Una de las patrullas Jaguar de Arnie Tenebrae capturó a los cuatro hombres en el interior de la zona de defensa pasiva número 6. Las órdenes establecían la inmediata eliminación de los prisioneros, pero al subteniente Sergio Estramadura le había picado la curiosidad el hecho de que hubiesen podido atravesar ilesos diez kilómetros de trampas explosivas varias, alambres con nudos corredizos, y afiladas estacas untadas con mierda.
A pesar de las patrullas aéreas Parlamentarias, rompió el silencio de las comunicaciones para pedir consejo a su comandante.
—¿Quiénes son? —preguntó Arnie Tenebrae.
—Cuatro hombres. Uno de ellos es el Viejo de los Bosques, el sarcástico, los otros parecen normales. No tienen identificación, pero llevan equipo de la CBA.
—Interesante. Formalmente, Gastineau nunca había tomado partido por nadie. Debe de haberlos traído por la zona de defensa. Me gustaría verlos.
Contempló cómo sus guerrilleros le llevaban a los cautivos. Los soldados los habían atado, les habían vendado los ojos y los conducían con traíllas. Tres de ellos tropezaban en el suelo desigual al final del valle; el cuarto caminaba recto y erguido, conduciendo, no siendo conducido, como si pudiera ver con otros sentidos. Seguro que ése era Gastineau.
Aunque Arnie Tenebrae sólo lo había visto en dos ocasiones anteriores, su nombre era leyenda entre los veteranos de la campaña de Chryse, tanto los del Ejército de la Tierra Entera como los Parlamentarios.
«Qué buen guerrillero sería. Forma parte del bosque, tiene la percepción de los animales». Miró a sus guerrilleros, torpes niños-soldados vestidos con trajes de camuflaje y pesadas mochilas de batalla, las caras cubiertas de tatuajes o pintadas como tigres, demonios o insectos; a rayas, a lunares, con dibujos indostánicos. Niños tontos que fingían jugar a juegos de niños. Fugados, marimachos esquizoides, homosexuales y visionarios. Actores en el teatro de la guerra. Si le hubieran dado mil hombres como Gastineau habría molido a Quinsana hasta reducirla a arena fina.
Los rostros de dos de los prisioneros le resultaban conocidos. Trató de situarlos en su memoria mientras el subteniente Estramadura les quitaba las mochilas, la ropa, la dignidad y los ataba en el corral de bambú. El informe de Estramadura fue una farsa.
¿Acaso sus muchachos no tenían ojos y oídos? Su información se redujo a «de repente, nos los encontramos ahí». Un hombre sin ojos ni oídos no vive mucho en una guerra de guerrillas. Arnie revisó las ropas de los prisioneros. No encontró nada en las prendas blancas y gastadas de Gastineau; las de los otros eran ropas de la Compañía, fuertes y bien confeccionadas. En los bolsillos sólo encontró pañuelos de papel, pelusa y una bolita de papel de plata.
Antes de revisar las mochilas le preguntó al teniente Estramadura:
—Sus nombres.
—Ah. Se me olvidó preguntarles.
Salió disparado, colina abajo, hacia los corrales, el rostro sonrojado y humillado bajo las atrevidas rayas atigradas azules y amarillas.
—No vivirá mucho. Le falta inteligencia. Al cabo de un minuto, ya estaba de vuelta.
—Señora, sus nombres son…
—Mándela —dijo ella señalando el libro encuadernado en cuero que había en el suelo—. El más joven es hijo de Limaal Mándela.
—Rael, hijo, señora.
—Ya.
—Los otros dos son…
—Gallacelli. Sevriano y Batisto. Sabía que sus rostros me resultaban familiares. La última vez que los vi tenían dos años.
—Señora.
—Quiero hablar con los prisioneros. Haz que me los traigan aquí. Y devuélveles la ropa. Los hombres desnudos son patéticos.
Cuando el teniente Estramadura se hubo marchado, Arnie Tenebrae se pasó los dedos por el pelo corto, fino y suave; venga acariciarse, venga acariciarse el pelo de forma maniática y compulsiva. Mándela. Gallacelli. Quinsana. Oculto tras las cubiertas del libro, Alimantando. ¿Acaso era una predestinación divina el que nunca, jamás pudiera escapar de ellos? ¿Acaso todo el pueblo de Camino Desolación navegaba por el mundo como una nube, persiguiéndola y tratando de llevarla de vuelta al estancamiento y la aniquilación?
¿Qué delito había cometido ella para que el pasado le impusiera su castigo generación tras generación?, ¿acaso era algo tan vil desear que tu nombre quedara inscrito en el cielo? Jugueteó con la idea de mandarlos matar rápida, silenciosa y anónimamente. La desechó. Sería imposible. Aquella reunión estaba Cósmicamente Predestinada. Había ocurrido antes, ocurría en ese momento, volvería a ocurrir. Los examinó mientras estaban de rodillas al otro lado de la fogata; el humo que llenaba la choza les escocía los ojos y los obligaba a parpadear. De modo que aquél era su sobrino nieto. Vio como atisbaban a través del humo para verla, pero les era invisible, porque a sus espaldas entraba de lleno la luz del sol, que se colaba entre el bambú. Jean-Michel Gastineau abrió la boca para hablar.
—Paz, oh, venerable. Te conozco muy bien. Conozco el apellido Mándela y el apellido Gallacelli.
—¿Quién eres? —preguntó Rael, hijo. Era osado. Eso estaba muy bien.
—Ya me conoces. Soy el demonio que se come a los bebés, el coco que asusta a los niños para que se vayan a dormir, según parece, soy la encarnación del mal. Me llamo Arnie Tenebrae y soy tu tía abuela, Rael, hijo. —Y por puro gusto, les contó la historia de los bebés robados, la historia que el fantasma de su padre le había contado y que la había llevado a ese preciso lugar e instante. Las expresiones de horror reflejadas en el rostro de su sobrino nieto la deleitaron inmensamente—. ¿Por qué tan horrorizado, Rael?
Por lo que he oído decir, eres tan criminal como yo.
—No es verdad. Lucho contra el régimen tiránico de Aceros Belén Ares para conseguir justicia para los oprimidos.
—Se dice fácil, pero hazme el favor de ahorrarte tus gazmoñerías. Te comprendo a la perfección. Hace tiempo también fui como tú. Y ahora, os podéis marchar.
Cuando el teniente Estramadura regresó de encerrar a los prisioneros en su jaula, Arnie Tenebrae volvió a lavarse las manos y a contemplarlos presa de una fascinación embelesada.
—¿Los mando matar, señora? Es la práctica corriente.
—Y tan corriente. No. Devuélveles las mochilas, y sin molestarlos en absoluto, escóltalos hasta el muro norte del bosque, junto a Nueva Hallsbeck. Se pueden ir. Las fuerzas que están en juego aquí son mucho más grandes que la práctica corriente.
El teniente Estramadura no se movió.
—Obedece.
Se lo imaginó desnudo, atado de pies y manos entre dos árboles, abandonado al sol, la lluvia y el hambre. Cuando regrese, pensó. Era demasiado estúpido como para dejar que siguiera vivo. Observó como la patrulla Jaguar escoltaba a los exiliados hasta el valle y se internaba en el bosque.
Un avión Parlamentario de reconocimiento zumbó en lo alto y se dirigió hacia el este, rumbo a las Colinas de Tetis. Los escuadrones de camuflaje se afanaban de un lado para otro, presas de un frenesí de redes, arbustos y lonas alquitranadas.
—Qué bonitos pajaritos, Quinsana. Ordénales que bajen, ordena que del cielo salga el fuego, ordena que las armas espaciales de ROTECH disparen, ordena que el cielo se me caiga encima, ordénale al mismísimo Panarchos que me aniquile, que yo siempre tendré un as oculto en la manga. ¡Porque poseo la clave del Arma Fundamental!
El melodrama la deleitaba. Recordó los libros forrados de cuero de Rael Mándela, hijo.
Recordó las paredes de la casa del doctor Alimantando, cubiertas con los arcanos de la cronodinámica. Ojalá les hubiera prestado más atención entonces. Sonrió tímidamente para sí.
—Puedo conseguir el dominio del tiempo.
Mandó llamar a su estado mayor. Se acuclillaron en semicírculo, en el suelo de tierra de su choza.
—Preparad a todas las divisiones y secciones para marcharnos.
—Pero señora, las defensas, los preparativos para la batalla final. Le lanzó al subcomandante Jonathon B una mirada prolongada y peligrosa. Hablaba demasiado.
Debía aprender el valor del silencio.
—La batalla final habrá de tener lugar en otra parte.