Ella se echó a reír con un sonido gutural.

—Ahora, ráscame la espalda, Max.

«Ah, viejo asqueroso se dijo a sí mismo. Pícaro, sucio y avejentado». Bajó presuroso las escaleras, dando ligeros traspiés, y entró en el cuarto de estar, parpadeando ante la luz.

Estaban sentados con las piernas cruzadas sobre la alfombra, delante de la chimenea. Dessamae tenía en la mano el rascador chino de marfil.

—Hola, rabbi —dijo ella.

—¿Qué hay, papá?

Les saludó. No podía mirarles a ninguno de los dos. Entró en la cocina y preparó un poco de té. Luego, entraron ellos también y se sumaron a la segunda taza.

Cuando Max salió para acompañar a la muchacha a su casa, él subió la escalera y se metió en la cama, quedándose dormido como un hombre amodorrado en un baño caliente.

Le despertó el timbre del teléfono. Reconoció la voz de Dan Bernstein.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Es decir, creo que no. ¿Está Leslie con usted?

—No —respondió, desagradablemente despierto.

—Salió de aquí hace un par de horas.

Se sentó en el borde de la cama.

—Ha habido un pequeño alboroto. Una paciente, la señora Serapin, hirió a otra llamada Birnbaum con una de esas navajas pequeñas de bolsillo. Dios sabe de dónde la sacó. Estamos tratando de averiguarlo. —El doctor Bernstein hizo una pausa y luego dijo rápidamente—: El incidente no tiene nada que ver con Leslie. Pero es el único momento en que pudo salir. Tiene que haber sido entonces.

—¿Cómo está la señora Birnbaum?

—Se pondrá bien. Suelen pasar cosas de éstas.

—¿Por qué no me llamó en seguida? —preguntó.

—Verá, acabamos de darnos cuenta de su desaparición. Estaría ya ahí si hubiera ido a casa —dijo pensativamente el psiquiatra—. Aunque hubiera ido andando.

—¿Está en peligro?

—No, no creo —dijo el doctor Bernstein—. La he visto hoy.

No le he observado ninguna tendencia al suicidio. Ni tampoco es peligrosa para nadie. En realidad, es una mujer de buena salud. Habría sido enviada a casa dentro de dos o tres semanas.

Michael gimió.

—Cuando vuelva, ¿habrá de quedar hospitalizada más tiempo?

—Tendremos que esperar a conocer más datos —repuso el doctor Bernstein—. Algunas pacientes se despiden a la francesa por buenas razones. Esperemos a saber sus motivos.

—Será mejor que salga yo a buscarla.

—He destacado ya un par de ayudantes. Desde luego, puede que para ahora esté ya en un autobús o en un tren.

—No lo creo —dijo él—. ¿Por qué iba a querer hacer eso?

—No sé por qué se marchó —dijo el doctor Bernstein—. Veremos. Vamos a dar parte a la policía como medida de rutina.

—Como usted diga.

—Le llamaré cuando tengamos alguna noticia.

Cuando hubo colgado el aparato, Michael se vistió, se puso ropas de abrigo y cogió la linterna que había en el armario.

Rachel y Max estaban dormidos. Entró en la habitación del muchacho.

—Hijo, despierta —dijo. Le tocó en el hombro, y Max abrió los ojos—. Voy a salir. Asuntos del templo. Cuida de tu hermana.

Max movió afirmativamente la cabeza, comprendiendo a medias.

En el piso bajo, el reloj señalaba las doce y media. Se puso las botas para la nieve en el porche y dio la vuelta a la casa para coger el coche, haciendo crujir la tersa nieve con sus pasos.

Oyó un ruido.

—¿Leslie? —dijo.

Encendió la linterna. Un gato saltó del cubo de la basura y desapareció en la oscuridad.

Dio la vuelta al coche e hizo todo el recorrido desde su casa hasta el hospital muy lentamente, deteniéndose tres veces para proyectar hacia las sombras la luz de su linterna.

No vio a nadie andando, sólo a dos coches. Alguien podría haberla recogido en su vehículo, pensó.

Cuando llegó al hospital, aparcó frente al lago y caminó sobre la nieve hasta la orilla y luego hacia el hielo. Dos inviernos antes, dos muchachos, en una ceremonia de iniciación en la fraternidad estudiantil, se habían extraviado con los ojos vendados por el lago, se había roto el hielo y uno de ellos había muerto; el sobrino de Jake Lazarus, recordó. Pero el hielo parecía fuerte y grueso. Paseó la luz de la linterna por la blanca extensión y no vio nada.

Con la espalda encorvada, regresó al coche y se dirigió hacia el templo. Pero Bet Shalom estaba sin luces. El santuario se hallaba vacío.

Volvió a casa.

Una vez en ella, miró todas las habitaciones, una a una. En el cuarto de estar, recogió el rascador. «Nosotros nunca fuimos así de jóvenes», pensó cansadamente.

El teléfono no sonaba.

La carta de Columbia estaba sobre la repisa de la chimenea. Le recordaba el anuario de Harvard en que había visto a Phillipson, pero la cogió y la leyó; luego, se sentó a su mesa y, al poco rato, empezó a escribir. Era algo que hacer.

Asociación de Alumnos del Columbia College

Calle 116y Broadway

Nueva York, Nueva York 10027

Muy señores míos:

Lo que sigue es mi aportación autobiográfica al Libro del Cuarto de Siglo de la promoción de 1941.

Es increíble que hayan pasado ya casi veinticinco años desde que abandonamos Morningside Heights.

Soy rabino. He ocupado púlpitos Reformistas en Florida, Arkansas, Georgia, California, Pensilvania y Massachusetts, donde vivo en la actualidad en Woodborough con mi esposa, de soltera Leslie Rawlins (Wellesley, año 1946), de Hartford, Connecticut, nuestro hijo Max, de dieciséis años, y nuestra hija Rachel, de ocho.

Me encuentro ahora pensando con sorprendente anticipación en la vigésima quinta reunión. Estamos tan ocupados en el presente que no solemos tener oportunidad de volver la mirada al pasado…