Woodborough, Massachusetts
Noviembre de 1964
En la invernal mañana del día de su cuadragésimo quinto cumpleaños, el rabino Michael Kind se hallaba tendido solo en la ancha cama de latón que en otro tiempo había pertenecido a su abuelo, aferrándose a la modorra del sueño, pero escuchando contra su voluntad los ruidos que hacía la mujer en la cocina del piso inferior.
Por primera vez en muchos años, había soñado con Isaac Rivkind.
Una vez, cuando Michael era un niño, el viejo le había dicho que cuando los vivos piensan en los muertos, éstos, en el Paraíso, saben que son amados y sienten alegría.
—Te amo, Zaydeh, abuelo —dijo.
Michael no se dio cuenta que había hablado en voz alta hasta que su oído captó una momentánea pausa en los ruidos que sonaban abajo. La señora Moscowitz no comprendería que un hombre que acababa de franquear la frontera de la madurez encontrara consuelo en hablar a un hombre que había muerto hacía casi treinta años.
Rachel ya estaba sentada a la anticuada mesa del comedor cuando él bajó la escalera. Era una costumbre familiar que las mañanas de cumpleaños se celebraran con tarjetas y pequeños regalos apilados sobre la mesa del desayuno. Pero la fuerza perpetuadora de esta costumbre era Leslie, la esposa del rabino, y ésta se hallaba ausente desde hacía casi tres meses. El espacio existente junto a su plato se encontraba vacío.
Rachel, con la cabeza agachada y la barbilla rozando el mantel, seguía con los ojos el texto del libro que había apoyado contra el azucarero. Llevaba su vestido azul de marinero, con todos los botones abrochados y calcetines limpios, pero, como de costumbre, la rebeldía de sus espesos cabellos rubios era superior a la paciencia de sus ocho años. Estaba leyendo con furiosa concentración, pasando rápidamente los ojos de una línea a otra mientras trataba de atiborrarse de la mayor cantidad posible de lectura antes de la interrupción que sabía inevitable. Ganó unos pocos segundos gracias a la entrada en el comedor de la señora Moscowitz con el zumo de naranja.
—Buenos días, rabbi —dijo calurosamente la asistenta.
—Buenos días, señora Moscowitz.
Michael fingió no darse cuenta de su fruncimiento de cejas.
Hacía varias semanas que ella le insistía para que la llamara Lena. La señora Moscowitz era la cuarta asistenta que habían tenido en las once semanas transcurridas desde la marcha de Leslie. Tenía la casa llena de polvo, preparaba unos huevos fritos que parecían de goma, hacía caso omiso de sus peticiones de tsimmis y kugel, y todos sus guisos procedían de latas de conservas, para las que esperaba encendidas alabanzas.
—¿Cómo quiere los huevos, rabbi? —preguntó, poniéndole delante un vaso de zumo de naranja helado, que él sabía estaría aguado y mal diluido.
—Pasados por agua, por favor, señora Moscowitz.
Centró su atención en su hija, que, entretanto, había ganado dos páginas.
—Buenos días. Tendré que cepillarte el pelo yo mismo.
—Buenos días.
Volvió una página.
—¿Cómo está el libro?
—Psé…
Lo cogió y miró el título. Ella suspiró. Sabía que el juego había terminado. Era una obra juvenil de misterio. El rabino dejó el libro en el suelo, junto a su silla. Del piso de arriba llegó una explosión de sonidos, indicadora de que Max se había despertado lo suficiente como para coger su armónica. Cuando disponía de tiempo, el rabino Kind disfrutaba representando a Saul y David con su hijo de dieciséis años, pero sabía que, a menos que le interrumpiese, Max no desayunaría.
Le llamó, y la música cesó en medio de uno de aquellos pretendidos cantos populares. Un par de minutos después, Max estaba sentado a la mesa con ellos, con la cara recién lavada y el pelo mojado.
—No sé por qué, esta mañana me siento viejo —dijo el rabino.
Max sonrió.
—Vamos, papá, si todavía eres un chiquillo —dijo, cogiendo una tostada.
El rabino dio unos golpecitos con la cuchara en la cáscara del huevo, mientras la autocompasión se instalaba a su alrededor como el perfume de la señora Moscowitz. Los huevos pasados por agua estaban duros. Los niños comían los suyos sin quejarse, aplacando su apetito, y él comió el suyo sin saborearlo, satisfecho con sólo verles. Afortunadamente, pensó, se parecían a su madre: sus cabellos tenían el color de la luz de las velas al reflejarse sobre el cobre, los dientes eran blancos y sanos, y el cutis, pecoso. Por primera vez reparó en que Rachel estaba pálida. Se inclinó y le cogió la cara con la mano.
—Sal esta tarde —dijo—. Súbete a un árbol. Siéntate en el suelo. Que te entre un poco de aire fresco en los pulmones. —Miró a su hijo—. Quizá tu hermano, el gran atleta, quiera llevarte a patinar.
Max movió la cabeza.
—Imposible. Oye, ¿puedo comprarme unos patines de hockey cuando llegue mi cheque de Janukká del abuelo Abe?
—Todavía no lo has recibido. Pregúntamelo cuando llegue.
—Papá, ¿puedo ser María en nuestra procesión de Navidad?
—No.
—Eso es lo que dijo la señorita Emmons que dirías.
Echó hacia atrás su silla.
—Sube y trae tu cepillo, Rachel, para que te arregle el pelo.
Date prisa, no quiero ser causa de que se queden sin Minyán en el templo.
Atravesó la ciudad bajo la grisácea luz matinal del invierno de Massachusetts. Bet Shalom, «la casa de la paz» se hallaba sólo a dos manzanas al norte del distrito comercial de Woodborough.
Era un edificio anticuado, construido hacía veintiocho años, de sólida planta, y hasta el momento había conseguido impedir que se llevara a la práctica la idea de algunos miembros de la congregación, que querían construir un templo más moderno en los suburbios.
Aparcó el coche bajo los arces, subió las escaleras de ladrillo rojo y penetró en el templo, como venía haciendo todas las mañanas desde hacía ocho años. Una vez en su despacho, se quitó el abrigo y cambió su vieja fedora marrón por un casquete negro. Luego, murmurando la bendición, rozó con los labios el borde de su Tal Lit, se echó el manto de oración sobre los hombros y se dirigió por el sombrío corredor hacia el templo, contando automáticamente con los ojos a los hombres sentados en los blancos bancos mientras les daba los buenos días. Seis, incluyendo los dos enlutados. Joel Price, que acababa de perder a su madre, y Dan Levine, cuyo padre había muerto hacía seis meses.
Con el rabino, eran siete.
Mientras subía al Bemá cruzaron la puerta principal dos hombres más, que golpearon el suelo con los pies para desprender la nieve de sus zapatos.
—Uno más —dijo Joel, suspirando.
Michael sabía que estaba nervioso por la posibilidad de que no se reunieran los diez hombres necesarios para recitar el Qaddish, la oración que los judíos piadosos ofrecen cada mañana y cada noche durante los once meses siguientes a la muerte de un pariente. El décimo hombre era el que siempre le hacía sudar.
Pasó la vista por el templo vacío y pensó: «¡Santo Dios! —Haz, Señor, que ella mejore hoy. Ella lo merece de ti. Yo la amo. —Ayúdala, Señor. Ayúdala. Amén».
Dio comienzo al servicio con las bendiciones matutinas, que no son oraciones de comunidad y no requieren un Minyán de diez hombres:
—Bendito eres Tú, oh Señor Dios nuestro, Rey del Universo, que has dado al gallo inteligencia para distinguir entre el día y la noche…
Bendijeron a Dios por concederles fe, libertad, masculinidad y vigor. Estaban alabándole por alejar el sueño de sus ojos y la pesadez de sus párpados cuando llegó el décimo hombre, Jake Lazarus, el recitador, soñolientos todavía los ojos y pesados los párpados. Los hombres sonrieron al rabino y se tranquilizaron.
Cuando hubo terminado el servicio y los otros nueve hombres hubieron echado unas monedas en el pushkeh para transeúntes indigentes, despidiéndose y marchando apresuradamente a sus ocupaciones, Michael bajó del Bemá y se sentó en el banco de la primera fila. Un chorro de sol penetraba por una alta ventana y se vertía sobre el lugar. Cuando él llegó a Bet Shalom, aquel rayo de sol le había sorprendido por su belleza; ahora le gustaba, porque sentarse a su calor en una mañana de invierno era mejor que la lámpara solar de la YMHA.
Permaneció cinco minutos contemplando las motas de polvo que danzaban a lo largo de la columna de sol. En el desierto templo, reinaban el silencio y la tranquilidad. Él cerró los ojos y pensó en el suave oleaje de Florida y en los naranjos en flor de California; luego, en los otros lugares en que había estado, en la espesa capa de nieve que se formaba en los Ozarks, en el sonido de los saltamontes en los campos de Georgia y en los húmedos bosques de Pensilvania. Por lo menos, se dijo, el fracaso en muchos lugares proporciona a un rabino una buena cultura geográfica.
Luego, sintiéndose culpable, se levantó de un salto y se dispuso a hacer sus visitas pastorales.
La primera, afectaba a su mujer.
Los terrenos del hospital estatal de Woodborough eran confundidos muchas veces por los forasteros por un parque universitario, pero la presencia de Herman a mitad de camino de la larga y serpenteante avenida no dejaba duda alguna acerca de la identidad del hospital.
Michael tenía un recargado programa matutino. Herman se encargaría de que le llevara diez minutos a recorrer el resto de la avenida y acomodar el coche en un espacio destinado a aparcamiento, proceso que, de otra manera, habría requerido unos sesenta segundos.
Herman llevaba unos pantalones anchos, abrigo color guisante, una gorra de béisbol y gruesas orejeras que en otro tiempo habían sido blancas. Tenía en cada mano una anaranjada paleta de ping-pong recubierta de una fina lámina de goma. Caminaba hacia atrás, guiando el avance del coche con concentrada atención, consciente de que la vida del rabino y el destino de un costoso avión del Gobierno dependían de él. Veinte años antes, durante la guerra, Herman había sido oficial de operaciones de vuelo de un avión de transporte. Había decidido continuar en su tarea. Durante los últimos cuatro años había estado recibiendo coches y guiando a los conductores por las zonas de aparcamiento del hospital. Era un fastidio, pero resultaba atractivo. Por mucha prisa que tuviese, Michael se encontraba desempeñando un papel que le convertía en parte voluntaria de la enfermedad de Herman.
Michael era el capellán judío del hospital, puesto que le ocupaba medio día de su rutina semanal, y había previsto trabajar en el despacho del capellán hasta que se notificase que Dan Bernstein, psiquiatra de Leslie, estaba libre.
Pero Dan le estaba esperando.
—Siento haberme retrasado —dijo Michael, después de saludar al doctor—. Siempre me olvido de calcular un par de minutos más para Herman.
—Me preocupa —dijo el psiquiatra—. ¿Qué hará usted si un día decide despedirle en el último momento y le hace señales para que dé la vuelta y se acerque de nuevo?
—Echaré hacia atrás con fuerza la palanca, y mi furgoneta se lanzará a toda velocidad hacia el edificio de las oficinas.
El doctor Bernstein se instaló en un confortable sillón, se quitó las oscuras zapatillas y movió los dedos de los pies. Luego suspiró y encendió un cigarrillo.
—¿Cómo está mi mujer? —preguntó Michael.
—Igual.
Había esperado mejores noticias.
—¿Habla?
—Muy poco. Está esperando.
—¿A qué?
—A que desaparezca su tristeza —repuso el doctor Bernstein, frotándose los dedos de los pies por encima de los calcetines—. Alguna cosa resultó demasiado fuerte para soportarla, y ella se retiró. No es nada infrecuente. Si llega a comprender lo ocurrido, saldrá de sí misma para hacerle frente y podrá olvidar lo que le causa su depresión.
—Esperábamos haberla ayudado a hacerlo mediante la psicoterapia —prosiguió—. Pero no habla. Yo creo que está indicado el electroshock.
Michael sintió una opresión en el estómago. El doctor Bernstein le miró a la cara y resopló con no disimulado desprecio.
—¿Y se llama usted a sí mismo capellán de un hospital mental? ¿Por qué diablos tiene que asustarle el shock?
—A veces se agitan con terribles sacudidas. Y se rompen los huesos.
—Hace años que no ocurre tal cosa, desde que empleamos drogas que paralizan los músculos. Hoy en día es un tratamiento humano. Usted lo ha visto, ¿no?
Asintió con la cabeza.
—¿Experimentará efectos secundarios?
—¿Después del tratamiento? Probablemente, una ligera amnesia, pérdida parcial de la memoria. Nada grave. Recordará todo lo que es importante en su vida. Se habrán esfumado cosas pequeñas, cosas sin importancia.
—¿Qué clase de cosas?
—Quizás el título de una película que ha visto recientemente, o el nombre del protagonista. O la dirección de una persona con la que mantenga una amistad superficial. Pero éstos serán incidentes aislados. Conservará la mayor parte de su memoria.
—¿No puede usted intentar lograr algún progreso con la psicoterapia antes de probar con el shock?
El doctor Bernstein mostró una expresión de fastidio.
—¡Pero si no habla! ¿Cómo puede hacerse uso de la psicoterapia sin comunicación? No tengo ni idea de qué es lo que realmente la hace sentirse deprimida. ¿Y usted?
—Ella es una conversa, como usted sabe. Pero lleva mucho tiempo siendo completamente judía.
—¿Otras opresiones?
—Hemos viajado mucho antes de venir aquí. A veces, hemos vivido en situaciones difíciles.
Dan Bernstein encendió otro cigarrillo.
—¿Viajan tanto todos los rabinos?
Michael se encogió de hombros.
—Algunos hombres van a un templo y se quedan allí para el resto de su vida. Otros continúan viajando. La mayoría de los rabinos son contratados por períodos cortos. Si uno trabaja de firme, rompe demasiadas lanzas en la delicada piel de la congregación, o, si ellos rompen demasiadas en la propia, uno tiene que marcharse.
—¿Cree usted que por eso se ha trasladado tan a menudo? —preguntó el doctor Bernstein con voz monótona e impersonal. Michael comprendió intuitivamente que el tono formaba parte de su sesión técnica—. ¿Ha roto usted las lanzas o las ha recibido?
Cogió un cigarrillo del paquete que Dan había dejado sobre la mesa. Observó con disgusto que le temblaba ligeramente la mano mientras sostenía la cerilla.
—Un poco de cada cosa —repuso.
Los ojos del doctor Bernstein, grises y directos, se hallaban fijos en su cara. Le hacían sentirse incómodo. El psiquiatra se guardó el paquete de cigarrillos.
—Yo creo que el electroshock es lo mejor para su esposa. Podríamos empezar con un tratamiento de doce sesiones, tres veces a la semana. He visto resultados maravillosos.
Michael asintió, accediendo de mala gana.
—Si cree que es lo mejor… ¿Qué puedo hacer yo por ella?
—Tenga paciencia. No puede usted tenderle la mano. Lo único que puede hacer es esperar a que ella se la tienda a usted. Cuando lo haga, sabrá usted que ha dado el primer paso hacia su recuperación.
—Gracias, Dan.
Se puso en pie, y Michael le estrechó la mano.
—¿Por qué no se deja caer por el templo algún viernes por la noche? Podría sacar alguna terapia interesante de mi servicio del sábado. ¿O es usted otro hombre de ciencia ateo?
—No soy ateo, rabbi —repuso, introduciendo un gordezuelo pie en una zapatilla y, luego, el otro—. Soy unitario —dijo.
Las mañanas del lunes, miércoles y viernes siguientes Michael se mostraba muy irritable cuando alguien le abordaba. Maldecía en silencio el hecho de haber llegado a ser capellán; todo habría sido mucho más fácil si los detalles hubiesen permanecido ocultos en el misterio.
Pero sabía que a las siete comenzarían los tratamientos en Templeton Ward.
Su Leslie estaría aguardando con otros pacientes en la sala de espera a que llegara su turno. Entonces, las enfermeras la llevarían a una cama, y ella se tendería. El ayudante le quitaría los zapatos y los deslizaría debajo del delgado colchón. El anestesista le introduciría una cánula en la vena.
Siempre que él había contemplado los tratamientos, había habido varios pacientes cuyas venas eran tan pequeñas que no podían ser perforadas, y el doctor había sudado, gruñido y maldecido. Las venas de Leslie no les ocasionarían contratiempos, pensó con una sensación de agradecimiento. Eran delgadas, pero bien delineadas. Cuando se las tocaba con los labios, podía sentirse en ellas el latido de la sangre.
La cánula vertería un barbitúrico en su corriente sanguínea, y, gracias a Dios, su mujer quedaría dormida. Luego, el anestesista inyectaría un relajante muscular, y se aflojarían las tensiones que la mantenían en funcionamiento como a una máquina viviente Sus músculos pectorales caerían flácidos, dejando de accionar los adorables fuelles de su pecho. En su lugar, le sería fijada a intervalos una ventosa negra sobre la boca y la nariz, y el anestesista introduciría oxígeno en sus pulmones, respirando por ella. Le sería colocada entre las mandíbulas una cuña de goma para proteger su lengua de sus finos y blancos dientes. El ayudante le frotaría las sienes con gelatina, y, luego, los electrodos, del tamaño de medio dólar, serían aplicados sobre su cráneo.
El anestesista diría «listo», con voz aburrida, y el psiquiatra oprimiría con el dedo un botón de una pequeña caja negra. La corriente alterna penetraría violentamente en su cabeza durante cinco segundos, una tormenta que, en la fase tónica, agitaría rígidamente sus brazos, pese al relajante, y en la fase clónica retorcería y sacudiría sus miembros como los de la víctima de un ataque epiléptico.
Cogió unos libros de la biblioteca y leyó todo lo que pudo encontrar acerca de los tratamientos por electroshock. Se enteró, con estremecido horror, que ni el doctor Bernstein ni ningún otro psiquiatra del mundo sabían exactamente qué sucedía cuando sometían el cerebro de su mujer a un bombardeo eléctrico. Lo único que poseían eran teorías y la evidencia de que los tratamientos daban resultado. Una de estas teorías afirmaba que la carga eléctrica suprimía circuitos anormales en el cuadro de mandos del cerebro. Otra decía que el shock era algo lo suficientemente próximo a la experiencia de la muerte como para satisfacer la necesidad de castigo que sentía el paciente y mitigar los sentimientos de culpabilidad que le habían sumido en la desesperación.
Eso era suficiente. Abandonó sus ejercicios de lectura.
Cada día que había tratamiento, llamaba al hospital a las nueve de la mañana, y una enfermera le informaba, con voz nasal e indiferente, de que no se había producido ninguna novedad en el tratamiento y de que la señora Kind descansaba apaciblemente.
Deseaba evitar a la gente. Se dedicaba a sus papeles, poniendo se al día con su correspondencia por primera vez en su vida, e incluso limpió los cajones de su escritorio. Sin embargo, el décimo día desde el comienzo del tratamiento por electroshock de Leslie, su cargo de rabino le absorbió por entero. Aquella tarde, asistió a un bris, bendiciendo a un niño llamado Simon Maxwell Shutzer, mientras el Mohel cortaba el prepucio del pequeño y ensangrentado pene y el padre temblaba y la madre lloraba silenciosamente y reía luego de alegría. Después, abarcando en el breve lapso de dos horas el espacio vital que va desde el nacimiento a la muerte, ofició en el funeral de Sarah Myerson, una anciana cuyos nietos lloraron al ver que la bajaban a la tumba. Había caído ya la noche cuando regresó a casa. Estaba mortalmente cansado. En el cementerio, el cielo había comenzado a escupir una fina aguanieve que les punzaba en el rostro hasta sentirlo arder, y él se sintió helado hasta los huesos. Se dirigía al armario para tomar una copa de whisky, cuando vio la carta sobre la mesa. Al cogerla y ver la letra del sobre, la abrió con manos torpes. Estaba escrita a lápiz en un ordinario papel azul de cartas, probablemente prestado.
Mi querido Michael:
Anoche, una mujer del otro extremo del pasillo gritó que un pájaro estaba batiendo sus alas, batiendo sus alas contra su ventana, y finalmente acudieron y le pusieron una inyección, y ella se quedó dormida. Y esta mañana un ayudante ha encontrado el pájaro, un gorrión cubierto de hielo, tendido en el camino, y cuando le dieron leche caliente con un cuentagotas revivió, y se lo llevó a la mujer para demostrarle que estaba perfectamente. Lo dejaron en una caja en el dispensario, pero esta tarde ha muerto.
Yo me tendí en la cama y recordé los sonidos de los pájaros en los bosques frente a nuestra cabaña de los Ozarks, y cómo solía acurrucarme entre tus brazos y escucharlos después de haber hecho el amor. Nuestros corazones eran la única cosa que podíamos oír en la cabaña, y los pájaros, la única cosa que podíamos oír afuera.
—Quiero ver a mis hijos.
—Están bien.
Ponte ropa interior de lana cuando hagas tus visitas pastorales. Come verduras y abstente de las especias.
Feliz cumpleaños, pobrecillo mío.
LESLIE
Entró la señora Moscowitz para anunciar que la cena estaba lista, y se quedó mirando, asombrada, el humedecido rostro del rabino.
—¿Pasa algo malo, rabbi?
—Acabo de recibir una carta de mi esposa. Va mejorando, Lena.
La cena estaba quemada. Dos días después, la señora Moscowitz anunció que la necesitaba su cuñado viudo, cuya hija se encontraba enferma en Willimantic, Connecticut. Su puesto fue ocupado por una gruesa mujer de grises cabellos llamada Anna Schwartz. Anna padecía asma y tenía un lobanillo en la barbilla, pero era muy limpia y sabía guisar cualquier cosa, incluso un lochsen kugel con dos clases de pasas, claras y oscuras, y un pan tan bueno que daba pena masticarlo.