69

El día en que el hombre y las dos mujeres entraron en la casa sellada llovía; una lluvia pesada y penetrante caía de los cielos para castigar a la tierra. Ese martes se habían cumplido tres años sin llover. La casa sellada apestaba, olía como si algo hubiera comenzado a morirse años antes pero no se hubiera muerto todavía. Rael Mándela, hijo, estaba preparado cuando encontró el cuerpo en la silla, junto al fuego; no obstante, al ver la piel apergaminada, los dientes descubiertos y la mirada de los ojos momificados, lanzó un gritito asustado. Al oír el grito, Santa Ekatrina se llevó rápidamente a Kwai Chen Pak a la casa, porque si una mujer preñada llegaba a pasar ante un cadáver, la criatura nacería muerta. Así, Rael Mándela, hijo, sacó de la casa sellada el cadáver ligero como el papel y él solo cavó una tumba no muy profunda en la tierra blanda del cementerio del pueblo. La lluvia le resbaló por la cara, el cuello y los brazos desnudos y fue llenando la tumba, y a falta de alcalde y de sacerdote que pronunciaran las palabras adecuadas, inclinó la cabeza, bajo la lluvia torrencial, y él mismo dijo las palabras de despedida. Cuando la tumba quedó cubierta de tierra blanda, clavó un cartel de madera en el que aparecían pintados los datos: «Genevieve Tenebrae: ciudadana fundadora de Camino Desolación», y como ignoraba fechas y lugares, escribió este sencillo epitafio: «Murió con el corazón destrozado». Se dio media vuelta, salió chapoteando por el fango rojo para volver junto a su hogar y su esposa y sintió una gran congoja en el alma porque ya sólo quedaban los Mándela.

Mientras tejía en el cuarto del telar, bajo la luz de gas, Eva Mándela descubrió el final del tiempo tendido a lo ancho del bastidor. Anudó los hilos de la vida de Genevieve Tenebrae y los tejió conduciéndolos hacia la tierra. Quedaban tan pocos hilos.

—¿Adonde conducen, cuál será su futuro? —inquirió a los siseantes chorros del gas.

Ellos lo sabían, y ella también, porque ambos habían trabajado en el tapiz durante tanto tiempo que ya conocían su forma, su trama, y sabían que la forma de lo que había sido tejido exigía la forma que debía tomar lo no tejido. Se acercaba el fin de todas las cosas; todos los hilos conducían al polvo rojo y, más allá, ya no se veía nada, porque el futuro no era el futuro de Camino Desolación. Bajo la luz de las siseantes lámparas de gas, continuó tejiendo, temerosa de ese futuro, y entre sus dedos, el hilo se dirigía hacia la nada mientras la lluvia seguía cayendo.

Durante tres días el aguacero continuó cayendo como nunca lo había hecho antes, ni siquiera cuando La Mano sacó cantando del cielo seco y burlón cincuenta mil años de lluvia. Rael Mándela contemplaba la lluvia desde cada una de las ventanas de la hacienda. Desde aquellas ventanas veía como los caudalosos ríos de agua llovida arrastraban las cosechas de la temporada y tuvo la impresión de que en las pesadas gotas oía la risa del Panarcos: silabas divinas que le decían que el futuro no era para Camino Desolación. Y así siguió durante tres días, entonces las nubes se dispersaron, el sol se abrió paso entre las fatigas intestinales del cielo y un fuerte viento del sur se llevó a la lluvia y dejó al mundo humeante bajo el sol de las quince menos quince minutos. Esa noche, unos gritos quebraron la calma meditativa del desierto: unos gritos terribles, llenos de miedo y angustia, los gritos de una mujer pariendo.

—Ya, ya, ya, tranquila, mi huesecito de pollo, mi trocito de luna, deja que venga, que venga, vamos…

Rogaba Santa Ekatrina y Kwai Chen Pak, el huesecito de pollo, el trocito de luna, empujaba y bufaba y soltaba otro terrible grito que preocupó tanto a Rael, hijo, que esperaba en el salón junto con su abuela mística, que lo hizo levantarse de un alto de la silla y dirigirse al picaporte. Hacia el alba Santa Ekatrina giró el picaporte y llamó a su hijo para que entrara en el cuarto.

—Ya está a punto, pero la pobre está muy débil. Cógela de la mano y dale toda la fuerza que puedas.

El cielo comenzaba a iluminarse de rojos y dorados cuando Kwai Chen Pak abrió los ojos desorbitadamente y la boca ahahahah tan grande como para tragarse el mundo, y empujó y empujó y empujó.

—Vamos vamos vamos vamos —susurró Santa Ekatrina; Rael, hijo, cerró los ojos porque no soportaba presenciar lo que le estaba ocurriendo a su mujer, pero le aferró la mano como si no fuera a soltársela nunca más—. Vamos vamos vamos vamos.

Se oyó un grito de asombro y Rael, hijo, abrió los ojos para ver una cosita roja y chillona en brazos de su mujer y la sábana manchada de rojo y negra bilis, de malignas cosas femeninas.

—Un hijo —anunció Santa Ekatrina—, un hijo.

Rael, hijo, cogió de entre los brazos de su mujer a aquella cosita que se retorcía y la sacó a la mañana, donde el sol proyectaba sombras gigantes sobre la tierra. Suave y apasionadamente, Rael, hijo, paseó al bebé por los campos arruinados y los senderos hasta el borde de los acantilados y allí lo levantó hacia el cielo y susurró su nombre al desierto.

—Harán Mándela.

Un relámpago le contestó a lo largo del horizonte. Rael Mándela, hijo, miró los vacíos ojos negros de su pequeño y en sus pupilas vio reflejado el relámpago. Aunque aquellos ojos eran incapaces de enfocar su cara, tuvo la impresión de que veían un mundo más grande y más ancho del contenido dentro del círculo del horizonte. El tenue rugido del trueno perturbó a las cansadas ruinas de Camino Desolación, y Rael Mándela, hijo, se estremeció, pero no a causa del trueno sino porque sabía por los ojos de la criatura que tenía entre sus brazos, que era el tan ansiado y esperado ser completo que acabaría con la maldición de generaciones de Mándela, el hijo en el que lo místico y lo racional se reconciliaban armónicamente.

El trueno sacudió las rojas piedras del subsuelo donde el hilo del tiempo de Eva Mándela se enroscaba al bastidor del tapiz y los chorros de gas temblaron de ansiedad y susurraron: «polvo rojo polvo rojo polvo rojo». La historia cerraba sus fauces de lobo tras Eva Mándela: iba tejiendo en la historia de Camino Desolación acontecimientos acaecidos pocos minutos antes. El nacimiento de un hijo, el trueno; sus dedos urdían los hilos con una habilidad tan veloz que la asustaban. Era como si Camino Desolación se sintiera impaciente por deshacerse de sí mismo. Sus dedos tejieron el momento presente y continuaron hasta el futuro, hasta el final de los tiempos que recordaba del tapiz que el doctor Alimantando le había mostrado. Rojo polvo, rojo polvo, era el único hilo que quedaba, era el único color que acabaría el tapiz dejándolo entero. Enroscó una larga hebra de hilo rojo polvo en la lanzadera y completó la historia de Camino Desolación.

Cuando el hilo llegó al final irremisible y la historia concluyó, Eva Mándela comprobó que los chorros de gas se estremecían y notó que una brisa extraña le acariciaba el dorso de las manos.

Terminado. El tapiz estaba terminado. La historia estaba completa. Camino Desolación, sus comienzos, sus finales, quedaron escritos allí. Pasó los dedos por los cuatro hilos que seguían hacia adelante y hacia afuera, hacia el final de los tiempos, internándose en el futuro. Uno de los hilos había comenzado pocos minutos antes, en la oscuridad creciente no alcanzaba a ver su final, aunque presintió con una repentina sorpresa mística que atravesaba las rocas y la piedra y se dirigía a un lugar que escapaba a su entendimiento.

No lograba ver dónde terminaba el hilo de su propia vida. Podía seguir su rastro desde los inicios, en la lejana Nueva Merionedd, a lo largo de las vías plateadas hacia el lugar verde en plena tormenta; vio los hilos gemelos del misticismo y el racionalismo salir de su vientre; siguió el recorrido de su hijo a lo largo de los años de tranquilidad y tragedia hasta llegar al lugar donde el hilo se unía al polvo aniquilador y allí se perdía. No terminaba, no quedaba partido ni cortado, simplemente se perdía. Sin embargo, las tonalidades de su color se esparcían por todo el tapiz. Perpleja, Eva Mándela puso el dedo en el punto de unión y la recorrió un extraño estremecimiento. Se notó la cabeza ligera, se sintió niña, perdida en la inocencia. Se sintió flotar, borrarse, disolverse, todas sus esperanzas, sus sueños, sus temores, sus amores y sus odios se convirtieron en brillante polvo y cayeron sobre el tapiz. El cuerpo de Eva Mándela se volvió insustancial y transparente. Atravesó en cuerpo y alma el enrejado de hilos que formaban la historia de Camino Desolación.

Porque su parte en la historia consistía en registrar los hechos, y a través de ese registro, convertirse en esa historia. El tapiz temporal brilló con el amor plateado de Eva Mándela; una ráfaga de viento extraño entró en la habitación y apagó los chorros siseantes del gas.

El viento comenzaba a soplar y arremolinarse maliciosamente, anunciando la llegada de las pardas olas de polvo que peinaban el Gran Desierto. La tormenta de polvo arrasó la tierra desértica con su huracán de agujas voladoras y la furia del relámpago. Atraídos hacia la tierra por los Ferrotropos de Cristal, los relámpagos estallaban sobre ellos convirtiéndolos en polvo negro azotado por el viento. Se avecinaba la Gran Tormenta de Polvo; cuanto más avanzaba por los campos de dunas se iba volviendo más fuerte, más letal y más hambrienta. Rael Mándela, hijo, apretó al pequeño contra su pecho y corrió ante la tormenta. Las agujas de polvo lo azotaron cuando se coló por la puerta de su casa.

—Deprisa, deprisa, que viene la Gran Tormenta de Polvo —gritó.

Madre e hijo se envolvieron las cabezas con lienzos y las manos con mitones, y desafiando la abrasadora caricia de la arena, intentaron meter a los animales en el establo y cerrar las ventanas. La Gran Tormenta de Polvo se abatió sobre Camino Desolación con el grito y los aullidos de los demonios. En un instante, el aire se tornó opaco, abrasivo, mortal. Una ráfaga de arena aventada por el viento arrancó cada centímetro de pintura, lijó las superficies dejando la madera y el metal pelados. Los árboles eran alisados y cortados hasta quedar reducidos a cerillas; los soportes metálicos de las bombas eólicas brillaron plateadísimos. Los negros rombos de los colectores solares se llenaron de agujeros y se quebraron; antes de que concluyera la tarde, sus oscuros rostros de cristal quedaron convertidos en piedrecitas redondeadas por el viento.

La tormenta de polvo siguió soplando toda la noche. Kwai Chen Pak, que yacía en el lecho donde había dado a luz mientras el pequeño Harán buscaba a ciegas el pezón, escuchó el chillido del viento en las tejas y gritó atemorizada, porque de repente le pareció que todos los demonios del pasado fantasmal de Camino Desolación aullaban ansiosos por su carne. Santa Ekatrina y Rael, hijo, no oyeron los gritos de pánico irracional. A la luz de una vela recorrían las habitaciones pobladas de comentes de aire en busca de Eva, que había desaparecido al caer la tormenta sobre la casa de los Mándela. Rael, hijo, temió encontrarla muerta y con el cuerpo lijado hasta los huesos, pero Santa Ekatrina había atisbado el brillante tapiz y un miedo extraño y terrible se apoderó de ella. Sintió como si el viento hubiera barrido la casa entera y reducido sus huesos a arena.

Sospechaba, pero jamás lo dijo, porque no estaba segura de creérselo, que Eva Mándela se había fundido con el tapiz para regresar a los comienzos de la historia de Camino Desolación.

Durante cinco días la tormenta de polvo castigó a Camino Desolación. El viento hacía cabriolas por los hoteles y las fondas abandonadas; barrió la cúpula en forma de huevo de la Basílica de la Mortificación Total; se arremolinó alrededor de las susurrantes chimeneas de acero de Villa Acero, y jugó con las tuberías intestinales como un armonio. Acumuló polvo sobre los esqueletos, las paredes derribadas, llenó los campos de dunas, redujo las casas a arena. Partió en dos el tocón de la casa de piedra del doctor Alimantando y desparramó libros, herramientas, alfombras, implementos de cocina, accesorios de baño, escatómetros y tanatoscopios hasta el final de la Tierra. El viento sopló y sopló y sopló, y piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, grano a grano, mota a mota, se llevó consigo a Camino Desolación. Intentó llevarse también la casa de los Mándela; farfulló y clavó sus garras, arrancó tejas del tejado y las lanzó al aire, presa de la furia chilló a los refugiados que vivían día y noche temiendo que llegase la ráfaga que acabara levantando el tejado y las paredes para dejarlos expuestos, suaves y desnudos, a los cuchillos de la tormenta.

Y así fue durante cinco días; y a la mañana del sexto, Rael Mándela, hijo, oyó un ruido por encima del griterío del viento. Oyó el silbido de una locomotora. No era muy claro, ni se diferenciaba demasiado del silbido del viento, pero una vez que lo hubo oído no pudo volver a confundirlo.

—¡Un tren, un tren! —gritó sacudiendo a su madre, a su mujer y a su hijo, preso de la prisa por hacer las maletas de cartón—. ¡Podemos huir!

El viento había amainado lo suficiente como para permitirles que, con las cabezas envueltas en lienzos y enfundados en pesados albornoces, pudieran hacer frente a la Tormenta de Polvo. Rael, hijo, soltó a los animales de los establos. Las llamas, las cabras, los cerdos y las gallinas se internaron galopando en el polvo y desaparecieron.

¿Qué sería de ellos? Después, a ciegas, y empujada por el polvo, la familia Mándela avanzó con dificultad por las calles sofocantes del pueblo desintegrado hasta llegar a las vías férreas. Allí se acuclillaron y aguzaron el oído y escucharon el canto de la arena sobre las vías pulidas.

Camino Desolación había dejado de existir. El viento se lo había llevado todo. Las casas habían desaparecido, las calles también, igual que los campos, los hoteles y las posadas, Dios y Mammón habían desaparecido; todo volvió a ser como había sido al principio: roca desnuda y acero. Los refugiados esperaron y esperaron. En dos ocasiones, Rael, hijo, creyó oír el silbido de una locomotora, y en dos ocasiones se incorporó de un salto, presa de la emoción, para ser decepcionado en dos ocasiones. El viento amainó, la opacidad anaranjada se hizo menos impenetrable. El pequeño Harán Mándela lloriqueaba. Kwai Chen Pak lo apretó contra ella y le dio de mamar debajo de la seguridad de sus ropas.

—¡Escuchad! —gritó Rael, hijo, con los ojos enloquecidos después de haber pasado cinco días viendo los demonios del polvo—. ¡Ahí! ¿Lo habéis oído? Yo sí. ¡Escuchad!

Santa Ekatrina y Kwai Chen Pak aguzaron el oído tal como les habían pedido y en esa ocasión sí, lo oyeron, el silbido de una locomotora, allá a lo lejos, al fondo de las vías. Una luz refulgió en medio del polvo y volvieron a oír el llamado del silbato y el último tren de la historia entró raudo en Camino Desolación y recogió a los tres refugiados.

Cuando el tren se alejó, Rael Mándela, hijo, cogió en brazos a su pequeño y lo besó.

La Gran Tormenta de Polvo se había desviado hacia el norte y el sol asomaba detrás de las nubes de polvo y brillaba sobre la desolación.

Camino Desolación había desaparecido. Ya no hacía falta. Había servido su propósito y podía volver, agradecido, al polvo; concluido su tiempo, su nombre fue olvidado.

Pero aquel nombre no podía ser olvidado, porque las cosas que habían ocurrido allí en los veintitrés años de su existencia eran demasiado maravillosas como para ser olvidadas, y en el distrito del Parque de Pelnam, en Meridiana, su último hijo creció y se hizo hombre: amable, respetado y querido por todos. Un día de verano, el padre de ese hombre llamó a su hijo al jardín poblado de abejas y le dijo:

—Hijo, dentro de tres semanas cumplirás los diez años y te convertirás en nombre: ¿qué harás entonces con tu vida? —Y el hijo le contestó:

—Padre, voy a escribir un libro sobre todas las cosas que me has contado, todas las maravillas y milagros, las alegrías y las tristezas, los triunfos y las derrotas.

—¿Y cómo piensas escribir ese libro? La historia contiene más cosas de las que te he contado.

—Ya lo sé —repuso el hijo—, porque la he visto escrita en esto. Le enseñó a su padre el brillante tapiz, de brillante e intrincada confección, maravilloso y mágico.

—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó el padre a su hijo. El hijo se echó a reír y le contestó:

—Padre, ¿tú crees en unos hombrecitos verdes?

Y así, el hijo escribió ese libro, que se tituló Camino Desolación: la historia de un pueblecito del corazón del Gran Desierto, situado en el Cuarto de Esfera Noroccidental del planeta Marte, y aquí acaba ese libro.