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El artillero Johnston M’bote era una de esas personas inevitables cuyas vidas son como las de un tren de vapor: sólo se mueven hacia adelante, en una dirección limitada.

Personificaciones de la predestinación, sobre ellas pesa la doble maldición de su completa ignorancia de la inevitabilidad de sus vidas y pasan raudas por esas otras innumerables vidas que se encuentran junto a las vías y saludan con la mano al tren expreso. Sin embargo, quienes están junto a las vías saben exactamente adonde se dirige el tren. Saben adonde conducen las vías. Las vidas-trenes se limitan a lanzarse hacia adelante, sin preocuparse, ignorantes. En el instante mismo en que la comadrona de distrito le enseñó a la señora January M’bote su séptimo hijo, feo y desagradable, ésta supo que hiciera lo que hiciera con su vida, ese hijo estaría destinado a ser artillero en una máquina de combate Parlamentaria en la batalla de Camino Desolación. La señora January M’bote sabía adonde conducían las vías.

De niño, Johnston M’bote había sido menudo, y de adolescente siguió siendo menudo, el tamaño perfecto para caber ovillado en el interior de la torreta del fuselaje, situada debajo del cuerpo de insecto de la máquina de combate como un testículo mal colocado.

Tenía la cabeza redonda y un poco aplanada en lo alto, la forma perfecta para el casco de combate; su talante nervioso y lanzado (calificado de «impulsivo» por los psicólogos del ejército) lo hacía soberbiamente adaptable; sus manos, largas y delgadas, casi femeninas, tenían la forma perfecta para los intrincados controles de disparo del nuevo equipo Taquión Punto 27. Poseía un cociente de inteligencia de una densidad tan similar a la de un leño que lo hacía inútil para cualquier profesión que exigiera el más mínimo brillo de creatividad. Johnston M’bote estaba predestinado, pues, a ser uno de los artilleros de torreta de fuselaje de la Creación.

Pero de todo esto Johnston M’bote era muy poco consciente. Se divertía en grande.

Ovillado como un feto en la ruidosa y oscilante ampolla metálica que olía a aceite, atisbo a través de las aberturas de las armas el gran desierto que tenía debajo y lanzó ráfagas de ametralladora a través de la arena leprosa. El efecto lo satisfizo enormemente. No veía la hora de presenciar cómo sería cuando la utilizara en la gente. Echó una mirada rápida a las imágenes que emitían los monitores de televisión situados a nivel de los ojos. Mucho, pero mucho desierto rojo. Las patas oscilaron, la máquina de combate se elevó. El artillero Johnston M’bote dio vueltas y más vueltas en su testículo de acero y resistió a la tentación de apretar el pequeño gatillo rojo que tenía delante. Era el control de disparo del inmenso lanzataquiones. Le habían advertido que no lo utilizara indiscriminadamente: consumía energía y el comandante no estaba del todo seguro de que por error, no acabase volándole las patas a la máquina de combate. Avanzó a trompicones. Su tío Asda había tenido un camello y la única vez que había montado en aquel bicho irascible, sus andares habían sido muy parecidos a los de la máquina de combate. Johnston M’bote entró en la guerra con botas de veinte metros y al ritmo de la música swing de Glen Miller y su orquesta que sonaba por sus dos audífonos. Hizo movimientos circulares con los hombros y agitó alternativamente los índices en el aire, arriba y abajo, arriba y abajo: la única manera posible de bailar en la tórrela de fuselaje de una Máquina de Combate Punto Cuatro. Si eso era la guerra, pensó Johnston M’bote, la guerra era fenomenal.

Una bota militar, reglamentaria, confeccionada por Hammond & Tew de Nueva Merionedd, dio tres pesados golpes en la escotilla del techo, pom pom pom, acompañados por una apagada andanada de maldiciones. El artillero Johnston M’bote cambió el selector de canales de la radio.

—… a Osezno, Papá Oso llamando a Osezno, a qué carajoestásjugandoahíabajo, que no sabesqueestamosenunaguerrahijodemil… el objetivo tiene una inclinación de cero coma cuatro grados, quince grados.

Con la lengua fuera y concentrado como nunca, el artillero M’bote hizo girar unas ruedecitas y nonios de bronce y apuntó el enorme lanzataquiones hacia la nada extraordinaria cara del acantilado rojo.

—Osezno a Papá Oso, tengo el objetivo enfocado; ¿qué quiere que haga ahora?

—Papá Oso a Osezno, dispara cuando estés listo. Dios santo, si será imbécil…

—Entendido, Papá Oso.

Johnston M’bote presionó alegremente con ambos pulgares el tan ansiado botoncito rojo.

—¡Zas! —gritó—. ¡Zas, malditos cabrones!

Tal como había ordenado Arnie Tenebrae, la subteniente Shannon Ysangani estaba retirando a su grupo de combate de las posiciones del perímetro de defensa (que tenían un opresivo olor a orina y electricidad), para conducirlo hasta los muros de contención del Callejón Azul, cuando los Parlamentarios vaporizaron a toda la Brigada Nueva Glasgow.

Ella y sus quince soldados de combate constituyeron el dos por ciento de supervivientes.

Shannon Ysangani había conducido a su grupo hasta más allá del frente del Hostal para Peregrinos el Alegre Presbítero, cuando una luz inusualmente brillante, en un ángulo inusual, proyectó una sombra inusualmente negra sobre las paredes de adobe. Apenas tuvo tiempo para maravillarse de la sombra y del modo en que se encendieron las luces de neón rojiazules del Alegre Presbítero (un efecto secundario del impulso electromagnético de los dispositivos de taquiones desconocido hasta entonces), cuando la descarga la levantó en cuerpo y alma y la reventó contra la fachada del Hostal para Peregrinos y, a manera de gran final, le depositó encima las paredes, el techo y al gordo Presbítero de neón.

De no haber sido por su escudo defensivo, Shannon Ysangani habría quedado untada como carne en conserva. Pero gracias a él, se encontraba encerrada en una burbuja negra de cascotes y escombros. Examinó con la punta de los dedos el liso perímetro de su prisión. El aire olía a energía y sudor rancio. Dos alternativas. Podía permanecer debajo del Alegre Presbítero hasta que fueran a rescatarla o se le acabara el oxígeno.

Podía bajar su escudo defensivo (tal vez lo único que evitaba que las toneladas del Alegre Presbítero la aplastaran como un amante tosco) y abrirse paso con los inductores de campo en posición ofensiva. Ésas eran sus alternativas. Había participado en suficientes batallas como para saber que no eran tan simples como parecían. El suelo se estremeció como si una de las inefables pisadas del Panarcos hubieran caído sobre Camino Desolación; y cayó otra, y otra, y otra más. Las máquinas de combate avanzaban.

Le parecía increíble la facilidad con la que los Parlamentarios habían roto el perímetro de defensa. Le parecía increíble que un fulgor luminoso tan breve contuviera tanta muerte y tanta aniquilación. La tierra se estremeció de forma prolongada. Otro fulgor luminoso, otra aniquilación. Notó que también le resultaba increíble esa nueva muerte. La guerra se parecía demasiado al programa de misterio que daban los domingos por la noche en la radio como para creérsela a pies juntillas. Otra descarga. El Alegre Presbítero se acomodó con un pesado gruñido sobre Shannon Ysangani. Alguien debía de llevar las noticias de la destrucción al cuartel general. Una voz que a duras penas logró identificar como la del deber la importunó. Cumple con tu deber… cumple con tu deber… cumple con tu deber. Conmoción. Una explosión cerca de allí. Pam pam pam, las botas metálicas de una máquina de combate muy cerca de allí, ¿qué pasaría si uno de esos mastodontes me pasa por encima, aguantará mi escudo defensivo? Deber, cumple con tu deber…

—¡Está bien, está bien!

Bajo la aplastante corpulencia del Alegre Presbítero, se arrodilló en la oscuridad y tanteando comprobó los controles de disparo. Quería asegurarse una y mil veces. Sólo tendría ocasión de efectuar un disparo. Shannon Ysangani lanzó un suspiro corto que más parecía un bufido y desactivó el escudo defensivo. Los escombros crujieron y se reacomodaron. Crujidos aplastantes… levantó el inductor de campo y pulsó el botón de descarga máxima que abrió un agujero por el que entró la luz del sol.

El mundo al que emergió podía haber sido otro completamente diferente. El extremo sureste de Camino Desolación era una ruina humeante. Unos relucientes cráteres de vidrio, de nueve rayos como la estrella de Santa Catalina, eran testimonio de la eficacia punitiva de la nueva arma de los Parlamentarios. Habían logrado pasar y sus mastodónticas máquinas de combate, criaturas de las férreas pesadillas de la niñez, aparecían sentadas a horcajadas sobre calles y edificios; despedían vapor por sus junturas e intercambiaban pesadas descargas de artillería con las fuerzas de resistencia del Ejército de la Tierra Entera atrincheradas a lo largo de la calle Primera. El paso de los Parlamentarios por las defensas exteriores había dejado el pueblo aplanado como hace un torbellino con un campo de arroz. Sin embargo, su avance había encontrado una cierta resistencia. Como una araña muerta bajo una bota, la torre de mando de una máquina de combate yacía abierta y destrozada en un enredo de patas metálicas. Shannon Ysangani movió la mano para levantar su escudo defensivo y luego hizo una pausa. En ese tipo de guerra, quizá la invisibilidad fuera la mejor táctica, partiendo de la base de que no se puede disparar a algo que no se ve. Abrió el canal de radio de su grupo y llamó a los supervivientes para que se reunieran con ella. Quedaban todavía menos que antes. Doce de quince que eran salieron arrastrándose del caos después de la batalla. La subteniente Ysangani sintonizó el canal de mando y le pasó a la comandante Tenebrae un breve informe de las bajas.

Arnie Tenebrae se encontraba sentada en medio de su estado mayor, con las puntas de los dedos unidas en actitud de meditativa calma. Noventa y ocho por ciento de bajas en el encuentro inicial y los Parlamentarios estaban derribando a patadas el vallado de chapas de Villa Acero. En otros tiempos, un noventa y ocho por ciento de bajas habría ultrajado su sentido militar impulsándola a lanzar órdenes brillantes e inspiradoras a sus tropas. Pero en aquel momento, se limitó a quedarse sentada, con las puntas de los dedos unidas, moviendo la cabeza en gesto afirmativo.

—Han cambiado las órdenes —dijo cuando la subteniente hubo concluido—. Bajo ninguna circunstancia deberán las tropas utilizar los escudos defensivos. Utilizad los dispersores de luz y la movilidad. Sois guerrilleros. Sed guerrilleros. —Cortó la comunicación con los defensores y volvió a concentrarse por entero en el complejo aparato que murmuraba en el suelo de baldosas—. ¿Cuánto más falta?

—Unos diez o veinte minutos más hasta que logremos conectar toda la potencia —respondió Dhavram Mantones—. Después necesitaremos defender la fuente de poder.

—Ordena que así se haga.

Arnie Tenebrae se puso en pie de repente y se dirigió a su habitación. Se miró la cara pintada en el espejo de la pared. Tonta vanidad, ya no era el Pájaro de la Muerte, sino el Pájaro del Tiempo, el Cronofénix. Mientras se quitaba aquel tonto maquillaje de la cara, reflexionó acerca del noventa y ocho por ciento de bajas en los refugios subterráneos del perímetro de defensa. No significaban nada. Soldados de plástico. La defensa de la devanadora de tiempo resultaba de capital importancia, y por eso era capaz de enfrentarse al cien por cien de bajas. Cien por cien de bajas. La muerte universal. El concepto comenzó a resultarle atractivo.

En el mejor estilo guerrillero, el escuadrón de Shannon Ysangani avanzó de puntillas por los callejones de Camino Desolación. De vez en cuando aparecían cráteres de vidrio en conmemoración de quienes habían confiado demasiado en sus escudos defensivos.

Por la esquina de la calle Azul asomó una máquina de combate que avanzó arrasando con el Bufete de Abogados de Singh Singh Singh & Maclvor. Mientras sus tropas se tornaban invisibles, Shannon Ysangani y el soldado Murtagh Melintzakis quedaron separados del grupo. Shannon Ysangani ocultó su invisibilidad en el porche del Salón de Té Nuevo Paraíso y contempló cómo las tórrelas giraban de izquierda a derecha, de izquierda a derecha en busca de vidas que destruir. Máquinas malignas. Le pareció incluso que alcanzaba a distinguir a la tripulación con casco situada en sus estaciones de batalla. El terror que le causaba aquella cosa metálica había paralizado su sentido militar, se sentía tan incapaz de atacar a aquella máquina como si se tratara de una férrea pesadilla de la niñez. No le ocurría lo mismo al soldado Murtagh Melintzakis. Al parecer, sus sueños de la niñez debieron de ser beatíficos, porque abandonó la invisibilidad, levantó su inductor de campo para atacar, y la boca de la tórrela que, por pura mala suerte lo apuntaba en ese momento, escupió a quema ropa su furia subcuántica. La luz nova destiñó hasta el último centímetro de pintura expuesta de la esquina de Azul y Crisantemo. Las luces de neón de los hoteles vacíos titilaron espasmódicamente con una breve luminiscencia y, debido a la sobrecarga momentánea de los circuitos de dispersión de luz, el resto del Grupo Verde apareció en forma de vagos fantasmas translúcidos.

Aterrada, Shannon Ysangani gritó que se separaran y huyó por el callejón Azul.

—¡Ey, qué buen tiro, Osezno! ¡Muy buen tiro!

El artillero Johnston M’bote lanzó una sonrisa socarrona y escupió a la vez, hazaña que le pertenecía en exclusiva dado que nadie quería repetirla.

—Bah, no ha sido nada. Sólo cuestión de apuntar en la dirección correcta en el momento correcto. ¡Ey! —Los ojos nerviosos registraron un movimiento en uno de los diminutos televisores monocromáticos—. ¡Ey, se nos escapa un espectro!

—Venga, déjala ir…

—¡Pero es una enemiga! Quiero darle.

—No te pases con el LT, Osezno, si no vas con cuidado le meterás un disparo a una de nuestras patas.

—¡Y una mierda! —exclamó Johnston M’bote, malhumorado.

Desahogó su rabia en la fachada del Salón de Té Nuevo Paraíso con unas cuantas descargas de su cañón de 88 mm antes de que Papá Oso (en realidad, el subcomandante Gabriel O’Byrne) le echara una bronca por malgastar munición. Se consoló con una buena rascada en lo más profundo de su fétida ropa interior y la Máquina de Combate T27, Iluminismo Oriental, se alejó a trompicones para apoyar la pelea encarnizada que tenía lugar alrededor de las puertas de Villa Acero, y de paso, accidentalmente y sin malicia, rebanó la mitad de la casa de los Stalin y a toda la señora Stalin con un balanceo descuidado de su pata colocada en las dos en punto.

—¡Ey, allá abajo hay un tío!

Johnston M’bote lo divisó a través de las ranuras de los cañones que había en la tórrela del fuselaje; se trataba de un señor Stalin curiosamente escorzado que, presa de una furia impotente, agitaba los puños ante la máquina de combate que acababa de matar a la mujer con la que llevaba casado veinte años.

—¿Un qué?

—Un lío, Papá Oso, allá abajo hay un lío.

—Parece que era el dueño de la casa que acabas de arrasar, Osezno —gorjeó Mamá Osa desde el encanto de la torreta superior.

Johnston M’bote sólo conocía a Mamá Osa por su voz quejumbrosa que le llegaba a través del interfono. Nunca lo había visto, pero sospechaba que entre el bombardero número uno y el comandante existía una cierta rivalidad. Y después de habérselo pensado, se dio cuenta que tampoco conocía al comandante.

—¿Un qué? —repitió Papá Oso.

—Un tío, allá abajo hay un tío en un bancal muy grande de judías —contestó Johnston M’bote, desde una posición ideal para presenciar lo que seguiría después—. No sé, creo que debería tener… bueno, tener cuidado, tal como siempre me advierte usted… Bueno, en fin.

—¿Qué pasa, Osezno?

—Nada, Papá Oso.

La T27, Iluminismo Oriental, Papá Oso, Mamá Osa y Osezno avanzaron a toda velocidad por la calle Verde, llevándose con ellos al señor Stalin en forma de desafortunada mancha roja en la pata ubicada a las dos en punto.

—¡Santa Catalina! ¿Sabes lo que acabas de hacer? —aulló Mamá Osa, y procedió a contárselo a su comandante con tal lujo de detalles que Johnston M’bote desconectó la discusión recriminatoria y se puso a agitar los dedos al ritmo de Serenata de la calle Tombolova, interpretada por Hamilton Bohannon y sus Aces del Ritmo.

La guerra volvía a ser divertida. Divertida cuando machacaba con su cañón el emplazamiento rodeado de bolsas de arena; divertida cuando pasaba por encima de los guerrilleros que huían y los incineraba con un «¡zas!» de sus LT; divertida incluso cuando te metía miedo, cuando a raíz de una confusión de objetivos, oyó a la tripulación de la T32, Melocotón de Absalón, morir en directo a través de los audífonos.

—¡Pero si ahí no hay nadie!

—¡Tiene que haber alguien!

—El ordenador dice que…

—¡Te lo metes en el culo el ordenador!

—¡Métetelo tú! ¡Míratelo! Tenía razón yo, ahítienessggmmtttssffssg…

La T32, Melocotón de Absalón, recibió de lleno un impacto del inductor de campo de un niño-soldado del Ejército de la Tierra Entera que lanzó por los aires a Papá Oso, Mamá Osa y Osezno en una cascada de astillas metálicas y roja sangre.

Al presenciar la muerte de Melocotón de Absalón, Johnston M’bote notó en la cabeza una sensación inusual. Se trataba de un pensamiento original, una idea y una clara señal de que su existencia previamente ordenada se aproximaba al final de las vías. Aquel pensamiento original lo tomó tan de sorpresa que tardó casi un minuto entero en pulsar el botón para comunicarse con Papá Oso.

—Esto… Gran Oso —dijo—, me parece que nos enfrentamos a un enemigo invisible.

Papá Oso farfulló y gorjeó por el interfono, comandante ascendido a un nivel que escapaba a su competencia.

—¿Alguien tiene unas termoantiparras?

Mamá Osa se había dejado las suyas en la tienda, junto con la barra de repelente de insectos. Siguió entonces una amarga discusión. Johnston M’bote se puso las suyas, que le dieron apariencia de búho dispéptico. La borrosa brama monocromática que percibió le permitió obtener resultados casi inmediatos.

—¡Ey! ¡Papá Oso! ¡Papá Oso! ¡He captado un espectro! ¡Un espectro vivo!

—¿Dónde?

—Por el lado de babor, se trata de un espectro hostil… —Le encantaba utilizar expresiones militares.

El espectro se llamaba Shannon Ysangani.

—Andando, a por ella, allá va…

Colgado de la escotilla del fuselaje, a veinte metros del suelo, envuelto por el humo, el artillero Johnston M’bote pilotó la máquina de combate siguiendo las instrucciones que le ladraban a través del interfono de su casco. Fiel y obediente, la máquina de combate pasó zapateando por el ala occidental abandonada de la hacienda Mándela, abriendo como una vaina de guisante la habitación más secreta que el abuelo Harán había cerrado con llave y había jurado no volver a abrir jamás.

El polvo cayó y se depositó sobre las cabezas de la dinastía Mándela, oculta en el más profundo de los sótanos. Las piedras se estremecieron y crujieron. Todavía delirante por la cabalgata en Garlitos Caballo, Rael Mándela, hijo, tenía alucinaciones sobre sus días como líder de la Gran Huelga y Kwai Chen Pak se apresuró a suavizar sus desvaríos con una infusión de hierbas.

Eva, que trabajaba animadamente en su telar, escogió de entre los peines, un golpe de lanzadera de hilo rojo fuego y declaró:

—Todo esto deberá quedar reflejado en el tapiz.

La máquina de combate T27, Iluminismo Oriental, se puso en posición de firmes en el patio central de los Mándela, soltando vapor por las válvulas de presión. El humo envolvía a la tórrela dotándola de una inteligencia maligna, ultramundana.

—¿Ves algo ahí abajo, M’bote?

El artillero M’bote se descolgó de su ampolla del fuselaje examinando con sus antiparras la nube de vapor y humo que se elevaba del borde de Villa Acero, donde los Parlamentarios y las defensas del Ejército de la Tierra Entera se habían enfrentado en estruendosas oleadas. Una vaguedad rielante se movió en medio de la oscuridad monocromática.

—¡Sí! ¡Ahí va! ¡Que alguien le dispare!

Mamá Osa giró para cumplir con la orden; Papá Oso levantó la asesina pata situada en las dos en punto para lanzarle un zapatazo.

La naturaleza de las creencias religiosas de Shannon Ysangani había experimentado un cambio fundamental en los últimos minutos; había pasado de considerar Blanducho y Bonachón al Tipo Orándote que le asignaba a algunos un poco más de suerte de lo que la justicia requería, a considerarlo un Viejo Pescador Malvado y Vengativo que no dejaba que se le escapara una sola víctima. Había sido una pura cuestión de suerte el que incendiaran a Murtagh Melintzakis en vez de a ella. Pero se trataba de una venganza el hecho de que no lograra sacudirse de encima al ejecutor de ese incendio. La máquina de combate jugaba con ella. Pero si incluso un imbécil de la tripulación se había colgado de la torreta para seguir cada uno de sus movimientos con las termoantiparras. Y su brillante invisibilidad le resultaba tan inútil como su escudo defensivo. No le quedaba más remedio que pelear como había hecho Murtagh Melintzakis.

—¡Dios te maldiga, Dios! —exclamó, presa del egoísmo metafísico, al tiempo que corría en dirección a Fuerte Villa Acero mientras la máquina de combate la perseguía implacablemente, destrozándolo todo a su paso—. ¡Maldito seas maldito seas maldito seas!

Los cañones inmensos giraron, el feo hombrecito simiesco apuntaba, la pata se elevó y ella no quería, categóricamente no quería, jamás, de ninguna manera, acabar envuelta en fuego como había acabado aquel niño-soldado de diez años: convertido en un grito de plasma agonizante. Al levantar el inductor de campo para luchar, se dio cuenta de cuan cansada estaba de matar cosas. Harta, asqueada, desilusionada. El estúpido hombrecito simiesco farfulló algo desde la escotilla y ella no quería matarlo.

—Ni siquiera te conozco —musitó Shannon.

Sin embargo, si se decidía por cualquier otra cosa, acabaría envuelta en fuego. El contacto se cerró. El instante antes de que su escudo defensivo cayera para poder atacar, una demoledora patada de acero la lanzó contra el muro de un cobertizo de llamas. El disparo la envió lejos, la burbuja defensiva estalló y Shannon Ysangani se estrelló en la solidísima pared de adobe. En su interior notó crujidos y roturas; en la boca notó sabor a acero y bronce. Sumida en un vago miasma de semiinconsciencia comprobó que su disparo había dado en el blanco. Había reventado la torreta superior, al artillero y al cañón. De la herida metálica brotaban el vapor y el aceite como si fueran sangre arterial.

Lanzó una risita que le arañó las costillas y después, todo fue oscuridad.

—Mierda mierda mierda mierda mierda…

Ovillado para protegerse en su cómoda y divertida tórrela del fuselaje, Johnston M’bote apenas oyó las execraciones de su comandante.

—Ya te tengo, ya te tengo, maldita puta, zorra mal nacida, te tengo… —Johnston M’bote se metió la lengua entre los dientes cuando susurró enfurecido por el regocijo e hizo girar las ruedecitas y nonios de bronce—. Ya te tengo…

¿Qué le estaría gritando Papá Oso? ¿Acaso no sabía lo difícil que resultaba disparar cuando la condenada máquina de combate zigzagueaba y se balanceaba como un borracho de noche sabatina? ¿Una advertencia? ¿Contra qué? Los hilos del retículo brillaron, un blanco perfecto. El artillero Johnston pulsó el botoncito rojo.

—¡Zas! —gritó, y con un resplandor enceguecedor arrancó de cuajo la pata ubicada a las diez en punto.

—¡Me cago en su madre! —exclamó.

—¡Estúpido hijo de puta! —chilló Papá Oso—. Te lo advertí, te dije que tuvieras cuidado…

La T27, Iluminismo Oriental, se bamboleó como un árbol al borde de un precipicio. El metal chilló y chocó con estrépito, los estabilizadores giroscópicos aullaron cuando trataron de mantener en pie a la máquina de combate, pero fallaron catastróficamente, no estuvieron a la altura de la prueba. Con gracia majestuosa, digna de una ballet, la máquina de combate se desplomó, los lanzataquiones comenzaron a disparar a diestra y siniestra, mientras el vapor salía a presión por las juntas rotas y el armatoste acabó por abrirse en dos sobre la tierra inflexible de Camino Desolación. En los escasos segundos de su caída en picado, Johnston M’bote pudo ver que toda su vida había estado dirigida hacia ese momento de gloriosa aniquilación. Un instante antes de que la torreta del fuselaje se desprendiera y él quedara aplastado como una ciruela madura bajo el peso del metal, Johnston M’bote retrocedió hasta el momento de su nacimiento y mientras veía su cabeza de formas perfectas asomar por entre los muslos de su madre, se dio cuenta de que había sido condenado desde el mismo principio. Notó una sensación de profundísimo disgusto. Después, nunca jamás volvió a sentir nada.

Oscilando en el límite entre el dolor y la conciencia, la subteniente Shannon Ysangani vio caer al mastodonte, doblegado por su propia arma. Notó que en su interior nacía una risita agónica que le destrozaba la carne.

Sepultada a cinco niveles por debajo de Villa Acero, en su centro de transporte temporal, Arnie Tenebrae también vio caer al mastodonte.

Para ella era otro pintoresco fragmento del mosaico de la guerra. Su muro de pantallas de televisión le presentaba la lucha en todos sus colores, y Arnie Tenebrae saboreaba cada uno de ellos, mientras sus ojos pasaban nerviosos de pantalla en pantalla; rápidos, breves encuentros con la guerra, celosa de tener que perderse aunque fuera un solo instante de la Guerra entre los Poderes.

La Vastadora desvió su atención de la matanza televisada y se centró en la devanadora de tiempo que estaba en el suelo.

—¿Y ahora cuánto falta?

—Dos minutos. Estamos conectando los generadores de campo al tokamak de fusión.

Los observadores que controlaban las pantallas lanzaron un grito.

—¡Tropas de tierra! ¡Envían tropas de tierra!

Arnie Tenebrae volvió a centrar su atención en el muro de pantallas. Una delgada línea blanca de escaramuzas avanzaba sin esfuerzo por las trincheras en dirección a Villa Acero. La artillería de las máquinas de combate los cubría con su poder de marchitar cosas. Giró el botón de aumento de la imagen y vio que los Parlamentarios llevaban a la espalda unas abultadas mochilas que le resultaron familiares.

—Qué lista, muy, pero muy lista, Marya Quinsana —susurró para que nadie la oyera y se pensara que estaba loca—. Me has tomado las medidas bastante bien, pero no son perfectas.

Alcanzó a oír el fuego del armamento como el sonido de las pistolas de juguete de su niñez cuando los atacantes cayeron sobre los defensores. Una guerra con pistolas de juguete, una guerra de el-que-se-quede-acostado-durante-veinte-segundos-está-muerto, y cuando el juego acababa, todo el mundo se levantaba y se iba a casa a comer. Los inductores de campo martilleaban a otros inductores de campo hasta que el equipo taquiónico a bordo de las máquinas de combate habló y declaró que el juego había terminado por aquel día y para siempre.

—¡Ya estamos listos! —gritó Dhavram Mantones.

—Entonces, adelante, ¿quieres? —ordenó Arnie Tenebrae, la Vastadora.

Se echó a los hombros la mochila de combate. Dhavram Mantones movió el mando que desviaría toda la potencia del tokamak de Villa Acero hacia la devanadora de tiempo.

Los eones se abrieron ante Arnie Tenebrae como una boca, y ella se precipitó en el abismo con una cascada de imágenes consecutivas.

Y la realidad tocó a su fin.