En las noches polvorientas, cuando los relámpagos estivales dotaban de efímera vida a los tubos de neón quebrados de los hoteles y merenderos cerrados, el señor Jericó y Rajandra Das se sentaban en el porche a beber cerveza y a recordar.
—Oye, ¿te acuerdas de Persis Jirones? —preguntaba Rajandra Das.
—Era toda una dama —contestaba el señor Jericó mientras contemplaba cómo estallaba el relámpago en el horizonte—. Toda una dama, sí señor.
Y así recordaban el hilo de alegres colores que había tejido ella en la historia de Camino Desolación hasta que, después de haber sido aclamada como salvadora del pueblo, acabó alejándose hacia el horizonte en su avión en compañía de sus dos hijos que pilotaban los aviones de carga adquiridos a precios de saldo a la Compañía Belén Ares. Después del ataque a Camino Desolación, el dinero de la venta del BAR/HOTEL le había permitido contratar dos pilotos extra: Callan y Venn Lefteremides, con cicatrices de guerra pero intactos.
—¿Qué estará haciendo en estos momentos? —preguntaba Rajandra Das. Y el señor Jericó le contestaba:
—Pues seguirá volando. Lo último que oí decir fue que había montado su Circo Volador en el camino de Transpolaris, creo que en Nueva Glasgow, y que las cosas le iban bastante bien.
—¿Qué estarán haciendo Umberto y Louie? —preguntaba entonces Rajandra Das.
Después de la batalla final, mientras los equipos de seguridad temporal de ROTECH registraban minuciosamente Camino Desolación en busca de lo que había destrozado tan groseramente su paz contemplativa, Persis Jirones explicó con claridad a los hermanos Gallacelli que no había vuelto por ellos, sino para recoger a sus hijos y vender el BAR/HOTEL. El amor incondicional que los hermanos le tenían nunca había sido correspondido. Era posible que tres hombres amaran a la misma mujer ideal, pero no que esa única mujer amara a tres hombres. De manera que guardaron todos aquellos años en maletas de cartón junto con su ropa interior, sus documentos, sus cajas de caudales y la colección de Umberto de fotos pornográficas. Y a falta de trenes (la Compañía retrasaba la reparación del hueco en la línea que había a setenta kilómetros hacia el oeste, debido a las disputas sobre el plus de peligrosidad que había que pagar por la radiación), un convoy terrestre de camiones llevó a Umberto y a Louie hasta Meridiana, donde Umberto abrió una agencia inmobiliaria y Louie alquiló un despacho para ejercer la abogacía; años más tarde, consiguió una famosa absolución en el caso del Carnicero de Llandridnodd Wells.
—Este lugar no ha vuelto a ser el mismo después de la guerra —decía siempre Rajandra Das. Era ésta una conversación que el señor Jericó y él habían mantenido tantas veces que había pasado por los murmullos sin sentido de las plegarias y las respuestas hasta adquirir un renovado sentido—. Al marcharse la gente, este lugar se ha muerto.
Primero se habían ido los peregrinos y los Niños Santos, luego los señores de los medios de comunicación. Después, los hosteleros, los dueños de pensiones y restaurantes que les habían dado refugio, comida y bebida. Después, la Compañía Belén Ares se había desvanecido en un día y una noche, arrancada por un huracán de márgenes de beneficios que caían en picado y los cuchillos desenvainados en la troposfera de los niveles ejecutivos cuando, poco a poco, como excrementos enterrados, fue desvelado el escándalo de los dobles robots. Todas sus unidades trabajadoras, sus gerentes y sus supervisores de sección, todos se dispersaron como polvo rojo por la faz del planeta. Finalmente se marcharon las Pobres Criaturas de la Inmaculada Contracción, cuando la Batalla de los Profetas cavó un agujero de diez megatones en la línea principal de Meridiana-Pandemónium. Y en último lugar, Jean-Michel Gastineau, el Hombre Más Sarcástico del Mundo regresó a sus bosques y cañadas de la fantasmal Chryse, con el sarcasmo cercenado.
—¿Y qué conseguimos con todo esto? —acababa preguntando Rajandra Das. Siguiendo una tradición consagrada, el señor Jericó se abstenía de contestar, aunque quizá fuera el único en todo Camino Desolación que conocía la respuesta—. Nada —se respondía Rajandra Das—. ¿Qué consiguieron con tanto rezo y tanta manifestación y tanta huelga, y tanta lucha y tanta sangre derramada y tantos días y noches de miedo?
Nada. Absolutamente nada. Sólo perder tiempo, energía y vidas.
El señor Jericó no mencionaba palabras como «principios» o «absolutos» cuando Rajandra Das denigraba la incapacidad del Concordato de obtener una verdadera victoria sobre Aceros Belén Ares, porque ya no estaba seguro de creer en absolutos ni en principios. Para él, la desintegración de la Compañía y, en consecuencia, de Camino Desolación, tenía poca importancia con tal de que el sol continuara brillando, las cosechas siguieran creciendo y las lluvias ocasionales no dejaran de caer de los cielos. Su fe en Camino Desolación era más egoísta que la de Rajandra Das. Le gustaba pensar también que era más realista. Recordaba el primer día que había llovido. Habían pasado quince años desde entonces. Qué deprisa transcurría el tiempo. En su interior merodeaba el miedo irracional de que Camino Desolación desapareciera por completo de la existencia y él no notara la diferencia. La gente se había marchado, las tiendas habían cerrado, los bancos habían transferido sus créditos a las grandes ciudades del Gran Valle, los abogados, peluqueros, mecánicos y médicos se habían marchado el mismo día que repararon el ferrocarril; lo único que quedaba eran las granjas, los paneles solares, las chirriantes bombas eólicas y las calles vacías, muy vacías. Por aquel entonces, los trenes pasaban una vez por semana, si pasaban. Todo volvía a ser como al principio. Para Camino Desolación, la historia se había detenido, y Camino Desolación lo agradecía.
Un día, cuando los dos hombres estaban sentados en sus sillas de cuero, contemplando cómo el polvo del desierto azotaba la calle, Rajandra Das dijo:
—¿Sabes? Me imagino que no he sido del tipo de los que se casan. El señor Jericó no supo a qué se refería.
—Siempre pensé que una de esas hermanitas de Pentecostés iba a echarme el lazo, pero no ocurrió nunca. Tiene gracia. Siempre creí que lo harían. Pues bien, ahora se han ido, Dios sabe dónde, y aquí me tienes, sin esposa, sin granja, sólo dueño honorario de este trozo de porche en el que estoy sentado. Ni siquiera conservo mi encanto sobre las máquinas, hasta eso he perdido; vuelvo a ser un vagabundo. Tal vez es lo que he sido siempre, por eso ninguna ha querido nunca casarse conmigo.
—¿Piensas marcharte? —le preguntó el señor Jericó. Conocía a Rajandra Das desde hacía tanto tiempo que era capaz de leerle el corazón como si fuera un horario de trenes.
—Aquí no hay nada que me retenga, y mucho menos el lugar. ¿Sabes? Siempre quise conocer Sabiduría, esas torres brillantes junto al mar Sírtico.
—Debiste haberle pedido a la señorita Quinsana que te llevara con ella.
Rajandra Das lanzó un escupitajo al anillo lunar.
—No se mojaría el culo por mí; además, yo tampoco por ella, porque no se lo merece.
No, si voy, quiero hacerlo por mi cuenta. Tengo tiempo suficiente como para aprender otra vez a ser vagabundo y soy lo bastante viejo como para disfrutarlo. No tengo futuro por el que preocuparme.
El señor Jericó miró al cielo. Esa noche, las estrellas estaban tan cercanas que habría podido tocarlas.
—Tal vez debería acompañarte —aventuró—. Siempre he dicho que estaba de paso.
Pero se quedó, y por la mañana temprano, Rajandra Das se encontró corriendo junto al lado oculto de un tren que transportaba minerales. Cuando saltó al vagón y se subió por la escalera para llegar al techo, sintió que los años desaparecían. Toda su vida había estado hecho para aquello. Era el Eterno Vagabundo, el arquetipo del Hombre Viajero. No había hecho más que una larga pausa entre dos trenes.
Durante un año y un día vagó por los lugares interesantes del mundo, y envió postales con fotos de sí mismo junto al Abismo de Lyx, o en el mercado flotante de flores de Llangonnedd o acuclillado ante el legendario Jazz Bar de Glen Miller, en la calle de la Aflicción de Belladonna. Kaan Mándela fijó las postales con alfileres en el espejo del bar para que todos los ciudadanos las vieran y les picara la curiosidad. Y entonces un jueves, Rajandra Das sucumbió al impulso al que había resistido con éxito durante un año y un día y se marchó a Sabiduría, la ciudad más hermosa del mundo. Había resistido a la tentación durante todo ese tiempo por temor a sentirse decepcionado, pero mientras recorría los brillantes bulevares y contemplaba los poderosos puentes y torres, o sesteaba (las costumbres agradables son difíciles de desarraigar) en un café, a la sombra de los árboles que bordeaban la Perspectiva de Nevsky, o almorzaba en los restaurantes de mariscos del puerto, o paseaba en tranvía hasta la cima de cada una de las cuarenta colinas, todo era tal como se lo había imaginado, glorioso hasta el último detalle. Le envió al señor Jericó una postal tras otra alabando el lugar.
«Éste es el sitio más maravilloso del mundo —le escribió en su última postal desde Sabiduría—, pero no puedo permanecer aquí para siempre. Todavía me quedan lugares por conocer y además, Sabiduría siempre estará aquí esperándome. No se irá a ninguna parte. Si llego a pasar cerca, iré a verte».
Fue la última postal de Rajandra Das. Cuando regresaba a Llangonnedd y se preguntaba a qué sitio podría dirigirse que lo satisficiera después de haber hecho realidad la ambición de toda su vida, una mota de polvo le hizo cosquillas en la nariz. Le dio entonces un repentino ataque de estornudos que le quitó la última gota de su poder sobre las máquinas. Perdió pie en el carro plano, cayó con un gritito bajo las ruedas del Expreso Sabiduría-Llangonnedd Syrtis y murió.
El día que el señor Jericó recibió su última postal, a Camino Desolación llegó un tren.
Desde la muerte del pueblo, aquél era un acontecimiento lo bastante inusitado como para que toda la ciudadanía saliera a recibirlo. La mayoría de los trenes pasaban como balas a 400 km/hora, dejando como recuerdo un reguero de polvo y piedrecillas voladoras. Pero mucho más inusitado que el hecho de que el tren se detuviera fue el hecho de que de él descendieran dos pasajeros. Aparte de viajantes de comercio y turistas crédulos a los que Kaan Mándela atraía a su BAR/HOTEL con la promesa de viajes para visitar las curiosidades geológicas de la Tierra de Cristal, por regla general, en Camino Desolación la gente se subía a los trenes, no se bajaba de ellos. Aquellos pasajeros no tenían aspecto ni de viajantes ni de turistas. Vestían unas chaquetas de seda largas hasta la rodilla, del tipo que se había puesto de moda en las Grandes Ciudades. Calzaban botas de gaucho de tacón alto, confeccionadas artesanalmente con cuero, y llevaban los sombreros de ala ancha de los cardenales. Tenían aspecto de asesinos.
Una mirada de reojo le bastó al señor Jericó para convencerse. Se alejó de la multitud pasmada y se retiró a su dormitorio. En el último cajón de su cómoda guardaba la pistola de agujas, con mango de hueso humano, envuelta en una bufanda roja con dibujos indostánicos. El señor Jericó sabía quiénes eran los visitantes. Eran asesinos de las Familias Exaltadas que habían ido a matarlo.
Por fin.
Se llamaban JuanAlfa y JuanBeta. Desde el momento en que fueron decantados de la botella genética del Paternóster Damien, se habían pasado la vida recorriendo el mundo en busca del Paternóster Jericó. Durante los primeros cinco años de sus vidas (transcurridos en la mutualidad dos-en-uno exclusiva de los gemelos clónicos) habían buscado en ciudades y pueblos. No habían encontrado nada. Luego, durante año y medio se dedicaron a recorrer otra vez el territorio descubierto por sus predecesores antes de que ellos fueran concebidos in vitro. Clones asesinos criados por su don de la empatía pareada, se sabían infalibles y se burlaban de las habilidades de sus antecesores. Pero esa búsqueda tampoco les permitió encontrar nada. Durante otro año y medio más estudiaron antiguos registros y redes de datos en busca de algún hilo que seguir, un olor, una pista, una huella dactilar que los condujera hasta el Paternóster Jericó. Eran tenaces, obstinados y entusiastas. No podían ser de otro modo. Pero el olor era muy tenue, sobre la pista había llovido mucho y las huellas dactilares estaban emborronadas. De modo que se conectaron al ordenador de una de las Familias Exaltadas y con su ayuda, compilaron una lista de lugares donde el Paternóster Jericó no estaba o no había estado, y por eliminación redujeron los millones del planeta con todas sus ciudades, pueblos y metrópolis a sólo quince localidades. La última de esa lista era Camino Desolación. Era el último lugar del mundo en el que se les habría ocurrido buscarlo.
Por tanto, cuando al preguntarle a Rael Mándela, hijo, si en el pueblo había un hombre llamado Jericó, y éste con toda inocencia les dijo que sí, y les informó dónde podían encontrarlo, JuanAlfa y JuanBeta se sintieron confiados y experimentaron algo parecido a la alegría, alegría porque la inversión efectuada para crearlos había dado sus frutos.
JuanAlfa y JuanBeta contaron doce canales hacia abajo y cinco hacia adentro y encontraron al señor Jericó polinizando con una pluma una cosecha en pie de maíz híbrido.
—No debí haberme parado aquí —se dijo, y fue a saludar a sus asesinos.
Intercambiaron amables reverencias, se presentaron y hablaron del tiempo.
—¿De Damien? —preguntó el señor Jericó al cabo de un rato. Los sombreros de ala ancha como rueda de carro se inclinaron simultáneamente.
—Recorrimos el mundo —le dijo JuanAlfa.
—Hasta el último lugar —le dijo JuanBeta.
Apoyaron las manos encima de los bolsillos que al señor Jericó le constaba que debían contener sus pistolas de agujas.
—Sí que habéis tardado —comentó el señor Jericó recurriendo a sus Antepasados Exaltados para ver si podían sugerirle algo que lo salvase del ultraje de morir en un campo de maíz—. Decidme una cosa, ¿sois buenos? —Los Juanes asintieron—. ¿Los mejores? —Los sombreros de ala ancha volvieron a inclinarse—. ¿Cómo lo sabéis? —Los sombreros se detuvieron en plena inclinación. Unos ojillos como grosellas miraron desde las sombras—. Lo único que habéis hecho en vuestra vida es perseguir gente. Si sois buenos, tendréis que probármelo. Enfrentándoos a mí. —Dejó que meditaran un instante sobre ese punto y luego volvió a azuzarlos—: Yo creo que este viejo podría con los dos a la vez. ¿Qué opináis?
Por la forma en que reaccionaron a sus palabras, el señor Jericó supo que debían de ser clones, tal vez incluso clones pseudo-simultáneos dado que sus ojos brillaron pseudo-simultáneamente al oír el desafío.
—Aceptado —dijo JuanAlfa.
—Lo mismo digo —dijo JuanBeta.
El señor Jericó reprimió una sonrisa de triunfo. Los tenía calados, y al saber eso, supo también que podría derrotarlos. Un verdadero profesional lo habría cosido a tiros desde la entrepierna a la frente inmediatamente después de haberle dado los buenos días.
Aquellos gemelos clínicos eran vanidosos y si tenían el defecto de la vanidad también tendrían otros defectos que explotar.
—Delante del bar —les dijo el señor Jericó—. Todo el pueblo será zona libre de fuego. —La forma telegráfica de hablar de los clones era contagiosa—. Nada de civiles, ni rehenes, ni venenos, reglas formales. Sólo pistolas de agujas. Supongo que las lleváis encima. Bien. Os espero allí… a mediodía.
No, era la hora de la siesta. Y la hora de la siesta era tradicionalmente inviolable. No se podía permitir que nada molestara el reposo del pueblo moribundo durante el calor del mediodía.
—Lo siento, es una antigua costumbre, ha de ser a las quince horas.
En Camino Desolación cuando las huestes de los Cinco Cielos anunciaran el segundo advenimiento del Pantocristo también tendrían que esperar hasta después de la siesta.