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El señor Jericó y los refugiados en el BAR/HOTEL se enteraron de que la realidad había tocado a su fin cuando se encontraron flotando contra el techo. Aunque al comenzar el ataque aéreo se hallaban todos separados, se habían reunido gracias a los túneles y cuevas que acribillaban la roca que había debajo de Camino Desolación: no habían acabado de saludarse todos muy preocupados cuando notaron que las mesas, los vasos, las alfombras, las botellas y las sillas flotaban a la altura de sus orejas. Cerca de las vigas del techo, Kaan Mándela perseguía al transmisor de radio metido en la caja de cerveza con una especie de movimiento de braza. Rajandra Das se ancló a la guardamalleta y escudriñaba boca abajo por la ventana. Los atacantes, los defensores, los equipos de televisión temerarios, las llamas, los cerdos y los perros flotaban alrededor de los aleros de las casas. En mitad de la calle, la gravedad parecía haberse invertido por completo, las casas, los árboles, los animales, los soldados, la tierra y las piedras caían hacia el cielo.

En dirección contraria, tres hoteles vacíos y la Casa del Curry Excelsior estaban sumergidos en una inmensa duna roja. Una sombra se cernió sobre la calle de caída libre; algo grande como un granero, macizo, de color anaranjado sucio volaba sobre Camino Desolación.

—¿Qué ocurre?

Los Antepasados Exaltados del señor Jericó habían estado discutiendo en las profundidades de su hipotálamo mientras él se bamboleaba contra las palmatorias. La conclusión a la que llegaron fue espantosa.

—Deben de haber hecho funcionar la devanadora de tiempo.

—Cuando la usó el doctor A no fue así.

La mitad de los allí presentes no entendían de qué hablaban Rajandra Das y el señor Jericó.

—Alimantando mantuvo en secreto su Fórmula de Inversión Temporal: los ingenieros de Tenebrae debieron de haberla deducido mal. En lugar de crear una fluidez en el tiempo, han creado una zona de fluidez temporal aquí mismo, y la realidad se está descomponiendo. Las leyes del espacio-tiempo se están curvando y creo que hay trozos de universos alternativos que se superponen a éste.

—¿Y eso qué significa? —inquirió Santa Ekatrina Mándela, que había estado casada con las leyes del espacio-tiempo durante once años.

—Significa el fin de la realidad causal por consenso. —Los primeros temblores telúricos sacudieron el BAR/HOTEL. Liberadas de la gravedad, las piedras que había debajo de la calle se levantaron y se movieron—. A menos que…

—¿A menos que qué? —preguntaron Sevriano y Batisto Gallacelli a la vez.

Los Antepasados Exaltados también habían contestado esta pregunta, y su respuesta no fue menos espantosa que la primera.

—A menos que podamos cortar el suministro de energía de la devanadora de tiempo.

—¿Quieres decir que apaguemos el tokamak de Villa Acero?

—Sí. Te necesito a mi lado, Rajandra Das. Necesito tu poder de encantar a las máquinas.

—Nunca lo lograrás, amigo mío —dijo Kaan Mándela—. Deja que vaya yo.

El señor Jericó ya había abierto la puerta. Un viento resplandeciente lleno de caras fantasmales barría la calle empujando hacia el desierto a las víctimas de la caída libre que no se habían anclado a alguna cosa.

—Me temo que soy el único que puede hacerlo. ¿Me guardarás un secreto? ¿Has oído hablar alguna vez de las Disciplinas Damantinas?

—Únicamente las Familias Exaltadas… —comenzó a contestar Kaan Mándela.

Pero el señor Jericó lo interrumpió diciéndole:

—Justamente.

Después, salió a la calle. Tras superar un momento de vacilación, Rajandra Das se abalanzó para seguirlo.

—Intenta ponerte en contacto con Persis a través de la radio —gritó al partir—. Tal vez la necesitemos si alguien quiere interferir. —No añadió «si es que sigue con vida».

En el cruce del callejón del Pan la gravedad era normal, pero un aguacero de lluvia caliente obligó al señor Jericó y a Rajandra Das a buscar refugio. Debajo del alféizar de una ventana encontraron un guerrillero sancochado. El señor Jericó le quitó su armadura de combate y equipó a Rajandra Das con casco, mochila de alimentación y armas.

—Tal vez te hagan falta —dijo el señor Jericó.

No hacía falta poseer un oído con disciplina Damantina para captar los estampidos cercanos de pequeñas armas de fuego. Los dos hombres corrieron bajo las gotas de lluvia hirviente y se metieron en la plaza de Mosman, donde las manecillas del reloj municipal giraban a una velocidad que comprimía las horas en segundos. Envejeciendo a ojos vista mientras corrían, los refugiados de la zona de tiempo acelerado huían calle arriba hacia una jungla de lianas y enredaderas verdes que se habían enganchado a los esqueletos humeantes de dos máquinas de combate. El señor Jericó dio un rodeo para evitar la zona de relatividad, pasó por una región de inexplicable oscuridad y entró en la calle de Alimantando. El golpe aterrador de la descarga de un inductor de campo los levantó del suelo a él y a Rajandra Das. Los dos hombres buscaron refugio en el instante mismo en que una ráfaga de disparos proveniente del tejado del despacho del alcalde destrozaba las fachadas de las casas que había en la calle de Alimantando. Un segundo más tarde, un temblor temporal arrancó la oficina del alcalde, se la llevó quién sabe dónde y la reemplazó con un cuarto de hectárea de verdes pastos, una valla blanca de estacas y tres vacas y media blancas y negras.

—¡Hijo de la gracia! —susurró Rajandra Das.

El señor Jericó encontró un niño-soldado Parlamentario muerto en el portal de una casa medio quemada y le robó su equipo blanco de combate. Un relámpago purpúreo brillaba a rachas en un extremo de la calle.

Los dos hombres atravesaron a la carrera un mundo que había caído en la locura. En algunos sitios, la gravedad se había desplazado noventa grados y había transformado las calles en las paredes de un acantilado; en otros, unas burbujas ingrávidas flotaban por los callejones a la espera de atrapar a los temerarios que se aventuraran a salir de los sótanos; en otros, media casa retrocedía a toda velocidad, o las plantas del jardín se convertían en frondosos árboles en pocos segundos. Unas figuras verdes parecidas a hombres alargados y delgados daban volteretas por los tejados y atraían los disparos de aquellos soldados todavía capaces de luchar. Los fantasmas de niños no nacidos bailaban de la mano debajo de unos árboles que todavía eran semillas.

—¿Cuánto crees que abarca? —preguntó Rajandra Das.

Se había levantado un viento potentísimo que los empujó hacia el interior de Villa Acero, donde el corazón de la locura giraba cada vez más deprisa, hundiéndose más y más en el Omniverso Panplasmático.

—De momento es local —repuso el señor Jericó. El viento de acero lo azotó—. Pero cuanto más funcione la devanadora de tiempo, más crecerá la zona de interferencia.

—Supongo que no debería decirlo, pero mis pies no quieren continuar. Estoy aterrorizado.

El señor Jericó contempló la cortina giratoria de humo surcado de relámpagos que amortajaba Villa Acero.

—Yo también —admitió.

Cuando el señor Jericó y Rajandra Das corrieron hacia la pared temporal, la realidad se estremeció y se sacudió. Una ballena entró en la estación de Camino Desolación. Un Arcángelesk orinaba en un bancal de coles. Una figura fantasmal, alta como un árbol, se hallaba sentada a horcajadas sobre la planta solar comunitaria e iba interpretando ardientes solos en su guitarra roja. De las puntas de sus dedos partían unos relámpagos que se unieron para formar pelotitas que volaron como plantas rodadoras alrededor de los pies de los dos hombres. El señor Jericó y Rajandra Das se zambulleron en el remolino de humo.

—¿Qué día…?

En aquel lugar se desarrollaba una batalla de estatuas: unos caracoles y unas babosas luchaban con rayos de taquiones lentos como puñetazos de beodo.

—Es una distorsión temporal —explicó el señor Jericó—. Vámonos.

—¿Quieres decir que lo atravesemos?

—No nos ven. Fíjate. —El señor Jericó cruzó el campo de batalla bailando y agachándose de vez en cuando para esquivar los lerdos rayos de taquiones y las descargas sésiles de los inductores de campo—. Andando.

Rajandra Das avanzó sigiloso por el campo de batalla einsteiniano. Intentó imaginarse qué le parecería su paso a los combatientes congelados por el tiempo: ¿acaso sería un remolino, un resplandor de luz, una mancha de imágenes múltiples, como el Capitán Quick de los viejos tebeos que le compraba su madre? Siguió al señor Jericó pasillo abajo entre dos convertidores de acero y llegaron a una inesperada zona de caída libre. El impulso de Rajandra Das lo elevó en una elegante zambullida marcha atrás.

El señor Jericó gritaba algo, ¿algo sobre los inductores de campo? Ni siquiera se había parado a pensar en el equipo que llevaba puesto. ¿Que levantara el escudo defensivo?

No sabía cómo hacerlo. Toqueteó los controles de la muñeca y se vio recompensado con un escozor en la cara producido por la electricidad estática en el mismo instante en que un repentino golpe demoledor lo remontó dando vueltas por el espacio. Al rebotar en el lateral de la chimenea Número 16, vislumbró al señor Jericó que botaba de pared en pared como una bola en un salón de pachinko. Era evidente que el tokamak central de fusión se encontraba bien defendido.

Una segunda descarga del inductor de campo hizo que el señor Jericó fuera zigzagueando desde el horno al suelo, y de la cinta transportadora al convertidor. Gracias al escudo defensivo que había robado se salvó de morir pulverizado.

—Estoy demasiado viejo para esto —le dijo a sus Antepasados Exaltados. Ellos le recordaron el deber, el honor y la valentía. Claro, ellos podían darse ese lujo porque estaban libres de la tiranía de la carne gobernada por el tiempo—. Si quieren, se pueden pasar todo el día haciéndonos rebotar como pelotas de goma.

Vio a Rajandra Das aparecer ante él; los dos hombres chocaron entre sí y rebotaron.

Mientras el señor Jericó daba saltos mortales por la Zona Anárquica, sus Antepasados Exaltados le recordaron que con el paso de los segundos, el mundo se iba alejando cada vez más de la realidad por consenso.

En pleno rebote, Rajandra Das se dio cuenta de que había pasado de estar demasiado aterrado como para sentirse asustado al estado sublime de la comedia histérica. ¿Había algo más ridículo que encontrarse en plena tormenta temporal y ser vapuleado de un lado para otro en una acería por una banda de terroristas que defendían un tokamak de fusión que alimentaba una máquina del tiempo descontrolada? Sabía que si se reía del chiste, sería incapaz de parar.

A través de su audífono oyó un crujido.

—Hola, muchachos. ¿Os divertís?

El señor Jericó oyó la voz en su audífono y contestó.

—¡Persis! ¡Cariño! Jim Jericó. Solicito que lances un ataque inmediato sobre las fuerzas atrincheradas alrededor de la planta de fusión de Villa Acero.

—Recibido.

—Persis, te sugiero que tengas cuidado, existen profundos desplazamientos de la realidad.

—No hace falta que me lo digas.

—Ah, Persis…

—¿Sí?

—Si todo lo demás fallara, y sólo en caso de que todo lo demás fallara, si no logramos romper sus defensas, destruye el tokamak.

—Pero habrá…

—Una explosión de fusión. Sí.

—Recibido. Allá… vamos…

Un intercambio de disparos desde las posiciones del tokamak lanzó a Jim Jericó como si fuera una pelota mientras el avión de acrobacias Yamaguchi & Jones aullaba por encima de las chimeneas. Los lanzataquiones de las alas dispararon, se produjo una explosión que hizo que el señor Jericó temiera que Persis Jirones hubiera destruido el tokamak, pero al cabo de nada, su avión se elevaba en el cielo huyendo de las figuras aladas que la perseguían con cimitarras. El señor Jericó bajó su escudo defensivo y se aferró a un puntal. Rajandra Das lo imitó y mientras iba a la deriva, el señor Jericó lo agarró por el cuello.

De los defensores no quedaba ni una brizna de carne o de ropa. La pared del generador estaba libre de todo menos del canto del tokamak.

—Son unas cosas fantasmales —dijo Rajandra Das mientras posaba sus rudas manos sobre los controles.

—Creí que conocías estos aparatos.

—Conozco los tokamaks de las locomotoras. Éste es diferente.

—Y me lo dices ahora.

—De acuerdo, señor Disciplinas Damantinas, páralo tú.

—No tengo la menor idea de cómo hacerlo.

Unas explosiones lejanas hendieron el aire. El metal crujió y gruñó y los andares férreos de una máquina de combate sacudieron la sala del generador. Los dedos de Rajandra Das se movieron sobre las lámparas de control; vaciló.

—¿Qué pasará cuando se corte la energía?

—No estoy seguro.

—¿No estás seguro? ¿No estás seguro?

La pregunta indignada de Rajandra Das reverberó en la paredes de acero.

—En teoría, la realidad debería volver a la realidad por consenso.

—En teoría.

—En teoría.

—Vaya momento eliges para teorizar.

Los dedos de Rajandra Das bailaron sobre los controles. Nada ocurrió. Los dedos volvieron a bailar. Nada ocurrió. Por tercera vez, Rajandra Das tocó el panel de controles como si se tratara del armonio de una capilla y por tercera vez nada ocurrió.

—¿Qué pasa?

—¡No puedo hacerlo! Ha pasado mucho tiempo. He perdido el tacto.

—Déjame probar…

Con un movimiento de la boca de su inductor de campo, Rajandra Das apartó al señor Jericó de las luces de control. Masculló unas cuantas palabras y lanzó una descarga a plena potencia sobre el panel de controles. La explosión hizo retroceder a los dos hombres, enceguecidos por las chispas y los circuitos voladores. El murmullo normalmente sereno del tokamak de fusión aumentó hasta convertirse en un chillido, un aullido, un rugido de indignación. Rajandra Das cayó de rodillas pidiendo el perdón divino por haber llevado una vida de vagabundo cuando el grito de la fusión destructora fue silenciado. En ese mismo instante, los hombres, la sala de energía, Villa Acero, el mundo entero notaron que los volvían del revés en dos ocasiones. Con el tronido de la afluencia de la realidad, la devanadora de tiempo efectuó una implosión que envió a la nada a los cinco niveles del centro de control temporal de Arnie Tenebrae y a toda su plana mayor.

El muro temporal estalló hacia afuera. Quienes se encontraban en caída libre salieron del aire; las ballenas, los arcángeles y los guitarristas desaparecieron; el viento resplandeciente se llevó a la lluvia hirviente. Todos los relojes se detuvieron en el momento de la explosión temporal y así se quedaron para siempre, a pesar de los esfuerzos por ponerlos en marcha de infinidad de generaciones que siguieron al día de la tormenta temporal.