El señor Jericó se plantó en medio del polvo de las quince horas, debajo del reloj del bar, vapuleado por la tormenta temporal, y se acordó de cuando lo hacían arrodillar.
Arrodillado en el Salón de las Diez Mil Velas (no era un nombre inapropiado, lo habían puesto a contarlas en cierta ocasión como castigo por una falta de su niñez: 10.027) tratando de otorgarle un sentido a los enigmáticos ruanos del Paternóster Augustine.
Limitado como era entonces, despojado de las almas de sus antepasados, los dilemas del Paternóster Augustine le habían parecido inútiles; pero en ese momento, atesoraba su sabiduría.
«Utiliza los sentidos —le había dicho el Paternóster Augustine una y otra vez—. Utiliza todos tus sentidos. Piensa en el conejo».
Ah, pero llevaba cinco años metido en su madriguera y se había hecho viejo, y a pesar de que últimamente había vuelto a retomar las Disciplinas Damantinas para impedir que los músculos se le tensaran y los huesos le crujieran, ya no era el mismo hombre de antes. Ah, pero qué paliza les habría dado entonces en un abrir y cerrar de ojos a esos mozalbetes. Entonces. Porque en ese momento el enfrentamiento iba a ser entre sus sentidos y la identidad-telepatía. La magia brujeril. Escupió tres veces en el viento y cruzó los dedos de las manos y de los pies.
Nadie se sorprendió más que él cuando el hombrecito autómata vestido con el verde de Deuteronomio, que había tocado la hora de Camino Desolación, desafió su mecánica congelada por el tiempo para salir bailando y tocar la campana de bronce con su martillito.
Al último toque de las quince, el hombrecito se detuvo artríticamente para siempre y dos pares de botas de gaucho de tacón alto, confeccionadas artesanalmente con cuero, levantaron el polvo y volvieron sus puntas hacia los gruesos zapatones gastados del señor Jericó.
—¿Reglas formales?
—Reglas formales.
—¿Nada de venenos?
—Nada de venenos.
—Empecemos, pues.
Dos agujas de acero levantaron nubéculas de cal seca de la pared que se alzaba al final de la calle.
«¡Vaya si son rápidos! —El señor Jericó salió arrastrándose del extremo más alejado del porche debajo del cual había rodado para cubrirse. Una aguja le había rozado el lóbulo de la oreja izquierda y se había enterrado en una tabla combada del porche—. Rápidos, muy rápidos, ¿demasiado rápidos para un viejo?».
El señor Jericó saltó detrás de un murete y lanzó su primera aguja a la figura veloz como serpiente y vestida de seda negra que le había disparado.
«¡Corre, corre, corre!», gritaron los Antepasados Exaltados, y corrió, corrió, corrió justo en el instante en que una serie de agujas llenaban de agujeros y partían el yeso blanco del lugar donde había estado agazapado. «Recuerda siempre que son dos», le dijeron las almas del limbo.
«¿Cómo podría olvidarlo?», les contestó, y con un elegante movimiento gatuno rodó y disparó a la vez.
La aguja aulló lejos de la figura de negro sombrero que se descolgaba del tejado.
«Uno en la calle, otro en el callejón. Te hacen correr. Hazlos correr tú también. Construiste este pueblo con tus propias manos y te lo conoces. Utiliza ese conocimiento».
Los Antepasados eran dogmáticos. El señor Jericó zigzagueó por la calle de Alimantando hacia la zona de jungla perdida en el tiempo y recibió una serie de agujas cada vez más cerca de los talones. Saltó hacia el porche de la Tienda de Ramos Generales de las Hermanas de Pentecostés y la última aguja se clavó en la huella de su zapatón.
«Son buenos. Un equipo perfecto. Lo que ve uno, lo ve el otro, lo que sabe uno, lo sabe el otro».
Controló conscientemente la respiración sometiéndola a la Modalidad Armónica, y dejó que sus Antepasados lo colocaran en el estado sensorial de la Praxis Damantina. El señor Jericó cerró los ojos y oyó como las motas de polvo se depositaban en la calle. Inspiró hondo por la nariz, rastreó un olor a sudor caliente y tenso, se asomó a una ventana y lanzó dos agujas.
El conocimiento. Un recuerdo espontáneo, exigente como suelen ser los recuerdos espontáneos, surgió en su cabeza: el jardín del Paternóster Augustine; una pérgola entre árboles y pájaros cantores, hierba aterciopelada bajo los pies, en el aire aroma a tomillo y a jazmín, allá en lo alto, el ópalo jaspeado del Mundomadre.
«Aprende cuanto puedas —dijo el Paternóster Augustine sentado en el lepidoptario donde había raras mariposas—. El conocimiento es poder. Esto que te digo no es ningún acertijo, sino un refrán cierto y muy de fiar. El conocimiento es poder».
«El conocimiento es poder —repitió el coro apiñado de todas las almas—. ¿Qué sabes de tus enemigos que te otorgue poder sobre ellos? Son clones idénticos. Han sido criados en medios idénticos por lo cual han desarrollado las mismas respuestas a los mismos estímulos; así, se los puede considerar como una sola persona en dos cuerpos».
Aquél era todo su conocimiento sobre JuanAlfa y JuanBeta. El señor Jericó ya sabía cómo derrotarlos.
Una sombra, escudada tras el soporte de una bomba, disparó una aguja. El señor Jericó movió la cabeza en el instante en que notó que la estructura metálica se enfriaba bajo la sombra del hombre. Se escabulló del porche de la Tienda de Ramos Generales, se arrastró como un tigre por la jungla de lianas y corrió agazapado por los campos de maíz hasta llegar a su destino. La planta de energía solar. El señor Jericó se arrastró por el suelo, boca abajo, y recorrió el dominio de reflejos geométricos con la antigua pistola de agujas apretada contra el pecho. Sonrió débilmente. Dejaría que esos dos listillos fueran a buscarlo allí. Esperó como una vieja araña negra y seca espera a las moscas. Y fueron, avanzando cautelosos por el campo de espejos sesgados reaccionando ante los reflejos y chismorreos de la luz. El señor Jericó cerró los ojos y se dejó guiar por los oídos y el olfato. Oyó como los motores heliotrópicos movían los rombos para que siguieran el recorrido solar; oyó como el agua gorgoteaba por los negros tubos de plástico; oyó los sonidos y olió los aromas de la confusión de los clones al verse reproducidos en el laberinto de espejos. El señor Jericó oyó como JuanAlfa se volvía y disparaba a la figura que surgía a su espalda. Oyó como el vidrio se rompía y formaba una telaraña de fisuras: el reflejo de la figura tenía un disparo en el corazón. Siguió un instante de silencio y supo que los Juanes consultaban, determinaban la posición de cada uno para no dispararse.
Concluida la consulta telepática, se reanudó la cacería. El señor Jericó se levantó hasta quedar en cuclillas y aguzó el oído.
Oyó el sonido de pasos sobre el suave polvo rojo, pasos que se acercaban. Logró deducir que su blanco estaba momentáneamente vuelto de espaldas por el sonido que hicieron sus talones sobre la tierra. El señor Jericó olió el sudor humano. Uno de los clones se internaba en la fila de espejos. El señor Jericó cerró los ojos con fuerza, se puso en pie y disparó sosteniendo la pistola con ambas manos. La aguja le entró a JuanAlfa (o tal vez JuanBeta, la distinción no tenía importancia) justo entre los dos ojos.
En su frente apareció la manchita roja como marca de casta. El clon lanzó un curioso graznido y cayó al suelo. De las profundidades del laberinto de espejos surgió el eco de un lamento; el señor Jericó sintió el calor de la satisfacción al correr a paso largo entre las filas de reflectores en dirección al grito. El gemelo había compartido la muerte de su hermano clónico. Había sentido como la aguja se le deslizaba hacia el cerebro anterior para hender la luz, la vida, el amor, porque eran una sola persona en dos cuerpos. Tal como habían deducido el señor Jericó y sus Antepasados Exaltados. El señor Jericó encontró al hermano jadeante y tirado en el suelo, con la mirada fija en la cúpula elevada del cielo. En la frente llevaba un pequeño estigma de sangre.
—No debisteis haberme dado ninguna oportunidad —dijo el señor Jericó, y le disparó en el ojo izquierdo—. Novatos.
Regresó al BAR/HOTEL, donde el hombrecito vestido de verde Deuteronomio se había inmovilizado para conmemorar el último duelo de pistolas. Se dirigió a la barra y le pidió a Kaan Mándela que dejara lo que estuviera haciendo, metiera todas sus posesiones mundanas en una maleta y lo acompañara en ese mismo instante a los lugares importantes del mundo, donde juntos volverían a recuperar todo el poder, el prestigio y la fuerza transplanetaria que habían pertenecido al Paternóster Jericó.
—Si esos dos eran lo mejor que tenían, ninguno de ellos está a la altura de este viejo.
El tiempo los ha ablandado, mientras que el desierto me ha envejecido y endurecido como la raíz de un árbol.
—¿Por qué yo? —le preguntó Kaan Mándela mientras la cabeza le daba vueltas y más vueltas por lo inesperado de la propuesta.
—Porque eres hijo de tu padre —respondió el señor Jericó—. Llevas la maldición familiar del racionalismo, igual que Limaal la llevó antes que tú. La veo, la huelo, oculta en ese olfato que tienes para el dinero y los negocios; en el fondo quieres orden, poder y una respuesta a todas las preguntas, y el lugar adonde nos dirigimos será una característica sumamente útil. ¿Me acompañarás?
—Claro. ¿Por qué no? —replicó Kaan Mándela con una sonrisa.
Y esa misma tarde, armados únicamente con una antigua pistola de agujas con culata de huesos humanos, los dos secuestraron el expreso Ares de las 14:14 y lo desviaron a la Estación de Bram Tchaikovsky en Belladonna, y de allí a un destino tan glorioso como terrible.