Ahora que había llegado el último verano, a Eva Mándela le gustaba trabajar al aire libre, bajo la sombra del magnolio que había junto a la puerta principal de su casa laberíntica. Le gustaba sonreír y hablar con extraños, pero estaba tan increíblemente vieja que ya no habitaba en el Camino Desolación de la Decimocuarta Década sino más bien en un Camino Desolación construido y poblado con los recuerdos de cada una de las décadas transcurridas desde la invención del mundo. Muchos de los extraños a los que sonreía y con los que hablaba eran, por lo tanto, recuerdos, igual que los peregrinos y turistas para los que, cada mañana, exponía sus colgantes tejidos a mano, adornados con los diseños tradicionales (tradicionales por el hecho de que ella los había inventado y resultaban curiosos para su época y lugar) de cóndores, llamas y hombres y mujeres pequeñitos tomados de la mano. Algunas veces, aunque cada vez con menos frecuencia, se oía tintinear unos dólares o centavos en su caja del dinero; entonces, Eva Mándela levantaba la vista de su telar de tapices y recordaba el día, el mes, el año y la década. En señal de gratitud por haberla devuelto a la Decimocuarta Década, o por haberla alejado, quizá, de su empeño por negarla, devolvía siempre el dinero a los turistas que en su búsqueda de curiosidades le compraban sus tejidos. Después, reanudaba la conversación con los huéspedes invisibles.
Una tarde de principios de agosto, se acercó a ella un forastero que le preguntó:
—Ésta es la casa de los Mándela, ¿verdad?
—Sí —respondió Eva Mándela, que trabajaba en su tapiz de la historia de Camino Desolación.
No logró precisar si aquel forastero era real o producto de sus recuerdos. Era un hombre alto, oscuro y coriáceo, que vestía un largo abrigo gris del desierto. En la espalda llevaba una voluminosa mochila, sumamente compleja, de la que salían cables retorcidos y antenas. Se parecía demasiado a un recuerdo como para ser real, pero estaba demasiado cubierto de polvo y olía mucho a sudor como para ser enteramente recuerdo. Eva Mándela no lograba recordar su nombre.
—¿Está Rael? —preguntó el forastero.
—Mi esposo ha muerto —respondió Eva Mándela. La tragedia era tan antigua, estaba tan fría y rancia que ya no resultaba trágica.
—¿Está Limaal?
—Limaal también ha muerto. —Pero a veces, el recuerdo de su hijo y de su marido la ayudaba a pasar las largas tardes mientras en su memoria revivía los viejos tiempos—. En estos momentos, Rael, hijo, mi nieto, está en los campos, si desea hablar con él.
—Rael, hijo, es un nombre que desconozco —dijo el forastero—. De manera que hablaré contigo, Eva. ¿Podrías decirme en qué año estamos?
—El ciento treinta y nueve —respondió Eva Mándela, regresando del desierto de fantasmas al verano moribundo, y atravesando, de paso, el lugar del reconocimiento que le permitió recordar el nombre y el rostro del forastero.
—¿Tan pocos han transcurrido? —dijo el doctor Alimantando. Sacó la pipa del bolsillo de su abrigo, la llenó y la encendió—. O mejor dicho, ¿tantos? En los próximos dieciocho meses, o quizá los últimos tres años estuve intentando averiguar lo ocurrido, o mejor dicho, lo que va a ocurrirle al pueblo. La exactitud resulta un tanto engañosa cuando los saltos son muy largos: hace diez minutos me encontraba a ocho millones de años de aquí.
A Eva Mándela no le pareció maravillosa ni la distancia recorrida por el doctor Alimantando ni la velocidad con que la había recorrido, sino el hecho de que hubiera regresado; porque incluso ella, que lo había conocido personalmente en los primeros días del asentamiento había llegado a creer a cuantos decían que el doctor Alimantando era tan legendario como la persona verde en busca de la cual había partido.
—Entonces ¿no has encontrado a la persona verde? —le preguntó mientras colocaba un nuevo hilo color gris como el desierto.
—No encontré a los seres verdes —respondió el doctor Alimantando dándole una larga chupada a la pipa—. Pero lo que sí hice fue salvar al pueblo, que era mi principal preocupación. Al menos eso sí que lo he logrado, y me siento contento, aunque jamás recibiré una palabra de agradecimiento o elogio porque nadie lo sabrá nunca. Hasta yo mismo me olvido a veces; creo que vivir en dos líneas temporales me está borrando los recuerdos de lo que es y no es la historia.
—¿De qué estás hablando, tonto? —lo regañó Eva Mándela.
—Del tiempo y de la paradoja, de la formación de la realidad y la historia. ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde aquella noche en que me metí en el tiempo? —Levantó un dedo largo—. Pues eso, un año. Para mí. Para ti… ¡vaya, Eva, si casi no te reconozco!
Cuánto ha cambiado todo. En ese año viajé en uno y otro sentido por las líneas temporales, hacia arriba y hacia abajo, hacia adelante y hacia atrás. —El doctor Alimantando observó como los dedos de Eva Mándela unían los hilos, retorciéndolos, para formar la urdimbre y la trama—. Viajar por el tiempo es como tus tejidos —dijo—. No existe un solo hilo que va del pasado al futuro, sino muchos, y al igual que tus urdimbres y tus tramas, se entrecruzan y se mezclan para formar la tela del tiempo. He visto la tela y he calculado su ancho, y he visto tantas cosas, extrañas y maravillosas, que si tuviera que contártelas todas debería quedarme hasta el anochecer.
Fue lo que hizo. Cuando hubo terminado de referirle sus aventuras en selvas de plástico desaparecidas millones de años antes, de bosquejar en sus cuadernos de notas la flora y la fauna de polímeros, y de contarle sus excursiones por los logros futuros de la humanidad, las colosales hazañas de la ciencia y el saber que consiguieron la joya de la corona de esa era, y que hicieron que la formación del mundo por parte del hombre fuera algo nimio y trivial; cuando le hubo referido sus viajes por la jungla planetaria de árboles maduros y floridos en busca de hombres que ya nada tenían de humanos, porque estaban ya tan transformados por su propia obra que habían adoptado la forma de carnosas mezclas rojas de órganos, criaturas bulbosas y arbóreas con duros caparazones y fuertes tentáculos que con sus inteligencias eran capaces de convertir a la realidad en abismos del Multiverso para poder comulgar con las voluntades interdimensionales que allí presidían; cuando hubo terminado de contarle todo esto y como había visto al sol cubrirse de hielo y como había caminado sobre la roca de tibia lava en la tierra recién nacida mientras a su alrededor caían los relámpagos bifurcados del Génesis, y como había visto a Santa Catalina plantar el Árbol de los Orígenes del Mundo en la desnuda roca rojiza de Chryse y como había estado en la cima de Olímpica, la más elevada de las montañas para ver el cielo violeta con el fulgor de los rayos emitidos por los partacs mientras ROTECH luchaba contra los invasores ultramundanos conocidos como los Celestiales, el primer día de la Decimosegunda Década, y como esa misma mañana, aquella misma mañana, había desayunado con té de menta en el casquete de hielo planetario mientras el sol moribundo y desvaído llenaba el horizonte, y alrededor de su tienda, bajo la superficie del hielo, se arrastraban los peculiares dibujos geométricos que, según dedujo, debían de ser los restos de la humanidad de esa época de exterminio; cuando hubo terminado de referirle todo esto, las sombras se habían alargado bajo el magnolio, en el aire flotaba el frescor del atardecer, el anillo lunar comenzaba a brillar en lo alto del cielo y Eva Mándela había hilado en su tapiz al doctor Alimentando y todas sus historias de maravillas y horrores en un nudo de verde jungla, violeta de guerra, rojos cálidos y helados azules, entre los que se mezclaba el hilo gris del viajero del tiempo.
—Pero —dijo el doctor Alimantando—, en ninguna parte de mis viajes por las eras del mundo encontré la época de los seres verdes. Sin embargo, toda la historia está diseñada con sus huellas. —Miró fijamente el brazalete plateado del anillo lunar—. Incluso este lugar. Quizá este lugar más que ningún otro, creo. Fue un ser verde el que me guió hasta aquí para que fundara Camino Desolación.
—Serás tonto —le dijo Eva Mándela—. Todo el mundo sabe que Camino Desolación se fundó gracias a un permiso legal de ROTECH.
—Hay historias e historias —dijo el doctor Alimantando—. Desde que vagué libre por el tiempo he logrado atisbar tantas otras historias que corren paralelas a ésta que ya no sé cuál es la verdadera y la real. Camino Desolación tuvo otros comienzos y otros finales.
Por primera vez, el doctor Alimantando se dio cuenta de lo que estaba confeccionando Eva Mándela.
—¿Qué es esto? —inquirió con más sorpresa de la que ningún otro tapiz habría podido causar.
Eva Mándela que lenta y suavemente se había vuelto a deslizar hacia el desierto de fantasmas dio un respingo y volvió al presente al oír la pregunta sorprendida de su huésped.
—Es mi historia —repuso—. La historia de Camino Desolación. Todo lo que ocurre pasa a formar parte del tejido que ves en este bastidor. Incluso tú. ¿Lo ves? La historia es como tejer; cada personaje es un hilo que entra y sale de la trama de los acontecimientos.
¿Lo ves?
El doctor Alimantando se desabrochó su largo guardapolvo y sacó de él un rollo de tela.
Lo extendió ante Eva Mándela. La anciana lo miró con ojos miopes bajo la luz plateada del anillo lunar.
—Éste es mi tapiz. ¿Cómo has conseguido mi tapiz?
—Lo conseguí hace tiempo. Ésta no es mi primera visita a Camino Desolación.
No le dijo dónde lo había encontrado, clavado a su bastidor entre las ruinas cubiertas de polvo de la misma casa ante la que se encontraba sentado en un Camino Desolación futuro, muerto, vacío, tragado por el polvo. No quería asustarla. Eva Mándela golpeó la tela con el dedo índice.
—¿Lo ves? Esos hilos todavía no los he tejido. Fíjate, un hilo verde y otro pardo como el polvo y… —De repente sintió miedo y reaccionó con rabia—. ¡Llévatelo, no quiero verlo!
No quiero leer cómo será el futuro, porque por ahí, en alguna parte, está tejida mi muerte, mi muerte y el fin de Camino Desolación.
Entonces, Rael, hijo, regresó de los campos de maíz para entrar a su abuela en la casa y darle la cena, porque, con frecuencia, se internaba tanto en el desierto de recuerdos que se olvidaba de meterse en la casa cuando caía la noche fría. Temía por su fragilidad, aunque la anciana era más fuerte de lo que él hubiera podido pensar; temía que su abuela se convirtiera en hielo ahí fuera cuando caía la noche.
En los últimos días de la historia, muchas de las antiguas tradiciones volvieron a instaurarse y a recuperar sus lugares de privilegio. Entre ellas se encontraba la tradición de la hospitalidad de puertas abiertas con los forasteros. El doctor Alimantando ocupó el sitio de honor en la mesa y entre bocado y bocado de cordero pilaf de Kwai Chen Pak, se enteró por qué estaban vacías las sillas dispuestas alrededor de la rústica mesa de roble desértico. En el curso de aquella vieja tragedia, le fue explicado gran parte de cuanto le había parecido extraño al salir del tiempo, y el año que pasó viajando por esa historia le había otorgado un cierto desapego de los acontecimientos, incluso de los acontecimientos acaecidos a los amigos de un pueblo que él mismo había inventado. Aunque la historia del pueblo provocaba más preguntas de las que contestaba, la tormenta temporal aclaró un enigma de la mente del doctor Alimantando. Logró entender por qué no había sido capaz de llegar a los acontecimientos del período central que había llevado a la destrucción final de Camino Desolación: la devanadora de tiempo enloquecida (según sus cálculos el motivo más probable) había generado a su alrededor una zona de repulsión cronocinética cuya fuerza aumentaba cuanto más se acercaba él al corazón del misterio, situado a tres años de distancia. Consideró la posibilidad de viajar hacia atrás en el tiempo, hasta antes de la batalla de Camino Desolación, y vivir de incógnito durante toda su duración. La idea lo tentaba muchísimo, pero sabía que si lo hacía la historia de la que acababa de enterarse volvería a escribirse.
La brillante ilusión de viajar hacia adelante y hacia arriba relucía ante él como un cirio pascual. Mientras avanzaba la cena, sintió como la muerte se iba acumulando alrededor de la mesa, la muerte y los fantasmas de los muertos y el cansancio que calaba los huesos de Camino Desolación, y entonces supo que en su pueblo ya no había futuro para él. Ruinas, una mezcolanza de imposibilidades varias, polvo, deterioro, sueño. Camino Desolación se moría. Su excéntrica idea de un lugar donde todos fueran bienvenidos había pasado a la historia. El mundo se había vuelto demasiado cínico para semejante inocencia.
A años luz de la ventana del dormitorio que Kwai Chen Pak le había dado al doctor Alimantando brillaban las estrellas. Recordaba la época en que le habían parecido cercanas y cálidas, atrapadas en las ramas de los álamos la noche en que se celebró la primera fiesta del mundo. Recordó la inocencia, la candidez y de repente, la carga de su sueño le pareció demasiado pesada.
El tiempo era vasto. Los seres verdes disponían de toda la eternidad para ocultar sus brillantes ciudades. Mientras durara su búsqueda no podría sentirse decepcionado. Esa noche el viento del desierto olía a verde, y las luces del anillo lunar tintineaban como campanitas movidas por una brisa. Se apartó de la ventana para dormirse arropado por su decepción y se encontró con la persona verde, colgada cabeza abajo del techo, como una verde salamanquesa doméstica.
—Saludos de los descreados —le dijo—. Nosotros, los imposibles, os saludamos a vosotros, los demasiado probables.
Presa del sobresalto, el señor Alimantando se sentó en la cama.
—Oh —dijo.
—¿Es todo lo que puedes decir?
La persona verde se paseó por el techo golpeteándolo con sus patitas verdosas.
—En ese caso, ¿cómo es posible entonces que después de buscarte desde el principio hasta el final del mundo no haya podido encontrarte?
—Porque he salido de la noexistencia para saludarte.
—O sea que después de todo eres obra de mi imaginación.
Kwai Chen Pak le había puesto hierbas secas debajo de la almohada para facilitarle los sueños benéficos; su verde fragancia llenó de pronto la habitación.
—No más de lo que tú eres producto de la mía. —La persona verde miró fijamente al doctor Alimantando con sus ojos verdísimos—. ¿Te acuerdas que hablamos del destino?
Sólo que nos referíamos a la densidad, y no al destino. Verás, éste no era tu destino y como no era a tu destino al que yo te conducía disfrazado de ramita de brécol, hemos sido descreados.
—Explícate, criatura llena de enigmas.
La persona verde se bajó del techo, ágil como un gato, giró en el aire y acabó acurrucada en el suelo, como un sapo verde. Como sapo parecía más hombre que en su forma de lagartija, pero así de cerca, resultaba tan extraño que el doctor Alimantando se estremeció.
—Camino Desolación no debió existir nunca. Fallamos una vez cuando te perdiste por aquí y fundaste el asentamiento, pero pensamos que daba igual, el cometa se dirigía hacia aquí y el destino estaba asegurado. Volvimos a fallar por segunda vez, de forma catastrófica cuando vino el cometa. Os habría destrozado en pedazos y os habría enviado en una diáspora hasta los confines más alejados del globo; pero tú jugaste con la historia y salvaste a tu pueblo a cambio del precio de la realidad por consenso, dando por sentado que esas palabras son misteriosas e ilusorias.
Con dedos húmedos, la persona verde dibujó en el suelo de baldosas unas vías férreas y desvió trenes por una serie compleja de puntos.
—La realidad, los ferrocarriles y el tejido. Con sus tapices, Eva se ha acercado bastante, pero no tiene hilo suficiente como para tejer las otras historias de Camino Desolación. Yo soy uno de los pellejos de esas historias no tejidas; no existiría de no haberse producido la gran tormenta temporal que rompió momentáneamente los velos entre nuestras realidades y me permitió salir de mi irrealidad, mi tejido alternativo, para viajar a mi antojo.
—¿Cómo has podido…?
Cinco dedos verdes como judías se levantaron para hacer la señal de la paz y el silencio.
—Nuestra cronociencia es superior a la tuya. Ten paciencia, mi relato no durará mucho.
En otros tiempos, cruzaste el Gran Desierto y al llegar a su frontera verde más alejada, te estableciste en la pequeña comunidad de El Francés, un pueblo no muy diferente del que abandonaste en Deuteronomio, con la única excepción de que sus habitantes no te tacharon ni de demonio, ni de hechicero, ni de devorador de niños.
—Resulta refrescante saberlo.
Detrás de la ventana, el viento había comenzado a soplar; los fantasmas y el polvo volaban por los callejones para arremolinarse alrededor de la casa de los Mándela.
—El hecho de que cuidáramos de ti…, por cierto, no fui yo…, hizo nacer la fascinación por las extrañas tonalidades de nuestros pellejos. «Personas verdes —pensaste—, ¿cómo es posible?». Buscaste, experimentaste y hurgaste; en pocas palabras, he de ser breve pues tiendo a incurrir en la verborrea, desarrollaste una cepa de vegeplasmas simbiontes que, unidos al torrente sanguíneo humano, lo hicieron capaz de extraer, mediante fotosíntesis, alimentos del agua y la luz del sol, y de rastrear minerales tal como lo hacen nuestros primos de raíces sésiles. —La persona verde volvió su espalda verde manzana para que el doctor Alimantando la inspeccionara—. Observa, no tengo ano. Una de las modificaciones que introdujimos en tu diseño original, además del hermafroditismo, aunque dudo que hayas reparado en ese detalle, fue el polimorfismo psicológico, característica que te permite verte de muchas maneras diferentes, así como una Conciencia íntima, mediante la cual, igual que tus primas sésiles, las plantas, tenemos una percepción directa del Universo en lugar de a través de las analogías y los análogos que emplea la percepción humana; de este modo, somos capaces de manipular directamente el tiempo y el espacio.
Tal vez fuera una ilusión óptica del plateado anillo lunar, o tal vez fuera obra de tanta probabilidad y paradoja temporales, pero las facciones de la persona verde se volvían más humanas y menos verdes y extrañas.
—Pero nada de esto ocurrió —se quejó el doctor Alimantando—. Jamás crucé el Gran Desierto, de modo que tú nunca llegaste a existir.
—Digamos más bien que las probabilidades se vieron radicalmente alteradas. Las probabilidades de quien te guió por el Gran Desierto quedaron notablemente reducidas, mientras que las mías fueron notablemente aumentadas. Las líneas del tiempo convergen, ¿recuerdas? Pues bien, el cometa venía hacia aquí, viva, viva, llevaba tres años y un día en camino. La historia después que tú abandonaste Camino Desolación sería ligeramente distinta: los lugares, las épocas, los personajes, pero las líneas del mundo convergen. —Los dedos, simulando trenes expresos, chocaron de frente en la línea principal dibujada con saliva—. Los seres verdes volverían a surgir de tu mente arropados por Afrodita, doctor A, y se alejarían por el tiempo para ir en busca de una era y una civilización que los acogiera. Porque fueron perseguidos, ¿sabes? El mundo puede aceptar pieles morenas, amarillas, rojizas, negras, incluso de color blanco sucio, pero ¿verdes? ¿Verdes?
—Tú mismo me revelaste el secreto de la Inversión Temporal que era la clave del cronodinamismo, gracias a él salvé a Camino Desolación del cometa… y te destruí.
—Buen razonamiento, mi querido doctor, pero no es del todo correcto. No me aniquilaste, sino que me diste la vida. Soy el producto del torrente de acontecimientos que pusiste en movimiento.
—Me fatiga tanto enigma.
—Paciencia, paciencia, mi querido doctor. Verás, no soy la persona verde que te guió a través del Gran Desierto. Porque tú lo descreaste, pobrecillo, aunque creo que tal vez vuelva a la existencia, y tal vez vuelva a guiarte por el desierto de arenisca, el desierto de piedra y el desierto de arena. Las líneas del tiempo convergen. No, yo soy otra persona verde bien distinta. A lo mejor ya me has visto antes.
El doctor Alimantando analizó las facciones verde cromo y le resultaron un tanto familiares, un recuerdo, un reconocimiento indefinido moldeado en jade.
—Y ahora, la parte completamente inaceptable de la noche —anunció la persona verde—. Aunque no debería existir, existo. Por lo tanto, ha de haber una razón extracientífica que me justifique, una causa milagrosa. —La persona verde hizo equilibrio sobre una pierna—. Una pierna, diez piernas, mil piernas, un millón de piernas: todas las piernas de la ciencia jamás quedarán equilibradas a menos que se apoyen en la pierna de lo milagroso. —La persona verde apoyó la pierna en el suelo, se inclinó y se estiró—. La ciencia que no incluya todo aquello que no puede explicar no es ciencia.
—Tonterías supersticiosas.
—Esos arbóreos que vivían en los árboles y que tú visitaste, también tienen una ciencia, el estudio de lo no estudiable. Las cosas que nosotros llamamos místicas y mágicas, las ciencias de los órdenes superiores de la organización que destila como dulce néctar por las serpentinas de la Hélice de la Conciencia: he ahí su estudio. Estudian lo no estudiable para saber lo no conocible: ¿qué tiene de grande el conocer sólo lo que puede conocerse?
—Acertijos haces reinar rápidamente en tus rimas —le dijo el doctor Alimantando, que ya comenzaba a perder los estribos.
—¡Aliteración! ¡Me encanta la aliteración! ¿Quieres un acertijo? Ahí va uno: ¿cómo me llamo?
El doctor Alimantando carraspeó molesto y se cruzó de brazos.
—Mi nombre, mi querido doctor. Si sabes mi nombre, lo sabrás todo. Te daré una pista: es un nombre propio, no es una ensalada de letras ni de números, es un nombre de hombre.
Y por el mismo motivo que las personas, por más reticentes que se muestren, son incapaces de resistirse al juego del «veo veo», el doctor Alimantando comenzó a adivinar nombres. Y adivinó nombres y más nombres en la oscura y fría noche, pero la persona verde, acuclillada entre las pegajosas vías férreas, con el paso de las horas, se fue haciendo cada vez más implacablemente familiar y a cada nombre sacudía la cabeza y decía «no no no no no». El doctor Alimantando siguió adivinando hasta quedarse ronco y los primeros albores de la madrugada comenzaron a iluminar el borde del mundo, pero la persona verde seguía contestando «no no no no no».
—Dame otra pista —graznó el doctor Alimantando.
—Una pista, una pista —canturreó la persona verde—. Pues te daré una pista. Amigo mío, se trata de un nombre común de tu antigua tierra natal. Soy un hombre de la verde Deuteronomio.
El doctor Alimantando citó cada uno de los apellidos que recordaba de sus días de juventud en Deuteronomio.
—… Argumangansendo, Amaganda, Jinganseng, Sanusangendo, Ichiganseng… —pero la persona verde continuaba sacudiendo la cabeza (y con cada sílaba de los nombres trabalenguas de Deuteronomio se iba haciendo más y más familiar) y diciendo «no no no no no». Mientras el mundo inclinaba el borde por debajo de la periferia del Sol, la imaginación del doctor Alimantando quedó vacía y dijo—: Me doy por vencido.
—¿Los has mencionado todos?
—Todos.
—No es del todo cierto, mi querido doctor. Te has olvidado de uno.
—Ya lo sé.
—Dime ese nombre.
—Alimantando.
La persona verde tendió la mano y tocó con su dedo un dedo del doctor Alimantando y sus manos se fundieron y penetró con una chispa de luz verde hasta el corazón del misterio. El Anillo del Tiempo, el gran Annulus dentro del cual daban vuelta todas las cosas, debía curarse de las heridas que habían abierto su manipulación del tiempo.
Desde el centro del anillo, y más allá de su borde, fluía el milagro que había irrumpido en el tiempo para asegurar que las personas verdes existieran haciendo de él su propia creación. Desde hacía eones, uno de los hijos del futuro lo conduciría sin ayuda ajena por el Gran Desierto: la persona verde no era la persona verde que tenía delante en ese momento, porque aquélla era su futuro yo. Supo entonces de dónde habían salido los garabatos en tiza roja de su techo. Se había concedido su más grande deseo, y al hacerlo, se había embarcado en el verde tiovivo cronodinámico, que al principio lo había alejado de su destino para ser el padre de los seres verdes, pero con el tiempo, lo había devuelto a ese milagroso momento de génesis. El Gran Annulus estaba cicatrizado y entero. El futuro quedaba asegurado y el pasado permanecía inmutable.
—Sea pues —dijo el doctor Alimantando.
Un verdor milagroso fluyó de los dedos de la persona verde y tino al doctor Alimantando. Su mano, su muñeca y su brazo se tiñeron del color de la hierba. El doctor Alimantando gritó, alarmado.
—Sentirás algo de dolor —le advirtió la persona verde—. Siempre ocurre así al nacer.
Con unos dedos verdes y plenos, el doctor Alimantando se arrancó las ropas y vio como la verde marea le surcaba todo el cuerpo. Cayó al suelo dando un grito, porque a pesar de que de su forma externa ya había desaparecido la última traza de moreno, el hombre interior apenas comenzaba a transformarse. La sangre verde fluyó por sus venas desplazando el fluido rojo carne. Las glándulas hormonales se arrugaron para volver a hincharse con formas nuevas, los órganos se retorcieron y encogieron al dictado de las extrañas funciones de la verde licantropía. En su interior los jugos gotearon, las glándulas se agitaron y se desmoronaron los espacios vacíos. El doctor Alimantando rodó por el suelo y se retorció durante un tiempo irracional y entonces, la transformación quedó completa. La luz del amanecer entraba por la ventana y el doctor Alimantando la utilizó para explorar su nuevo cuerpo.
—De ti a mí, de mí a ti, de nosotros a nosotros —canturreó la persona verde—. Contempla tu futuro yo. —Las dos personas verdes se enfrentaron cual dos estatuas gemelas de jade—. El futuro debe conservarse, los seres verdes deben nacer, por lo tanto el milagro se ha abierto paso y te convirtió a ti en mí. ¿Me acompañarás ahora? Tenemos mucho que hacer.
—Muchísimo —convino la persona verde.
—Y tanto —dijo la persona verde; de pronto, la habitación se llenó de aroma a heno recién segado, a bosque de secoyas y a tierra recién roturada después de la lluvia, y a ajos silvestres de los setos de Deuteronomio, y con un solo paso, los hombres verdes recorrieron un billón de años hacia el tiempo de los sueños.
A las seis menos seis minutos, Kwai Chen Pak Mándela, en avanzado estado de gestación, (y esposa de hecho y no de derecho, porque en Camino Desolación ya no existían representantes legales que reconocieran el matrimonio) subió a la habitación de huéspedes con una bandeja de desayuno y llamó a la puerta toe toe toe. Toe toe toe, nadie respondió, toe toe toe, nadie respondió, de modo que se dijo, debe de estar dormido aún, y entró despacito para dejar la bandeja junto a la cama. La habitación estaba vacía y la ventana, abierta. La cama estaba cubierta de polvo, y al parecer, no había sido utilizada. Las ropas del forastero estaban rotas y esparcidas por el suelo, y entre ellas, la curiosa Kwai Chen Pak encontró algo extraño: una piel plateada de hombre, fina como el papel, seca y escamosa; se deshizo entre sus dedos, como si una serpiente del desierto hubiera mudado allí el pellejo para desaparecer luego en el frío de la noche.